Gillian Todas las mañanas, cuando las niñas se van al colegio, les doy un beso y les digo: «Te quiero.» Lo digo porque es verdad, porque tienen que oírlo y saberlo. También lo digo por sus poderes mágicos, su capacidad de protección contra el mundo.
¿La última vez en que se lo dije a Oliver? No recuerdo. Al cabo de unos años, adquirimos el hábito de suprimir el «yo». Uno de los dos decía: «Te quiero» y el otro respondía: «Te quiero.» No hay nada sorprendente en esto, nada extraordinario, pero un día me pregunté si no era algo significativo. Como si ya no aceptáramos la responsabilidad de nuestros sentimientos. Como si se hubiesen vuelto algo más general, más difuso.
Bueno, supongo que es así, ¿no? Son mis hijas las que emplean el «yo» en «Te quiero».[14] ¿Quiero todavía a Oliver? Sí, creo que sí, supongo. Se podría decir que consigo quererle.
Organizas un matrimonio, proteges a tus hijos, administras amor, diriges tu vida. Y a veces te paras a preguntarte si es realmente cierto. ¿Diriges tu vida, o la vida te dirige a ti?
Stuart Llegué a algunas conclusiones en mi época. Soy un adulto, lo soy desde hace más tiempo que el tiempo en que fui niño y adolescente. He contemplado el mundo. Mis conclusiones puede que no sean cegadoramente originales, pero al menos son mías.
Por ejemplo, recelo de las personas que comparan unas cosas con otras. En los tiempos en que estaba más impresionado por Oliver, solía pensar que aquella manía suya demostraba que no sólo poseía mejores dotes de descripción que yo, sino también una mejor comprensión del mundo. La memoria es como la consigna de equipajes. El amor es como el mercado libre. Fulano de tal se comporta como un personaje del que no has oído hablar nunca en una ópera de la que nunca has oído hablar. Ahora creo que todas aquellas comparaciones caprichosas eran una forma de no mirar al objeto original, de no mirar al mundo. Eran meras distracciones. Y por eso Oliver no ha cambiado, desarrollado, madurado: como se quiera decir. Porque sólo se madura mirando al mundo de ahí fuera y al mundo de aquí dentro tal cual son.
No me refiero a que te guste lo que encuentres, ni que encuentres lo que quieres. Normalmente no es así. Pero Oliver se limita a trazar en el aire bonitos dibujos como…
¿Ves lo tentador que es? Iba a decir que como fuegos artificiales o algo así. Y tú podrías haber pensado: Oh, muy bien, pero habrías pensado en los fuegos artificiales y apuesto a que los recordarías mejor que el propio Oliver. Y si él hiciese la comparación, todo el mundo sería un tipo distinto de fuego de artificio —Oh, Stuart, el bueno de Stuart es un poco como un petardo mojado, jo, jo—, y sería todo muy entretenido y muy… erróneo.
He dicho que lo que encuentras no es necesariamente lo que quieres. El amor, pongamos. No es como de antemano pensábamos que iba a ser. ¿Estamos todos de acuerdo en eso? Mejor, peor, más largo, más corto, sobrestimado, subestimado, pero no lo mismo. Además, distinto para personas distintas. Pero esto es algo que se aprende lentamente: lo que es el amor para ti. La cantidad de amor que has obtenido. Lo que darás a cambio. Cómo vive. Cómo muere. Oliver tenía una teoría que llamaba Amor, etcétera: en otras palabras, el mundo se divide entre las personas para quienes el amor lo es todo y el resto de la vida es un mero «etcétera», y las personas que no valoran el amor demasiado y para las que la parte más interesante de la vida es el «etcétera». Era la clase de rollo que vendía cuando me robó la esposa y ya entonces sospeché que eran chorradas, y ahora sé que son puras gilipolleces, por no decir gilipolleces jactanciosas. La gente no se divide así.
Y otra cosa. Primero piensas: Cuando sea mayor amaré a alguien y espero que salga bien, pero si sale mal amaré a otra persona, y si no resulta amaré a otra. Siempre presuponiendo que, en primer lugar, vas a encontrarlas, y que te permitirán que las ames. Lo que esperas es que el amor, o la capacidad de amor, esté siempre ahí, esperando. Iba a decir, esperando con el motor en marcha. ¿Ves la tentación de la jerga de Oliver? Pero yo no creo que el amor —ni la vida— sea así. No puedes obligarte a amar a alguien, y tampoco puedes, según mi experiencia, obligarte a dejar de amar a alguien. De hecho, si lo que se quiere es dividir a la gente en la cuestión del amor, yo sugeriría que se haga de la manera siguiente: algunos son lo bastante afortunados, o desventurados, de amar a varias personas, bien a una detrás de otra, bien superpuestas; mientras que otros aman una sola vez en su vida. Aman una vez y, ocurra lo que ocurra, el amor no se borra. Algunos sólo pueden hacerlo una vez. He llegado a comprender que yo soy uno de ellos.
Todo lo cual puede que sea una mala noticia para Gillian.
Oliver ¿«La vida es primero aburrimiento y después miedo»? No, creo que no, salvo para los estreñidos emocionalmente.
¿La vida es primero comedia y luego tragedia? No, los géneros giran como la pintura en una centrifugadora.
¿La vida es primero comedia y después farsa?
¿Es primero achispamiento y después adicción y resaca al mismo tiempo?
¿Es como las drogas blandas y luego las duras? ¿Porno suave y luego duro? ¿Bombones primero blandos y después duros?
¿Es primero la fragancia de flores silvestres y luego la de ambientador de baño?
Dice el poeta que los tres sucesos de la vida son «el nacimiento, la cópula y la muerte», una sabiduría cruda que estremeció mi adolescencia. Más tarde comprendí que el viejo zorro había omitido algunos de los otros momentos cruciales: el primer cigarrillo, la nieve sobre un árbol en flor, Venecia, el placer de comprar, el vuelo en todos sus sentidos, la fuga en todas sus acepciones, ese instante en que cambias de marcha a gran velocidad y la adorada cabeza de tu copiloto ni siquiera se mueve sobre su columna vertebral, el risotto nero, el trío del tercer acto de Rosenkavalier, la risa de un niño, el segundo cigarro, una cara largo tiempo anhelada que se perfila en un aeropuerto o una estación de tren…
O, para ser más polémico que decorativo, ¿por qué el poeta enumeró la cópula en lugar del amor? Quizá el viejo Z era más calentorro de lo que yo creía —no estudio biografías—, pero imagínate a ti mismo en tu lecho de muerte reflexionando sobre aquel breve lapso de tiempo que transcurre entre la llegada de algo de lo que no eras consciente y una partida que serás incapaz de comentar: ¿te engañarías o dirías la verdad si sostuvieses que los acontecimientos principales de tu vida habían estado más relacionados con los impulsos incontenibles del corazón que con un fiero catálogo de polvos, aunque alcanzasen la cifra de mille tre?
El mundo está lleno de inmundicias. ¿Estamos de acuerdo? Y no sólo me refiero al ambientador de baño, repulsivo, más repulsivo que el tufo de cualquier retrete. Permítaseme citar lo que ya cité en una ocasión. «Es la fealdad lo que arruina el amor». Y las leyes, las propiedades y las preocupaciones económicas y el estado policial. Si las circunstancias hubieran sido distintas, el amor habría sido diferente. ¿Estamos? No estoy afirmando que el jovial bobby de Londres, tan útil para los turistas desorientados, represente una amenaza inmediata para l’amore. Pero, en términos generales, ¿estamos? El amor en un barrio residencial arbolado, democrático y de seis cifras al año es distinto del amor en un campo de prisioneros de Stalin.
El amor, etcétera. Esto ha sido siempre mi fórmula, mi teoría, mi ciencia. Lo supe al instante, como un niño conoce la sonrisa de su madre, como un patito que inaugura su contacto con el agua, como una mecha que arde hacia una bomba. Siempre lo supe. Llegué a saberlo antes —media vida antes— que algunos que conozco.
«Preocupaciones económicas.» Sí, esas cosa te abaten, ¿no? Dejo ese capítulo para Gillian, pero he tenido mis momentos de inquiétude pecuniaria. ¿Crees que el estado policial local, versión clemente, debería distribuir becas de amor? Si hay subsidios familiares, si hay subvenciones funerarias, ¿por qué no hay asignaciones estatales para amantes? ¿No es la misión del Estado facilitar la consecución de la felicidad? La cual es para mí tan importante como la vida o la libertad. Igual de importante, caigo en la cuenta, porque son sinónimas. El amor es mi vida y mi libertad.
Otro argumento, esta vez para burócratas. La gente feliz es más saludable que la desdichada. Haz feliz a la gente y reduces el fardo de la Seguridad Social. Imagina los nuevos titulares: ENFERMERAS JUBILADAS CON SUELDO COMPLETO DEBIDO A UN BROTE DE FELICIDAD. Oh, sé que hay ciertos casos en que la enfermedad surge a pesar de eso. Pero no pongas peros, sigue soñando.
No esperarás que hable de casos individuales, ¿verdad? O, mejor dicho, del caso individual del señor y la señora Oliver Russell. No somos tales. Oliver Russell y Gillian Wyatt, tal como nos ven el cartero pustuloso, el lúbrico recepcionista de hotel y el recaudador de impuestos pesetero. No querrás que entre en detalles, ¿verdad? Sería una conducta muy de Stuart. Alguien tiene que representar aquí tanto lo lúdico como lo abstracto. A alguien hay que permitirle aquí que se eleve un poco. Stuart sólo se alzaría un microlitro, resoplando como una segadora por todo el empíreo.
Otro motivo para no entrar en detalles son los sucesos recientes. Los descubrimientos. Estoy esforzándome por no pensar en ellos.
Madame Wyatt Amor y matrimonio. Los anglosajones siempre han creído que se casaban por amor, mientras que los franceses se casan para tener hijos o una familia, por posición social y por negocio. No, espera un minuto, me limito a repetir lo que ha escrito uno de vuestros expertos. Ella —era una mujer— dividía su vida entre los dos mundos, y al principio observaba, no enjuiciaba. Decía que para los anglosajones el matrimonio se fundaba en el amor, lo cual era absurdo porque el amor es anárquico y la pasión está condenada a extinguirse, y que eso no era una base sólida para el matrimonio. Por otra parte, decía, los franceses nos casamos por razones sensatas, racionales, de familia y patrimonio, porque a diferencia de vosotros admitimos el hecho necesario de que el amor no cabe dentro de la estructura del matrimonio. Por consiguiente, nos hemos asegurado de que sólo exista fuera de él. Esto, por supuesto, tampoco es perfecto; de hecho, en cierto sentido es igualmente absurdo. Pero puede que sea un absurdo más racional. Ninguna solución es ideal y de ninguna cabe esperar que conduzca a la felicidad. Aquella experta era una mujer lúcida, y en consecuencia una pesimista.
No sé por qué Stuart optó por decirte hace tantos años que yo tenía una aventura. Se lo dije como una confidencia y él actuó como la prensa popular en tu país. Bueno, como fue una época difícil para él, en la que su matrimonio se estaba rompiendo, tal vez le perdone.
Pero como lo sabes, te informaré un poco más sobre el asunto. Él —Alan— era inglés, estaba casado, los dos estábamos en nuestro…, no, esto es mi secreto. Llevaba casado…, bueno, muchos años. Al principio la cosa iba de sexo. ¿Te escandalizas? Siempre va de eso, digan lo que digan. Oh, se trata de poner fin a la soledad, y de gustos comunes, y de hablar y hablar, pero en realidad se trata de sexo. Decía que al cabo de tantos años haciendo el amor con su mujer, el acto se había convertido en algo como conducir por un tramo familiar de autopista, cuyas señales y curvas conocía al dedillo. El símil no me pareció especialmente galante. Pero habíamos acordado —como suelen hacer los amantes, con una especie de ingenuidad arrogante— decirnos mutuamente sólo la verdad. A fin de cuentas, cada vez había que decir un montón de mentiras, sencillamente para poder vernos. Y yo había sentado el precedente. Le dije que no tenía intención de volver a casarme ni de vivir con ningún otro hombre. Eso no significaba que no fuese a enamorarme otra vez, pero…, bueno, ya lo he explicado. De hecho, estaba empezando a quererle por la época del… incidente.
Había venido a pasar el fin de semana. Vivía a unos treinta kilómetros de distancia. Como yo había estado atareada esa semana, cuando llegó le dije que necesitábamos ir de compras. Fuimos al Waitrose, aparcamos el coche, cogimos el chariot —el carro—, hablamos de lo que yo iba a cocinar, llenamos el carro, metí dentro diversas cosas que me harían falta para cuando él no estuviera y pagué con mi tarjeta del supermercado. Cuando subimos de nuevo al coche vi que estaba súbitamente deprimido. No se lo pregunté, al principio no, aguardé a ver lo que hacía; en definitiva, la depresión era suya, no mía. Y él era un héroe, porque también comenzaba a amarme, y es entonces cuando el heroísmo es posible. Me refiero al heroísmo de luchar contra tu propio carácter.
Pasamos juntos un feliz fin de semana y al término del mismo le pregunté por qué se había deprimido de golpe en el supermercado. Y se le volvió a ensombrecer la cara y dijo: «Mi mujer también paga con una tarjeta del Waitrose.» En aquel momento lo entendí todo y supe que la relación estaba condenada. No sólo era la tarjeta, desde luego, sino el aparcamiento, el carro, la tienda llena de clientes la noche del viernes, era el hecho, el hecho terrible de que tu nueva amante necesita rollos de papel de cocina tanto como tu propia esposa. Había recorrido los mismos pasillos, aun cuando los separasen treinta kilómetros. Y probablemente aquello le hizo pensar que, conmigo, no tardaría mucho en recorrer el mismo tramo familiar de autopista.
No se lo reproché. Teníamos ideas diferentes sobre el amor. Yo podía disfrutar del día, del fin de semana, del instante súbito. Sabía que el amor era frágil, volátil, fugace, anárquico, y por lo tanto le dejaba su espacio pleno, su imperio. Él sabía, o al menos no podía abstenerse de pensar, que el amor no era un estado mágico, o no solamente, sino más bien el comienzo de un viaje que llevaba, tarde o temprano, a una tarjeta de supermercado. Era lo único que alcanzaba a pensar, por mucho que yo le hubiese dicho que no quería convivir de nuevo con alguien, ni casarme. Así que, afortunadamente, lo habíamos descubierto más pronto que tarde.
Volvió con su mujer. Y —no lo digo por hacerme la virtuosa— puede que fuese aún más feliz cuando volvió con ella. Había aprendido la lección del papel de cocina. ¿Qué opinas? En la actualidad, las fábulas de La Fontaine suceden en el supermercado.
Señora Dyer ¿Qué es esto? Hable más alto. Soy laborista, ¿es lo que quiere saber? Siempre lo he sido. Mi marido también, cuando vivía. Cuarenta años, nunca una palabra más alta que otra. Estoy preparada para reunirme con él. ¿Vende usted algo? Yo no quiero nada. No le dejo entrar. He leído sobre la gente como usted en el periódico. Por eso he puesto los contadores en la pared de fuera. Así que váyase, no me importa lo que quiera. Voy a cerrar la puerta. Soy laborista, si es lo que quiere saber. Pero tendrá que mandar un coche si quiere mi voto. Es por mis piernas. Bien, ahora voy a cerrar la puerta. Sea lo que sea, no lo quiero. Gracias.
Terri ¿Sabes cómo, cuando te estás enamorando, todo te parece, no sé, totalmente original? ¿Las palabras que emplean, el modo en que te abrazan en la cama, la forma en que conducen un coche? Piensas que nunca te han hablado o hecho el amor o transportado así. Y, por supuesto, lo más probable es que sí lo hayan hecho. A no ser que tengas doce años o algo parecido. Es sólo que hasta entonces no te has dado cuenta, o que lo has olvidado. Y luego si hay algo que realmente no hayas hecho u oído antes, por nimio que sea, te parece, en fin, tan original que te dan ganas de gritar, y forma parte del fuerte lazo entre los dos.
Por ejemplo, yo tenía este reloj de Mickey Mouse; sé que suena… no sé cómo… Bueno, lo tenía. No lo llevaba nunca al trabajo, porque ¿qué pensarías si la maîtresse de un restaurante llevara un reloj de Mickey Mouse? Pensarías que en la cocina está Pluto haciendo gelatina o algo así, ¿no? Total, que dejaba el reloj en casa, al lado de la cama, y me lo ponía sólo los domingos, el día en que cerrábamos. Y cuando Stuart vino a vivir conmigo, una de las primeras cosas que advertí fue que siempre sabía exactamente al despertarse el día de la semana que era, aunque estuviese medio dormido. Y yo sabía que él sabía que era domingo porque cuando se removía y me pasaba el brazo por encima y se acurrucaba contra mi espalda preguntaba: «¿Qué hora dice Mickey que es?» Y yo miraba y decía: «Mickey dice que son las nueve y veinte», o lo que fuera.
¿Te avergüenza esto? A mí todavía, sólo de pensar en ello, me entran casi ganas de llorar. Y como él era inglés, usaba un montón de expresiones que yo no conocía y que me parecían, como digo, totalmente originales. Y que formaban parte de él. Y de nosotros. Decía: «¡Todo en orden!», «Pasaba por aquí y he pensado», y «La prueba de que el budín existe es que se come».
La primera vez que dijo esto creí que estaba hablando del restaurante. De algún postre que se había chafado. Y es una expresión bastante rara, puestos a pensar en ella, ya que la única manera de saber realmente si un postre es bueno es comerlo, lo mismo que unas costillas de primera o un estofado de ostras. O sea que no sólo es un tópico, sino algo tan obvio que ni siquiera vale la pena decirlo. Pero cuando lo pensé era demasiado tarde, la expresión estaba allí, formaba ya parte de nosotros, y el hecho de que regentáramos un restaurante la convertía en un chiste privado. «P del B», me susurraba Stuart cuando estábamos con otras personas.
Pues P del B te digo, ex marido, P del puto B te digo. He salido con una serie de tíos y en este momento mantengo una relación, así que no estoy hablando sólo de ti, Stuart Hughes, pero comprendería que te lo tomases personalmente. Algunos mienten cuando se enamoran, otros dicen la verdad. Algunos hacen las dos cosas, dicen mentiras sinceras, que es lo que hacemos la mayoría. «Sí, me gusta el jazz», decimos, cuando queremos decir: «Contigo podría gustarme.» Se supone que el amor te cambia la vida, ¿no? Así que mientes honradamente si dices cosas que no sabes seguro. Hasta el mismo extremo de decir: «Quiero tener hijos contigo.»
Y así fueron las cosas en nuestro caso, ¿verdad, Stuart? Que te den la prueba del puto budín, señor ex. Enseña la fotografía, es lo que digo, enseña la foto. Algunas mentiras son más francas que otras.
Ellie Mira, no me estoy quejando, pero si de verdad quieres saberlo fue así.
Tengo veintitrés años, casi veinticuatro, y he sido lo que esas encuestas llaman sexualmente activa durante una tercera parte de mi vida. Sí, sí, quince, lo sé, infringe la ley o lo que sea. También es normal. Y si los contara —cosa que no hago—, apuesto a que me he follado a más chicos que mi madre en toda su vida, y así son también las cosas. Y he vivido con uno, o sea que he estado enamorada. Y he salido un tiempo con un casado, lo cual estuvo bien pero no fue muy distinto, salvo en que mentía más que los otros. Y —¿qué más?— he ido a la universidad y he encontrado un empleo y he andado por el mundo y he tomado las drogas corrientes y tengo derecho a votar y me visto como me apetece y la gente que no me ha visto desde hace uno o dos años dice: «Vaya, Ellie, ahora sí que eres una mujer hecha y derecha.»
Sólo que yo no me siento así. No cuando miro a la gente madura, a personas como Gillian, pongamos. Entonces me siento increíblemente joven, y también un fraude, si me lo preguntas, como si alguien fuera a señalarme con el dedo en cualquier momento y decir que soy una ignorante y una impostora y que tengo doce años de edad mental y emocional, y sé que asentiré. No me imagino convertida en una adulta.
Cuando he dicho eso sobre el hombre casado no me refería a Stuart. A él no lo he contado.
Por otra parte, cuando los miras, la mayoría de los adultos son una cagada. Mis padres se separaron cuando yo tenía diez años. Por lo menos la mitad de los padres de amigos se han separado también. Siempre dicen: Oh, Ellie, no es un fracaso, no pienses eso, bla bla, simplemente nos hemos distanciado y estamos actuando de una forma más honesta que nuestros padres, que siguieron viviendo juntos a pesar de que estaban mortalmente aburridos y se odiaban, sólo por convención social, así que piensa que es una decisión más sincera y a la larga menos dolorosa, bla bla bla, cuando lo único que quieren decir es que están follando con otra persona.
O mira a esta pareja. Veo a Gillian y Oliver, y no doy un chavo por su matrimonio. Mira a Stuart: dos matrimonios que suman un total de ¿cuánto, poco más de cinco años entre los dos? Hasta madame Wyatt acabó viviendo sola.
La gente comete errores. De acuerdo, claro. Lo que pasa es que cuando miro a gente mayor que yo o bien se han separado o bien tienen relaciones que yo no quisiera tener. Sí, las estoy enjuiciando, si quieres saberlo. Cuando ves a expertos y a gente de leyes y de la tele diciendo: «Tenemos que eliminar el concepto de culpa en la ruptura de relaciones», yo pienso: Oh, no, nada de eso, lo que tendríamos que hacer es restituirlo. Como todos son culpables nadie tiene la culpa, eso es lo que piensan, ¿no? Pues yo no, yo no.
Quiero saber lo siguiente. La mayoría de los adultos que conozco me parecen una mierda, por una cosa u otra. Entonces, ¿eso es madurar, convertirse en una mierda? En ese caso no creo que me tome la molestia.
Posdata. Respecto a Gillian. Por supuesto que la admiro. Es muy buena en su trabajo y lleva su vida de una manera que yo no podría. Y además ella me gusta. Sólo que… mira, cuando estamos en el estudio y alguien trae una pintura es muy hábil para detectar los cuadros falsos.
Entonces, ¿qué hace viviendo con Oliver?
Stuart El primer amor es el único amor.
Oliver El único amor es todo el amor posible.
Gillian El único amor es el amor verdadero.
Stuart No quiero decir que no se pueda amar de nuevo. Algunos pueden, aunque otros no puedan. Pero puedas o no puedas, el primer amor es irrepetible. Y puedas o no puedas, nunca te liberas del primer amor. Del segundo sí. Del primero, nunca.
Oliver No me subestimes. No era el catecismo de Casanova, la justificación de Giovanni. El estajanovismo sexual es para los que carecen de imaginación. O, de ser algo, es lo contrario. Necesitamos todo el amor posible porque escasea mucho, ¿no crees?
Gillian El verdadero amor es un amor sólido, cotidiano, fidedigno, un amor que nunca te falla. ¿Te suena aburrido? A mí no. Creo que suena profundamente romántico.
Stuart Posdata. A todo esto, y dicho sea de paso, ¿quién dijo que el amor nos hace ser mejores, o comportarnos mejor? ¿Quién dijo eso?
Stuart Posposdata. Me gustaría señalar algo que nadie más ha indicado. Alguien dijo que estar enamorado propicia que te enamores. Tan sólo me gustaría decir: lo propicia el doble el no estar enamorado.
Stuart Posposposdata. Y otra cosa. El amor conduce a la felicidad. Es lo que todo el mundo cree, ¿no? Es lo que yo también he creído todos estos años. Ya no lo creo.
Pareces sorprendido. Piénsalo. Examina tu propia vida. ¿El amor lleva a la felicidad? Anda ya.