Limpiaba el suelo de la terraza con la manguera, mojando a Mafi a cada momento que le veía distraído. Reía al ver su reacción cada vez que el chorro de agua le alcanzaba. Me encantaba estar en el nuevo piso. Parecía mentira que hiciera relativamente poco que respiraba sin sentirme culpable. La madre de Ricard se iba recuperando perfectamente y me confirmó que llegaría ése mismo sábado.
Cerré el grifo y al observar las cicatrices de mi mano, mi mente me llevó a otro momento de mi vida, otro salto atrás en el tiempo, sólo que éste se remontaba a poco más de un año.
A veces no puedes evitar caer, estrepitosamente, sin previo aviso. Aquél día, el que toqué fondo, me despertó la claridad que entraba por la ventana. Refunfuñé dándome la vuelta, enfadado por lo tonto que había sido al no haber bajado la persiana antes de acostarme. Creí que eran las siete de la mañana, pero al ver la hora en el despertador comprobé que había dormido ocho horas seguidas.
Muy torpemente me reincorporé bostezando para quedarme sentado en el borde de la cama. Mi camiseta estaba empapada de sudor y me la quité, tirándola a un lado antes de levantarme e ir al comedor, decidido, contento porque era la primera vez en semanas, meses, mejor dicho, que había podido descansar. Nada más pasar por la puerta tuve que sentarme en la primera silla que pude porque me mareé y casi me caigo de bruces al suelo.
—Otra vez —pensé, enfadado.
Casi dos años sin Ángel, llevándose consigo las ganas de comerme el mundo, sintiendo que el mundo me comía a mí. Insufribles mañanas levantándome sin el aliciente de abrir mis ojos para contemplar lo único que necesitaba y que, antes de conocerle, no era consciente de lo que su vida podía regalarme a diario con su simple presencia.
No había comido dignamente nada en varias semanas. La simple idea de freír un huevo se me hacía algo imposible porque ni siquiera tenía ánimos (ni fuerzas, ni ganas…) para hacer algo tan sencillo como romper la cáscara contra una sartén. Maldije mi suerte, sosteniendo la cabeza entre mis manos, mirando inmóvil la coloreada alfombra de rayas de debajo de la mesa sin apenas pestañear, repitiéndome una y otra vez que el mareo ya se me pasaría.
Un par de minutos más tarde el mareo desapareció y con mucho cuidado seguí mi camino hasta la cocina para preparar la cafetera, deseando que como cada mañana, ese medio litro de agua con cafeína me despejara. A los pocos segundos el aroma del café impregnaba todo el piso y entré en el baño, quitándome los calzoncillos con rabia, sin dejar de pensar que estaba harto del ordenador, de los litros de café que me mantenían despejado durante el día y que a menudo me quitaban el sueño por la noche, harto de la comida preparada, de mi piso… Harto de mi suerte.
El agua tibia de la ducha comenzó a deslizarse por todo mi cuerpo, despejándome poco a poco y consiguiendo que el tedio diera paso a un repentino brote de ganas de hacer algo diferente.
Sin duda, incluso el hastío se satura de la desgana que le acompaña.
Al abrir el bote de champú decidí no pasar otro día en casa sin querer ver a nadie. No, en absoluto, iría a dar un paseo. Todo tiene un comienzo… y un final, eso me había quedado más que claro, así que volver a empezar, por muy doloroso o difícil que pareciera, sólo dependía de mí. Tenía que cambiar, enfocar mi vida de nuevo. No tenía ni idea de cómo hacerlo, pero desde luego sabía que aislarme del mundo no era la mejor manera.
Tomé el metro en Drassanes y seis paradas después bajé en Lesseps, dirigiendo mis pasos hasta el Parc Güell. Miré la prolongada cuesta de la calle pensando que tendría lo suyo, pero mientras pagaba el periódico que acababa de comprar en el pequeño kiosco, calculé que apenas me tomaría un cuarto de hora entrar en el parque y encontrarme a la gran salamandra de la escalera dándome la bienvenida.
Tuve razón: bastaron diez minutos antes de verme rodeado de una oleada de turistas que, entre murmullos y alabanzas a Gaudí, no paraban de fotografiar cualquier rincón en el que veían azulejos de cerámica troceados, pero sobre todo, reflejando en sus caras la belleza del conjunto arquitectónico, haciéndome sentir orgulloso de vivir en esta ciudad mientras continuaba escaleras arriba, dejando a un lado las gigantes columnas del porche y me alejaba poco a poco de la marea de gente que se iban dispersando por los diferentes caminos del parque.
Mi primera parada fue la gran terraza rodeada de asientos de forma zigzagueante que invita a mirar a la ciudad como si fuera un hermoso balcón y la fui cruzando entre críos que jugaban a la pelota ajenos a cualquier asunto que no fuera la diversión. Esa imagen me enterneció y recordé esos momentos de tranquilidad o de la típica despreocupación infantil entre los gritos de «pásala, pásala» seguidos de chutes a la pelota y la polvareda que levantaban detrás de ellos al correr. Me quedé un buen rato allí, absorto en la escena que estaba contemplando con una sonrisa en mi cara, recordando mis horas de juego junto a la Hermana Maravillas, en el claustro del convento.
Decidí subir a mi típico ritmo apresurado hasta el punto más alto del parque conocido como «Las tres cruces» y como la pendiente del camino es bastante considerable, llegué jadeando, tuve que sentarme para reponerme en el borde de una de las piedras que forman la pequeña elevación circular. Había bastante gente a mi alrededor y me aislé de ellos conectándome los auriculares. Disfruté perdiendo la mirada en la ciudad a la vez que comenzaba a sentirme menos cansado y mi respiración se normalizaba.
—Te encantaba este lugar, Ángel —pensé contemplando el mar tras los cristales polarizados de mis gafas de sol.
Una vez me explicó que elegía un día soleado para pasar el día en el Parc Güell porque le encantaba pasear por todo el recinto, sin prisa, saboreando un «Colajet» después de comerse un bocadillo entre los cientos de turistas que posiblemente habían recorrido miles de kilómetros para estar allí, mientras que él, se sentía afortunado al tener apenas veinte minutos de trayecto. Cerré momentáneamente los ojos al encontrarme con el recuerdo de los suyos clavados en mí y por un instante reviví la locura que sentía al contemplar la expresión de amor que se reflejaba en su cara cada vez que me miraba. Era un infierno vivir sin él.
Instintivamente me llevé la mano al hombro. La cicatriz era apenas perceptible, incluso la enfermera que se encargó de hacerme las curas durante todo el tiempo de recuperación se sorprendió de que hubiera cicatrizado tan bien. Tampoco perdí movilidad, el fisioterapeuta se empeñó en no dejarme salir del centro hasta que estuve totalmente recuperado, cosa que hoy en día tengo que agradecerle, pues de lo contrario hubiera dejado de ir a las pocas sesiones.
Resultaba irónico: cicatrizar el tejido es fácil, sólo hay que dejar que el organismo se encargue de hacerlo, tener la herida perfectamente limpia, seguir las instrucciones del médico y esperar a que pase el tiempo para recuperarte… Pero ¿cómo cicatrizar un corazón destrozado? Solamente yo sabía lo que me había costado levantarme cada mañana y encontrar una razón para seguir viviendo, o dejar de sentir que me moría cada vez que veía una foto de Ángel, o como cuando estaba afeitándome en el baño, me llegaba el olor de su frasco de colonia desde la pequeña estantería de cristal y me giraba para buscarle con la mirada a sabiendas de que era imposible encontrarle.
En ese momento sentí que mi corazón se paraba, enfurecido porque jamás volvería a sentirme completo y sobre todo, que Ángel, mi Ángel, mi familia, se había ido para siempre, dejándome solo, nuevamente. Perdí el aliento y me incorporé entre la gente que me miraban extrañados, apresurándome a bajar las escaleras del montículo lo más rápido que pude, apoyándome en las piedras mientras mi corazón se aceleraba y empezaba a sudar. Vi un banco a la sombra al que me dirigí casi arrastrando los pies. Me estiré quitándome los auriculares, intentando controlar la respiración y coloqué el periódico a modo de almohada.
Lentamente la sensación de vacío se fue mitigando y me tapé los ojos con las manos, seguro de que pronto pasaría, como solía suceder cada vez que la tristeza de su ausencia me visitaba. Pasé unos minutos terribles, pero poco a poco mi pulso se estabilizó, comenzándome a sentir mejor.
—Te echo tanto de menos… —susurré, conformándome una vez más en mi vida.
No, no había sido una buena idea visitar el parque, por mucho que en un primer momento hubiera estado seguro de que un paseo entre la vegetación, lejos del ruido de la calle y sobre todo, de mi entorno diario me sentaría bien. Salí disparado ladera abajo, con la única intención de llegar a casa y sentirme seguro en aquellas cuatro paredes que horas antes me habían asfixiado. Entré en la estación de metro y al validar mi billete vi a un indigente con evidentes síntomas de embriaguez saltándose el control de entrada entre gritos antisistema.
Antes de que se acercara le lancé una mirada de aviso para que no lo hiciera, aún así, nada más llegar al andén se aproximó pidiéndome una moneda con el pretexto de que era para comida. Tenía la certeza de que si le daba algo se lo gastaría en bebida, así que le dije que no le pagaría su borrachera y le di la espalda.
—¡Un euro no es nada para ti! —gritó mientras me daba un molesto golpe en la espalda que me hizo girar de golpe—. ¡No vuelvas a tocarme! —le avisé, antes de alejarme unos metros.
Me insultó, repitiéndome burgués de mierda varias veces y dejé caer el periódico al suelo, desperdigándose sus páginas por todo el andén debido a la corriente de aire que precedió la entrada del convoy del metro. Me planté delante de él en dos pasos, le cogí del cuello y le estampé contra un cartel publicitario, rompiendo con su espalda el cristal segundos antes de propinarle un puñetazo. Me devolvió el golpe, partiéndome la ceja, pero no me di cuenta hasta que la sangre comenzó a correr por mi mejilla.
Me enfurecí aún más, sintiendo que la ira se apoderaba de mí, soltándole un golpe tras otro entre sus súplicas para que le dejara en paz y mis gritos, preguntándole si también iba a matarme a mí, si se creía lo suficiente hombre como para intentarlo siquiera, que yo era mucho más fuerte que Ángel y que conmigo se había equivocado si tenía la intención de intimidarme.
Los gritos de la gente a nuestro alrededor pidiéndome que le dejara porque solamente era un pobre desgraciado me hicieron reaccionar. Al hacerlo, se desplomó y todo mi cuerpo comenzó a temblar, allí, inmóvil, con mi mano aún con la forma de su cuello, negando con mi cabeza, entre lágrimas de ira, rabia, impotencia, sorprendido por mi reacción tan agresiva y salí de allí, corriendo por las escaleras de la estación, saltando el estúpido control de bonos sintiendo la angustia por todo mi cuerpo y me senté en la primera pilona que encontré al cruzar la calle sin poder respirar. Apoyé mis manos en mis rodillas, creyendo que me desmayaba. Alguien se acercó por mi espalda, dando la vuelta hasta quedar a frente mí, agachándose. Olía a incienso.
—Me llamo Mari Carmen —dijo—. Abre los ojos y mírame.
Al abrirlos, me encontré a una preciosa mujer con el pelo recogido en una coleta completamente canosa y una sonrisa reconfortante. Me tomó de la mano y pude apreciar un lunar en su mejilla izquierda.
—Respira lentamente sin dejar de mirarme —añadió.
Respiré, perdido en sus ojos. Sacó un pañuelo de su bolso y me lo aplicó en la herida de la ceja. Me dolió y ella, que inhalaba a mi ritmo para marcar la pauta de tiempo, hizo que lo sostuviera con mi mano mientras la imitaba, notando a los pocos segundos como el aire comenzaba a entrar en mis pulmones, calmándome mientras un estado de paz se iba apoderando de mí. Seguimos así durante un buen rato, con su mano en mi hombro, apreciando aún más el olor de incienso proveniente de su abrigo. —Ya lo tienes— dijo con una voz que me pareció aterciopelada.
No podía hablar, estaba desencajado. Jamás en mi vida había mostrado tal comportamiento. Nunca había dicho una palabra más alta que la otra, procuraba ser cordial, cedía mi asiento a los mayores en el transporte público, abría la puerta en el supermercado a la gente que sostenía bolsas en ambas manos y raramente discutía aún sabiendo que tenía razón. Se suponía que era una buena persona, y las buenas personas no actuaban así.
—Te he seguido desde la entrada. No permitas que la ira se apodere de ti. Por tu mirada sé que no eres así —fue lo último que dijo antes de levantarse, darme una tarjeta e irse.
Yo seguía mudo, mirando cómo se alejaba, perdiéndose entre la muchedumbre, gratamente sorprendido por su humanidad, un aspecto necesario en nosotros que yo había tirado por el suelo al golpear a aquél pobre desgraciado. Miré mi camisa, que estaba perdida de sangre y me fui a casa entre las miradas desconcertadas de los peatones con los que me iba cruzando. Cerré la puerta de la entrada de un portazo y al llegar al comedor me senté en la butaca de Ángel, temblando. Aún sostenía la tarjeta en la mano y la tiré al cajón.
Descolgué el auricular y marqué el móvil de Josep, necesitaba hablar con él, calmar mi angustia al notar que estaba a mi lado. Tuve suerte, estaba con unos clientes a dos calles y al escuchar mi voz se presentó en casa en un santiamén, preocupado porque me había notado muy alterado. Al verme con restos de sangre por la cara y la camisa se llevó las manos a la cabeza, corrió al lavabo a por el botiquín y me hizo estirar en el sofá para desinfectarme la herida.
—¡Aquí habrá que poner puntos! —dijo cuando me quité el pañuelo—. ¿Qué narices ha pasado? Y no me digas que te has golpeado con la puerta, que de gilipollas sólo tengo la cara.
No me sentía orgulloso de mi reacción, todo lo contrario, me avergonzaba, así que mientras le narraba la escena, fue imposible aguantar el llanto. No había excusa para lo que había hecho. Josep se quedó mudo, incapaz de asimilar lo que le estaba contando, extrañado. Nadie me conocía mejor que él y sabía que jamás en mi vida había matado una simple mosca. Cuando se aseguró de que no sangraba y la herida estaba limpia, me tomó de la mano para ayudarme a reincorporarme, chasqueó su lengua y se levantó para ir hasta la cocina. Regresó al poco, sosteniendo una taza humeante de tila diciendo que no podía continuar así, que había tenido suerte porque era más fuerte que el pobre desgraciado del metro, pero, que podía haber sacado una navaja o una pistola y la situación hubiera sido demasiado peligrosa. Se quedó mudo nada más terminar la frase, dándose cuenta de que si alguien podía dar fe de ello, por supuesto, era yo. —Voy a comprar puntos adhesivos y unas gasas— susurró. —Regreso en un minuto.
Cerré mis ojos al escuchar la puerta de la entrada cerrarse, intentando en vano ahogar un sollozo desesperado, no ya por cómo había reaccionado en el metro, sino porque necesitaba encontrar un motivo que me ayudara a levantar la cabeza y mi interior se calmara para dejar de odiarme, de sentirme culpable cada día de mi vida. No sabía ni dónde estaba mi mano derecha, no podía respirar tranquilo una sola vez y aún menos dormir más de tres horas seguidas porque Ángel al irse, lo hizo dejándome todos los recuerdos de los momentos compartidos que parecían luchar maliciosamente por salir a flote en mi memoria, sin darme ni un minuto de tregua, asfixiándome, despedazando lo que quedaba de mi interior, evidenciando que mi alma estaba vacía, huérfana sin su presencia y mi vida, mi patética vida, carecía de sentido sin la suya. Sentía que iba cayendo en un pozo sin fondo, alejándome de toda la gente que me quería porque no soportaba la idea de ver la compasión reflejada en sus caras, harto de escuchar que la vida seguía y que tenía que continuar con la mía porque así lo hubiera querido Ángel… Pero él ya no estaba.
Poco importaba lo que hiciera o dejara de hacer, que siguiera adelante o prefiriera quedarme como estaba de jodido sin hacer nada por evitarlo porque él ya nunca lo sabría.
—Siempre estaré a tu lado —escuché la voz de Josep, que había entrado tan sigilosamente que ni me había dado cuenta.
No dijo nada más y con unas tijeras cortó pequeñas tiras de puntos, terminó de desinfectarme la herida y tras colocármelas con mucho cuidado, sonrió, satisfecho de su trabajo, asintiendo con la cabeza. Tras guardar todo en el botiquín del lavabo, me preguntó si me veía capaz de quedarme solo. Afirmé con la cabeza, levantándome y le di un abrazo de despedida, agradeciéndole su ayuda. Como siempre. Volví al sofá nada más cerrar la puerta. La mañana me había ofrecido una falsa luz de esperanza, haciéndome creer que algo cambiaría pero yo había terminado a puñetazos.
Sabía que no podía continuar así, que tenía que tranquilizarme y respirar, sobre todo respirar, permitiendo a la vida que me rodeaba entrar en mí para aceptar de una vez que no fue mi culpa que mataran a Ángel, a pesar de que eso no cambiaría en absoluto lo mucho que le echaba de menos. Los latidos de mi corazón parecían hinchar y deshinchar una vez tras otra la herida de mi ceja y me llevé mis manos aún manchadas de sangre a la cabeza.
Me dolían mucho los dedos de la mano izquierda y la extendí para reconocer ese dolor tan agudo: me los había vuelto a romper. Mafi se acercó muy lentamente hasta el sofá, se estiró en el suelo y apoyó su cabeza en mis pies.
En ese momento la idea de mudarme comenzó a cobrar cuerpo.