Capítulo 4

Sentándome en el suelo de la terraza, cogí a Mafi en brazos para torturarle a base de cosquillas en la barriga. Le llamaba sinvergüenza repetidamente sin dejar de reírme a carcajadas al ver su hocico abierto con la lengua colgando y su patita trasera tocando la guitarra, en apenas un minuto acabé con un gran lametón por toda mi cara, su forma de vengarse por hacerle travesuras. Le dejé a un lado con una palmadita en lomo y entré al comedor secándome la mejilla con la manga de la camisa.

En muchas ocasiones se dice que lo que tiene que ocurrir ocurre y es cierto, porque el día que Mafi llegó a mi vida, fue como si estuviera predestinado.

Aquel día lo tenía grabado en mi mente: hacía exactamente un año. No tenía ganas de pasear, aún así me obligué a bajar a la playa y compré un botellín de agua en el primer chiringuito que vi. Giré mi vista hacia un pequeño espigón de rocas al que me dirigí para sentarme en una de las varias tumbonas de hormigón que el ayuntamiento había colocado a modo de diseño vanguardista. Di un larguísimo trago de agua antes de estirarme y notar como la refrescante brisa marina daba una tregua al calor bochornoso que llevaba aguantando desde hacía rato. Con los ojos cerrados, mi respiración se fue acompasando con el sonido de las pequeñas olas que rompían contra las rocas. Fue un momento relajante, pero la tranquilidad me duró poco, porque algo húmedo me recorrió desde la muñeca hasta el codo y me reincorporé de un salto, encontrándome un perro de mediana estatura sentado sobre su muslo derecho, con la lengua fuera, sin dejar de mover la cola y su mirada fija en mí. —¡Qué susto me has dado!— exclamé. Dio un pequeño ladrido y aguantándose con sus patas traseras, se me subió encima. —¿Y tú quién eres?— pregunté acariciándole la cabeza. Volvió a lamerme y me hizo sonreír. Comencé a acariciarle el lomo girando mi cabeza intentando localizar a su propietario sin ver a nadie que pareciera buscarle. Se le veía muy cuidado, con el pelaje perfectamente limpio y muy en forma. Tenía manchas marrones, negras y blancas dispersas por todo el cuerpo. Por lo torpón que era con sus movimientos, supuse que tendría pocos meses. Entre lametones busqué en su collar alguna identificación o algún número de teléfono, pero en la chapa con forma de hueso sólo se leía su nombre: «Mafi». —Vamos a esperar a tu amo, Mafi— dije, como si estuviera hablando con un crío, sin dejar de buscar con la mirada a su propietario y él comenzaba a menear su cola. Estuve jugando con él durante más de una hora sin que nadie apareciera, por lo que empecé a preguntarme lo que haría con él, si dejarle allí sólo o llevármelo. La idea de dejarlo en la primera comisaría de policía no me hacía gracia, estaba convencido de que acabaría en la perrera hasta que le reclamaran, así que me lo quedé mirando, sentado nuevamente sobre su muslo derecho, sin apartar de mí su mirada tristona pero vivaz, quedándome más claro aún que tenía que venirse a casa conmigo. Abrí la botella de agua, vertiendo un poco en la palma de mi mano a modo de cuenco y entendió que era para que bebiera, cosa que hizo hasta que se la terminó. —Creo que te vienes conmigo— dije mientras le acariciaba. —Pero primero tengo que llevarte a un veterinario. Volvió a menear su cola, como si me hubiera entendido y me levanté bajo su atenta mirada. Nada más dar un paso, comenzó a seguirme, confiado, como si estuviera convencido de que conmigo no iba a correr ningún peligro. Esa noble confianza me conmovió. Me hacía mucha gracia su forma de caminar tan elegante, con la cola blanca totalmente tiesa, sin alejarse ni medio metro de mí. Le tomé en mis brazos para atravesar la concurrida Avenida Litoral, y se quedó dormido como un bebé—. ¡Es un beagle precioso! —exclamó la joven veterinaria, nada más verme entrar por la puerta de la consulta. No tenía ni idea de que fuera de raza —dije rascándome la nuca. Acabo de encontrármelo. Al escuchar mis palabras, lo cogió de mis brazos y lo dejó en una camilla, sin dejar de sonreírle y decir lo guapo que era. Se dio media vuelta y buscó algo en un cajón, cuando lo encontró, se acercó decidida con lo que parecía un lector de códigos de barras, pasándoselo varias veces por el cuello sin que el aparato leyera nada. Después lo hizo por todo el cuerpo con el mismo resultado. Le miró en las partes internas de los muslos sin pronunciar palabra—. ¡Qué raro! —exclamó buscando algo en sus orejas. ¿Qué ocurre?— pregunté, extrañado. —Normalmente si no llevan el chip, tienen un tatuaje con un número de identificación, pero este perro no tiene ninguna de las dos cosas—. ¿Y qué tengo que hacer? —Pues yo te aconsejaría que de momento, te lo llevaras a casa hasta que aparezca su dueño. Pero si no puedes hacerte cargo de él, puedes llevarlo a la perrera municipal para que sean ellos quienes lo hagan—. ¿Y si no aparece? —Estará un tiempo en espera de que le adopten, pasado ese tiempo, lo sacrificarán. Salí de la consulta con una correa, un plato para comida de perro, otro para el agua, un cestito para que durmiera, una pelota de tenis de piel multicolor y después de que la veterinaria le calculara cuatro meses, también cargué con un saco de pienso para cachorros que encontré carísimo. Llegamos a casa y sin dudarlo un momento fue al comedor, subiéndose al sofá justo en el lugar donde siempre me sentaba. Puse su cestito en el suelo bajo su atenta mirada, le hice un gesto con la mano para que entrara, él se bajó de un salto para olfatearlo y entrar muy tímidamente, cuando entendió que era su lugar, dio un par de vueltas antes de quedarse dormido con la cabeza apoyada en sus patitas delanteras. Me enterneció. Por las tardes comencé a dar largos paseos, a la orilla del mar, escuchando el sonido de las olas rompiendo en la arena y sin fijar mi mirada más allá de la correa de Mafi. No me apetecía hacerme el patético bucólico con la vista perdida en el horizonte… No, eso nunca ha ido conmigo. Comenzábamos la excursión en Drassanes llegando hasta Nova Icària caminando despacio, sin prisa, preocupándome simplemente en respirar. Mantenerme vivo. Mafi, de vez en cuando, me daba algún susto al correr por la playa, perdiéndole momentáneamente, pero se acostumbró a los pocos días a venir a mi lado cuando le silbaba. Y así hasta el día de hoy, que ya no se escapa. Sabe cuál es su hogar, al igual que yo. Mafi se despertó y ladró insistentemente a un pájaro que se había acercado hasta la barandilla, pero éste, en lugar de asustarse y echar a volar, se lo quedó mirando como diciéndole que pasaba de él. Sonreí—. Menudo cazador estás hecho —pensé.

Llevaba instalado una semana en el piso y estaba encantado. Tuve la gran suerte de que los de la tienda de muebles contaran con la ayuda de una interiorista que se encargaba desde elegir el tipo de muebles hasta los cuadros que colgaban de las paredes, así que me limité a escoger entre los tres bocetos que preparó y en dos semanas el piso estuvo amueblado. Ni siquiera tuve que colgar una simple lámpara o una barra de cortinas porque todo estaba hecho.

Deshacer las cajas y colocar todo en su sitio me tomó todo un fin de semana, pero el resultado fue tan satisfactorio que mereció la pena: parecía un hogar.

Mi hogar.

Entrar por primera vez en el piso con todo su mobiliario se me hizo extraño, no ya sólo porque representaba el principio de una nueva etapa sin Ángel, también lo era para mi rutina laboral diaria, por mucho que la hubiera comenzado siguiendo la forma práctica de vida que aprendí a su lado: creando un entorno en el que me sintiera cómodo y relajado donde pasaría muchas horas entre trabajo y ocio. Un lugar sin que la costumbre de ver cajas de cartón de mudanza por colocar me hiciera cerrar puertas para no verlas y cualquier cosa que no fuera estar delante de mi ordenador me resultara cómodo. Y así lo hice.

Abrí un cajón para guardar el mantel individual que había comprado por la mañana, sabiendo que tardaría un tiempo en acostumbrarme a reconocer ese nuevo entorno como el mío. El típico olor de madera nueva me transportó a la tarde en la que al llegar de una reunión con los publicistas de «Madway», la cadena de moda inglesa para la que llevo trabajando desde mi comienzo en el mundo del diseño gráfico, me encontré a Ángel sonriendo en el recibidor.

Le besé rodeándole con mis brazos con cara expectante y me pidió que cerrara los ojos, a lo que acepté mientras me guiaba con sus manos en mis hombros por el corto pasillo de entrada hasta el comedor, donde dijo que ya podía abrirlos. Al hacerlo me encontré con que los muebles que habíamos comprado hacía más de un mes estaban ocupando el lugar que él creyó idóneo.

No recordaba siquiera la composición y mucho menos de la distribución o del color de los sofás que ocuparon el centro de la estancia, pero el sentir que estaba convirtiendo aquél piso en algo más que un lugar dónde vivir me entusiasmó. Todo había pasado muy rápido, pero claro, ¿cómo calcular el tiempo transcurrido desde que conoces a alguien hasta que se convierte en tu pareja? En todo caso, sería una mera comparación porque con Ángel fue algo que ocurrió y solamente cuando estuvimos dentro nos dimos cuenta de que no importaba si hacía un mes o tres, porque nos habíamos enamorado y lo que importaba era la intensidad de lo que sentíamos cuando estábamos juntos, es más: nos dejamos llevar por esa sensación que tan bien nos hacía sentir y que procurábamos alargar todo lo que podíamos.

A raíz de conocerme salió del armario, enfrentándose a su padre y casi dejándose de hablar con su madre por el disgusto que había ocasionado a la familia. Pasaron las semanas y su madre quiso conocerme, por lo que tras meditarlo unos días, accedí y quedamos en una cafetería del centro, presentándose como la Señora del Doctor Simón, dándome la mano con una frialdad en su mirada más que evidente, procurando con cada palabra hacerme sentir que no merecía a su hijo.

Aquellas palabras frías y distantes fueron las únicas que me dirigió mirándome a la cara durante todos los años que estuvimos juntos. Jamás me quejé porque yo no era nadie para juzgar a su familia y aunque Ángel era consciente de ello, no consideré que tuviera que meter más baza para hacer la situación aún más incómoda. Él nunca dijo nada a favor o en contra, pero siempre lo comprendí: era su familia y se limitó a capear el temporal.

A las pocas semanas de aquel encuentro se presentó en casa con un par de maletas, pidiéndome entre lágrimas si se podía venir a vivir conmigo. Habían discutido una vez más por mí pero no aguantó más y haciendo caso omiso a la retirada de ayuda económica por parte de ellos, fue a su habitación, empaquetó lo necesario y tomó un taxi. Estaba muy nervioso, hablaba rapidísimo y casi no podía entenderle, pero cuando dijo que no sabía de qué íbamos a vivir, le preparé una tila. Temblando, dijo que tenía unos ahorros y que pronto terminaría su carrera, así que buscaría un trabajo que le permitiera combinar las dos cosas. Le puse una cucharada de azúcar en la taza y se la ofrecí, antes de besarle con toda la ternura del mundo y decirle que no tenía que preocuparse por nada, ya que las apariencias engañaban.

—¿A qué te refieres? —preguntó meneando la cucharilla—. Nunca te he hablado de ello —respondí—, pero creo que es el momento de decirte algo. —¡No me digas que estás casado!— dijo con la cara desencajada. —¡No es eso!— le besé sentándome a su lado. —Soy tuyo, bobo. Su cara mostró alivio, sonrió y me cogió de la mano—. Lo que te quiero decir —proseguí—, es que no soy tan pobre como tus padres piensan. Volvió a sonreír, incrédulo. ¿No me estarás diciendo que eres rico? —preguntó en broma. Ladeé la cabeza, muy lentamente. Depende de lo que entiendas por rico, sí.

A principios de los ochenta comencé a trabajar durante los fines de semana para un matrimonio mayor de Barcelona en su casa de Tossa de Mar, en la Costa Brava. Solamente querían reformar el porche, pero cuando apenas faltaba un día de trabajo me preguntaron si me veía capaz de cambiarles las baldosas del lavabo, a lo que naturalmente les dije que sí. Una vez acabado, les gustó tanto el resultado que me propusieron continuar con la cocina, por lo que en principio iba a ser un trabajo de dos o tres fines de semana terminaron convirtiéndose en varios meses. Me cogieron tanto cariño que me trataban como a un hijo, incluso venían a buscarme en su coche para ahorrarme el dinero autobús y me prepararon una habitación para que me quedara la noche de los sábados y así pudiera descansar más tiempo. Pagaban muy bien, siempre puntual y con alguna hora de más en el sobre. Ella, Antonia, se preocupaba por cocinarme deliciosos platos y él, Ramón, siempre me ofrecía una cerveza para obligarme a tomar descansos.

Cuando no quedó nada por reformar, me dijeron que podía ir siempre que quisiera, que allí tenía mi casa. Fue tanta la sinceridad que vi en sus caras que asentí y comencé a ir un fin de semana al mes.

Tres años más tarde, pasando el puente de la Constitución con ellos, me comentaron que en su pueblo natal de Murcia, Calasparra, al que habían ido hacía poco para firmar los papeles de la venta de la casa que tenían allí, estaba en venta una gran extensión de tierra cercana a su finca. Me dijeron el precio y en comparación de cómo estaba la hectárea en Catalunya no me pareció exagerado, más bien ridículo, así que decidí ir a ver el terreno y no me desagradó la idea.

Lo pensé durante dos semanas y tras una fugaz segunda visita a la zona decidí comprarlo con la ayuda de un crédito e invirtiendo todos mis ahorros. Fueron un total de veinte hectáreas de melocotoneros de secano que al principio lo alquilé a una cooperativa para su explotación, pero que con los años y el aumento de los costes de producción no resultaron rentables, así que aprovechando la especulación del suelo y la construcción de cientos de urbanizaciones en la región para extranjeros, la mayoría ingleses, lo vendí a una constructora, multiplicando varias veces el precio que pagué.

No sólo tenía mi futuro más que acomodado, en el contrato pacté también una de las casas que allí levantaron.

Al poco tiempo, durante un pequeño paseo bordeando el mar de Tossa por el camino de ronda, ella me dijo casi entre lágrimas que habían puesto en venta la casa porque se veían ya mayores para seguir yendo los fines de semana y al no haber podido tener hijos, nunca habrían nietos que disfrutaran de la piscina. —Además— añadió él, cuando regresamos a la casa, —durante el invierno hace demasiado frío para dejar la ciudad y calentar todo esto. Cuando ha alcanzado una temperatura adecuada, casi es hora de volvernos a Barcelona.

Tenían razón, el frío allí es mucho más húmedo que el de la capital, así que sin pensármelo dos veces, después de la comida preparé café y les propuse un trato: permutar mi casa de Calasparra por esa.

En varias ocasiones me habían comentado que se habían arrepentido de haberla vendido, ya que su deseo había sido siempre regresar su pueblo tras la jubilación. Allí el clima era más agradecido y con el añadido de que con la diferencia del coste de la vida, vivirían mejor. Lo pensaron durante unas semanas, y una tarde me llamaron para decirme que aceptaban. En poco menos de seis meses vendieron su piso de la calle Balmes, firmamos el contrato de permuta y en cuestión de una semana tuve la casa en la que había trabajado como albañil en propiedad.

—Este piso también es mío —continué, viendo como prestaba atención a mis palabras con la boca abierta—. No tengo hipoteca, por lo que tengo muy pocos gastos. Llevo una vida muy sencilla, lo que no quita que de vez en cuando me de algún capricho como la moto. Seguirás estudiando —afirmé—, no tienes por qué preocuparte del tema económico porque me encargaré yo.

Mis palabras le pillaron tan de sorpresa que no supo si levantarse o quedarse sentado a mi lado, si ponerse a reír o echarse a llorar.

Reconozco que mi forma de explicarle mi situación económica no fue la idónea, pero siempre he creído que es algo de lo que nadie tiene que ir alardeando. Además, mi trabajo iba de maravilla, con nuevos clientes prácticamente cada mes, por lo que hice énfasis en que no teníamos que pensar de qué viviríamos, sencillamente nos preocuparíamos por vivir juntos cada día.

En ese momento no hizo ningún comentario, a los pocos días, simplemente me confesó que al verme siempre vestido tan «básico» pensó que yo era el típico despreocupado por lo material que vivía al día —cosa que por cierto le encantó—. Le pedí que no dijera nada a sus padres, porque de esa manera creerían que no saldríamos adelante y guardarían la esperanza de que las hipotéticas penurias económicas le hicieran regresar cabizbajo y derrotado para que así estuviera siempre en deuda con ellos. Algo que yo jamás les permitiría. Una cosa era estar al margen de su familia, otra muy distinta era permitir que lo anularan o intentaran manipular.

Entré al lavabo para lavarme los lametones de Mafi y me entraron unas ganas increíbles de comerme un plato de ñoquis al gorgonzola, por lo que decidí salir y acercarme hasta mi italiano favorito del Borne. Nada más abrir la puerta del restaurante el camarero me reconoció y me hizo pasar a la mesa que acostumbraba a ocupar cada vez que iba.

Al sentarme, vi que en la mesa de enfrente estaba Ricard, mirándome. Me saludó con la mano y cuando le contesté, la guapísima chica rubia de ojos azules que le acompañaba le dijo algo al oído con una sonrisa sin dejar de mirarme, por lo que intuí que el comentario era sobre mí. No nos habíamos visto desde la firma del contrato de compra en la oficina del notario, un mes atrás, y apenas fueron quince minutos en los que casi ni pudimos hablar porque cuando nos quedamos solos en el despacho recibió una llamada y me despedí casi en un susurro para no molestar su conversación. Ricard se levantó y se acercó para saludarme. Le di la mano mientras me ponía de pie y preguntó si me apetecía unirme a su mesa, indicando que no había nada más triste que comer solo. Estuve tentado de decirle que no me importaba, pero callé y accedí. En los escasos metros que separaban nuestras mesas se interesó sobre la mudanza, a lo que le comenté que ya estaba instalado.

—Ella es Raquel, una antigua compañera de clase —explicó haciendo énfasis en la palabra compañera. Le di la mano y ella se apresuró a darme dos besos—. Encantado —dije poniéndome la servilleta en el regazo.

Se hizo un silencio bastante incómodo que Ricard rompió explicando a Raquel que nos habíamos conocido de sopetón. Estaba convencido de que le iba a explicar que había sido durante la compra del piso y al recordar la escena del tropezón en las Ramblas no pude aguantarme la risa, a la que se unió él ante la cara de descolocada de ella que cuando pudo entender la explicación entre las carcajadas de Ricard, se sumó a una risa imposible de contener hasta que el camarero nos sirvió los platos y llenó nuestras copas de vino rosado. Brindamos por la comida secándonos las lágrimas y noté como Ricard bebía de su copa con la mirada clavada en mí. Me sentí sonrojar.

Raquel me preguntó acerca de mi trabajo y cuando le expliqué que era diseñador gráfico se llevó la mano a la cabeza diciendo que ella también lo era, pero que le había sido imposible encontrar trabajo de ello y que terminó aceptando un trabajo para una tienda de ropa de una conocida cadena. Al preguntarle cuál era, me hizo gracia saber que era «Madway» y se lo comenté.

—¿No me digas que eres tú? —exclamó dejando caer los cubiertos en el plato—. ¡No me lo puedo creer!

Ricard la miró, extrañado por su reacción al igual que yo, pero en mi caso era porque me daba cierto reparo preguntarle si mi trabajo le gustaba o si por el contrario, le horrorizaba. Tras dudar unos instantes, lo hice, obteniendo una serie de elogios y buenas palabras que no esperaba. Repasé mentalmente las diferentes campañas que había diseñado para ellos y ninguna de ellas me pareció digna de tal halago, pero claro, una cosa es el resultado final tras semanas de trabajo en un proyecto que nunca acabas de retocar y terminas detestándolo y otra, el que la gente ve, ajenos a todo ello.

—Recuerdo aquella en la que se veía una tienda de «Madway» y la típica cabina de teléfono inglesa en medio de una pradera con un niño pelirrojo, sonriendo pero con rasgos evidentes de haber llorado, sujetando un globo con el logotipo de la cadena entrando en ella —dijo con una sonrisa.

Recordaba perfectamente de esa campaña: se trataba de hacer llegar el mensaje de que una vez salías de tu casa para entrar en una de sus tiendas, era como entrar nuevamente en tu hogar. A los niños les regalan globos con el logotipo de la cadena en todas sus tiendas, por lo que creí que haciendo entrar a uno que acababa de perderse en la cabina para llamar a sus padres para decirles que ya estaba en casa, bajo la atenta mirada de una dependienta que desde la entrada a la tienda sonreía, daría una imagen de confianza.

Al principio el publicista quiso situar la escena en las calles de Londres, pero me pareció que por muy inglesa que fuera la cadena, el color gris de la ciudad no iba mucho con el propósito de confort, así que le propuse elegir una pradera para dar una sensación de calma y tranquilidad, cosa que le encantó. Lo del niño pelirrojo fue más que evidente.

El tema de publicidad y diseño ocupó toda la conversación. Ricard, lejos de mostrarse aburrido, se mostraba interesado y hacía pregunta tras pregunta sobre el tiempo que llevaba programar una campaña.

—A veces puede pasar incluso un año —expliqué—. Depende de la importancia y, sobre todo, del retraso que lleve la misma.

Terminamos de comer y salimos del restaurante. Raquel comentó que le había encantado conocerme y se despidió de los dos con un beso en la mejilla. Ricard me propuso ir a tomar un café a un bar que conocía en el barrio gótico. Asentí y dimos un paseo hasta llegar un pequeño local de sólo seis mesas, con una apurada decoración mezcla entre moderna y barroca que daba muy buena impresión. Una camarera muy sonriente se acercó hasta nuestra mesa para tomarnos nota con un notable acento alemán y al dejarnos nuevamente solos, nos quedamos callados, mirando hacia la pared para no encontrarnos con la mirada. Ricard buscó algo en su bolsillo y sacó un paquete de tabaco, ofreciéndome uno con una sonrisa nerviosa. Aunque apenas fumo, lo acepté y tras darme fuego encendió su cigarrillo. Se me quedó mirando muy fijamente, tomó aire y sin apenas pestañear, me dijo que tenía algo que contarme. Levanté mis cejas preguntándole que qué era y él, sin vacilar un momento, volvió a clavarme su mirada.

—Si me equivoco, lo siento —dijo tras aclararse la voz—. Me gustas.

Esas palabras me confundieron, incomodándome de nuevo. Eran ya muchas coincidencias y Ricard creyó que nuevamente había metido la pata precipitándose. Agachó su cabeza mientras mis pensamientos se remontaban nuevamente al pasado, recordando la cara de Ángel décimas de segundos antes de besarle.

—Te has quedado pálido, Eric —dijo Ricard haciéndome volver a la realidad—. Lo siento… —me disculpé, sabiendo que mi reacción le había incomodado hasta lo inimaginable—. Tengo que explicarte algo, pero no sé por dónde comenzar.

Su primera reacción fue decirme que no necesitaba oír ninguna excusa, que ya tenía edad suficiente como para aceptar un rechazo sin más. Escuchar esas palabras me hizo sentir mal. No, no era eso lo que me estaba descolocando. Era que tenía miedo de querer a alguien y tener que relegar a Ángel a un segundo plano, pero para poder llegar a ese punto de conversación tenía que explicarle quién era esa persona cuyos recuerdos revivían cada vez que nos veíamos. Algo demasiado doloroso e íntimo para explicar a alguien que acabas de conocer.

—Ricard —dije poniendo mi mano en su mejilla para que me mirara a los ojos—, también me gustas. No es lo que piensas.

Su cara reflejó una mezcla de sorpresa e incredulidad. Tomó un sorbo de café y encendió otro cigarrillo. Estaba claro que mis palabras le habían descolocado, pero no creí que fuera el momento ideal de abrir mi interior y aunque pensé que se merecía una explicación, me limité a explicarle que varios comentarios suyos recordaban a momentos vividos junto a Ángel, mi pareja durante toda una década.

—Es un tema muy difícil, Ricard —dije tomando otro cigarrillo de su cajetilla—. Por favor, de momento no quieras saber más. Si me das la oportunidad de seguir viéndote, con el tiempo lo comprenderás.

Asintió apretando sus labios y se quedó callado. Se había creado una situación muy incómoda, sin que ninguno de los dos supiera qué decir o de qué hablar, por lo que tras un par de minutos que parecieron horas, le pregunté si le apetecía un paseo para relajarnos un poco. Se levantó y tras pagar la cuenta caminamos muy despacio por el Moll de la Fusta hasta que llegamos al Parc de la Ciutadella, donde poco a poco la conversación fue fluyendo hasta alcanzar un nivel de tranquilidad y normalidad que ambos agradecimos.

Nos sentamos en el césped, cerca de la enorme fuente con pequeñas cascadas en la que varios críos se estaban bañando a pesar de los carteles de prohibición. Se escuchaba el sonido metálico de los zapatos de los bailarines de claqué que bajo la pérgola, a escasos cincuenta metros de nosotros, ensayaban sus pasos.

Miré a Ricard, que observaba divertido a los niños jugando dentro de la fuente y se giró diciendo que a veces echaba de menos la despreocupación de cuando era crío. Al ver que le estaba mirando casi sin pestañear, se quedó mudo de golpe y entonces fue cuando nuestras cabezas se fueron acercando a medida que el volumen de la música iba disminuyendo hasta que nuestros labios se besaron por primera vez, haciéndome sentir miedo, nervios, ternura… ganas de estar a su lado.

—¿Por qué yo? —susurró tartamudeando de nervios cuando nos separamos—. No lo sé —contesté tras un pequeño suspiro, apoyando mi frente en la suya—, pero no me importa.

Sabía perfectamente por qué me había fijado en él, pero tampoco era el momento de explicarle que lo que llamó mi atención fue que desde el primer momento me mirara con cara de curiosidad, de querer saber más de mí en vez del típico y efímero deseo sexual. Pensé que le hubiera dado la impresión de que iba por la vida de puritano y, aunque siempre he llevado una vida sexual bastante tranquila, tampoco he sido un santurrón.

—Veo la forma en la que me miras —le dije mientras me quitaba las deportivas—. Con eso me basta.

Aceptó el comentario levantado las cejas, mirándome como si fuera un bicho raro pero sin hacer más preguntas. Hubo un momento en el que al bajar mi mano, rocé la suya. Ricard, tímidamente la cogió y entrelazamos nuestros dedos. Sin dejar de mirar nuestras manos, me confesó que se había sentido atraído por mí desde el mismo instante, que cuando me miró desde la acera de la Ramblas, vio quién había sido el culpable de su caída. Cerré mis ojos, embriagándome con su aroma, sintiendo la tersa piel de su mano en la mía, transportándome a un lugar en el que ya había estado y al que no creí que volvería.

—Cuando te ayudé a levantarte del suelo me atrapó tu aroma —confesé. Estuvimos un buen rato tirados en el césped, cogidos de la mano, mirando las nubes, hablando sobre bandas sonoras y llegamos a la conclusión de que la de «Cinema Paradiso» era sin duda la mejor de todas. Siempre me he sentido devoto de Ennio Morricone y me gustó saber que coincidíamos en ese aspecto.

El sol se puso y comenzó a refrescar. Decidimos irnos del parque y seguimos nuestro paseo hasta que nos despedimos en la entrada de metro de Liceu, con un tímido y fugaz beso, sin plantear volvernos a ver.

Ya en casa, pensé en retomar el proyecto de «Madway», pero me resultó imposible. No podía evitar pensar que estaba traicionando a Ángel al rehacer mi vida sin él, como si nada hubiera pasado, con unas sorprendentes ganas de volver a ver a Ricard pero sin dejar de sentirme culpable por ello. El estómago me comenzó a doler hasta tal punto que tuve que estirarme en el sofá, donde muy lentamente el malestar cedió y me quedé dormido.

No me desperté hasta la mañana siguiente con un fuerte dolor de cervicales y Mafi roncando entre mis piernas, como siempre.