Oliver ¿Conoces ese juego llamado Qué prefieres? Como, por ejemplo, ¿prefieres estar enterrado hasta el cuello en barro mojado durante una semana o comparar todas las versiones grabadas de la Sinfonía del Nuevo Mundo? ¿Prefieres pasearte por Oxford Street con las pelotas al aire y una piña en la cabeza o casarte con un miembro de la familia real?
Aquí hay otro para ti, uno de la vida real. ¿Prefieres que tu depresión sea endógena o reactiva? ¿Preferirías que tu sensibilidad paralizadora y zafia al dolor y la pesadumbre de la existencia fuese culpa de tu herencia genética, de todos esos antepasados abatidos y cascarrabias que ves alineados en el rétroviseur, o que la provocase el propio mundo, lo que irrisoriamente los «cabalistas» denominan «los sucesos de la vida», como si hubiese una categoría opuesta y equiparable de «sucesos de la muerte»?
Endógena: en la visión color de rosa, como los libros ilustrados de los niños, que tienen los políticos, nos alzamos orgullosos sobre los hombros de las generaciones precedentes, vemos más lejos y respiramos aire más limpio. Para quienes se hallan afligidos por la tristeza de las cosas, sin embargo, la pirámide se invierte y esos mismos ancestros pesan sobre nuestros hombros, nos empujan hacia el suelo como frágiles estacas. Ah, el latigazo ineluctable del ADN: ¿qué somos sino la hebra última de un gato de siete colas que han blandido anteriormente musculosas generaciones piratas? Pero aquí hay un fondo de esperanza: si nuestro fardo es bioquímico, ¿no podrían, por consiguiente, los cerebritos, disolverlo como por ensalmo? Estamos a punto de entrar en la madriguera de la bête noire de Stuart, la modificación genética, que a mí no me parece tan noire como la pintan. Un pellizquito de un gen, un hábil trenzado nuevo de ese vital espagueti de verdura que distingue la esencia de Oliver de la de Stuart, y hete aquí: más alegre que papi, menos gruñón que el abuelo. El perro negro se convierte en un gatito.
Reactiva: ¿preferirías que esos días negriazules, ese paisaje interior de color añil, fuera una reacción directa y más o menos razonable a las cosas que te han acontecido en la vida? Cosas capaces de desinflar incluso a míster Cherrybum: por ejemplo, la pérdida de tu madre antes de cumplir once años, la muerte de tu padre, el despido, la enfermedad, la ruptura conyugal, und so weiter? Porque entonces podrías aducir ante ti mismo que si el mundo se pusiera él solo en orden, tú podrías hacer algo parecido. Sin embargo, si piensas con claridad —algo improbable, puesto que tu coeficiente de pensamiento metabólico o bien se habrá reducido al paf del latido cardíaco de un oso gris durante la hibernación o bien estará zumbando como la obertura de Russlan and Ludmilla—, percibirás que hay aquí un problema lógico. Si, pongamos por caso, uno de los «sucesos de la vida» que te tienen postrado en cama es la muerte de tu madre cuando tenías seis años, es difícil concebir el modo de resolver semejante calamidad, ¿no? Una madrastra no es serotonina, como suele decirse. De la misma manera, si un aviso de despido te ha dejado fuera de combate, difícilmente representa la mejor situación para solicitar un empleo, ¿no?
Endógena versus reactiva: ¿todavía dudas? Pom, pom, pom. ¡Se acabó el tiempo! Y ahora cambio las reglas del juego. Confieso que la adivinanza entre dos opciones era un poco falaz. Porque los «cabalistas» renegaron hace poco de la famosa distinción que ellos mismos hicieron. Hoy en día sugieren que quizá estés dotado de una propensión genética a estar decaído a causa de esos malos «sucesos». Conque endógena o reactiva: ¡puedes tener ambas! ¡Podrías ser tú! Toda la culpa es de tu madre (y de la suya antes de ella), ¡y también ella se muere! Chúpate ésa, señor-bien-equilibrado-en-un-balcón. No se trata de una u otra, sino que sólo hay las dos y una. Lo cual hasta el observador más bizco de lo que los filósofos llaman la vida podría, para empezar, haberte dicho. La vida, en definitiva, consiste en efecto en caminar en pelota picada por Oxford Street con una piña encima de la cabeza y además verte obligado a casarte con un miembro de la familia real; o en estar enterrado hasta el cuello en barro mojado mientras escuchas todas las grabaciones que existen de la Sinfonía del Nuevo Mundo.
Lo inteligente de la depresión, para que veas, es que hace compatible lo que es exteriormente incompatible. Como decir, por ejemplo, que nada de esto es culpa mía y toda la culpa es mía. Como decir que los fundamentalistas islámicos están soltando gas nervioso en el metro de Londres para matar a toda la población de la ciudad, pero que solamente lo hacen para matarme a mí. Como que si puedo bromear sobre esto, no puedo estar deprimido. ¡Falso, falso! Es más inteligente que tú, e incluso más que yo.
Stuart Sophie me dijo que piensa que está mal comer animales.
Le expliqué lo de los principios orgánicos, la Asociación del Suelo, la agricultura no intensiva, la alimentación orgánica, el bienestar de los animales y todo lo demás. Le hablé de todas las cosas que están prohibidas, desde las hormonas de crecimiento hasta el ronzal permanente, desde los piensos modificados genéticamente hasta los suelos con bandas de cemento. Es posible que me pasara un poco.
Sophie repitió que estaba mal comer animales.
—Bueno, ¿de qué están hechos tus zapatos?
Los miró un ratito, luego volvió a mirarme y dijo, de una manera muy adulta:
—No tengo intención de comerme los zapatos, ¿verdad?
¿De dónde habría sacado aquello de «No tengo intención de…»? De golpe hablaba como un primer ministro.
Permaneció a la espera de una respuesta. No encontré ninguna. Sólo alcancé a pensar en aquella película de Charlie Chaplin en la que se comía los zapatos. Pero eso tampoco es una respuesta.
Oliver Gillian marca el periódico todas las mañanas. Tiene un bolígrafo rojo y pone un * junto a las historias que ella cree que a mí podrían interesarme o divertirme. Qué solícita, ¿eh? Forzada a trabajar como el cereal del desayuno, ¿no? Por añadidura con fibra moral.
Pero las noticias no me encantan, ni tampoco los artículos. Me doy cuenta de que ya ni siquiera entiendo el concepto de «noticias». Para empezar, es un plural absurdo. ¿Cuál es el singular, «una» noticia? Entonces la palabra debería ser «la noticia» y no «las noticias». Lo nuevo como oposición a lo viejo.[16] Ah, ya ves que el espíritu de la pedantería todavía destella fugazmente en Oliver.
Mi segunda queja. Lo nuevo como opuesto a lo viejo. Pero nunca se oponen, ¿verdad? Las noticias contienen siempre las historias más viejas que conoce la tribu. Brutalidad, codicia, odio, egoísmo, los cuatro jinetes del alma humana cruzan la amplia pantalla, aplaudidos por los envidiosos: es el noticiario de esta noche, de esta mañana, del día siguiente, de todo momento. Empalagando de hipocresía los boletines, bien dicho, amigo mío.
De modo que me he aficionado a leer las páginas que no me interesan. Además, los tejemanejes entre las camarillas de las carreras de caballos. Cuentos de espolón y de cuartilla. Quién está engordando varias libras de sobrepeso (¡yo!, ¡yo!). Quién medra en río revuelto (pas moi!, pas moi!).
He aquí una muestra de sabiduría sempiterna del país de las anteojeras y los prismáticos: es una verdad sabida que el propietario de un caballo de dos años que aún no haya corrido no es nunca un candidato al suicidio.
¿No es estupendo?
La única pregunta restante es: ¿quién me comprará un caballo de dos años que aún no se haya estrenado?
Doctora Robb Escuchas. Eres testigo. Refrendas. A veces hacerles hablar ya es una ayuda. Pero requiere valor hacerlo, hablar del tipo de sentimientos que están experimentando. A menudo más valor del que tienen. La depresión está llena de círculos viciosos parecidos. Como médico, resulta que recomiendas ejercicio a alguien que está continuamente exhausto. O le explicas la investigación sobre los beneficios de la luz del sol a una persona que sólo se siente segura tumbada en la cama con las cortinas corridas.
Oliver, por lo menos, no es bebedor. Entonarse a corto plazo a fin de deprimirse a la larga. Es otro círculo vicioso. Y hay otro. Algunas veces —no con frecuencia, y no en el caso de Oliver— miras la vida de una persona y piensas que, objetivamente, tiene motivos de sobra para estar deprimida. También tú lo estarías de estar en su pellejo. Y entonces tu trabajo consiste en tratar de convencerla de que se equivoca o se confunde por estar deprimida.
Hace poco se ha publicado un informe que afirma que las personas que mejor controlan su vida profesional son más saludables que las que no. De hecho, aseguraban que no controlar tu propia vida era un indicador negativo de salud más elocuente que beber o fumar u otros factores convencionales. Los periódicos dieron mucha importancia al informe, pero a mí me parece que esos descubrimientos puede hacerlos cualquiera que tenga un mínimo sentido común. En cualquier caso, es probable que las personas que controlan su vida laboral estén más cerca de la cima de la lista. Posiblemente son más instruidas, más conscientes de la importancia de la salud, etcétera. Las que no la controlan es probable que se hallen en la parte baja de la lista. Menos instruidos, peor pagados, más propensos a tener empleos que les exponen a riesgos de salud, etcétera.
Lo que es evidente para mí, como generalista con veinte años de ejercicio, es que el mercado libre actúa sobre la salud del mismo modo que lo hace sobre los negocios. Y no estoy hablando de dirigir hospitales según procedimientos comerciales. Hablo en términos exclusivamente sanitarios. Los mercados libres hacen más rico al rico y más pobre al pobre, y tienden al monopolio. Todo el mundo lo sabe. Con la salud ocurre lo mismo. Los saludables se vuelven más sanos, los de mala salud la empeoran. Más círculos viciosos.
Lo siento, mi costilla diría que ya estoy otra vez pontificando. Pero si vieras lo que yo veo a diario… A veces pienso que las plagas, al menos, causaban efectos más democráticos. Salvo que, por supuesto, no lo eran, porque los ricos eran siempre más capaces de aislarse o de huir. Los pobres, en cambio, eran aniquilados.
Oliver ¿Te acuerdas de que yo estaba un peu hiper por el empapelado? Asustado de leer los augurios, de sucumbir al pánico de una pauta recurrente de madeleines, si sigues mi piste. Lo extraño fue que, cuando nos mudamos, no había papel alguno. Los inquilinos anteriores habían pintado encima. ¿Quién hubiera imaginado que el bálsamo cardíaco era tan fácil de aplicar —de hecho, resultó que era exactamente lo mismo— como cinco o diez libras de brillante emulsión mate de vinilo blanco?
Pero no tan deprisa. El otro día pasé un mal día, como solemos decir —ya que llamar malo a un día es culparle de su malignidad en vez de estigmatizar al que sufre dicho día—, uno de esos en que, clavado a su litera, el prisionero de su propia conciencia no halla nada más a que aferrarse que el pasatiempo en pantalla grande de la pared. Al principio lo consideré una perturbación ocular posiblemente ocasionada por la avidez con que se codicia el fármaco antidepresivo. Un diagnóstico errado, corregido por la consulta a un especialista —una enfermera— que confirmó que el pop-art alucinatorio que yo tenía delante de los ojos no era otra cosa —oh, fenómeno vulgar pero brutal— que el viejo papel de pared que asomaba por debajo de la pintura.
¿Ves cómo nos persigue el realismo? ¿Lo infructuosos que son nuestros esfuerzos de amordazar a la fiera? ¿Quién fue el que dijo: «Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias serán las que serán; entonces, ¿para qué querer que nos engañen?»? Cabrón. Un cabrón del siglo XVIII. Engáñame, oh, engáñame, con tal que lo sepa y que me guste.
Stuart Creo que Oliver está perdiendo totalmente el juicio.
Le dije: «Oliver, lamento que estés deprimido.»
—Es por la mudanza —contestó—. Tiene que ver con la muerte del paterfamilias.
—¿Puedo hacer algo por ti?
Estaba sentado en bata en el sofá de la cocina. Tiene un aspecto horrible en este momento, todo pálido y letárgico. Y regordete, además. Pastillas más falta de ejercicio, supongo. Tampoco es que Oliver haya hecho nunca algo más que ejercicio mental. Actualmente ya ni siquiera. Su expresión parecía decir que quisiera ser amargo y sarcástico pero le faltaba la energía.
—En realidad, sí, compadre —dijo—. Puedes comprarme un caballo de dos años que no haya corrido en el hipódromo.
—¿Un qué?
—Es algo así como un jamelgo —explicó—. Es más efectivo que toda la farmacopea de la doctora Robb.
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
Ha perdido un tornillo, ¿no?
Gillian Sophie ha anunciado que es vegetariana. Dice que cantidad de sus nuevas amigas del colegio son vegetarianas. Mi pensamiento inmediato fue que no quería tener otra persona en casa maniática con las comidas. Por el momento ya tengo bastante con pensar en lo que Oliver comerá o no comerá. Así que pregunté a Sophie —tratándola de un modo muy adulto, a lo que siempre ha reaccionado—, le pregunté si no le importaría postergar la puesta en práctica de su decisión —que, por supuesto, yo respetaba— durante un año o dos, porque al parecer hay ahora demasiado pan en el horno.
—Demasiado pan en el horno —repitió, y se rio.
Yo no lo había dicho adrede. Luego —puesto que yo la había tratado como a una adulta—, me hizo el honor de tratarme a su vez como a una adulta. Me explicó que estaba mal matar y comer animales, y que en cuanto entendías esto no había más alternativa que hacerse vegetariana. Siguió hablando un rato de este tema; bueno, al fin y al cabo, es hija de Oliver.
—¿De qué están hechos tus zapatos? —pregunté cuando terminó.
—Mamá —respondió con toda la cansina terquedad de una niña—. No tengo intención de comerme los zapatos.
Oliver Es recomendable el jogging. Por cierto, ¿conoces a la doctora Robb? (Seguramente no, a menos que estés en el mismo bateau ivre que moi). La buena doctora empleó solamente la palabra ejercicio, pero yo oí jogging. Debí de deslizar una contenida preferencia por el diván de Oblómov, o así lo explicó ella. El ejercicio, según la sabia máxima que imparten esta semana «los cabalistas», eleva los sagrados niveles de endorfina y en consecuencia provoca una elevación del ánimo. Antes de que sepas dónde estás vuelves a vivir feliz y contento. QED.[17]
Mi reacción, me temo, no fue arquimédica. En mi exultación, no hice desbordar el agua de la bañera. Incluso puede que gimoteara mi desespero como un estresante cerdo de matanza flaco. Más tarde lo razoné de esta manera: la adopción misma del equipo de jogging, desde las playeras cutres a la sonrisa barata, pasando por el dos piezas de culera caída y cremallera chabacana, deprimiría, para empezar, mi nivel de endorfina, mientras que la idea de exhibirme a la luz del día con semejante atavío, el otro supuesto euforizante, me produciría tal vergüenza que tendría que ir dando botes hasta Casablanca y vuelta simplemente para restituir a esta mítica sustancia su lectura de sótano original. QEPD, y te dejo interpretar la P.
Ellie Lo que dije sobre Stuart es cierto. No es un problema, no es nada crucial, da poco trabajo, como un electrodoméstico. Entonces, ¿por qué no es más sencillo?
Volvíamos de un chino y yo estaba en uno de esos estados de ánimo de lo hago-o-no-lo-hago, en que quieres que la otra persona te ayude a decidirte. Pero él no se dio por enterado. O no captaba mi humor o sí lo captaba pero le daba lo mismo una cosa que otra. Y quería decirle: Mira, cuando nos conocimos eras un adulto, es decir, un mandón, en cosas como que yo quería dinero en efectivo y en salir a tomar una copa. Ahora ni siquiera sabes decirme si quieres que me quede a pasar la noche o no. Dije:
—¿Qué piensas, entonces?
Estábamos a mitad de camino entre la puerta de entrada y el dormitorio.
—¿Qué piensas tú? —respondió él.
Aguardé. No hice más que aguardar. Luego dije:
—Yo pienso que si tú no sabes lo que piensas, pues que me voy a ir a toda hostia a casa.
Hay unas cuantas cosas que se pueden responder a esto, pero «Bien» es francamente una de las más inesperadas. Y hay unos cuantos gestos de lenguaje corporal que pueden utilizarse al mismo tiempo, pero dirigirse al cuarto de baño para hacer pis antes de que yo salga por la puerta de la calle es también algo infrecuente.
A la mañana siguiente estoy en el estudio, las dos trabajando y de repente pierdo los estribos. Gillian está encorvada ante su caballete y ajusta la lámpara, de perfil, como un puñetero Vermeer recortable, y yo estoy pensando: Eh, perdona, pero ¿no intentaste tú y tu segundo marido, otro gran farsante, que yo saliera con tu primer marido sin decirme que habías estado casada con él, y no me lio ese señor Henderson y luego, cuando terminé de echarle un polvo, no resultó megaobvio que, aunque fuera perfectamente cortés al follarme y hasta pareció que disfrutaba, seguía estando, el cabrón, completamente obsesionado por ti?
Y se lo dije. Se lo dije con estas mismas palabras. ¿Has notado cómo odian los adultos la palabra «polvo»? A mi padre no le importa que fume y que tenga un cáncer, a él le parece bien, pero una vez que le dije que follaba con un tío, me miró como si fuese una auténtica furcia. Y también como si no apreciara el hermoso acto de hacer el amor como siempre había hecho con mi mamá, blablablá, tiempo antes de que se separasen. Así que a Gillian le dije adrede echar un polvo, pero ella ni siquiera pestañeó como yo esperaba, sino que siguió escuchando muy atentamente, y cuando llegué a lo de que el cabrón de Stuart estaba completamente obsesionado con ella, ¿sabes cómo reaccionó?
Sonrió.
Stuart He leído este caso en el periódico de hoy. Es una historia verídica y horrible, y te aconsejo saltarte lo que viene después si no tienes un estómago fuerte.
Ocurrió en los Estados Unidos, aunque podría haber ocurrido en cualquier parte. O sea, América no es más que una versión exagerada de lo que sucede en cualquier otra parte, ¿verdad? Total, que a un hombre muy joven, en la veintena, se le murió el padre. Su novia estaba por entonces haciendo un crucero y decidió, sin duda muy sensatamente, que como el padre había muerto en lugar de estar moribundo, ella seguiría navegando en vez de desembarcar de inmediato para consolar a su novio. Ahora bien, éste —quizá igualmente razonable— le guardó un rencor tan amargo que no lo borró el tiempo. Lo consideró una traición atroz. Y decidió causarle a ella tanto dolor como el que él había sufrido. Quería que ella conociese la clase de aflicción que él había sentido por la muerte de su padre.
¿Seguro que quieres escuchar el resto? De ser tú, yo no lo haría. Así que el chico se casó con su novia y hablaron de tener familia y ella se quedó embarazada y tuvo el niño, y él esperó el tiempo suficiente para que ella estableciera el lazo natural con su hijo, y entonces lo mató. Envolvió la cabeza del bebé en un plástico —lo que llamamos papel transparente— y lo dejó solo. Después volvió, retiró el adhesivo y puso al bebé boca abajo en la cuna.
Te advertí de que era horrible. Y hay algo más. Durante varios meses, por lo visto, la madre creyó que había sido una muerte accidental. Es lo que le había dicho el médico. Pero un día el marido fue a la comisaría y confesó el crimen. ¿Por qué crees que lo hizo? ¿Por sentimiento de culpa? Quizá. No estoy seguro de creer del todo en las conciencias culpables. No mucho, no en casos que he visto. De acuerdo, tal vez hubo un poco de culpa. Pero ¿no infligía un dolor aún más grande y peor a su esposa? Si ella pensaba que el bebé había muerto por asfixia accidental en su cuna, culparía al destino o algo así. Pero ahora sabía que no había sido el destino. Había sido un acto deliberado. El dolor le había sido provocado a propósito por alguien que ella creía que la amaba y a quien ella amaba, con el designio exclusivo de hacerla sufrir. Cabe decir que ella descubrió en aquel momento cómo era el mundo.
Fue una acción horripilante, ¿no? No digo que no lo fuese. Pero, en cierto sentido, lo más terrible de todo es que fue también, en un sentido, muy razonable. En un sentido espantoso, por supuesto.
Oliver El latigazo del ADN. Admito que más bien me complace. Me da que pensar. En el hombre (sin olvidar a la mujer, tampoco). El ser que no tiene una razón de ser razonable. Se dio a sí mismo una razón en los viejos tiempos, en la época de los mitos y los héroes. Cuando el mundo era lo bastante grande para que cupiera la tragedia. ¿Hoy día? Hoy día mojamos apenas los dedos del pie en el serrín del circo mientras restalla el látigo del ADN. ¿Qué es la tragedia humana para la actual especie menguada? Actuar como si tuviéramos libre albedrío sabiendo que no lo tenemos.