Gillian Sucedió así. Oliver consiguió levantarse de la cama poco antes de la hora de la cena. No tenía apetito —no lo tiene estos días— y habló muy poco mientras cenábamos. Stuart cocinó una piperade. Oliver hizo sobre el guiso alguna broma que podría haber sido ofensiva, pero Stuart fue lo bastante sensato para no tomarla en serio. Dimos unos sorbos de un vaso de vino; Oliver no probó el suyo. Luego se levantó, hizo una vaga señal de la cruz encima de la mesa, dijo algo muy de él y añadió:
—Ahora me arrastraré hasta mi catre de pajeo para que podáis hablar de mí a solas.
Stuart llenó el lavavajillas. Mientras le observaba me bebí la mitad del vino de Oliver. Stuart volvió a ordenar los platos que ya estaban en la máquina, como siempre hace. Una vez me habló de optimizar el caudal de agua y yo le dije que no volviera a emplear nunca ese verbo en mi presencia. Pero se lo dije riendo. Ahora coloca los platos con una deliberación exagerada, frunciendo el ceño y haciendo pausas. Es muy divertido, si te lo imaginas.
—¿Se hace pajas? —preguntó de repente.
—Ni siquiera —contesté sin pensar. Y, en todo caso, apenas representaba una deslealtad, ¿no?
Stuart llenó la bandeja de detergente, cerró la portezuela y dirigió una mirada de piedad al lavavajillas. Sé que quiere comprarme uno nuevo. Sé también que se abstiene de mencionar el tema.
—Bueno, voy a ver a las niñas —dijo. Se quitó los zapatos y subió al piso de arriba. Yo seguí bebiendo el vino de Oliver y miré los zapatos de Stuart en el suelo de la cocina. Un par de mocasines negros, que formaban un ángulo de las dos menos diez, como si acabase de salir fuera de ellos. Bueno, lo cierto es que acababa de hacerlo, por supuesto, pero me refiero a que los zapatos conservaban aún cierta vida interior. No eran nuevos, estaban gastados, tenían grietas en la parte de arriba y arrugas verticales en los lados. Todo el mundo lleva el calzado de una forma distinta, ¿verdad? Los zapatos usados deben de ser como huellas digitales, o como el ADN, para la policía. Y además parecen caras, ¿verdad? Las grietas donde se curvan, las patas de gallo que forman.
No oí a Stuart cuando volvió a bajar.
Bebimos el vino que quedaba.
Pero no estábamos borrachos. Ninguno de los dos. No lo digo como excusa. ¿Necesito una?
Él me besó primero. Pero eso tampoco es una disculpa. Una mujer sabe guardar la distancia si no quiere que la besen.
Dije:
—¿Ellie?
—Siempre te he querido. Siempre —dijo él.
Me pidió que le tocara. No me pareció que pidiera demasiado. La casa estaba en completo silencio.
Empezó a tocarme. Sus manos en mis piernas, luego por debajo de mis bragas.
—Quítatelas —dijo—. Déjame tocarte como se debe.
Estaba sentado en el sofá, con los pantalones a la altura de los muslos, la polla empinada. Yo estaba delante de él, agarrándome las bragas. Por alguna razón yo no quería quitármelas. Su mano me recorría las piernas, su muñeca notaba que yo estaba húmeda y sus dedos tocaban la base de mi columna vertebral. No me atrajo hacia él: fui yo la que avancé. Conté hasta veinte. Me senté sobre su polla.
Pensé —no, en esos momentos no es un pensamiento propiamente, es más algo que se te pasa por la cabeza, algo de lo que apenas eres responsable—, pensé: Estoy follando con Stuart, y no importa nada porque es Stuart. Al mismo tiempo pensé también: No me estoy follando a Stuart, porque —si quieres saberlo, si tienes que saberlo—, nunca lo habíamos hecho de este modo, dos niños cachondos en una cocina, medio desvestidos, susurrantes, ansiosos.
—Siempre te he querido —dijo él. Me miró a los ojos y noté que se corría.
Antes de irse apagó el lavavajillas.
Stuart Compadezco a la gente que está enferma. Compadezco a la gente que es pobre sin que sea culpa suya. Compadezco a quienes odian su vida hasta el punto de quitársela. No me dan pena las personas que se apiadan de sí mismas, que son indulgentes consigo mismas, que exageran sus problemas, que pierden su tiempo y el de los demás, que piensan que no hacer otra cosa que llorar por sus cuitas durante semanas seguidas es más interesante que nada de lo que tú o cualquier otro haya podido hacer entretanto.
Hice una frittata. Gillian pensó que era una piperade. Los ingredientes son los mismos, pero en una piperade remueves la mezcla de huevo mientras cuece. Para hacer una frittata, la dejas hasta que esté cocida y luego la pones a gratinar en el horno. No hace falta que la cubierta se tueste, basta con que esté sólida y luego, con una pizca de suerte, si la has hecho bien, descubres que está un poco blandita en el medio. En realidad, no en el medio, sino hacia la cuarta o la tercera parte desde el centro hacia los lados. Esta vez me salió bien. La hice con puntas de espárragos, guisantes frescos, calabacines, jamón de Parma y cuadraditos de patatas fritas. Vi que el primer bocado hizo sonreír a Gillian. Pero no tuvo tiempo de decir nada porque Oliver anunció cansinamente:
—Mi tortilla está pasada.
—Es como tiene que estar —dije. La empujó con el tenedor.
—Yo más bien creo que aquí se ha aplicado el principio del efecto involuntario.
A continuación, totalmente adrede, empezó a rescatar del huevo las verduras y a comérselas de un modo repugnante.
—¿De dónde has sacado guisantes en esta época del año? —preguntó con un tono de voz que daba a entender que le importaba un bledo. Miró al guisante en la punta de su tenedor como si nunca hubiese visto uno. Personalmente, pensé que estaba fingiendo. La mayor parte, al menos. El simple hecho de que estés deprimido no significa que de repente empieces a decir la verdad, ¿no?
—De Kenia —dije.
—¿Y los calabacines?
—De Zambia.
—¿Y las puntas de espárragos?
—De Perú, en realidad.
Oliver dejaba caer los hombros a cada respuesta, como si el transporte aéreo fuese una conspiración internacional tramada para perseguirle.
—¿Y los huevos? ¿De dónde vienen los huevos?
—Los huevos, Oliver, vienen del culo de una gallina.
Esto le cerró la boca durante un rato, por lo menos. Gill y yo hablamos de las niñas. Tenía muchas ganas de hablarle de un posible nuevo proveedor de cerdo, pero en atención a Oliver creí mejor evitar los negocios. Sophie y Marie habían encajado estupendamente en sus nuevas escuelas. Debo decir que ha sido lo mejor. Quizá hayas leído lo de que el gobierno ha enviado a un grupo de trabajo educativo al barrio donde vivían antes. No a la escuela a la que iban las dos, pero así y todo. No me extrañaría que ellas fueran las siguientes víctimas del recorte.
Era una apacible velada doméstica. Retiré los platos y llevé el ruibarbo. Lo había guisado con zumo y peladura de naranja, e hice suficiente para que a las niñas les sobrara algo para el día siguiente, si les apetecía. Acababa de decir algo en este sentido cuando Oliver se levantó, dejando su bol intacto, y anunció que iba a acostarse. Supongo que es lo normal, al fin y al cabo. No hace nada en todo el día, se acuesta temprano, duerme diez o doce horas y se despierta cansado. Parece un círculo vicioso.
Terminé de retirar la mesa y me ocupé de las niñas. Cuando bajé, Gillian no se había movido de su sitio. Ni un palmo. Tenía un aire infeliz, a decir verdad, y tuve miedo de que también ella estuviese contrayendo una depresión. No sé si es una pauta conocida. Sé que les ocurre a alcohólicos: una persona se alcoholiza y después su compañero o compañera, aunque no quieran, aunque detesten la idea, se alcoholiza a su vez. Quizá no inmediatamente, pero el peligro es real. Dicen que el alcoholismo es una enfermedad, así que supongo que puedes contraerlo, de una forma u otra. ¿Y por qué no va a pasar lo mismo con la depresión? En definitiva, debe de ser terriblemente depresivo tratar con alguien que está deprimido, ¿no?
Así que la rodeé con el brazo y dije…, bueno, no me acuerdo. «Anímate, amor», o algo parecido. Sólo se pueden decir cosas sencillas en estas circunstancias, ¿no? Oliver, por supuesto, encontraría cosas complicadas que decir, pero realmente ya no le considero un experto en nada.
Luego nos consolamos mutuamente.
Bueno, de una manera obvia.
¿Cómo, si no?
Oliver Stuart me aburre. Gillian me aburre. Yo me aburro. Las niñas no me aburren. Son demasiado inocentes para hacerlo. No han llegado todavía a la edad de elegir.
¿Me aburres tú? No exactamente. Pero tampoco eres una puñetera ayuda.
Yo te aburro a ti. ¿Verdad? Muy bien. No tienes que ser cortés. ¿Qué daño puede hacer otro pinchazo a un globo reventado? Quizá yo fuera interesante como un precedente, como un ejemplo contrario. Ves cómo Ollie se jode la vida y procuras no imitarle.
Solía pensar que ser quien soy tenía su encanto. Ya no estoy seguro. Me siento abotargado y estúpido. Me siento como si me hubiese retirado a una cabina de control muy en el fondo de mí mismo, y que estoy conectado con el mundo exterior únicamente por medio de un periscopio y un micrófono. No, esto da la impresión de que funciono como debiera. Como si fuese una máquina. Cabina de control: nada tan lejos de la verdad. Sabes ese sueño de que estás conduciendo un coche, pero el volante no funciona —o, mejor dicho, funciona lo suficiente para que confíes en él, lo cual es un gran error—, y lo mismo ocurre con el freno y las marchas, y la carretera es una cuesta abajo y tú vas cada vez más rápido, y a veces el techo empieza a presionarte y la puerta del conductor a empujarte, con lo que no puedes girar el volante ni llegar a los pedales… Todos hemos tenido ese mal sueño, ¿verdad?
No hablo mucho; no como mucho, ergo no cago mucho. No trabajo; no juego. Duermo; y me siento cansado. ¿Sexo? Recuérdame en qué consiste, parece que lo he olvidado. Parece que también he perdido el sentido del olfato. O sea que ni siquiera puedo olerme. Los enfermos huelen mal, ¿verdad? Quizá tú puedas olisquearme y decírmelo. ¿Es pedir demasiado? Ah, ya veo que sí. Perdón por haber hablado. Perdón por imponer.
Todo esto puede inducir a error. Probablemente piensas —si te molestas en hacerlo— que, a fin de cuentas, si yo fuese tú no me molestaría en pensar en mí mismo; pero si lo hicieses, quizá llegaras a la conclusión de que mientras pueda describir mi estado con relativa lucidez, «las cosas no van tan mal». ¡Qué va, qué va! «Su estado es desesperado, pero no grave»: ¿quién dijo esto? Añade a mi lista de síntomas la pérdida de la memoria. No te puedes fiar de que yo me acuerde de hacerlo.
No, ahí está la trampa de todo esto. Sólo puedo describir lo descriptible. Lo que no puedo describir es indescriptible. Lo indescriptible es insoportable. Y tanto más insoportable por ser indescriptible.
¿No hago dibujos bonitos con palabras?
Muerte del alma, de eso estamos hablando.
Muerte del alma, muerte del cuerpo: ¿qué prefieres? Ésta es fácil, por lo menos.
No es que yo crea en el alma. Pero creo en la muerte de algo en lo que no creo. ¿Tiene sentido lo que digo? Si no, al menos te estoy dando un diminuto atisbo de la incoherencia que me envuelve. Envolver: un verbo demasiado inocuo para mi situación. Todos los verbos son demasiado inocuos hoy en día. Los verbos se parecen a instrumentos de ingeniería social. Hasta el verbo ser es fascista.
Ellie Los adultos son unos mierdas, ¿entendido? Y otra cosa. Odio cómo fingen que tú eres uno de los suyos mientras les convenga y, cuando no, ya no existes. Como cuando le dije a Gillian que Stuart estaba loco por ella y ella se limitó a esbozar aquella sonrisita para sí misma como si yo no estuviese. Puedes retirarte.
No puedo seguir en esta casa, trabajando como si nada hubiese ocurrido. Como he dicho, no es un problema. La historia con Stuart no fue una gran cosa. Pero eso no quiere decir que quiera verle los próximos años merodeando tan campante por las pertenencias de la decoradora de su casa. Y verla a ella como a un gatito a punto de que le den la leche. Tú no aguantarías, ¿verdad?
Pero al menos he aprendido algo con Gillian. Y al menos no me he enamorado de Stuart. Es un consuelo.
Señora Dyer ¿Ves lo que ha hecho? Debe de ser uno de esos vaqueros de los que nos han prevenido. Prometió arreglar la cancela y el timbre, y cortarme el árbol y llevárselo. Pero lo cortó y lo dejó ahí tirado, lo que no me permite salir por la puerta, para ir a buscar una camioneta. Dijo que tenía que alquilar una especial porque el árbol había resultado ser más grande de lo que él pensaba, y entonces le pagué en metálico y él se fue y no ha vuelto. Ni arregló la cancela ni el timbre. Era un joven muy agradable pero resultó ser un vaquero.
Cuando llamé al municipio me dijeron que qué me pensaba, mandando cortar un árbol sin su permiso, y que no les extrañaría que alguien me denunciara. Yo les dije que entonces más valía denunciarme en el otro mundo. Es el único sitio donde tendré pasta.
Madame Wyatt Todavía quiero todo lo que dije que quería. Y sé que no conseguiré nada de eso. Así que me consuelo con este traje de buen corte, este lenguado sin espinas, ese libro escrito con un buen estilo y que no tiene un final infeliz. Valoraré la cortesía y las buenas conversaciones, y querré cosas para los demás. Y siempre sentiré el dolor y la herida de las cosas que tuve y que sigo queriendo y que nunca volveré a tener.
Terri Ken me llevó a Obrycki a tomar cangrejos. Te dan un martillito, un cuchillo afilado y una jarra de cerveza, y te ponen una bolsa de basura a los pies. Yo sabía cómo se hace, pero dejé a Ken que me enseñara. Los cangrejos son bichos increíbles, están hechos como un envoltorio moderno inventado quién sabe cuándo. Coges uno del montón, le das la vuelta, le buscas un punto blando en el abdomen, insertas la uña del pulgar, lo rajas y el embalaje entero se parte por la mitad. Luego le arrancas las pinzas, sacas la carne mala, rompes en dos mitades la que queda, metes un cuchillo, despegas todo un poquito, haces un corte transversal, metes los dedos y comes. Nos despachamos como si nada una docena. Seis cada uno: se desperdicia mucho. Yo pedí, para acompañar, anillos de cebolla y Ken tomó patatas fritas. De postre pedimos un pastel de cangrejo.
No, no conoces a Ken.
Y no hace falta que te preocupes por mí de ahora en adelante. En el supuesto de que lo hicieses.
Sophie Stuart subió a darnos un beso de buenas noches. Marie se durmió enseguida, y yo me hice la dormida. Hundí la cara en la almohada para que él no notara el olor a vómito. Cuando se marchó, estuve pensando en todas las cosas que ojalá no hubiese comido. Pensando en lo gorda que estoy, en la cerda repugnante que me he vuelto.
Esperé hasta oír que se cerraba la puerta de la calle. Se oye porque hay que tirar de ella dos veces. No sé cuánto tiempo estuve despierta. ¿Una hora? ¿Más? Finalmente la oí cerrarse.
Debieron de estar hablando de papá. Está con el muermo. Aunque creo que deberíamos llamarlo con un nombre adulto.
Stuart Cuando he dicho «nos consolamos», es posible que haya causado una falsa impresión. Como si fuéramos una pareja de vejestorios, gimoteando en los hombros del otro.
No, lo cierto es que éramos como un par de críos. Fue como si algo —algo de años y años atrás— se hubiese liberado por fin. Fue también como si siguiéramos estando en la época en que nos conocimos, como si volviésemos a empezar de un modo distinto. Cuando tienes treinta años puedes ser un adulto totalmente falso. A decir verdad, éramos un poquito así. Eramos serios, y estábamos enamorados, y planeábamos una vida juntos —no te rías—, y todo eso alimentaba el sexo, si entiendes lo que quiero decir. No había nada malo en el sexo que practicábamos entonces, pero era como responsable.
Y me gustaría dejar clara otra cosa. Gillian sabía perfectamente, desde el principio, de qué iba el asunto. Cuando me descalcé y dije que subía a ocuparme de las niñas, ¿sabes lo que contestó?
—Ya puesto, podrías ocuparte de las tres.
Y su mirada era muy expresiva cuando dijo esto.
Cuando bajé, ella parecía un poco callada y mohína, pero intuí que por dentro estaba nerviosa y expectante, como si por una vez no supiese lo que iba a ocurrir en su vida a renglón seguido. Bebimos un poco más de vino y yo le dije que me gustaba cómo se peinaba ahora. Se pone un pañuelo en el pelo, pero no a la manera como se lo ponen las norteamericanas. Tampoco es una cinta. Resulta artístico sin ser pretencioso, y —siendo como es Gill— el color del pañuelo ha sido elegido para dar realce al color de su pelo.
Se volvió cuando se lo dije, e hice un ademán natural de besarla. Ella medio se rio, porque mi nariz había chocado con su mejilla, y dijo algo de las niñas, pero yo ya le estaba besando un costado del cuello. Se giró como para decir otra cosa, pero al volverse sus labios tropezaron prácticamente con los míos.
Nos besamos un rato y luego nos levantamos y casi miramos alrededor, como sin saber qué hacer. Aunque era perfectamente evidente lo que nos traíamos entre manos. También estaba claro que ella quería que yo tomase la iniciativa, que asumiera el mando. Y fue bonito, y también excitante, porque cuando estábamos juntos antes siempre había sido, no sé cómo expresarlo, sexo de común acuerdo. ¿Qué quieres? No, ¿qué quieres tú? No, ¿qué quieres tú? Un jovial y decente tira y afloja, y equitativo y todo eso, pero ahora pienso que un jarro de agua fría. Lo que Gill estaba diciendo era: venga, vamos a hacer sexo de otra forma. Mi teoría es —no lo pensé entonces, estaba demasiado absorto en lo que hacíamos— que ella pensó que si yo tomaba la iniciativa ella se sentiría menos culpable con respecto a Oliver. Aunque esto no parecía contar en aquel momento.
Así que fue una de esas escenas en que yo venga a tocarla, a atraerla hacia mí y a camelarla. Y ella no se hacía exactamente la estrecha, sino que actuaba como diciendo: «Convénceme.» Así que la convencí de que nos sentáramos en el sofá, y, como he dicho, fue como sexo de críos, agarrando uno al otro, intentando quitarte el cinturón con una mano mientras tienes la otra ocupada, cosas así. Un poco de ven y vete, y cosillas que no habíamos hecho antes. Por ejemplo, a mí me gusta mucho que me muerdan. No muy fuerte, sino un par de mordiscos bien dados en lugares carnosos. En un momento dado yo tenía metido en su boca el canto de mi mano y le decía: «Anda, muerde.» Y ella mordió, fuerte.
Y después yo estaba dentro de ella y estábamos follando.
Pero lo que pasa con los sofás es que están diseñados para niños. Sobre todo los destartalados como éste. Jugamos un rato como críos encima. Pero cualquiera que haya sufrido un tirón en la espalda o que esté acostumbrado a una cama cómoda ya no considera hospitalario este terreno. Así que al cabo de un rato estreché a Gillie en mis brazos y rodamos al suelo. Ella, al caer, se dio un golpe, pero por nada del mundo iba yo a soltar mi presa. Y nos quedamos en el suelo hasta corrernos. Ella y yo, por cierto.
Gillian No sucedió como dije que había sucedido. Quería que tú conservaras la buena opinión que tienes de Stuart, suponiendo que la tengas. Quizá yo estuviese descubriendo el último ápice de culpa que tengo respecto a él. El modo en que te lo conté es el modo en que me hubiese gustado que ocurriera, de haber sabido que iba a ocurrir.
Cuando bajó, dijo: «Las niñas están bien.» Luego añadió: «De paso le he echado un vistazo a Oliver. Se ha hecho pajas hasta quedarse dormido.» Stuart dijo esto un poco brutalmente, y Oliver debería haberme dado pena, pero no me dio.
Estábamos borrachos, por supuesto. Bueno, yo estaba más que bebida. Normalmente no suelo tomar más de un vaso, pero debía de haberme tomado media botella cuando Stuart estiró el brazo e intentó tocarme. No lo digo como excusa. Ni tampoco para disculparle a él.
Me cogió por la cintura y su nariz chocó contra mi pómulo con suficiente fuerza como para que los ojos se me pusieran acuosos, y luego aparté mis labios de los suyos.
—Stuart —dije—, no hagas el idiota.
—Esto no es una idiotez.
Con el otro brazo me agarró de un pecho.
—Las niñas.
Reconozco que esto habría podido ser un error táctico, como si ellas fuesen el principal impedimento.
—Están dormidas.
—Oliver.
—Que le jodan a Oliver. Que le jodan. Pero justamente… tú no te lo follas, ¿eh?
Lo dijo de un modo que parecía impropio de Stuart, o al menos del Stuart que yo conocía.
—Eso no te incumbe en absoluto.
—Sí, ahora mismo sí me incumbe. —Retiró la mano de mi pecho y la trasladó a mis piernas—. Vamos, fóllame. Fóllame en recuerdo de los viejos tiempos.
Empecé a ponerme en pie, pero perdí un poco el equilibrio y él lo aprovechó y de repente me vi tumbada en el suelo, con la cabeza contra una de las patas del sofá, y con Stuart encima. Pensé: Parece que esto va en serio. Con su rodilla me estaba separando las mías.
—Gritaré y vendrá alguien —dije.
—Creerán que me estás follando —contestó—. Creerán que me estás follando a mí porque ya no follas con Oliver.
La presión de su peso me estaba dejando sin aire, y abrí la boca. No sé si fue o no fue un grito, pero Stuart me encajó entre los dientes el canto de su mano.
—Anda, muerde.
En parte no le tomé en serio. Es decir, era Stuart, en definitiva. Las palabras Stuart y violación —o algo aproximado— pura y simplemente no van juntas. No iban. Y al mismo tiempo yo estaba pensando que era una especie de tópico. No es que hubiese estado antes en una situación semejante. Pero en parte quería decir, con un tono natural: Oye, Stuart, el simple hecho de que Oliver y yo no tengamos mucha relación sexual en este momento no quiere decir que quiera follar contigo, o con cualquier otro. Si tienes veinte años y no follas, piensas en eso todo el tiempo. Si tienes cuarenta y no follas, dejas de pensar tanto en eso y te preocupas por otras cosas. Y desde luego no quieres follar así.
Me levantó la falda. Me bajó las bragas. Luego me folló, y yo tenía la cabeza prensada contra la pata del sofá. Noté olor a polvo. No retiró la mano de mi boca en todo ese tiempo. No le vi mucho sentido a mordérsela.
No tuve pánico. Y no estaba excitada lo más mínimo. Me hizo un poco de daño. No me rompió nada. Simplemente me folló contra mi voluntad y mi decisión. No, no le mordí, no le arañé, no tengo más moraduras que mostrar que la que me hizo justo encima de la rodilla, la cual no demuestra nada. Tampoco es que necesite probar algo. No va a haber un juicio. Lo he decidido así.
No, no creo que se lo «debía» a Stuart por el modo en que le traté hace diez años.
No, no estaba exactamente asustada. Era Stuart, al fin y al cabo, me repetía a mí misma, no era un desconocido encapuchado en un callejón oscuro. Fue una situación abominable, y se puede decir que al mismo tiempo me pareció aburrida. Pensé: ¿Es esto lo que quieren todos? ¿Hasta los que parecen agradables? ¿Es esto lo que hacen todos, sin tenerla a una en cuenta?
Sí, considero que fue una violación.
Pensé que, tratándose de Stuart, se disculparía. Pero me dejó tendida en el suelo, se levantó, se ajustó los pantalones, cruzó la habitación, apagó el lavavajillas y se fue.
¿Por qué no te lo dije antes? Porque las cosas han cambiado.
Estoy clarísimamente embarazada. Y no puede ser de Oliver.