Stuart Gillian me dijo, de forma estrictamente confidencial, que Oliver sufrió una minidepresión después de la muerte de su padre. Yo dije: «Pero si odiaba a su padre. Siempre estaba hablando de él.» Gillian dijo: «Ya lo sé.»
Pensé en esto mucho tiempo. Madame Wyatt me dio una complicada explicación en varias partes. Yo le di una mucho más sencilla: Oliver es un mentiroso. Siempre lo ha sido. Así que en realidad quizá no odiase a su padre, y sólo fingía odiarle para que le compadeciesen. Quizá en realidad le amaba y, cuando murió, Oliver no sólo sintió dolor sino culpa por haberle puesto a parir durante todos estos años, y la culpa provocó la depresión. ¿Qué opinas?
¿Qué dijo Gillian cuando fui a cenar a su casa? «Oliver, siempre lo entiendes todo al revés.» Esto lo dice alguien que le conoce al dedillo. Cree que la virtud es burguesa. Cree que mentir es romántico. Es hora de que madures, Oliver.
Terri Todavía no le ha enseñado la foto, ¿verdad? ¿Cree que serviría una citación judicial?
Stuart Y ya que estamos aclarando cosas: Terri. Estuve casado con ella cinco años. Nos llevábamos bien. Pero no resultó. No la traté mal ni nada por el estilo. No le fui infiel. Tampoco ella, debo decir. Ella tenía un ligero problema con… la titular precedente, eso era todo. Nos entendíamos. Pero no resultó.
Terri Verás, lo que me reventaba de Stuart era lo puñeteramente razonable que era. Se presenta como un tío majo, normal. Y lo es, en general. Es directo contigo, es sincero… justo hasta el momento en que no se da cuenta de que no lo es. ¿Qué otra cosa hay? Como no sé hasta qué punto es un británico típico, no quiero criticar, en fin, a todo el país. Pero él es el tipo más reservado, emocionalmente, me refiero, que he conocido en mi vida. Tú le pides a Stuart que te hable de sus necesidades y te mira como si fueses un majara de la New Age. Le pides que defina sus expectativas de relación y pone una cara como si hubieras dicho algo obsceno.
Mira. La prueba. La fotografía. Necesito dinero. Stuart me dice que coja un billete de cincuenta de su cartera, y de la cartera cae una foto y yo la miro y digo: «¿Quién es ésta, Stuart?» «Oh, es Gillian», me responde. Su primera mujer. Sí, claro, ¿por qué no iba a poder él tenerla, y demás? En la cartera, dos, tres años después de haberse vuelto a casar, bueno, ¿por qué no? Yo nunca había visto aquella foto, pero, en fin, ¿por qué habría tenido que verla?
—Stuart, ¿hay algo que quisieras decirme al respecto? —le pregunto.
—No —dice.
—¿Seguro?
—No —dice—. O sea, que es Gillian.
Coge la foto y la vuelve a guardar en la cartera.
Naturalmente, yo pido una cita a la terapeuta matrimonial.
La entrevista dura unos dieciocho minutos. Le explico que básicamente mi problema con Stuart es conseguir que hable de nuestros problemas. Stuart dice:
—Eso es porque no tenemos problemas.
—¿Ve el problema? —digo yo.
Giramos en redondo un rato. Después digo:
—Enseña la fotografía.
—No la tengo —dice Stuart.
—Pero si la has llevado encima todos los días durante todo el tiempo que llevamos casados —digo. Lo presumo, pero él no lo niega.
—Pues hoy no la tengo.
Me vuelvo hacia la terapeuta, que es a) una mujer, y b) la persona menos rara del mundo y, por lo tanto, c) ha sido elegida para ayudar a Stuart a salir de sí mismo un poco, y le digo:
—Mi marido lleva en la cartera una foto de su primera mujer. Es en color, está un poco desenfocada y está sacada desde arriba, desde un rincón, supongo, con alguna lente larga, y en ella aparece su mujer, su ex mujer, con aire aterrado y sangre en la cara, como si le hubiesen pegado una paliza, y tiene un bebé en brazos, y a decir verdad cuando la vi pensé que era una refugiada de una zona en guerra o algo parecido, pero es sólo su ex mujer, como si estuviese a punto de gritar, con sangre en la cara, es todo. Y Stuart la lleva siempre. Todos los días de nuestro matrimonio.
Hay una larga pausa. Por fin la doctora Harries, que se ha mostrado estrictamente neutral y no se ha pronunciado en absoluto durante unos dieciséis minutos, dice:
—Stuart, ¿le gustaría responder a eso?
—No, no quiero —dice Stuart con su estilo más culoprieto. Y se levanta y se va.
—¿Qué conclusión saca de esto? —pregunto.
La terapeuta me explica que tiene por norma profesional que ambos cónyuges deben estar presentes para que ella haga comentarios o sugerencias. Lo único que estoy pidiendo es una opinión, una puta opinión, y ni siquiera consigo eso.
Así que me voy, y no me sorprende nada que Stuart me esté esperando en el coche y me lleve a casa mientras hablamos del restaurante. Como si no estuviese ofendido, que en cierto modo no lo está, supongo. Sólo quería marcharse de allí.
Lo intento una vez más, después, el mismo día. Digo:
—Stuart, ¿tú le hiciste eso?
Y él contesta:
—No.
Le creo. En serio, es importante decirlo. Le creo plenamente. Sólo que no le conozco. ¿Quién es él por dentro? Sería un tío estupendo a quien amar si no tuvieses que hacerte esta pregunta.
Oliver ¿Se acuerdan de la señora Dyer? Mi portera y cancerbera del número 55, cuando yo anidaba en la acera de enfrente de los recién casados Hughes (cómo odiaba ese plural). Había una araucaria enferma en el jardín delantero, y una cancela que gemía, doliente. Me ofrecí para repararla, pero ella alegó que no le pasaba nada. A diferencia de a mí. Yo estaba magullado y ella me cuidaba. Las páginas de su vida estaban para entonces bien enrevesadas; su cabeza se erguía sobre su columna vertebral como un girasol inclinado sobre su tallo; su cabello blanco se estaba convirtiendo en una galleta. Yo miraba enternecido su tonsura incipiente, un agujero de ventilación en la masa de una empanada.
Un miedo súbito: ¿acaso estaba muerta, suplantada por una joven pareja desenvuelta que había devuelto su tonalidad a la puerta ocre, colgado alegres persianas romanas en las ventanas y talado el árbol para hacerle un aparcamiento a la furgoneta familiar? Oh, por favor, siga donde estaba, señora Dyer. Las muertes de las personas a las que hemos conocido pasajeramente dan una nota distinta, más de celesta que de campanas tubulares, y sin embargo son la marca más segura de la perfidia implacable del tiempo. La muerte de nuestros allegados bien puede pertenecer a los «sucesos de la vida» que aman los «cabalistas»; pero la de quienes entran, siquiera sea fugazmente, en la partitura orquestral de nuestra vida nos hace olisquear el gas pantanoso de la mortalidad.
Ojalá que la señora Dyer siga viva. Que su araucaria florezca como el laurel verde, y que la cabezuela del girasol se alce heliotrópicamente cuando Oliver agite el timbre intermitente.
Gillian —Me gustaría saber quién ha vivido aquí antes —dijo Sophie.
—Otra gente.
Es lo único que se nos ocurrió contestar.
—Me pregunto adonde han ido —añadió ella. No era una pregunta, como tampoco lo había sido su primer comentario, pero me puse a la defensiva. También pensé, de repente, que Stuart debería estar aquí; él sabría responder a esto, en definitiva todo este asunto fue idea suya. Él nos metió en esto.
No, nosotros nos metimos.
No, fui yo.
Una de las maneras de encarar este asunto es salir a la calle y mirar a un lado y otro. Ya sabes cómo es esta calle: unas cien casas, cincuenta en cada acera, adosadas de veinticinco en veinticinco, todas ellas idénticas, formando un conjunto de fines de la era victoriana. Casas altas y estrechas, de ese típico ladrillo gris amarillento londinense. Semisótano, tres plantas y una habitación adicional en cada medio rellano. Un jardín diminuto delante y otro de nueve metros detrás. Yo me digo que es solamente una entre cien casas idénticas en esta calle, una entre mil en el barrio, entre cien mil o más en todo Londres. ¿Qué importa, entonces, el número en la puerta? La cocina y el cuarto de baño ahora son distintos, la decoración ha cambiado, y como no voy a tener mi estudio en el piso de arriba, como antes, sino en el del medio, no será lo mismo, y sacaré la brocha si hay algo que me recuerde cómo era hace diez años. Las niñas ayudan a que la casa parezca nueva. Y creo que un gato sería una buena idea. Cualquier cosa nueva sería una buena idea.
Si me dices que me voy por la tangente, quizá sea cierto. Pero al menos sé lo que estoy haciendo. A fin de cuentas, así vive una al cabo de un tiempo, ¿no? ¿No vive así todo el mundo? Eludiendo algunas cosas, pasando por alto otras, evitando ciertos temas. Es algo normal, adulto, la única forma de vivir si estás ocupada, si tienes un empleo y tienes hijos. Si eres joven, o no tienes trabajo, o si eres rico, si tienes tiempo o dinero o las dos cosas, puedes permitirte —¿cómo se dice?— afrontarlo todo, examinar cada aspecto de tus relaciones, preguntarte exactamente por qué haces precisamente tal cosa. Pero la mayoría de la gente se limita a ir tirando. No le pregunto a Oliver por sus proyectos ni sobre sus estados de ánimo. A su vez, él no me pregunta si me siento enclaustrada o frustrada o exhausta o lo que sea. Bueno, quizá no pregunte porque no se le pasa por la cabeza.
Por la puerta trasera se sale a un pequeño patio bastante nuevo de ladrillo rojo que antes no estaba, con la hierba de antes, que es bastante neutra, y una mezcla desordenada de plantas y arbustos. Ayer salí al patio y corté los únicos dos arbustos que recuerdo de hace diez años. Los reconocí porque los planté yo misma: una buddleia, con la esperanza de atraer a mariposas, y un Cistus ladanifer, otro acto de optimismo. Los corté a ras de suelo y luego arranqué las raíces. Hice una hoguera y los quemé. Oliver estaba fuera con las niñas y cuando volvió vio lo que había hecho pero no dijo nada.
A eso me refiero, ya ves.
Stuart parece que se limita a dejar que nos apañemos. Nos envió una pata de cerdo como regalo de bienvenida.
Ellie El estudio nuevo es mucho mejor. Más espacio, más luz. Habría habido más luz todavía de haber estado en el piso de arriba. Además, menos ruido procedente del resto de la casa. Pero supongo que por eso querían poner el dormitorio en la planta superior. De todos modos, no me concierne.
Acabo de terminar el cuadro de Stuart. La limpieza no lo ha mejorado, de eso no hay la menor duda. Tenerlo aquí resultó un poco engorroso. He trabajado en él cuando Gillian no estaba. Un día le echó una ojeada, como diciendo: «Sería más barato quemarlo.» Hice un ruidito asintiendo y bajé la cabeza. «Pertenece al señor Henderson», me dije a mí misma, por si tenía que decírselo a ella.
Telefoneé al móvil de Stuart, como él me pidió que hiciera. Me dijo que le llevara el cuadro y que tomaríamos una copa. No era exactamente una invitación ni tampoco una orden, sino sólo una afirmación. Le dije el importe de la factura.
—Preferirá efectivo —dijo, de nuevo en el mismo tono. No me estaba echando, pero tampoco invitando. No puedo decir que me ofendiese, sino que pensé que él vivía en el mundo adulto y yo no. Su modo de comportarse debe de parecerle perfectamente normal a él y a cantidad de personas, pero no a mí. Supongo que a la larga te acostumbras, decides que es el estilo mundano o algo así. Sólo que no estoy segura de que quiera acostumbrarme. Nunca.
Stuart Los cerdos son animales muy inteligentes. Si se les somete a estrés, si se les hacina, por ejemplo, tienden a mutilarse unos a otros. Lo mismo ocurre con las gallinas, y no es que las gallinas sean especialmente listas. Pero los cerdos estresados se atacan entre sí. ¿Y sabes cómo reacciona ante esto el granjero industrial? Les corta el rabo a los cerdos para que no tengan nada que masticar, y a veces también las orejas. También les recorta los dientes y les pone aros en el hocico.
Pero estas cosas, precisamente, no van a reducir el estrés de un cerdo, ¿verdad? Tampoco el atiborrarle de hormonas y antibióticos, de zinc y cobre, y que no le dejen andar suelto por el campo o dormir sobre paja. Cosas así. Y, aparte de todo lo demás, el estrés afecta a la relajación de los músculos, que a su vez afecta al sabor de la carne. Al igual, por supuesto, que la dieta del puerco. La gente de mi gremio está de acuerdo en que la carne de cerdo es la que más sabor ha perdido de resultas de los métodos de cría industrial. Y como ya no sabe casi a nada, hay que cobrar menos a los consumidores y disminuyen los márgenes de beneficio, y así sucesivamente. Conseguir que el consumidor pague más por un cerdo decente es para mí, si quieren que les diga, una especie de cruzada.
La otra cosa que me da que pensar —bueno, todo el debate orgánico me da que pensar— es: ¿y nosotros? ¿No nos ocurre exactamente lo mismo? ¿Cuántos habitantes tiene Londres? ¿Ocho millones? ¿Más? Con los animales, al menos, los expertos han calculado cuánto espacio necesita cada uno para no estresarse. Ni siquiera han empezado a calcularlo para las personas; o si lo han hecho, no nos hemos enterado. Vivimos amontonados como una piara y nos arrancamos mutuamente la cola a mordiscos. No concebimos que las cosas sean diferentes. Y a la vista de nuestros niveles de estrés y de lo que comemos la mayoría, debemos de tener un sabor horrible.
Oye, esto no es una comparación. No es una de las que hace Oliver, en todo caso. Es sólo una progresión mental lógica. Tiene sentido, ¿no? Seres humanos orgánicos: ¿qué diferencia habría?
Gillian Estoy mirando el jardín desde la ventana del cuarto de baño. Hace una mañana preciosa, un leve toque de otoño impregna el aire y la luz. Hay un destello de rocío en una telaraña tendida en la esquina de la ventana. Las niñas juegan en el jardín. Es una de esas mañanas en que hasta una extensión de jardines traseros londinenses, la mitad de ellos descuidados, separados por tapias bajas de un gris amarillento, unos pocos árboles podridos aquí y allá, algunas barras de juegos infantiles desperdigadas por ahí, en que hasta un panorama ordinario como éste puede parecer bonito. Vuelvo a mirar a las niñas, que corren en círculos, casi persiguiéndose una a otra, y se están divirtiendo. Corren alrededor de un montón de ceniza.
Pienso: Hace tres días corté dos arbustos, arbustos que me gustaban, que había plantado yo misma, por lo que sucedió en esta casa hace diez años. Lo pagaron los arbustos. Los talé a hachazos, hice una bola con ellos y les prendí fuego. En ese momento me pareció que era un acto totalmente sensato, práctico, lógico, razonable, necesario. Ahora, cuando observo a mis hijas bailar alrededor de lo que queda de un par de plantas a las que decidí castigar, me parece casi la conducta de una loca. Doctor, dejé a mi primer marido por mi segundo marido, y diez años después incineré una buddleia y un cistus. ¿Puede darme una explicación para esta clase de comportamiento?
Sé que estoy completamente cuerda. Lo único que digo es que la acción más pequeña, más neutra, una que no hace ni hará daño a nadie nunca, puede parecer cuerda un día y totalmente demencial al siguiente.
Marie acaba de tropezar y se ha caído sobre el montón de ceniza, y como Oliver no está tendré que bajar a limpiar a la niña. Todo esto, por lo menos, es cuerdo.
Oliver Mi primer deber de vecino —no, fue más una tentativa de apaciguar el pánico existencial— fue una visita al número 55. Las ventanas siguen padeciendo un doloroso glaucoma, y la fronda enmarañada de la araucaria hizo el gesto de levantar hacia mí el dedo corazón desde el jardín frontero. La puerta conservaba el mismo tono de caca de dauphin. Ninguna modificación del pigmento: ¿viviría ella todavía? La yema de mi dedo índice, navegando por la memoria del músculo, encontró el ángulo exacto nor-noreste para pulsar el timbre. ¿Alguna vez hubo pausa más embarazosa? ¿Hubo alguna vez embarazo más histérico? Pero entonces oí los pies ancianos que se deslizaban en zapatillas.
Al igual que los domicilios de la infancia que uno vuelve a visitar, la señora Dyer era aún más menuda de lo que yo recordaba. A la luz del sol no afloró nada más que una coronilla abatida y una extremidad contraída que parecía haber recibido una visita de un compresor de pies chino. Para facilitar nuestro reencuentro, me postré de rodillas como hice una vez para pedirle la mano en matrimonio. Aun así, mi cabeza parecía lo bastante alta para anidar en el hombro de ella. Revelé mi identidad, cuya singularidad, ay, ella no pareció captar. Me inspeccionaban ojos tan lechosos como las ventanas. Le hablé de incidentes que ella quizá recordara, desplegué mi muestrario de chistes, como un asador de carne, con la esperanza de atraer el movimiento inquisitivo de su tenedor. Pero ella no encontró nada a su gusto. En honor a la verdad, reaccionó como si yo estuviese ladrando enloquecido. Bueno, por lo menos seguía viva, en cierto modo. Me levanté como un cavaliere servente y me despedí.
—Once y veinticinco —dijo ella.
Miré mi reloj. Por desgracia, ella llevaba varias horas de desfase. Pero, reflexioné, tal vez fuese ésa la naturaleza del tiempo: cuanto menos te queda, menos quieres medirlo. Yo estaba decidiendo no notificarle que el sol estaba a punto de transponer el peñol cuando ella repitió:
—Once y veinticinco. Es lo que me debes por el gas. Luego retiró su pie envuelto en un vendaje y cerró de un portazo.
Madame Wyatt Stuart me dice que está contento de haber vuelto a Inglaterra.
Stuart me dice que la amistad se ha reanudado.
Stuart me dice que Sophie y Marie son unas niñas encantadoras y que casi se siente como su padrino.
Stuart me dice que intentará conseguirle a Oliver un puesto en su empresa.
Stuart me dice que la única que le inquieta es Gillian, que a su juicio está estresada.
Yo no creo nada de esto, por supuesto.
Pero no importa tanto lo que yo crea. Lo importante es hasta qué punto se lo cree Stuart.
Stuart Y también pensaba esto. ¿Sabes lo que yo entiendo por ACD y LMR?
¿No? Pues deberías. ACD es aceptable consumo diario. LMR es límite máximo de residuo. LMR es el volumen de pesticida que permite la ley en la comida cuando sale por la puerta de la granja. ACD es la cantidad de pesticida que nuestro cuerpo puede absorber sin que nos cause daño. Ambos conceptos se expresan en mg/kg, a saber, miligramos por kilogramo. En ACD, el kilogramo, evidentemente, se refiere a nuestro peso corporal.
Lo que pienso es lo siguiente. Cuando la gente vive junta, algunas personas producen un equivalente de pesticidas que es nocivo para otras personas. Por ejemplo, prejuicios horribles que se infiltran en las personas que tienen a su alrededor y que les envenenan y contaminan. Así que a veces miro a la gente, a parejas, a familias, en términos de nivel de pesticida. ¿Qué cantidad de LMR tiene, me pregunto, ese tío que te mira siempre despectivo y sólo profiere opiniones repugnantes? O, si has vivido con ella durante un tiempo, ¿cuál será tu ACD? ¿Y el de tus hijos? Porque cuando se trata de absorber venenos, los niños son más susceptibles y vulnerables que los adultos.
Creo que acabo de encontrar el trabajo para Oliver.
Sophie Ayer encontré a mami en esa habitación al fondo de la casa, la que está encima del cuarto de baño, que todavía no sabemos para qué vamos a usar. Estaba allí plantada, a kilómetros de distancia. Ni siquiera se enteró de que yo estaba. Daba un poco de espeluzno porque normalmente se da cuenta de todo. Pero está un poco rara desde que nos mudamos.
«¿Qué estás haciendo, mami?», le pregunté. A veces la llamo mamá y a veces la llamo mami.
Estaba a un millón de kilómetros. Luego se puso a mirar alrededor y al final dijo: «No sé de qué color pintarlo.»
Espero que no esté pillando un muermo, como le pasó a papá.
Ellie Le devolví el cuadro. Su apartamento parecía exactamente el mismo que antes, salvo por unas veinte camisas metidas en bolsas de la tintorería encima de una mesa del cuarto de estar. Todo tiene un aire muy provisional. Salvo que si fuese provisional, tendría un aspecto más permanente, no sé si me entiendes. Si fuera uno de esos hombres de negocios que trabajan en Londres durante unos meses, estaría en uno de esos pisos que se anuncian en esas revistas gratuitas que te deslizan por debajo de la puerta. Pisos de tres habitaciones, con lámparas estándar, cortinas estampadas de guirnaldas y atadas con una cinta y grabados inofensivos en la pared. Me vio mirando.
—No tengo tiempo, en serio —dijo—. O quizá tengo tiempo pero no tengo gusto. —Se lo volvió a pensar—. No, creo que tampoco es eso. Es más bien que no tengo gusto para mí solo. No tiene mucho sentido. Si es para mí solo, no lo quiero lo suficiente para que me interese. Quiero que le guste a otra persona. Creo que es eso.
Podría haberle dado a todo esto un tono lastimero, pero no lo hizo. Era más bien como si intentara llegar al meollo del asunto.
—¿Qué tal usted?
Le dije que estaba decorando mi habitación amueblada, y dónde compraba las cosas. Cuando dije «tienda de beneficiencia», me miró como si hubiese dicho que las sacaba de un contenedor.
—No entiendo que se tome esa molestia —dijo—. ¿Cree que es una diferencia de sexo?
—No, no lo creo, realmente.
—¿Cree que es genético?
Los dos habíamos visto ese programa de zoología en la tele, unos días antes, sobre las aves del paraíso. ¿Lo has visto? Viven en algún lugar de la selva, en el sudeste de Asia, creo, y los machos gastan grandes cantidades de tiempo y de energía creando zonas de exhibición para atraer a las hembras. Amontonan cantidad de capullos de flores y pequeñas nueces y guijarros en pilas y franjas enormes. Es como la obra de un artista naïf. Es decir, no son nidos ni hogares ni nada por el estilo, sino sólo señuelos para atraer a las hembras de la especie. Era todo muy bonito, y al mismo tiempo me dio un poco de miedo, tal cantidad de actividad obsesiva y de esfuerzo artístico básicamente destinada a echar un polvo.
No dije esto último, pero cuando terminamos de hablar del programa los dos empezamos a recorrer con la mirada el piso, y nos reímos. Luego él se levantó e hizo como que volvía a poner en orden sus camisas encima de la mesa, levantando algunas y combinándolas según sus colores, como si fuesen señuelos. Fue muy divertido.
—¿No tendría tiempo para un trago rápido? Hay un pub en la esquina.
Esta vez lo preguntó con normalidad, no como antes por teléfono, y dije que sí.
Stuart ¿Por qué nos gusta la gente? Alguna más que otra, me refiero.
Como creo haber dicho, cuando era un adolescente me gustaba la gente a la que yo le gustaba. Es decir, me gustaban muchísimo las personas que eran simplemente corteses y decentes conmigo. Falta de confianza en mí mismo. Por eso la gente se casa la primera vez, en mi opinión. No superan el hecho de gustar a alguien sin hacerse preguntas. En mi caso hubo algo de eso con Gill, ahora lo veo. No es una base muy sólida, ¿verdad?
Hay otra manera de coger simpatía a la gente. Lo ves en esos seriales clásicos de la tele. Por ejemplo, un hombre y una mujer se conocen y ella no le tiene un especial aprecio, pero en el transcurso de cierto tiempo él realiza diversas acciones que a ella le inducen a comprender que en realidad es una buena persona, y a ella entonces le gusta. Ya saben, el teniente Chadwick salva al comandante Thingummy de una deuda de juego o de una situación de ruina potencial o de algún apuro social o económico, y en consecuencia la señorita Thingummy, la hermana del comandante, a la que el teniente Chadwick admira sin haber hecho el menor progreso desde que le han destinado en la región, reconoce de pronto sus virtudes y el teniente le gusta.
Me pregunto si las cosas ocurrieron así o si es tan sólo una fantasía del autor. ¿No crees que es al revés? En mi experiencia, en lo que valga, no sucede que primero conoces a alguien, luego te enteras de una serie de datos sobre ese alguien y a partir de ellos decides que te gusta. Es al revés: alguien te gusta y después buscas pruebas que respalden ese sentimiento.
Ellie es agradable, ¿no? Te gusta, ¿verdad? ¿Tienes suficientes pruebas? A mí me gusta. Quizá le pida que salgamos juntos formalmente. ¿Crees que sería una buena idea?
¿Estarías celosa?
Oliver El señor Cherrybum sostiene que todos, desde el populacho hasta el sumo pontífice, necesitan un plan de negocios. Hasta tuvo el culot y los cojones[10] de preguntarme cuál era el mío. Alegué flagrante ignorancia. El drama musical de la caja registradora y la cámara acorazada del sótano puede vitalizar el alma de Stuart, pero no la mía.
—Muy bien, Oliver —dijo, asentando firmemente los codos en el tablero de la mesa, cuasi de mármol, del pub. Temporalmente se abstuvo de empinar su taza de King & Barnes Wheat Mash (ya ves, puedo tener ojo para el detalle cotidiano, si quiero) y me miró, iba a decir que de hombre a hombre, pero (disculpa la risotada) creo que ninguno de los dos merece el título. Y creo que tampoco quiero, en vista de la nefasta viva voce implícita, la inspección médica y la pista americana, los peligros del lazo afectivo. Oigo la cordialidad del fuego de campamento, noto el impacto de una toalla mojada. No, quiero que me eximan. Hay aquí un eco de mi mamá. Nunca quiso que yo creciera y me hiciese un hombre.
—Empecemos por el principio —dijo—. ¿Quién te crees que eres?
Mi amigo exhuma las sempiternas preguntas filosóficas, ¿verdad? No obstante, ésta merecía una respuesta.
—Un être sans raisonnable raison d’être —contesté. Ah, la sabiduría del viejo poeta. Don C pareció perplejo. «Un ser sin una razón de ser razonable.»
—Puede ser —dijo Stuart—. Ninguno de los dos sabe por qué hemos venido a este valle de lágrimas. Pero no es una disculpa para no seguir adelante, ¿no?
Le expliqué que era precisamente la razón para no hacerlo, la irrefutable justificación de la acedía, el exceso de bilis negra, la enfermedad melancólica, llámese como se quiera. Algunos llegan a este valle de lágrimas y se sienten desheredados por la fortuna; otros —te dejo adivinar— inmediatamente sacan la tartera, llenan el termo, comprueban sus provisiones de pastel de menta Kendal y emprenden la marcha por el primer sendero que ven, sin saber adonde lleva, pero convencidos de que, de un modo u otro, están «yendo hacia adelante», y confiados en que un par de pantalones impermeables será protección suficiente contra un terremoto, un incendio forestal y un ave de presa carnívora.
—Tienes que tener una meta, ¿entiendes?
—Ah.
—Alguna aspiración.
—Ah.
—¿Cuál crees que podría ser, en tu caso?
Suspiré. ¿Cómo traducir a un plan de negocios los impulsos incipientes del temperamento artístico? Miré el interior de su jarra como dentro de una bola de cristal. Muy bien, pues.
—El premio Nobel —aventuré.
—Yo diría que te queda un largo camino por recorrer.
Hay ocasiones, convendrás conmigo, en que Stuart da realmente en el clavo. Ese pulgar izquierdo, magullado y ennegrecido, es prueba de su aspiración más habitual, pero de vez en cuando, Stuart, de vez en cuando…
Stuart De vez en cuando empiezo a hacer una lista. Suelo empezar por mentiroso, parásito, robaesposas. Huevón pretencioso, suele ser el epígrafe siguiente. Luego me detengo. No debo permitir que Oliver me provoque, y mucho menos cuando él no sabe que lo está haciendo. Hay sentimientos que no tienen sentido, que no van a ningún sitio. Y como les falta rumbo, se te pueden escapar de las manos.
Tuvimos una charla muy sensata, intercalada como estuvo por arranques jocosos de Oliver. Logré pasarlos por alto porque lo que estoy haciendo lo hago por esas dos niñas. Y por Gill. Así que no importa mucho lo que piense o diga Oliver. Con tal que haga lo mejor para ellas.
Oliver va a ser mi coordinador de transportes. A partir del lunes. Es un puesto nuevo que he creado ex profeso para él. Es posible que tenga que controlar las riendas de algunas de sus otras ambiciones, pero creo que un empleo como es debido le ayudará a madurar. Y ello, a su vez, podría ayudar a sus otras ambiciones.
Oliver Hace mucho, en el reino de los sueños, cuando el mundo era joven y nosotros también lo éramos, cuando las pasiones eran intensas y el corazón bombeaba sangre como si no hubiese un mañana, cuando Stuart y Oliver se sentían transitoriamente como Roldán y Oliver y en la mitad de un distrito postal de Londres resonaba el ruido sordo de un garrote contra un peto, el citado héroe, que tenía por nombre Oliver, confió el siguiente pensamiento del día a…, bueno, a ti, en honor a la verdad. Y hay que honrar a la verdad, aun si en mi menú requiere mostaza de grano entero, guarniciones mordaces y unos cuantos y fantásticos platos secundarios para hacerla apetitosa. En aquella época, te confesé que mi propuesta para resolver el imbroglio de entonces era la siguiente:
Stuart tiene que bajar un peldaño. Oliver tiene que subir otro. Nadie debe sufrir daño. Gillian y Oliver tienen que vivir felices para siempre después. Stuart debe ser el mejor amigo de ambos. Es lo que tiene que ocurrir. ¿Qué posibilidades me calculas? ¿Tan altas como el ojo de un elefante?
A juzgar por la expresión que pusiste —escéptica hasta el punto de resultar feroz—, lo considerabas un paisaje de invención, tan verosímil como una opereta. Y, sin embargo, ¿no era yo acaso tan clarividente como San Simeón el Estilita en lo alto de su columna en Telanissus? ¿No sucedió acaso como yo hablé, oh, hombres de poca fe?
Se dijo que el ascético y eremítico Simeón, «en su desespero por no huir del mundo horizontalmente, trató de evadirse verticalmente». La columna en la que moraba no era al principio más alta que una mesa para pájaros, hasta que su ascensional casa rodante alcanzó dieciocho metros de altura, provista de un estrado y de una balaustrada. Ahora bien, la aparente paradoja de su vida consistió en que cuanto más se distanciaba de terra firma, más crecía su sabiduría, hasta el punto de que afluía un número cada vez mayor de gentes en busca de consejo y de consuelo. Una bonita parábola de sagacidad y su consecución, n’est-ce pas? Sólo alejándote del mundo lo ves claramente. La torre de marfil ha sido muy denostada, sin duda a causa de su lujosa envoltura. Abandonas el mundo con el fin de comprenderlo. Huyes en pos del conocimiento.
Au fond, por eso he sido durante decenios un inflexible adversario de lo que personas de naturaleza paternal o admonitoria han denominado un empleo fijo. Y ahora —oh, Señor, Señor— San Simeón, conductor de furgonetas.
Le dije a Stuart que quería que me pagase en efectivo. Evidentemente le impresionó que yo tuviese las trazas de un hombre con un plan. Sonrió y me tendió la pezuña. Podría haber dicho: «Chócala, compadre.» Podría haberme guiñado un ojo de una forma horriblemente cómplice. En cualquier caso, hizo que me sintiera como un francmasón. O, más exactamente, como alguien que trata de hacerse pasar por uno.