Anónimo
A QUIEN CORRESPONDA, OFICINA DE IMPUESTOS DEL DISTRITO N16
Por la presente le informo de que Oliver Russell, con domicilio en la calle 38 de Dunstan’s Road, NI6, no paga impuestos. Es empleado de la empresa El Tendero Verde (con sede en Ryall Road N17), trabaja de conductor de camionetas y recibe su sueldo en efectivo de su patrón, Stuart Hughes. Russell y Hughes son de hecho viejos amigos. Calculamos que actualmente recibe al contado del señor Hughes 150 libras por semana. Tenemos razones para creer que Russell participa asimismo en el reparto de vídeos de alquiler de contrabando y de folletos publicitarios de locales de curry y otros productos. Comprenderá que en estas circunstancias no puedo firmar esta carta más que en calidad de…
Un particular preocupado.
Oliver La doctora Robb es un encanto, ¿verdad? Ser un encanto supone una gran diferencia.
Escucha, aunque yo no quiera hablar mucho.
Me dice que pensar que no vas a mejorar nunca forma parte de la depresión. Le digo que pensar que uno no va a mejorar parece la consecuencia normal y natural de no haber mejorado.
Me pregunta por la pérdida de libido y procuro ser galante.
Pretendo complacerla, empero. Respondo que sí a todas sus preguntas. Sí duermo mal, sí me despierto temprano, sí he perdido el interés, sí me concentro menos, sobre la pérdida de libido véase más arriba, sí he perdido el apetito, sí se me saltan las lágrimas.
Me pregunta cuánto bebo. No lo bastante para animarme, digo. Hablamos de dosis. Al parecer, el alcohol es un depresivo. Pero ella dictaminó que no bebo suficiente para que lo sea en mi caso. ¿No es deprimente?
Ella dice que la luz del sol ayuda a contrarrestar la depresión. Yo le digo: Y la vida es lo opuesto de la muerte.
Advierto que la hago parecer como una burócrata tabulando cosas. No lo hago aposta. Es una buena representante de los «cabalistas», y se merece un brindis. De hecho, si no fuese por la disminución de mi libido…
Me pregunta por la muerte de mi madre. Bueno, ¿qué puedo decir? Yo tenía seis años entonces. Murió, y después mi padre empezó a tomarla conmigo porque ella había muerto. A pegarme y demás. Porque yo le recordaba a ella.
Sí, puedo ofrecer las estampas habituales del arroyo remoto de la infancia —el aroma cuando ella me daba el beso de las buenas noches, y el modo en que me revolvía el pelo, y el baño nocturno en el viejo hogar—, pero cuántas son realmente mías y cuántas extraídas de la ciclopedia del recuerdo falso no puedo determinarlo en este momento.
La doctora Robb me pregunta cómo murió. En el hospital, le digo. Yo no llegué a verla. Una semana me llevaba a la escuela todas las mañanas y me recogía por las tardes, y a la siguiente la estaban bajando a la fosa. No, no la vi en el hospital. No, no la vi amortajada, con un aspecto más hermoso en la muerte que el que tuvo en vida.
Siempre supuse que había muerto de un ataque cardíaco, de alguna enfermedad adulta y misteriosa. El qué y el porqué me causaban más perplejidad que el cómo. Y cuando años más tarde pregunté los detalles, el platija de mi padre hizo el karaoke al magno son de la congoja y el abandono: «Está muerta, Oliver», era lo único que decía siempre el viejo cabrón, «y lo mejor de mí murió con ella.» En esto, casi con certeza, estaba diciendo la verdad.
La doctora Robb me preguntó, con tono de condolencia y muchos circunloquios, si era una hipótesis creíble que mi lejana madre se hubiese suicidado.
Las cosas se están poniendo serias por aquí, ¿no te parece?
Sophie La siguiente vez que tuve cerca a Stuart, puse en práctica mi plan.
Le pregunté si podía hablar con él, y como no suelo preguntárselo, conseguí que me escuchara. Dije:
—Si algo le ocurre a papá…
Él me interrumpió:
—No va a ocurrirle nada.
—Ya sé que no soy una adulta —dije—. Pero si algo le pasa a papá…
—¿Sí?
—Entonces, ¿serás tú mi papi?
Le observé atentamente mientras él lo pensaba. Como no me miró, no vio la gran atención con que yo le observaba. Al final se volvió hacia mí, me abrazó y dijo:
—Pues claro que seré tu papi, Sophie.
Para mí todo está clarísimo ahora. Stuart no sabe que es mi padre porque mamá nunca se lo ha dicho. Mamá no va a reconocerlo, ni ante mí ni ante él. Papá siempre me ha tratado como a una hija, pero debe de sospechar algo, ¿no? Por eso pilla el muermo.
O sea que todo es culpa mía.
Stuart —¿Qué coño es esto?
Oliver estaba más animado de lo que yo le había visto últimamente. Me agitaba una carta delante de las narices, así que evidentemente me impedía ver lo que era. Al cabo de un rato se calmó; lo más probable es que se cansara. Miré el documento.
—Es de Hacienda —dije—. Preguntando si tienes alguna otra fuente de ingresos aparte de tu empleo en El Tendero Verde, y si tenías trabajo en el periodo anterior, mientras percibías el subsidio.
—Sé leer de puta madre —dijo—. Puede que recuerdes que yo estaba volviendo a traducir a Petrarca mientras tú seguías recorriendo con el índice las banalidades morbosas de tu horóscopo diario.
Ya basta, pensé.
—Oliver, no habrás estado evadiendo impuestos, ¿verdad? No vale la pena, ya sabes.
—Puto Judas. —Me clavó la mirada, con la barba sin afeitar, los ojos rojos y, francamente, un aspecto no muy saludable—. Me has denunciado, cabrón.
Era un poquito fuerte.
—Judas denunció a Jesús —puntualicé.
—¿Y?
—¿Y? —Pensé un poco, o al menos fingí que pensaba—. Posiblemente tienes razón. Alguien te ha denunciado. Pero seamos prácticos. ¿De qué crees que podrían acusarte?
Me aseguró que no tenía otro empleo mientras trabajaba para El Tendero Verde, porque dicho establecimiento era una explotación de galeotes que quedaban como trapos retorcidos al final de la jornada laboral. Pero era verdad que antes, mientras cobraba el paro, había hecho trabajillos al contado que no declaraba: repartir folletos por las casas, alquilar vídeos a domicilio para un misterioso pez gordo.
—De todos modos, ya te dije todo esto.
—¿Ah, sí? No me suena.
—Hubiera jurado que sí te lo dije. —Se sentó con los hombros abatidos—. Oh, Dios, ya no recuerdo qué he dicho ni a quién.
Bueno, eso no parecía fastidiarle en los viejos tiempos. Le encantaba repetir una y otra vez la misma historia.
—Tratemos de pensar con calma —dije—. Está claro que el fisco tiene algo contra ti. Pero, para ser justos con ellos —Oliver gruñó al oír esto—, en realidad sólo les interesa recaudar los impuestos impagados. No les importa el lado penal del asunto.
—Oh, estupendo.
—Pero creo que debería preocuparte más lo del subsidio. Pueden ser muy desagradables si quieren. ¿Y si la persona que te ha denunciado conoce la línea directa con el subsidio de paro? Sería un incordio.
Oliver volvió a refunfuñar.
—Y supongo que debería inquietarnos también el hombre del IVA. De ese asunto de los vídeos de contrabando se ocupan los aranceles e impuestos indirectos. Y pueden ser despiadados. Facultad de registro y acceso al domicilio. Nada les gusta más que echar abajo la puerta de la calle a las cinco de la mañana y levantar los suelos. Esperemos que ese gracioso no conozca el teléfono directo del IVA.
—El puto Judas —repitió Oliver.
—Sí, bueno. Es probable que sea alguien de la oficina. O quizás uno de los otros conductores. Haz memoria, Oliver. ¿Se te ocurre alguien que te odie? —pregunté alegremente.
Madame Wyatt Sophie y Marie vinieron a verme. Stuart las trajo en coche. No hice comentarios, por supuesto.
Tengo, como siempre, el pastel de limón que a ellas les gusta. Pero Sophie no quiere probarlo. Dice que no tiene hambre. Le pido que coma para complacerme. Dice que está demasiado gorda. Le digo:
—¿Dónde? ¿En dónde estás demasiado gorda?
—Aquí —dice ella, y se señala la cintura. Se la miro. No le veo la grasa. Sólo veo su lógica deficiente.
—Es que te has apretado el cinturón más que de costumbre —digo.
En serio.
Oliver Anduve de puntillas por la casa e hice una insólita incursión en nuestro dormitorio. Está en la planta superior y ofrece una vista de grúa sobre la calle. ¿Te lo he dicho? Supongo que alguien lo ha hecho. Alguien te lo cuenta todo, ¿verdad? Aquí no se puede guardar un secreto ni un microsegundo. Un Judas debajo de cada almohadón.
Lo siento, yo… de todos modos. Había ese quejido ruidoso e implacable a la media distancia. Con un poco de suerte, un avispón monstruoso, genéticamente modificado, en busca de calor, que se aproxima para asestarme el coup de grâce. Pero era algo peor. El coiffeur se estaba cargando a la araucaria de la señora Dyer; no, mientras yo observaba, no el coiffeur sino el boucher. Sus ingeniosos dedos, nobles brazos, tronco sin ramas, estaban siendo cruelmente cercenados por la sierra circular. Sentí que el ánimo, tal como estaba, se me escurría por el desagüe como agua de baño. «Que su araucaria florezca como el laurel»; parece no haber transcurrido un minuto desde que he pronunciado mi plegaria.
¿Es un augurio? ¿Quién sabe? En le bon vieux temps, cuando risueñamente esquiábamos por las nieves del ayer, un augurio honraba a su adjetivo y era agorero. La estrella fugaz que removía el cielo de terciopelo, el buho níveo toda la noche encaramado en el roble herido por el rayo, los sensibleros lobos que aullaban en el camposanto… quizá no supiéramos qué coño auguraban, pero sabíamos que eran augurios. Hoy la estrella fugaz es sólo el cohete de un vecino, el buho níveo está en el zoo y a los lobos se les enseña el arte de aullar que han olvidado antes de devolverlos a la naturaleza. ¿Presagios funestos? En nuestro reino decadente, el espejo roto tan sólo presagia un trayecto desganado hasta John Lewis para que te lo cambien por otro.
Ah, bueno. Nuestros signos y augurios se vuelven más locales, y la distancia entre el presagio y lo que presagia viene a quedar en nada. Pisas mierda de perro ¡y es el aviso y la calamidad al mismo tiempo! El autobús se avería, el teléfono móvil no funciona. Talan un árbol. Quizá todo esto sólo signifique lo que significa. Ah, bueno.
Sophie Cerdo. Un cerdo gordo.
Gillian No hemos puesto la radio esta mañana. Y no hablamos mucho desde el arrebato de Ellie. (¿Qué te pareció, por cierto? ¿No fue raro? ¿De dónde salía todo aquel rencor? Creo que todos nosotros la hemos tratado de un modo sincero y adulto.) Así que reina un silencio bastante embarazoso, y cuando Ellie levanta su taza de café se oye un ligero tintineo, porque la taza ha perdido el asa y el ruido lo produce el anillo de Ellie contra la loza. Es sólo un ruidito ocasional, pero me remonta a lo largo de los años. Ellie no está casada ni comprometida, y no parece haber nadie más que Stuart en su vida, y su relación parece más bien informal (quizá sea ésa la causa de su rencor), pero lleva un anillo en el dedo corazón de la mano izquierda. Yo llevaba uno en una época, una forma de decir que no se me acercaran, de no explicar cosas, de invocar a un novio imaginario, de defender tu territorio cuando no soportas la visión de los hombres durante unos días. O semanas. O meses.
En general, daba resultado, y cualquier cachivache que encontrabas en un puesto del mercado tenía propiedades casi mágicas a la hora de mantener a raya solicitaciones indeseadas. He olvidado aquellos tiempos, por supuesto. Los que recuerdo son de cuando no funcionaba. Cuando alguien se te plantaba delante y te avasallaba. No se fijaba en el anillo aunque se lo pasaras por la cara. No alegaba que fuese una artimaña, sino que se negaba a reconocer su importancia. Hacía caso omiso de la media sonrisa que esbozabas para simular que no le tomabas en serio. Pasaba por alto todas las señales que estuvieses emitiendo. Se quedaba ahí plantado y jugaba su mejor baza. Tú y yo, a partir de aquí, a partir de ahora, ¿qué te parece? Eso venía a decir, en definitiva. Y yo siempre lo encontraba sumamente excitante. Sexy, hasta peligroso. Actuaba con frialdad, pero por dentro ardía. Lo cual supongo que ellos intuían.
No me entiendas mal. No soy de esas mujeres a las que «les gusta que las dominen». La idea de que un hombre irrumpa en mi vida, asuma el mando y me marque el rumbo no es una de mis fantasías. Y no me gustan los bravucones, ni cedo ante ellos. Estoy hablando de algo distinto, de ese momento en que de pronto hay alguien ahí que dice, sin estas palabras: «Aquí estoy yo. Aquí estás tú. No hay nada más que decir.» Como si estuviesen enunciando una gran verdad en tu presencia, y lo único que tienes que hacer es contestar: «Sí, yo también creo que eso es cierto.»
Si volviese a ocurrir yo no estaría transportando un trasto comprado en un puesto del mercado, sino un anillo de oro que he llevado todos los días durante más de diez años. Y claro está que habría campanillas de aviso, como siempre hubo, sólo que esta vez serían más como sirenas de ambulancia. Pero ¿acaso no queremos todos oír, una vez más, estas palabras sencillas: Aquí estoy yo, y aquí estás tú? Y alguien que aguarda la respuesta: Sí, yo también creo que eso es cierto. Y las cosas que te dan vueltas en la cabeza, cosas familiares a medias cuyo nombre no sabes en ese momento y que tienen que ver con el tiempo, el destino y el sexo, y por debajo, empezando a crecer, la esperanza de que sea una canción a cuyo compás bailas confiada.
Aquí y ahora hay silencio, tan sólo el roce de un trapo y el crujido de un taburete. Y el suave tintineo del anillo de Ellie contra la taza.
Stuart Siempre espero encontrar a Oliver de cara a la pared, pero supongo que lo propio de él es que incluso enfermo conoce el tópico y hace lo contrario. Por tanto, estaba acostado de espaldas a la pared. Está en esa especie de trastero en el piso de arriba, con una sábana colgada encima de la ventana porque es evidente que no han tenido tiempo de hacer cortinas. Hay una lámpara de mesilla con una pantalla del Pato Donald.
—Hola, Oliver —dije, no muy seguro del tono que usar para el saludo. Quiero decir que si alguien está realmente enfermo, sé cómo comportarme. Sí, entiendo que la depresión es una enfermedad y todo eso. En teoría, al menos. De modo que supongo que me refiero a que él sufre una dolencia ante la cual no sé qué debo hacer. Me impacienta y me impide mostrarme compasivo.
—Hola, «compadre» —dijo él en un tono vagamente sarcástico que no me molestó—. ¿Todavía no has encontrado ese caballo de dos años?
¿Tenía que reírme? Es una pregunta sin respuesta correcta. ¿«Sí»? ¿«No»? ¿«Lo estoy buscando»? Así que no dije nada. No le llevaba uvas, a decir verdad, ni bombones ni revistas interesantes que yo ya había leído. Le hablé un poco del trabajo. Que habían reparado la abolladura de su camioneta. A él pareció traerle totalmente sin cuidado.
—Debería haberme casado con la señora Dyer —dijo.
—¿Quién es esa Dyer?
—Oh, corazón voluble y voluntad débil… —dijo, o algo parecido, como farfullando en voz baja. No siempre presto plena atención cuando Oliver divaga. Tampoco creo que tú lo hagas.
—¿Quién es esa Dyer? —repetí.
—Oh, corazón voluble y voluntad débil… —Y así durante un ratito—. Vive en el número 55. Una vez le dije que yo tenía sida.
Retornó un recuerdo sepultado durante años.
—¿Ese vejestorio? Creía…
Iba a decir que creía que ya habría muerto. Salvo que no dices la palabra «muerto» a alguien que está enfermo, ¿no? Salvo que no creo que Oliver lo esté. Debería, sin duda, pero no lo creo. Como he dicho.
La conversación erró de este modo, no fue exactamente un intercambio de mentes. Pensé que los dos ya estábamos hartos cuando Oliver se giró sobre la espalda, como una persona en su lecho de muerte y dijo:
—Entonces, ¿no lo has descubierto todavía, «compadre»?
—¿Descubierto?
Oliver soltó una risita estúpida.
—El secreto de un buen bocata de patatas, por supuesto. El quid, mi buen basuras, es que el calor de las patatas derrita la mantequilla encima del pan, para que se te escurra por las muñecas.
Tampoco había mucho que contestar a esto, salvo que considero que un bocata de patatas es una forma de sustento muy poco saludable. Luego gruñó, como si montar un numerito fuese suficiente para un día: «Gillian.»
—¿Qué pasa con Gillian?
—Cuando estabas en la habitación de hotel —dijo, y aunque he estado desde entonces en cientos de habitaciones de hotel, supe al instante a cuál se refería.
—Sí —dije. Mi memoria evocó la puerta de un armario que se abría sola una y otra vez.
—¿Y?
—No te sigo.
Oliver dio un resoplido.
—¿Pensaste que lo que veías desde la ventana del hotel, pensaste que lo que veías ocurría con frecuencia, un día sí y otro no?
—Continúo sin seguirte.
O, mejor dicho, le seguía, pero no quería hacerlo.
—Lo que viste —dijo— lo hicimos exclusivamente para ti. Función de gala. Una sola sesión. Entérate, «compadre».
Y en esto hizo lo que no le había visto hacer antes, y volvió la cara hacia la pared.
Me enteré. Y debo decir que tuvo un gusto amargo. Sumamente amargo.
¿Qué te dije? La confianza lleva a la traición. La confianza la propicia.
Oliver Imposible de evitar, de temps en temps, esos momentos a lo Tersites,[18] ¿no te parece? Días en que sabes que el loco purulento dice la verdad. Guerra y lascivia, guerra y lascivia. Por no mencionar la vanidad y el autoengaño. Por cierto, tengo un nuevo «¿Qué prefieres?». ¿Prefieres destruirte por falta de conocimiento de ti mismo, o por haberlo adquirido? Tienes, oh, toda una vida para meditarlo.
La maduración lo es todo, según otro experto canónico. Conocemos el sueño: el suelo compuesto de arcilla, limo y arena, el sol desfalleciente entre nubes, la posición de salida en la rama, la lenta concentración de sabor, el colorido delator de la piel, y luego, oh, tal grado de madurez que si el meñique con hoyitos de un infante nos elevara durante un microsegundo, el tallo umbilical del que pendemos se desgajaría sin rencor de la rama y caeríamos flotando ingrávidos hasta un fortuito montón de heno donde yacemos, maduramos, nos completamos, plenamente conformes con el ciclo sagrado de la vida y la muerte.
Pero la mayoría no somos así. Somos como el níspero, que pasa de la dureza incomestible al colapso de sombra en el espacio de una hora, de tal forma que los cazadores-recolectores, los primeros que lo valoraron, esos organicistas tempranos, esos proto-Stuarts, montaban guardia toda la noche con una vela provisoria y una red para frutas, a la espera del momento. ¿Pero quién vigila al vigilante de la fruta? En nuestro caso, no hay guardia con lamparilla en ristre, y roncamos a lo largo de nuestra fugaz maduración. Encallecida edad madura en un instante, senilidad delicuescente al siguiente.
Concéntrate, querido Ollie, concéntrate. Hoy en día vagas a la deriva. Mira a tu espalda esa estela de lago que se forma en un meandro. ¿Qué proclama el loco purulento?
Sólo esto. La triste verdad que aprende enseguida el jerbo más humilde, pero que nuestra necia especie tarda en asimilar setenta años. Que todas las relaciones, incluso entre dos monjas novicias —eh, especialmente entre dos novicias puras— giran en torno al poder. Y las fuentes del poder son tan antiguas, tan conocidas, tan cruelmente deterministas, tan sencillas, que poseen nombres simples. Dinero, belleza, talento, juventud, edad, amor, sexo, fuerza, dinero, más dinero y aún más dinero. El magnate armador griego demuestra en los urinarios de caballeros a su compadre, que se ríe, en qué consiste el mundo: coge el platillo de propinas de la encargada y deposita encima su membrum virile. No busquéis más, oh, buscadores de la sabiduría. El nombre de aquel griego era Aristóteles, en definitiva. Y apuesto a que no le denunciaron ante el subsidio de paro.
¿Y qué relación tiene todo esto con la histoire o imbroglio francamente menos shakespeariano en la que te has visto envuelto? Mis disculpas, a propósito, si crees que se te deben. (¿Se te deben? ¿No te has, en cierto modo, invitado tú mismo? ¿No lo estabas, en cierto modo, buscando?) Simplemente que hubo un tiempo en que el esplendor de Gillian la convertía en el centro de todas las miradas, en que el olfato de Ollie —no lo elogio en extremo— dirigía el trayecto, y en que Stuart, si me perdonas la expresión, no conseguía ninguna aunque las pagara. ¿Y ahora? Ahora Stuart puede pagarlas. Ahora es la polla del bebé Stuart la que está entre las dracmas. ¿Te parece que mi Weltanschauung se ha vuelto simplista? Pero, como descubrirás, la vida se simplifica, sus sombrías facciones se van revelando a medida que transcurren los años y nos decepcionan.
Ojo, no estoy diciendo que Stuart pudiese ligarse a María Callas. Si él le hubiese cantado «Me acuerdo de ti», dudo de que ella le hubiese respondido con «Di quell’amor ch’è palpito».
Stuart ¿Conoces la frase «La información quiere ser libre»? La emplean los informáticos. Te pondré un ejemplo. Es muy difícil deshacerse de información que almacenas en tu ordenador. Es decir, puedes pulsar la tecla de destruir y crees que ha desaparecido para siempre, pero no es así. Sigue ahí dentro, en el disco duro. Quiere sobrevivir y quiere ser libre. El Pentágono dice que tienes que borrar la información siete veces en el disco duro para eliminarla. Pero hay empresas de recuperación de datos que afirman que pueden recobrar información que haya sido borrada hasta veinte veces.
¿Cómo puedes asegurarte, entonces, de que has destruido información? Leí en algún sitio que el gobierno australiano usa grupos de forzudos con grandes almádenas para destrozar sus discos duros. Y los pedazos tienen que ser tan pequeños que puedan filtrarse por una especie de rejilla con una abertura estrechísima. Sólo entonces las autoridades están seguras de que nada podrá recobrarse, de que la información está definitivamente muerta.
¿No te recuerda a algo esto? A mí sí. Tendrían que mandar a forzudos con almádenas para cerciorarse de que me han despedazado el corazón. Eso tendrían que hacer.
Sé que esto es una comparación. Pero casualmente creo que es cierta.