—Hoy empieza la movida —dije a Mafi, que se había sentado en la cama y no hacía más que girar su cabecita a cada palabra que pronunciaba.
Pareció entenderme, porque dio un ladrido y fue corriendo a su canasta a por su hueso de plástico, dejándolo en la puerta de la entrada como si estuviera preparando su equipaje. Me senté en la cama buscando unos pantalones cortos en el cajón de la mesita y tomé la foto enmarcada de Ángel en la que aparecía sentado en un pequeño espigón, con el mar y el pueblo de Cadaqués a su espalda, sonriendo, como siempre que me miraba. Sentí un escalofrío recorriéndome por toda la espalda y noté como el corazón se aceleraba. —¿Algún día superaré tu ausencia?— susurré a la imagen sonriente, a sabiendas de que jamás obtendría su respuesta.
Me estiré cruzando las manos bajo la cabeza, sin dejar de mirar el techo mientras mi mente me volvía a traicionar trayéndome recuerdos de mi vida junto a Ángel. Había hecho todo lo posible por dejarle a un lado, siguiendo adelante de la mejor forma que podía, pero cada pequeño detalle en mi vida cotidiana me llevaba a él.
No, mi vida no había sido la misma desde aquella noche en la que le perdí, eso era más que evidente, pero con el tiempo —mucho, demasiado— aprendí a vivir nuevamente solo, perseguido por todos sus recuerdos e intentando respirar cada vez que perdía el aliento al recordar cualquier detalle de los años que estuvimos juntos. Ya hacía tiempo que había dejado de llorar, de sentir que me moría sin él. Eso era lo único que me reconfortaba. Siempre nos terminamos adaptando a cualquier situación, por muy negativa que sea.
Un ladrido de Mafi me hizo reincorporarme y al ver su cara tan bonachona no pude evitar sonreír. Creo que sabe cuando estoy triste, porque cuando ocurre, se acerca y me hace carantoñas hasta que consigue arrancarme una sonrisa. Aunque faltaba un rato para salir de paseo, fui hasta la cocina a por su correa. Mientras la cogía, pensé que era una suerte que los perros no llevaran reloj porque de lo contrario, nos estarían reprochando constantemente los retrasos o adelantos en sus salidas.
Cruzamos la amplia calle de la Barceloneta y llegamos hasta la arena de la playa corriendo. Me senté en la orilla enrollando la correa en mi mano, riéndome al ver que Mafi no dejaba de jugar con las olas, ladrándoles y haciendo ver que se les tiraba para atacarlas; eso sí, sin tocar el agua, porque siempre ha sido demasiado señorito para mojarse las patitas con agua salada. Cuando se cansó, vino a mi lado y se estiró torpemente, apoyando su cabeza en mis pies descalzos, quedándose dormido entre el sonido de las olas y sus propios ronquidos.
Uno puede estar sumido en la más profunda de las tristezas, atravesando una época negra, desesperante, oscura pero el mar siempre te devuelve a tu lugar. Dicen que es porque tiene el mismo nivel de decibelios que escuchamos cuando gestamos en el vientre de nuestras madres y el subconsciente nos transporta a esa tranquilidad. Nunca me importó saber si era cierto o no, me bastaba con notar que me tranquilizaba con mirar un rato hacia el horizonte. Poco a poco el sol fue tomando más fuerza y me sentí muy bien, contento, satisfecho, sabiendo que al día siguiente, sería el principio de una nueva etapa en mi vida. El bochorno empezó a incomodarme y tomé a Mafi en brazos para ir a casa.
Me había propuesto un mes para empaquetar mis cosas, convencido de que no me llevaría más de un par de tardes, pero nada más abrir los armarios superiores de la cocina y ver todo lo que había allí guardado, me llevé una mano a la cabeza.
—Tenía que haber comprado más cajas de cartón —dije en voz baja.
Recordé que meses antes, Marc quiso dejarme una paella preparada y me preguntó si sabía dónde estaba la arrocera eléctrica, a lo que respondí asombrado que ni sabía que había sido inventado algo así. Lo cierto era que tenía una, pero la descubrí semanas más tarde, cuando al abrir el horno para hacerme una pizza la encontré allí guardada.
Nunca había sido un buen cocinero. Todo lo contrario, era torpe e incapaz de diferenciar un rayador de cebolla de un afilador de cuchillos. Hasta que Ángel llegó a mi vida me mantenía a base de bocadillos, falafels, shawarmas y pizzas del pequeño libanés de la esquina de casa. Al principio de estar juntos me encargué de cocinar y tras unos cuantos platos salados, otros tantos sosos y varios incluso quemados, tomó la decisión de que esa sería su tarea en casa y le cedí el delantal sin rechistar, aún sabiendo que él nunca antes había cocinado porque en su casa tenían cocinera.
La verdad es que se le daba muy bien. De vez en cuando me sorprendía con algún que otro trasto que cortaba en perfectas rodajas el pepino o convertía un calabacín en algo parecido a espaguetis verdes y blancos, pero como él era tan ordenado y recogido mientras cocinaba, jamás los volvía a ver por el mármol de la cocina. Mi tarea culinaria se limitó a poner los platos y cubiertos en el que, según sus palabras, era el mejor invento de la humanidad: el lavavajillas.
Saqué un par de pequeños electrodomésticos y los miré atentamente intentando adivinar cuáles eran sus funciones sin éxito alguno. No me parecieron más que robots de películas de ciencia ficción de los años setenta. En un primer momento estuve tentado de deshacerme de ellos, pero desistí nada más pensarlo. No quise tirar nada, por mucho que hiciera más de tres años que ninguno de aquellos armarios hubieran sido abiertos por mí y jamás cocinara algo digno de mención.
Maldije el día que decidí ir a aquella puta farmacia.
Cerré el armario casi de un portazo y conecté el hervidor de agua para prepararme una infusión de rooibos. Fui goloso y la hice de plátano y caramelo. Sabía que si no me ponía manos a la obra no terminaría ni en un año, por lo que cuando el hervidor se disparó, llené la taza hasta el borde y caminé por el pasillo seguido por Mafi. Al llegar al despacho, como era habitual, se tumbó en la alfombra enfrente del radiador, quedándose dormido casi al instante. Se había acostumbrado a estar cerca de mí, aunque me pasara mil horas delante del ordenador, siempre esperándome para salir de paseo o simplemente jugar conmigo.
Levanté la persiana para aprovechar la luz del día y terminé de montar las cajas de cartón. Eché una hojeada a mi alrededor pensando en las horas que había pasado allí dentro dibujando, creando, ajeno al mundo exterior, intentando olvidarme de Ángel y luchando contra el dolor que me producía vivir sin él.
Respiré profundamente y cerré mis ojos consciente de que el cambio que tanto necesitaba ya había comenzado, pero saber que me iba del que había sido mi hogar durante tantos años me produjo una extraña sensación de alegre tristeza. Por un lado tenía ganas aunque por el otro me invadía una profunda melancolía. Ya estaba decidido y me mudaba, así que empecé a meter muy lentamente los primeros libros de la estantería más cercana a la puerta, dudando entre si estaba haciendo lo correcto o si me había precipitado al buscar un nuevo hogar.
Vaciar la primera balda me tomó cerca de media hora, con movimientos torpes e indecisos, pero me obligué a convencerme de que ese cambio era necesario y que no me estaba equivocando, así que en apenas diez minutos y casi como un autómata acelerado terminé con toda la estantería. Llené tres cajas enteras.
Me senté un momento en suelo para descansar un poco y estiré mi brazo para coger otra caja vacía sin dejar de mirar a mí alrededor. Apoyé la espalda contra la estantería vacía y en la de al lado, entre atrasados ejemplares del National Geographic, vi cómo sobresalía un pequeño álbum de fotos. Estiré el brazo para cogerlo y se me ocurrió abrirlo. En la primera hoja me encontré con una foto en la que aparecía abrazado a Julia poco antes de que organizara la fiesta en la que conocí a Ángel. Estábamos en mi comedor, aún sin pintar y casi sin muebles.
Ese momento se remontaba trece años atrás, una semana antes de que Julia me abriera la puerta de su casa, radiante, sonriente como siempre, dándome la bienvenida con una voz tierna, cariñosa, como no puede ser distinto en ella.
Tomó la botella de vino que le ofrecí y se adelantó taconeando por las escaleras que llevaban a la primera planta, contoneando elegantemente sus caderas. Su corto vestido de gasa en color negro, casi transparente en la espalda, jugaba acariciando suavemente su increíble figura, dándole un precioso aspecto de una modelo profesional desfilando.
La seguí atravesando el gigantesco comedor un paso por detrás de ella, tras el rastro de su inconfundible perfume de violetas y me llevó al porche del jardín, donde nada más ver al resto de invitados, me sentí cohibido. Comentó que creía que no conocía a nadie mientras me tomaba de la mano y señalaba al grupo que hablaban entre ellos a escasos metros de nosotros. De haber sabido que la fiesta era tan formal no hubiera acudido con mis tejanos más desgastados y la camiseta verde que me regalaron al comprar un pack de cervezas en la tienda de la esquina.
—No es problema —sonreí—. Estando tú es suficiente. —¡Eres un sol!— exclamó antes de darme un abrazo. —Gracias por venir. Significa mucho para mí que hayas aceptado la invitación de última hora—. Por ti —afirmé empleando el tono de un sufrido resignado—, lo que sea. ¡Llaman a la puerta! —exclamó, casi molesta, mirando al techo. Sírvete algo de bebida, vuelvo en seguida. No te preocupes —susurré dándole un beso. Estaré bien.
Me acerqué hasta la enorme mesa ovalada de jardín que servía de barra libre sin dejar de pensar en mi vestimenta. Dudé por un momento entre la sugerente y extensa variedad de licores que encontré en medio de una cuidada decoración con flores y hojas de parra, colocadas estratégicamente entre el largo tallo de una enredadera, pero finalmente tomé una de las cervezas mexicanas que asomaban dentro de un gran cubo galvanizado lleno de hielo.
Me apoyé en la pared que limitaba el jardín de la casa dando un gran trago, siguiendo con mi mirada la hilera de velas que rodeaban la piscina con forma de riñón. Cambié unas palabras con un par de invitados que se acercaron a por una bebida, pero tras escuchar repetidas veces en la misma frase las típicas muletillas pijas, preferí quedarme a un lado.
—No soporto a estos pijos —pensé saliendo del porche.
Julia inevitablemente pertenecía a ese mundo, pero aunque sus padres eran unos adinerados terratenientes de Tarragona que decidieron establecerse en Barcelona por negocios, se preocuparon en inculcarle el sentido de humildad y la idea de que alardear de un estatus alto era algo más que vulgar. Ella, siguiendo sus consejos y alejándose de cualquier etiqueta, incluso en el instituto público en el que nos conocimos, siempre se mostró sencilla, nada soberbia y, por supuesto, próxima. Eso hizo que le quisiera nada más verla en el primer día de clase, cuando con una sonrisa, se sentó a mi lado, sacó su carpeta y sin retirar su mirada de la mía, se presentó con su adorable voz.
—Me da que vamos a ser buenos amigos —dijo segura de sí misma tras decirme su nombre y abrir su carpeta.
Caminé despacio por el jardín iluminado por una ristra de farolillos colocados en forma de zigzag entre las ramas de los árboles. El último globo de luz descansaba rozando la rama de una mimosa, sobre un banco de madera rodeado de una celosía cubierta por un jazmín y dirigí mis pasos hacia el pequeño refugio para sentarme bajo la tenue luz que ofrecía una mágica percepción del resto de colores.
Giré mi cabeza para ver si había pasado desapercibido entre los amigos de Julia que, bajo el porche, continuaban charlando acompañados por la música ambiental que sonaba a un volumen acertado: lo suficiente para disfrutarla sin que molestara.
Creyendo que nadie se habría percatado de mi pequeña evasión, me senté cruzando los pies, descalzándome mis enormes alpargatas de esparto verdes y cerré los ojos, disfrutando del frescor del césped recién cortado entre mis dedos. Una suave brisa comenzó a correr mitigando la sensación de bochorno de la noche.
—Hola, Eric —dijo una voz masculina haciéndome abrir los ojos—. Hola —saludé extrañado a un chico totalmente desconocido que no paraba de sonreír—. ¿Nos conocemos? —No, no— contestó. Y se sentó ofreciéndome una de las cervezas que sostenía. —Gracias— dije tomándola antes de escuchar que era Ángel, el primo de Julia.
Levantando su mano como un niño diciendo «hola», terminó su presentación. Ese gesto tan infantil me arrancó una sonrisa y le contesté imitándole. Era cierto que Julia me había hablado de él en varias ocasiones, pero nunca habíamos coincidido. Le encontré muy atractivo, vestido muy elegante y de modales muy refinados, pero algo en él me hizo sentir que era igual de próximo que su prima. Me reincorporé, dejando mi botella vacía a un lado.
—Dijo que vendrías —comentó fijando su mirada en la mía con una sincera sonrisa en los labios—. De todos los invitados, eres el único chico alto, atractivo y por supuesto, pelirrojo. Ha sido muy fácil adivinar quién eras. —No creas— dije divertido, haciéndome el interesante, —no siempre es fácil reconocerme. En una ocasión, un grupo de irlandeses me confundieron con un Leprechaun y estuvieron persiguiéndome por toda la ciudad durante horas para que les diera una bolsa llena de monedas de oro…— ¡No es posible! —exclamó segundos antes de soltar una carcajada. ¡Se supone que los Leprechaun apenas miden quince centímetros! El que conociera a la versión masculina de las hadas en la mitología irlandesa me sorprendió gratamente—. Bueno —repuse—, a veces llegan hasta los cincuenta centímetros…— Entonces —me miró muy fijamente, dejando de reír—, según la leyenda, si no aparto mi vista de ti, no podrás esfumarte ¿verdad? Quizá fue su forma de hablar tan natural, cercana, o la sonrisa en su cara cuando le contesté negando la cabeza sin poder pestañear, o pudo ser la fuerza de la mirada de sus preciosos y enormes ojos marrones, el caso es que cuando con su mano rozó la mía en un gesto completamente cordial, una extraña sensación de bienestar me invadió, dejándome sin aliento e incapaz de articular palabra.
Tuve que ponerme de pie, intentando digerir el cúmulo de extrañas sensaciones que me estaban desarmando. No era una mera atracción física, no, ese capítulo de mi vida ya lo tenía más que asimilado y sabía diferenciar perfectamente entre el deseo de un cuerpo y las ganas de estar con alguien. Me ruborizó la forma en la que me miraba, el tono de su voz, su lenguaje corporal… Todo él me superó porque sentí que estaba viendo en mí lo que otros ni siquiera habían vislumbrado. Inmediatamente se levantó, acercándose con cara de preocupación y puso su mano en mi hombro, preguntándome si me encontraba bien.
No respondí, consciente de que siempre hay un momento para todo, ese preciso instante en el que todo puede cambiar para bien o para mal, ya sea para un comienzo como para un final, así que no me lo pensé dos veces, dejándome llevar por lo que consideré que era mi momento, mi comienzo. —Si me equivoco, lo siento— susurré cuando fui capaz de reaccionar, acercándome muy lentamente a sus labios.
El resultado fue un beso inocente, un simple roce de nuestros labios que apenas se juntaron unos segundos, pero sentí como si mi corazón hubiera estado a punto de pararse de la velocidad con la que latió. Me separé unos centímetros sin dejar de mirarle y puse mi mano en su mejilla, acariciando sus labios con mi índice.
—No te has equivocado —contestó, recuperando el aliento—. Lo estaba deseando.
Fue imposible evitar volver a acercarme a su boca, buscando su lengua con la mía, sin prisa, consciente de que no quería apresurarme a tener algo que ya consideraba mío.
Sentía que le conocía desde siempre, como si en vez de una escasa media hora hubieran sido meses. Tan cercano a mí, tan sincero, con su franca mirada que parecía llamarme a su vida. Le rodeé con mis brazos y en ese momento sentí, supe que era la persona a la que siempre había querido abrazar. Nuestras mejillas se juntaron y cerré mis ojos, notando su morena y suave piel mientras percibía su aroma, una dulce mezcla de crema hidratante y loción de afeitar que me encantó. Empezó a moverse muy despacio al ritmo de la música que a lo lejos estaba acompañando a ese mágico instante.
Many rivers to cross
But I can’t seem to find my way over
Wandering I am lost
As I travel along the white cliffs of Dover
Seguí sus lentos movimientos, convirtiendo aquél ligero balanceo en nuestro primer baile juntos y de aquella canción, nuestra canción. Ángel, clavando su mirada en la mía, subió una mano por mi espalda hasta llegar a mi nuca, donde la dejó acariciando mi corto pelo mientras que la otra descansaba en mi cadera. La diferencia de estatura era más que obvia, por lo que tuve que agacharme un poco para quedar a la misma altura, pero no me importó lo más mínimo porque por él lo hubiera hecho el resto de mi vida.
El baile acabó pero continuamos abrazados, sin poder dejar de acariciar con mis dedos la palma de su mano, notando un ligero sudor, fascinado con el tacto de su piel e incluso me sentí hipnotizado con su aroma. Ni siquiera nos preocupamos por integrarnos con el resto de los invitados y nos quedamos allí, besándonos como adolescentes disfrutando de su primer amor.
Nos sentamos en el banco, cogidos de la mano y sonrió antes de explicarme que su prima le había enseñado algunas fotos mías. Sin ningún tipo de pudor, reconoció que desde la primera vez que me vio se sintió atraído por mí. Esa confesión me enterneció hasta tal punto que cuando Julia me llamó al día siguiente para decirme que había organizado la fiesta para que nos conociéramos, afirmando que estaba segura de que éramos el uno para el otro, casi le pegué la gran bronca por no habernos presentado antes… Ella se echó a reír y antes de colgarme el teléfono me dijo que en varias ocasiones había pensado en hacer una cena para que nos conociéramos, pero que como yo era tan desconfiado, en especial cuando veía que alguien quería hacer de Celestina, nunca lo llevó a cabo para evitar una situación incómoda.
Desde el momento que salí por la puerta de casa de Julia con la promesa de que nos veríamos al fin de semana siguiente, no pude dejar de pensar en él. A cada paso que daba, más tentado estaba a regresar a su lado, al igual que lo estuve de pedirle que viniera a casa, pero me reprimí las ganas para no asustarle. No quería darle la impresión que tenía prisa para meterle en mi cama cuando la realidad era que me moría por dormir abrazado a él. Si aquella noche se hubiera venido a casa, no le hubiera dejado irse jamás.
Caminé el escaso medio kilómetro hasta la parada de metro con su sonrisa de despedida grabada en mi cabeza, estremeciéndome cada vez que cerraba mis ojos, sintiendo cómo su mirada permanecía aún en mi retina, sin darme una pausa, empezando a echarle de menos como nunca antes había extrañado a nadie.
Me fui directo a la cama, pero no pude dormir. No dejaba de dar vueltas a mi cabeza pensando que era el tipo de hombre con el que siempre había querido estar, sin poder reprimir el miedo a no ser correspondido, a que solamente fuera un pasatiempo para él. Estar a su lado me hizo temblar, notándome extrañamente nervioso, con mis dudas acerca de si le seguiría gustando o, aún peor, sin saber si él estaría sintiendo lo mismo que estaba apoderándose de mí. La angustia se quedó a mi lado sin dejarme descansar ni cinco minutos y toda esa intranquilidad fue la que me acabó de convencer de que me había enamorado a primera vista, algo de lo que siempre me había burlado o mostrado escéptico cada vez que alguien me hablaba del tema. Y ahora ahí estaba yo, asumiendo que un par de horas a su lado habían bastado para que el amor, algo nuevo y en ocasiones casi impensable en mí, aflorara en mí al igual que un jazmín en verano.
—Bien —pensé levantándome de la cama y apoyándome en el cristal de la ventana con los brazos cruzados—. Aquí estas, amor. Bienvenido seas.
Trece años atrás mi corazón se llenó de un inesperado amor, haciéndome sentir feliz, lleno y vivo. Tragué saliva con la sensación de tener un nudo en la garganta. Miré al techo y a pesar de que mi estómago dio un vuelco logré contener la sensación de vacío y rabia que normalmente acompañaba a su recuerdo.