Capítulo 1

Durante la mañana el sol, muy tímidamente, ganó a la lluvia y alegró la ciudad de Barcelona con su luz. Siempre he trabajado en casa y no es que el mal tiempo de la última semana me hubiera afectado mucho, en absoluto, pero mis excursiones al exterior se habían limitado a breves paseos con mi perro o a alguna escapada al supermercado de la esquina y me apetecía ver el sol. Me pone de buen humor.

Salí de la ducha enrollándome la toalla en la cintura, sintiendo como pequeñas gotas de agua resbalaban por mi espalda y me senté en la cama. Sin dejar de mirar por la ventana, estiré la mano para abrir el cajón de la mesita de noche y rebusqué entre los calcetines enrollados. Sonreí como si hubiera ganado la lotería cuando vi que los primeros que saqué fueron los azules que tanto me gustaban.

Pensé durante un escaso minuto lo que me pondría: unos tejanos y la camisa blanca que no necesita ser planchada. Es raro que tarde más en elegir mi ropa que en vestirme, detesto perder el tiempo con ese tipo de cosas. Faltaba media hora para encontrarme con Josep y Marc en una terraza de la Plaza Real y aun sabiendo que acostumbraban a llegar con un mínimo de quince minutos de retraso y que solamente me separan diez minutos andando de casa, descarté el ascensor y bajé las cinco plantas de mi edificio saltando los escalones de dos en dos, aún con el pelo mojado, y me encontré atravesando Vía Layetana en un abrir y cerrar de ojos. Prefiero esperar a que me esperen, una de mis manías.

Llegué hasta Ramblas sorteando al resto de peatones a una velocidad de vértigo hasta que al girar por la bocacalle que lleva a la Plaza Real, choqué violentamente contra un chico, que retrocedió varios pasos antes de terminar en el suelo, bruscamente sentado.

—¡Lo siento! —exclamé, apresurándome a ayudarle—. ¿Estás bien? Esperando sus gritos, me agaché y le puse una mano en su hombro mientras se llevaba la suya al esternón con un gesto que reflejaba mucho dolor. —Sí, no te preocupes— dijo pasados unos segundos, sin retirar su mano del pecho. —No ha sido nada. Fue un alivio que no se mostrara agresivo o enfadado. Me llamó la atención que en medio de aquella situación tan incómoda pudiera apreciar su perfume.

Volví a pedirle disculpas, ofreciéndole mi mano para ayudarle a reincorporarse. La tomó y una vez de pie, quedamos a la misma altura. Se sacudió el polvo de su traje sin dejar de buscar posibles manchas en la ropa y cuando comprobó que apenas tenía una pequeñísima marca en la pernera del pantalón, la hizo desaparecer de una pasada con la mano.

Cogí su maletín y se lo devolví. Se quitó las gafas de sol dejando a la vista unos bonitos ojos marrones y dijo algo como que así aprendería a ir caminando sin dejar de mirarse los zapatos nuevos. Sonreí, cautelosamente y me disculpé por enésima vez antes de despedirme para continuar mi camino.

Tuve suerte y nada más llegar a la terraza del bar una pareja de turistas dejó libre una de las mesas que estaban en primera fila. Tomé asiento orientando la silla a los rayos del sol de mayo y cerré los ojos para disfrutar de un breve bronceado, esperando inútilmente a que, como por arte de magia, desapareciera la típica palidez de mi cara, cosa que jamás ocurre ya que como buen pelirrojo que soy difícilmente me pongo moreno, como mucho a los pocos días de haber quedado como una gamba se me acentúan las pecas que normalmente son inapreciables y junto a mi color verde de ojos, ofrezco el típico aspecto de un guiri escocés. En innumerables ocasiones me han tomado por turista e incluso me hablan en inglés; reconozco que en ocasiones sigo la conversación durante un rato porque me divierte.

Tampoco me molesta en absoluto notar miradas fugaces a mi perilla o a mi pelo porque sin duda, a mis cuarenta y cuatro años ser «algo diferente» no representa un problema porque además de pelirrojo, soy zurdo, rozo el metro noventa de altura y soy gay.

Difícil pasar desapercibido en cualquier sentido.

Empecé a tener calor y me remangué la camisa. El camarero se acercó y sin apartar la vista de la bayeta con la que limpiaba la mesa me preguntó amablemente lo que me apetecía tomar. Siguiendo con la mirada el baile de la bayeta en su mano le pedí una caña que, en apenas un par de minutos, la trajo junto a un plato de aceitunas «detalle de la casa». Me pareció buen tipo.

Cuando estaba a punto de darle el primer trago vi a mis amigos acercándose con una sonrisa en los labios y me levanté de la silla para saludarles. Les pregunté de lo más incrédulo que a qué se debía tanta puntualidad. Josep dijo todo lo irónico que pudo que ellos también se alegraban de verme, dándome un gran abrazo mientras me llamaba naranjito, apodo que me puso al poco de conocernos.

—Para ti, don Naranjito —solté en un fingido tono soberbio—. Ven para aquí, Marc, que te doy un achuchón. —Hola, Eric— dijo entre mis brazos. —Te hemos echado de menos estos días—. Y yo a vosotros —afirmé acariciando su mejilla. ¿Cómo os ha ido la luna de miel? Ha sido algo agotador —contestó Marc llevándose una mano a la cabeza. No volveré a hacer un crucero en mi vida. Eso de conocer nueve ciudades en once días ha podido conmigo. En cambio, para éste —añadió, señalando a su recién convertido marido— ha sido como un juego de niños. ¡No sé de dónde saca tanta energía! —Si probaras a dormir por las noches en vez de estar viendo culebrones— le soltó Josep a modo de queja, —no tendrías tanto sueño por las mañanas…

Defendí a Marc diciendo que para algo eran las vacaciones y me miró agradecido, guiñándome un ojo, comentando que parecía mentira que hubiera pasado todo tan rápido. Tenía razón.

En marzo del año anterior organizaron una barbacoa en la terraza de su ático, en el barrio de Gracia, y anunciaron a bombo y platillo que se casaban. Me sorprendí, como la mayoría de invitados, porque aunque hacía más de quince años que vivían juntos siempre habían sido muy reticentes al matrimonio. Hubo gente que incluso bromeó con el hecho de que alguno de los dos se hubiera quedado embarazado. Lo que no me extrañó fue que me pidieran que fuera su padrino. El crucero fue mi regalo de boda.

—Nos hemos acordado de ti, bobo —dijo Marc dándome una bolsa de papel que pesaba una tonelada—. No teníais que haberme traído nada —comenté antes de darles las gracias—. Para nuestro hijo, todo es poco —bromeó Josep—. Espero que lo hayas elegido tú —dije mirando a Marc—. Ya conocemos el horrible gusto de tu marido a la hora de elegir regalos…

Éste último me dio un puntapié a modo de venganza, reprochándome que no podía quejarme del gusto de sus regalos. Era cierto. Poco después de dejarles solos en el piso del Raval que compartíamos e instalarme en el diminuto estudio que pude pagar, les invité a cenar para que lo vieran. No tenía muebles, por lo que comimos el pollo rebozado y el puré de patatas de sobre, que gracias a mi patética destreza culinaria me costó casi dos horas de preparación, sentados en cajas de mi mudanza aún sin vaciar y usando como mesa una vieja tabla de planchar que encontré detrás de una puerta.

Durante el postre, una deliciosa tarrina de yogurt helado con tres cucharas dentro, me dijeron en plan reprimenda que no podía vivir así y aún menos dormir en un colchón tirado en la habitación. Así que una noche llegué de la facultad y me encontré que en el comedor había una mesa con dos sillas, una estantería, un pequeño sofá y una mesita para mi pequeña televisión. Caminé incrédulo hasta la habitación donde una cama con su mesita a juego, lamparita incluida, ocupaba el lugar del colchón y las cajas repletas de libros.

Eran muebles básicos, quizá no muy bonitos, salidos de un anuncio en un periódico de segunda mano pero para mí, que exceptuando libros de estudio y un caballete para diseñar nunca había tenido nada que no cupiese en una mochila, me parecieron los más maravillosos del mundo. Ese detalle me conmovió de tal forma que cuando les llamé para agradecerles tan magnífico gesto apenas pude hablar, y lo poco que les dije lo hice con la voz entrecortada.

Me froté la espinilla intentando mitigar el dolor del puntapié y rasgué el papel de regalo, quedando a la vista una figura de cristal verde olivo a la que no atiné encontrar su correcta posición. Reconozco que en el primer momento me hizo pensar en una enorme rosquilla, pero omití el comentario por temor a la represalia. Marc me la quitó de las manos con un manotazo seguido de la palabra «torpe» y me mostró cómo debía colocarla, asegurando que quedaría genial en la estantería del recibidor. Lo dijo tan convencido que supe que tendría que colocarla allí o de lo contrario cuando viniera a casa le daría un ataque al corazón y cuatro anginas de pecho seguidas.

—Muchas gracias —dije dándoles un doble abrazo—. Me tenéis demasiado consentido. No me lo merezco. —Por supuesto que no, pero te queremos de todas formas— dijo Josep haciéndome burla. —Lo sé— afirmé. —No hace falta decir que también os quiero.

Marc se giró en busca del camarero quejándose de que hacía rato que estaba desfilando por toda la terraza sin mirarle. Al verle un par de mesas mas allá, le llamó y levantó mi jarra de cerveza, tras señalarla hizo el número dos con los dedos antes de juntar sus palmas en forma de súplica. —¿Dos cervezas?— preguntó amablemente, acercándose. —No— contestó Josep, quitándose una chancla y enseñándosela, —¿tienes ésta en verde y en cuarenta? Me quise morir de la vergüenza y le reprendí con un manotazo en el hombro cuando el camarero se marchó con cara de pocos amigos—. ¡Hombre! —se quejó Josep. ¡Que no nos miraba por si le pedíamos algo!

Marc estalló a carcajadas mientras yo no paraba de menear la cabeza con una mano en la frente. En un santiamén el camarero les sirvió sus bebidas sin pronunciar ni una sola palabra y ni se acercó durante el resto del rato que estuvimos allí. Me pusieron al día del viaje con una exagerada descripción de la entrada del gigantesco barco en el puerto de Malta sin que Josep hubiera dormido y Marc se lo perdiera porque estaba arrasando el bufet libre del desayuno. Fue todo tan explícito que por un momento me encontré en la cubierta del barco viendo el enorme rompeolas maltés con un trozo de salchicha frita en la boca. A veces sobran adjetivos, creo que se utilizan inútilmente.

Escuchar cómo han ido las vacaciones de los demás siempre me ha dado cierta pereza porque considero que se da demasiada información que se debe obviar y no puedo evitar pensar que, en comparación a las mías, siempre parecen mejores.

—Chicos —dije mirando el reloj e inventándome una excusa—, tengo cita con el fisioterapeuta dentro de media hora y está en la otra punta de Barcelona. —¿Ya nos dejas?— preguntó Marc en tono lastimero. —Sólo por ahora— contesté con una sonrisa de medio lado. —Pero ya sabéis que siempre estaréis en mi corazón…

Me levanté sintiéndome culpable por no haber sido sincero, pero no quería preocuparles más de lo que ya habían estado por mí. Decidieron quedarse un rato más disfrutando del sol y les solté un par de besos a cada uno con la promesa de cenar juntos al día siguiente. Apenas me había alejado un par de metros y pude escuchar como Josep le comentaba a Marc que se me veía mucho mejor.

—Sí —pensé, chasqueando mi lengua—, en tres años he superado la pérdida de Ángel y estoy dispuesto a rehacer mi vida… Fue imposible evitar la ironía de mi pensamiento, porque aunque siempre se habían portado maravillosamente bien conmigo y les estaré eternamente agradecido por haberme cuidado de una forma digna de admiración, me sentía bastante cansado de notar como la gente a mi alrededor (incluidos ellos) me mirara con cara compasiva, seguros de que un día, mi alma más que destrozada y atormentada volviera a ser la misma que cuando Ángel estaba a mi lado y solamente él supo ver, comprender y amar incondicionalmente.

Perdiéndome entre la gigantesca ola de turistas por las calles del gótico llegué hasta la pequeña plaza ajardinada donde había quedado con el tipo de la inmobiliaria. Me dio por inspeccionar la zona: un pequeño supermercado, una cafetería, una panadería, un estanco y una floristería. Todo en la misma acera y parecía una calle bastante tranquila en la que apenas había tráfico.

Levanté la mirada para contemplar el edificio de cuatro plantas en color ocre donde se encontraba el piso, encontrándome una fachada cuidada y limpia, con una gran puerta en la entrada principal de grandes cristaleras a ambos lados haciendo que todo el interior se viera iluminado y acogedor. Caminé para acercarme a la cristalera de la puerta decorada con rejas de hierro forjado a juego con las barandillas de los pequeños balcones que daban a la plaza. Pude apreciar el dibujo zigzagueante de las baldosas de la pared que acompañaban hasta los cuatro escalones que te dejaban en el pequeño rellano del ascensor.

—Hola, Eric —dijo una voz a mi espalda—. Hola —saludé girándome—. ¿Eres Ricard? —pregunté sonriendo al ver que era el tipo con el que me había tropezado. Me devolvió la sonrisa y me saludó moviendo su mano igual que los críos—. Sí, soy yo —volvió a sonreír, antes de abrir la puerta y hacerme entrar—. Qué casualidad, ¿verdad? —Pues sí, lo es.

Por teléfono le había comentado que necesitaba un piso en esa zona porque vivir en el Borne siempre me había gustado y el que tuviera terraza era algo prioritario, ya que tenía perro. Él, durante toda la conversación telefónica, no había parado de asentir elogiando en exceso mi punto de vista y en varios momentos de la conversación llegué a pensar que era gay por su forma de hablar tan atenta y amable. No me equivoqué. Caminando por el portal, pude apreciar con mayor detalle su fisonomía. No era muy guapo pero en conjunto resultaba bastante atractivo. Sin duda, su elegancia jugaba un gran papel en ello y él lo sabía, sacándose el mayor partido con un lenguaje corporal decidido pero a la vez, mostrando cierta cautela. Apretó el botón del ascensor tras decirme con una sonrisa de medio lado que no le dolía el esternón y subimos los cuatro pisos sin apartar la vista del suelo, evitando cualquier contacto visual. Llegamos al rellano y dirigiéndonos hasta la puerta de entrada me comentó que nada más girar la calle para encontrarse conmigo, me reconoció.

—No hay muchos hombres altos y pelirrojos —dijo girando la llave de la puerta—. Hasta que comenzaste a hablar, creí que eras un turista. —Me pasa constantemente— dije levantando las cejas con un fingido tono de voz resignado. —La gente se sorprende cuando empiezo a hablar en castellano—. Me has hecho pensar en la versión gigante de un Leprechaun… Me quedé petrificado, incapaz de hablar. Le tomé del brazo para que se girara y decirle que no era la primera vez me encontraba en una conversación parecida, pero cuando vio la expresión de mi cara se asustó y pidió disculpas por haberse tomado tanta confianza. Entró al piso con una clara mueca de arrepentimiento, aclarándose la voz y explicando las características de la propiedad con un apreciable cambio de comportamiento.

Al llegar al comedor le interrumpí para explicarle que no había habido ningún problema porque me hubiera comparado con el duendecillo irlandés y que simplemente su comentario me había recordado al de un amigo, años atrás.

—Espero que sea un buen amigo —dijo ladeando suavemente su cabeza—. Lo fue —afirmé, casi en un susurro—. Éramos pareja.

Se hizo un silencio que volvió a incomodarle pero lo disimuló cambiando de tercio, pidiéndome que le siguiera para ver la terraza puesto que era magnífica. Salimos al exterior y eché una rápida ojeada al amplio comedor con la cocina integrada. Ya en la terraza comprobé que tenía razón: era espléndida y daba a la plaza que tan buena impresión me había causado.

—Sabía que te gustaría —dijo apoyando su hombro en la pared divisoria, cruzando sus brazos con una amplia sonrisa.

Estuve un buen rato observando las posibilidades de la terraza. Había sitio suficiente para una mesa con cuatro sillas, un par de tumbonas, la caseta para Mafi e incluso varias jardineras. Regresamos al comedor y a pesar de que todavía no había visto ninguna habitación o los baños, supe que ése sería mi nuevo hogar. No necesitaba ver mucho más y tenía toda la información que necesitaba: cerca de ciento veinte metros cuadrados repartidos en tres dormitorios, dos baños y la amplia cocina integrada en el enorme comedor. Dejando a un lado que la finca tenía aparcamiento subterráneo, el que Mafi tuviera una salida donde tomar el fresco fue lo que me acabó de convencer.

No quise mostrar demasiado entusiasmo para que cuando me llamara interesándose por mi decisión bajara el precio de salida, así que vi el resto de la propiedad como si estuviera visitando el museo más aburrido de la historia. Era evidente que había sido reformado hacía poco y que había sido obra de un interiorista por el juego de colores, pero sobre todo, por la combinación de distintas maderas en el parquet y en las paredes.

No necesitaba más que amueblarlo y entrar a vivir.

Salimos al rellano y mientras llegaba el ascensor noté breves miradas de Ricard, haciendo que me incomodara a la vez que gustaba. Zarandeaba la bolsa con el regalo de Marc y Josep, intentando calcular el tiempo que me llevaría la mudanza. De repente me había entrado una súbita prisa por comenzar el traslado e instalarme allí. Quería irme lo antes posible de mi casa.

Nos despedimos en la calle con un apretón de manos que duró más de lo normal y me dio su tarjeta diciendo que le llamara para cualquier consulta. Le agradecí su tiempo comenzando a caminar y al llegar a la esquina me giré para echar la última ojeada a la zona. Paré en seco al ver a Ricard aún enfrente del portal, inmóvil, mirándome. Lejos de disimular, se limitó a sonreír despidiéndome con la mano y levanté la cabeza para contestar su gesto sintiendo que me había ruborizado. Giré para continuar mi camino de vuelta a casa donde Mafi me estaba esperando con la lengua fuera, moviendo su cola y ladeando la cabecita, esperando cualquier movimiento mío para seguirme.

—Sí —dije antes de zarandear su cabeza y dirigirme a la habitación—, hoy he visto nuestro próximo piso. Si todo va bien, nos iremos pronto de éste.