Oliver Stuart tiene una teoría, y te dejo reflexionar durante unas jocundas billonésimas de segundo jocundo sobre el inadecuado maridaje —mestizaje— de la primera y la cuarta palabra de la primera frase.
Stuart cree que a los animales de granja se les debería permitir darse un paseíto y dormir en los mejores alojamientos. Por mí, fino.[12] Stuart cree que las verduras no deberían estar tan atiborradas de drogas como un ciclista del Tour de Francia. Por mí, amontillado.[13] Stuart cree que a las nobles órbitas de la sedosa ternera no deberían infligirles, durante su pestañeo terminal en este triste mundo nuestro, la periférica visión de un lumpenmatarife que enarbola una motosierra.
Stuart, arrullado por el aplauso popular que suscitan tan virtuosos sentimientos, se permite especular aún más. Un inglés que tiene una teoría, madre mía: es como llevar un traje de tweed en Cap d’Adge. ¡No lo hagas, Stuart! «Pero no, no lo harán; para eso tienen que arrancar la voluntad de sus vecinos.» Conque Stuart, con un Jaeger de seis hebras desde el penacho hasta la pezuña, avanza como un perrito entre los nudistas con la siguiente propuesta sujeta entre sus caninos: que la propia humanidad debería ser orgánica; que los urbanitas pueden alegar parentesco con los cerdos estresados; que tenemos que bufar el aire puro y adictivo lejos de esas siglas temibles de contaminación con las que a él le chifla asustarnos; que deberíamos cosechar los frutos del seto y derrotar al conejito de la cena con un sencillo arco y flecha, y luego marcarnos unos pasos de baile a lo Arcadia sobre el musgo humectante como en una visión sentimental de Claude Le Lorrain.
En otras palabras, ¡quiere que la especie humana vuelva a estar compuesta de cazadores-recolectores! Pero el quid de la cuestión, oh Stuartus Rusticus, es que se trata del mismísimo estado del que llevamos tantos milenios huyendo. Los nómadas no lo son porque les guste serlo, sino porque no tienen otra alternativa. Y ahora que nuestra era moderna les permite elegir, mira lo que prefieren noblemente: el vehículo todoterreno, el fusil automático, la tele y una botella de alcohol peleón. ¡Igual que nosotros! Y otro punto clave es que si tuviéramos que desplegar en un diorama instructivo muestras representativas del hombre orgánico versus el granjero industrializado, ¿cuál de los dos sería más verosímil que representara mi nuevo y flaco compadre? De modo que su teoría, aparte de ser demostrablemente absurda, es, por emplear una frase menos técnica, la teoría de un puto rico.
Stuart No es que espere gratitud. Es solamente que creo que el desprecio está fuera de lugar.
Se lo dije.
Entró en mi despacho a recoger su dinero. Sería más sencillo que le pagase Joan, mi ayudante, que se encarga de las nóminas; pero por alguna razón Oliver insiste en venir directamente a verme. Bueno, está bien. También dice cosas como «Vengo por mi pasta, señor jefe», lo cual se supone que es gracioso o bien el modo de hablar de los demás chóferes. No lo es, por supuesto: la gente normal asoma la cabeza por la puerta de Joan y dice: «¿Es un buen momento?» o: «¿Llego un poco pronto?» Pero también está bien.
Un poco menos bien está que a Oliver le guste desplomarse en una silla y se ponga a rumiar mientras yo tengo asuntos que despachar.
Un poco menos bien está que haya una gran abolladura cerca de la aleta delantera de la furgoneta de Oliver, de la que no informó porque afirma ignorar cómo se produjo.
Un poco menos bien está que a Oliver le guste dejar mi puerta abierta para que Joan pueda oír que me trata con lo que seguramente él considera familiaridad, pero que a un extraño podría parecerle otra cosa distinta. No es popular en la oficina, por cierto. Por eso he empezado a encargarle trayectos más largos.
De modo que se sentó aquí, con las llaves de la furgoneta enganchadas en el pulgar y colgando sobre la palma de su mano. Luego se puso a contar su dinero muy despacio, como si yo fuese el empresario más poco de fiar de Londres. Por fin levantó la mirada y dijo:
—No hay deducciones por instalar las estanterías de Gill, ¿eh?
Y me lanzó un guiño estúpido.
Quizá yo mencionase que había estado haciendo un poco de bricolaje en la casa de ambos. Bueno, ¿cómo, si no, estarían colocadas?
Me levanté y cerré la puerta. Luego me quedé de pie delante de mi escritorio.
—Mira, Oliver, puede que estemos de acuerdo en que el trabajo es el trabajo, ¿vale?
Lo dije de una manera asaz razonable y cogí el teléfono. Mientras estaba marcando, él pasó el brazo por encima de la mesa y cortó la línea.
—Conque el trabajo es el trabajo, ¿eh? —dijo con su voz despectiva de cretino, y comenzó a despotricar neciamente sobre si a es siempre a y no podría ser b algunas veces. Ya se sabe. Chorradas disfrazadas de filosofía. Y continuamente apretaba y aflojaba el puño sobre las llaves, y yo creo que fue esto lo que finalmente pudo con mi paciencia.
—Oye, Oliver, tengo trabajo que hacer y…
—Vete a tomar por el culo, ¿eh?
—Sí, es la forma más larga y más corta de decirlo, vete a tomar por el culo, ¿de acuerdo?
Se levantó, encarándome, sin dejar de abrir y cerrar la mano derecha —llaves sí, llaves no, llaves sí, llaves no—, como un mago barato de la tele. Al mismo tiempo dio la impresión de que estuviera tratando de amenazarme, lo que empeoró las cosas. E hizo la situación todavía más idiota. Yo no tenía miedo en absoluto. Pero estaba sumamente enfadado.
—Ahora no estás en la calle de un pueblo francés —dije.
Bueno, eso le quitó el viento de las velas. Colapso de la parte fuerte, en realidad. Se puso todo blanco y sudoroso.
—Te lo ha dicho —dijo—. Te lo ha dicho ella. La…
No iba yo a permitir que insultase a Gillian, y me adelanté.
—No me lo dijo ella. Yo estaba allí.
—Oh, sí, ¿tú y quién más?
Aparte de ser una pregunta tonta, pareció como si hubiese vuelto al patio del recreo del colegio.
—Nadie más. Yo solo. Lo vi todo. Ahora vete a tomar por el culo, Oliver.
Oliver Imposible no afrontar, de temps en temps, la verdad crucial de que la sabiduría acumulada de las épocas y las masas, ya expresada en forma de soporífero cuento popular, la fábula animal absurdamente antropomórfica, o el misericordiosamente breve lema del chistoso, por lo general se queda, por no afinar mucho al respecto, unas cuantas velas antes que una lámpara de mesilla. Frota dos tópicos juntos y no podrías encender una idée reçue. Haz una gavilla con aforismos para una antología y no obtendrás mucha leña.
Concentración, Oliver, concéntrate. En el caso presente, por favor.
Bueno, si insistes. El caso presente expresa en sí mismo una orden moral de lo más peculiar, aunque popular, a saber: no mates al mensajero. Porque donde dice Mingo digo Minga. Para eso son los mensajeros. Y no me digas que no es culpa de él. Sí es: te ha estropeado el día, ¿por qué no iba a pagarlo? Además, por un penique tienes dos mensajeros. De lo contrario, serían generales o políticos.
¿Ella lo sabía? Esto, debemos afirmar, es la cuestión principal. Admito que, hace diez años, puse manos públicas sobre la rubia Gillian, y desde entonces no le he tocado un pelo de la cabeza. Recordarás que las circunstancias eran de lo más provocativas. Ella lo fue, por una santa vez; ella, cuya técnica de control de multitudes (habiendo tal tumulto de personajes que componen el campo unificado de lo que llamamos con el simple nombre de Oliver) suele ser tan sutil. Gillian es una incondicional del planteamiento suavísimo de la política doméstica. No en aquella ocasión; y en aquella ocasión, pinchada y azuzada y apuñalada como nunca antes o después, le pegué. Cediendo hectáreas de altura moral, aparte de todo lo demás. Y Stuart estaba observando, desde alguna chimenea crepuscular o rancio catre de pajeo cuyo emplazamiento no quiso revelarme.
La cuestión, de nuevo, es: ¿lo sabía ella? Oímos el eco de la risa ajena, ¿no? Es cierto que las posibilidades científicas en contra de que la vida humana se desarrolle en el universo, en contra de la necesaria conjunción de quásars y púlsars y Johnny Quarks y lechada amébica o lo que sea —mis conocimientos de física siempre han sido un poco aproximativos— es de varios billones de trillones a uno (los que tengo de matemáticas también, por cierto). Pero tu espabilado corredor de apuestas local te ofrecería probablemente las mismas posibilidades en contra de que Stuart se las hubiese ingeniado para estar en un lejano pueblo de Languedoc, hasta entonces desconocido para él, en el preciso momento en la historia del susodicho universo en que Ollie se vio incitado a perpetrar el único y muy lamentado acto de violencia doméstica.
Así que ella lo planeó. Y lo planeó todo para él. Urdió aquella mentira y todos sus preparativos, y me ha obligado a sufrirlo desde entonces.
La verdad saldrá a la luz, mi viejo, ¿eh? Ajá, te oigo aullar, Ollie al borde de la crisis recurre a la mismísima ciencia acumulada del populacho al que finge despreciar. Pues te equivocas de nuevo, cara de pedo. Lo cierto es que, como historiadores, filósofos, políticos zafios y cualquiera con una cabeza medio atornillada de consensos, la verdad no aflora normalmente. Más bien se sume en la oscuridad hasta el día en que queda sepultada dentro de nuestros huesos. Ésa es la lúgubre norma. Pero en el rarísimo caso presente, y sin extraer más amplias consecuencias del hecho, la verdad se supo, en efecto…
Ce o eñe o.
Gillian Stuart ha colocado las estanterías. Parece que Marie se ha encariñado mucho con él. Cuando él usa el taladro ella se tapa los oídos con las manos y chilla. Stuart le pide que le pase tornillos y tacos y otras cosas, y se los pone en las comisuras de la boca si tiene las manos ocupadas. Se gira hacia ella con cuatro tornillos entre los labios, y ella le devuelve la sonrisa.
Madame Wyatt Marqué el número de la casa. Contestó Sophie.
—Hola, abuela —dijo ella—. ¿Quieres hablar con Stuart?
—¿Por qué iba yo a querer hablar con Stuart? —pregunté.
—Está poniendo estanterías.
Sé que es sólo una niña, pero aun así no creo que sea la respuesta más lógica que haya oído en mi vida. Una niña francesa entendería sin duda el significado de la palabra por qué.
—Sophie, tengo todas las estanterías que necesito.
Bueno, no comprenderán nunca la lógica si nadie se la explica, ¿no?
Hubo un silencio. Oí que trataba de pensar por sí misma.
—Mamá no está y papá está desenterrando zanahorias en Lincolnshire.
—Dile a tu madre que me llame cuando llegue.
Realmente, cómo son los ingleses.
Stuart De pronto vi lo que querían decir con lo del empapelado. No el que hay; de hecho, los anteriores inquilinos pintaron encima y todas las paredes están blancas, salvo por los manchones amarillos que dejó el celo cuando quitaron los pósters.
No, yo estaba en la cocina preparando la cena, nada complicado, un sencillo risotto con champiñones (tengo a ese tipo que va al bosque de Epping al amanecer y a media mañana tenemos en las tiendas lo que ha encontrado). Sophie estaba haciendo los deberes en la mesa, Marie estaba «ayudando», como nos gusta llamarlo, y yo estaba sirviendo un poco más de caldo con el cucharón cuando por el rabillo del ojo vi la pata del sofá. En realidad, decir «pata» es un poco exagerado. «Pie» no es tampoco del todo correcto. Es más una especie de esfera de madera que en su origen habría tenido una ruedecita, pero…
¿Qué? Oh, Gill estaba arriba, en el estudio. Estaba muy ocupada con un encargo que querían que entregara antes de lo convenido.
… y, por supuesto, lo compramos de segunda mano. Nuestro primer sofá, que yo solía llamar así hasta que me corrigieran. No es que me importara; que me corrigieran, digo. Gill le hizo un cobertor nuevo, de una alegre tela amarilla, recuerdo. Ahora es de color azul oscuro, y está aún más raído, y hay cosas de las niñas por encima, pero el pie o comoquiera que se llame el puñetero sigue ahí en su sitio, justo en el rabillo de mi ojo…
¿Qué? Oh, Oliver estaba todavía en Lincolnshire. Zanahorias, coles, cosas con las que no puede confundirse. ¿Qué hago con Oliver? ¿Mandarle a Marruecos a comprar limones?
Solíamos ver la televisión sentados en ese sofá.
—Pegote —dice Marie, y recobro la atención.
—Gracias, Marie —digo—, me has ayudado mucho.
Estaba pegoteado y necesitaba un buen refregón y un raspado.
Solíamos ver la tele ahí sentados. Acabábamos de casarnos. No éramos más que «recién» casados, si se mira la cosa a la cruda luz del día. Teníamos un televisor tan anticuado que no tenía mando a distancia. Y teníamos por norma que el que quisiera cambiar de cadena —siempre que el otro accediera— debía levantarse y apretar el botón. Yo me levantaba, extendía la mano y cambiaba. Pero Gill se lanzaba al suelo desde el sofá y manipulaba tendida de bruces el tablero de mandos. Llevaba vaqueros 501 desteñidos y grises, zapatillas de deporte y calcetines verdes. No quiero decir que sólo tuviese calcetines verdes, pero en mi recuerdo siempre llevaba ésos. Por lo general, cuando ya había cambiado de cadena, volvía marcha atrás, retrocediendo sobre las rodillas y luego se subía otra vez al sofá. Pero a veces, sólo de cuando en cuando, se quedaba tumbada mirando la pantalla y luego se volvía y me miraba desde el suelo, con la luz de la televisión reflejada en su cara… Es una de las imágenes que siempre he recordado de ella.
—Pegote —dice Marie.
—Sí —contesto—. Muy pegote.
El número de teléfono. Eso es otra cosa. En definitiva, no es más que una serie de dígitos. Y desde que vivíamos aquí le han puesto el prefijo 020 8. Pero los últimos siete números siguen siendo exactamente los mismos. ¿Quién lo hubiera dicho? Que una serie de números pueda causar dolor. Tanto dolor. Cada vez.
Terri Mis amigos que viven en la bahía tienen una trampa para coger cangrejos. Les ponen como cebo cabezas de pescado y las lanzan al agua colgadas de una cuerda desde el pequeño embarcadero al final de su jardín. Sacaron el artilugio para enseñármelo. Había en la cuerda media docena de cangrejos, todos de aquel increíble color azul sedoso. Y alguien preguntó: ¿cómo se sabe si es un macho o una hembra? Otro hizo el chiste consabido, pero Bill dijo: «Son todos machos.» Las hembras, al parecer, tienen las pinzas rosas. Alguien dijo: Eh, azul para un chico y rosa para una chica, pero yo estaba intrigada.
—¿Por qué sólo hay machos en la trampa? —pregunté.
—Es normal —me dice Bill—. Las hembras son demasiado listas para dejarse atrapar.
Todos nos reímos, pero como dice mi amiga Marcelle: ¿no te recuerda algo?
Oliver Un pensamiento, un verdadero pensamiento, que se me ocurrió durante el lento y pesado trayecto a Stamford, al sur, con mi cornucopia de zanahorias y mi botín de coles.
Habrás notado —¿cómo podrías no haberlo notado?— que Stuart se ha vuelto un presumido. No, algo peor —porque es todavía menos convincente—, un dandy redomado. Los trajes que delatan las tijeras de un sastre, el BMW, el programa de ejercicios, el corte de pelo fascista, las opiniones sobre cuestiones sociales, políticas y económicas, la suposición risueña de que representa a la norma, el dispendio a lo Creso de escudos y doblones…, el puto dinero, en otras palabras, y todo lo que emana de él. El puto dinero.
Mi pregunta es meramente la siguiente: ¿se imagina nuestro empresario teatral que está poniendo en escena La revancha de la tortuga? ¿O esa obrita de feria, La parábola del rebasado? ¿De ahí esos remilgos y afeites y pavoneos y chulerías? ¿Porque piensa que en cierto sentido ha ganado? Si es así, permíteme decirte —y decirle a él— esto: que en mis tiempos he investigado el voluminoso conjunto de mitos que nuestra especie decrépita ha recopilado a lo largo de milenios para su consuelo y edificación, y tengo una palabra de consejo para los que no pueden llegar al final del sinuoso sendero del día sin una dosis de mito. Mi consejo es el siguiente: sigue soñando. Los cerdos no vuelan; la piedra rebotó del casco de Goliat, que velozmente se comió a David para el desayuno; el zorro se agenció fácilmente las uvas cortando la cepa con una sierra mecánica; y Jesús no mora con Dios Padre.
Cuando bajé en picado la vía de acceso para mezclarme con los crédulos en la autopista, decidí matar el rato del insulso recorrido con los géneros literarios. ¿Estás sentado cómodamente?
Realismo: La liebre corre más deprisa que la tortuga. Mucho más rápido. Y es más lista. Por lo tanto gana. Por un largo trecho. ¿Vale?
Romanticismo sentimental: La liebre ufana dormita en el arcén de la carretera mientras la tortuga, con su dignidad moral, se arrastra hasta cruzar la línea de meta.
Surrealismo (o publicidad): La tortuga, equipada con patines, una linda mochila de cuero negro y gafas de sol, se desliza sin esfuerzo mientras el lebrato rebasado echa los bofes.
La correspondencia completa: Querida Peluche, ¿por qué no sales disparada y me esperas junto al seto? Llegaré en cuanto pueda escabullirme. ¿No creerás que nos persiguen, no? Tu propio «Shelley».
Historia infantil de PC (escrita por un ex hippie): Liebre y tortuga, tras haber comprendido las estructuras políticas y sociales que alientan las manifestaciones de competitividad, abandonan la carrera, viven apaciblemente en un yurt y rechazan todas las solicitudes de entrevistas que les hacen los medios de comunicación.
Quintilla: Hubo una tortuga llamada Stu / que coincidió con lo que coinciden las quintillas / que es comodidad y mimo / la mollera más simple / del animal más idiota del zoo.
Postmodernismo: Yo, el autor, he inventado esta historia. Es pura invención. La liebre y la tortuga no «existen» de verdad, cosa que ustedes comprenden, espero.
Y así sucesivamente. ¿Ahora ves lo que falla en el mitito enternecedor de nuestro empresario, La revancha de la tortuga? Lo que falla es esto: nunca sucede. El mundo, construido tal cual es, no lo consentirá. El realismo se nos ha impuesto, es nuestro único modo, triste verdad, como puede que sea para algunos.