Stuart No se consiguen cosas no pidiéndolas. Tampoco si no las quieres.
Ésta es otra diferencia. Cuando yo era más joven, recibí lo que me daban. La vida parecía hecha de ese modo. Y en la trastienda de mi mente supuse que existía algún sistema de justicia ahí arriba. Pero no existe. O si existe, no es para la gente como yo. Ni como tú, probablemente. Si sólo obtenemos lo que nos dan, no conseguimos gran cosa, ¿eh?
Y todo gira en torno al deseo, ¿no? Cuando yo era más joven había cantidad de cosas que fingía querer o suponía que quería, sencillamente porque otras personas deseaban lo mismo. No pretendo ser más viejo y más sabio —bueno, sólo un poco—, pero actualmente sé lo que quiero y no pierdo el tiempo con lo que no quiero.
Y si estás solo no tienes que preocuparte de que otra persona quiera algo. Porque eso exige también mucho tiempo.
Ellie Stuart no es un ave del paraíso. Perdón, me entra la risa cuando digo esto. Le dije:
—¿Dónde vas a colgarlo?
—¿Colgar qué? —dijo él.
—El cuadro.
—¿Qué cuadro?
Le miré, sin creer seriamente lo que había oído.
—El que te devolví la semana pasada, el que me pagaste en efectivo.
—Ah. Creo que no voy a colgarlo. —Vio que yo estaba aguardando alguna explicación, y al final me dio una—. No me parezco mucho a un ave del paraíso, como habrás notado. ¿Te gustaría que lo colgase?
—¿A mí? No. Es una porquería.
—Es lo que dijiste que diría Gill.
—Bueno, como he pasado unas quince horas mirándolo estoy de acuerdo con ella. —No pareció que esto desanimara a Stuart lo más minino—. ¿Y cuál es la «razón particular» por la que querías que lo limpiara? —No contestó de inmediato, por lo que añadí, no sin un poco de sarcasmo—. Señor Henderson.
—Ah, bueno, en realidad fue para conocerte e interrogarte sobre Gillian y Oliver.
—¿No me recomendó nadie?
—No.
—Si querías saber cosas de Gillian y Oliver, ¿por qué no se las preguntaste tú mismo? Puesto que eres un viejo amigo suyo.
—Es incómodo. Quería saber cómo eran. De verdad. No como decían que eran. —Vio que no me tragaba esta explicación en absoluto—. Bueno. Gill y yo estuvimos casados.
—Jesús. —Encendí un cigarrillo al momento—. Jesús.
—Sí. ¿Te importa darme uno?
—Tú no fumas.
—No, pero ahora me apetece un cigarro.
Encendió un Silk Cut, dio una calada y lo miró como con una leve decepción, como si el cigarrillo no resolviera el problema inmediato.
—Jesús —repetí—. ¿Por qué…, en fin, por qué salió mal?
—Oliver.
—Jesús. —No se me ocurría nada más que decir—. ¿Quién lo sabe?
—Ellos. Yo. Evidentemente. Madame Wyatt. Tú. Unas pocas personas a las que no he visto hace años. Mi segunda mujer. Mi segunda ex mujer. No lo saben las niñas. No lo saben todavía.
—Jesús.
Me contó la historia. Me la contó sin adornos, solamente los hechos, como si los estuviera leyendo en un periódico. Pero no de cualquier periódico antiguo, sino del de hoy.
Oliver Mi primer sobre de paga, aunque el primer sustantivo de los dos resultó vano, porque no hubo sobre. El «alpiste», como llaman a la paga algunos de mis colegas currantes, fue meramente arrojado hacia mi mano extendida como en ese momento de contacto divino en la Capilla Sixtina. Conocía mi deber prioritario —el espíritu de Roncesvalles todavía corría por mis venas— y volví presuroso a mi número 55. En cuanto oí que la señora Dyer arrastraba las zapatillas acercándose desde el otro lado de la puerta, hinqué una rodilla penitente. Me miró sin dar signos de un re-, pre- o conocimiento inmediato.
—Once con veinticinco, señora D. Más vale tarde que nunca, como dice la Biblia.
Cogió el dinero y —«Étonne-moi», como le dijo Diáguilev a Cocteau— empezó a contarlo. Luego lo hizo desaparecer y se perdió en alguna enagua crepuscular. Sus labios resecos y empolvados se entornaron lentamente. Aquí viene la absolución para Ollie el pecador, pensé.
—Quiero diez años de interés —dijo ella—. Compuesto. Y cerró la puerta.
Qué, ¿no está la vida llena de sorpresas groseras? La señora sólo piensa en el dinero, ¿qué te parece, eh? Recorrí saltando a la rayuela el camino de vuelta como un duendecillo que se ha tomado un par de margaritas.
Ella tendría que casarse conmigo, ¿no crees?
Pero al parecer ya estoy casado, ¿no?
Gillian Una de las cosas que siempre he intentado inculcar a las niñas es que no hay nada especialmente bueno o virtuoso en el hecho de desear algo. No lo expreso así, por supuesto. De hecho, con frecuencia no lo expreso en absoluto. Las mejores enseñanzas que los niños aprenden las aprenden solos.
Me escandalizó, la primera vez que lo vi de cerca —en Sophie—, la intensidad con que un niño quiere algo. Lo había advertido antes de tener hijos, pero sólo de forma pasajera. Estás en una tienda, pongamos, y normalmente hay una madre agobiada con un par de críos que están cogiendo cosas y diciendo: «Quiero esto», y la madre dice: «Déjalo», o «Hoy no», o «Ya has comido bastantes patatas fritas», o sólo de cuando en cuando: «Muy bien, mételo en la cesta». Tales escenas me recuerdan siempre pruebas primitivas de fuerza, y juzgaba que era una mala educación permitir que las cosas llegaran a la luz pública. Bueno, era gazmoñería por mi parte. Y también ignorancia.
Luego vi que Sophie deseaba cosas —en tiendas, en casas ajenas, en la televisión— con una intensidad que no alcanzo a recordar en mi propia infancia. Había un buho disecado que pertenecía a la hija de unos amigos. No tenía nada de raro ni de especial, no era más que un buho de fieltro encolado a una percha como un loro. Ella quería aquel buho, soñaba con poseerlo y habló de él durante meses. No quería otro parecido, quería aquél; y el hecho de que fuese de otra persona, y además de una amiga, no importaba. Habría sido una auténtica dictadora si yo le hubiese dejado mandar. Oliver, por supuesto, le habría consentido cualquier cosa.
Creo que los niños contraen fácilmente el hábito de creer que simplemente decir que quieren algo es una expresión interesante y valiosa de su personalidad. Creo también que es malo para ellos en la vida futura: quieres algo y lo tienes. Las cosas no van a ser así en la vida. ¿Cómo le explicas a un niño que más adelante será algo normal querer algo sin tener siquiera una oportunidad de conseguirlo? ¿O al revés: conseguir algo para luego descubrir que no lo quieres, en definitiva, o que no es lo que pensabas que sería?
Marie Quiero un gato.
Madame Wyatt ¿Qué deseo? Bueno, como soy una anciana —no, no me interrumpas—, como soy una anciana, tengo sólo lo que Stuart llama buenos sentimientos. Es una buena expresión, ¿no? Quiero pequeños consuelos. Ya no quiero amor ni sexo. Prefiero un traje de buen corte y un lenguado sin espinas. Quiero un libro escrito con buen estilo que no tenga un final feliz. Quiero cortesía y conversaciones cortas con amigos por quienes siento respeto. Pero en general quiero cosas para los demás, para mi hija, para mis nietas. Quiero que el mundo no sea tan amenazador para ellas como lo ha sido para mí y las personas que he conocido en mi vida. Cada vez más, quiero cada vez menos. Ya ves que sólo tengo buenos sentimientos.
Sophie Quiero que la gente en África tenga suficiente para comer.
Quiero que todo el mundo sea vegetariano y no coma animales.
Quiero casarme y tener quince hijos. Bueno, vale, seis.
Quiero que Spurs gane la liga y la copa y la copa de Europa y todo lo que haya.
Quiero un par nuevo de zapatillas de deporte, pero sólo cuando éstas ya se hayan gastado.
Quiero que descubran un remedio para el cáncer.
Quiero que no haya más guerras.
Quiero aprobar los exámenes y entrar en St. Mary.
Quiero que papá conduzca con prudencia y nunca vuelva a estar con el muermo.
Quiero que mamá sea más alegre.
Quiero que Marie tenga un gato si mamá piensa que es una buena idea.
Terri Quiero un tío que resulte ser, cuando llegas a conocerle mejor, exactamente como creías que era cuando le conociste.
Quiero un tío de esos que te llaman cuando dicen que van a llamarte, y que vienen a casa cuando dicen que vendrán.
Quiero un tío que sea feliz siendo como es.
Quiero un tío que quiera a una mujer como yo.
No parece que sea pedir demasiado, ¿no? Pues es pedir la luna y las estrellas, según mi amiga Marcelle. Una vez le pregunté por qué muchos hombres con los que he salido no parecían especialmente equilibrados, y ella me dice Terri, es porque todos los hombres están genéticamente emparentados con los cangrejos violinistas.
Gordon Aquí Gordon. Eso es, Gordon Wyatt. Como tal, padre de Gillian y desertor bastardo de Marie-Christine. No las veo apenas, ¿eh? Ya no soy un chaval, claro. He perdido el tren ya hace unos años. Me llevé un buen susto hace poco en el departamento de relojes de pie. El tictac casi se salta el tac, y la segunda señora W habría tenido que sacar el brazalete negro. Claro que nadie lo lleva ya, ¿verdad? Debo decir que es bastante chocante la forma en que la gente va vestida en entierros y funerales. Hasta los que hacen un esfuerzo parece que se han vestido para una entrevista de trabajo.
Oh, ya sé lo que dice la gente. Lo que importa es cómo te sientes por dentro, no cómo vas vestido por fuera. Lo siento, pero a mí no me basta que estés llorando a mares y que dé la impresión de que has hecho un alto antes de seguir camino hacia un mercado de coches de ocasión. A mi juicio, estás llamando la atención.
Perdona, me estoy yendo un poco por la tangente. La segunda señora W ya me hubiese regañado si estuviera por aquí. Es muy severa con la tendencia general de hablar más de la cuenta.
Bien mirado, he sido un hijoputa con suerte. Cuento mis bendiciones. A mis hijos les va bien, tres maravillas de nietos, el orgullo de mi vida. Suficiente en el banco para los años futuros, cruzo los dedos.
No se trata tanto de lo que quiero como de lo que deseo. Ojalá pudiera volver a ver a Gillian. Hasta una foto sería mejor que nada. Pero la primera señora W erigió el muro de Berlín durante todos estos años, y la segunda se ha opuesto siempre a que la vea. Dice que le corresponde a Gillian ponerse en contacto con nosotros si ella quiere. Dice que no tengo derecho a irrumpir de nuevo en su vida en esta etapa tardía. Me pregunto qué habrá sido de ella. Ahora debe de andar por los cuarenta. Ni siquiera sé si tiene hijos. No sé siquiera si está viva. Es un pensamiento horrible. No, puedo consolarme pensando que si hubiese ocurrido algo terrible, es seguro que madame me localizaría para hurgar en la herida, en recuerdo de los viejos tiempos.
Oye, ¿no tendrás encima, por casualidad, una foto de ella? ¿Seguro? No, supongo que eso sería violar las normas. De todos modos, parece que llaman a la puerta. No digas nada de esto, ¿vale? La segunda señora W no quiere saberlo, en general. Y yo quiero estar tranquilo. Lo quiero más que ninguna otra cosa.
Señora Dyer Quiero la cancela del jardín arreglada. Quiero arreglado el timbre de la puerta. Quiero que talen esa estúpida araucaria, que nunca me ha gustado.
Quiero reunirme con mi marido. Sus cenizas están arriba, en el armario del dormitorio. Quiero que esparzan las mías con las de él. Quiero que el viento nos lleve a los dos lejos.
Oliver
Yo quiero un héroe: un deseo insólito,
cuando todos los años y meses nos mandan uno nuevo,
hasta que, después de empalagar de hipocresía a las revistas,
el siglo descubre que no es el verdadero.
Querer es desear, y también carecer. Se desea lo que no se tiene. ¿Es tan sencillo como esto? ¿O puedes querer lo que ya has obtenido? En efecto: se puede desear la bochornosa continuidad de lo que ya se posee. Y también se puede querer deshacerse de lo que uno tiene, en cuyo caso, aquello de lo que careces ¿es carencia de algo? Veo que las cosas tienden a superponerse en esta zona.
Por cierto, no quiero un héroe. No es un tiempo para héroes. Hasta los nombres de Roldán y Oliver suenan ahora como dos veteranos tonsurados de la pista de bowling, con las rodillas rectas besando el aire de la estera de goma mientras curvan su palos inclinados y a través del suave sol crepuscular mandan la bola hacia el boliche reluciente. Ser un héroe de tu propia vida es todo lo que la gente consigue en esta época. ¿Ser un héroe para los demás? Nadie es un héroe para su criado, dijo alguien. (¿Quién? Algún sabio alemán, diría yo.) Así que menos mal que no tengo criado. Si lo tuviera, sería alguien como Stuart. Y tendría que convertir el agua en vino orgánico para ganar su voto.
Pues el héroe interpreta como el modelo de conducta este insulso simulacro. Cuando ya no aspiras al individualismo, aspiras a la categoría. El «héroe deportivo» —una contradicción hedionda y satírica como jamás he oído— declara que desea ser un «modelo de conducta» para aquellos a los que, probablemente, llama «jóvenes». En otras palabras: sirven amablemente los clones. Mientras que en la época de Roncesvalles, cuando el malvado machete curvo de Juan el Sarraceno rajaba la grasa subcutánea del blando bajo vientre de Europa… momento:[11] ¿no hemos estado aquí antes? ¿No he estado yo?
Quiero recordar lo que te he dicho anteriormente. Ojalá supiera qué le falta a mi memoria. ¡Ja!
Ellie Dije, posiblemente antes de que fuera necesario:
—¿Tienes un condón a mano?
Pareció un poco sorprendido.
—No. Puedo salir a comprar.
Dije:
—Verás, sólo para saber a qué atenernos, siempre insisto en usar condones.
A algunos tíos les jode esto. O sea que también es una especie de test. El sólo dijo:
—Bueno, eso vale para los dos.
—¿Qué quieres decir?
—Que ninguno de los dos tenemos que preocuparnos. De nada.
Decir eso era agradable. Eso creo, de todos modos. Cuando llegó a la puerta, se volvió.
—¿Quieres alguna otra cosa? ¿Champú? ¿Un cepillo de dientes? ¿Hilo dental?
Stuart es mucho más gracioso de lo que parece, créeme.
Madame Wyatt Entonces, ¿te he convencido, con mi discursito sobre los buenos sentimientos y sobre no desear cosas, de que sólo las deseo para los demás? Déjame que te lo explique. Los viejos son muy buenos siendo viejos, es una aptitud que aprenden. Saben lo que esperas de ellos y te lo dan. ¿Qué deseo yo? Deseo, amargamente y sin tregua, volver a ser joven. Detesto mi ancianidad más de lo que detesté nada en mi juventud. Deseo amor. Deseo que me amen. Deseo sexo. Deseo que me cojan en brazos y me acaricien. Deseo follar. Deseo no morir. También deseo morirme mientras duermo, de repente, no morir como mi madre, chillando a causa del cáncer, ante los médicos impotentes para controlar el dolor, hasta que decidieron darle morfina para matarla, y entonces se calló. Deseo que mi hija sepa que soy más distinta de ella de lo que ella cree, que la sigo queriendo pero que no siempre me gusta demasiado. También deseo que mi marido, que me traicionó, sufra por ello. A veces voy a la iglesia y rezo. No soy creyente, pero rezo para que haya un Dios y que en la otra vida mi marido sea castigado como un pecador. Quiero que arda en el infierno en el que no creo.
De modo que ya ves, también tengo rencores. Sois muy ingenuos con nosotros los viejos.