Ellie Condones, todas las veces. Cada vez hasta que él haya pasado el test del sida y yo esté plantada ante el altar. Sólo me fío de lo que veo. Tú harías lo mismo si conocieras a algunos de los chicos que conozco. Y a algunos hombres. Tampoco es que los hombres sean más fiables que los chicos. Vale, llamemos hombres a todos por ahora, incluso a los chicos, y hazte la siguiente pregunta: si hubiese una píldora masculina y tuviesen que tomarla todos los días, y cada vez que la tomaran fuesen infértiles durante un periodo de veinticuatro horas, y si fueran ellos los que tuvieran que decir: «No hay problema, he tomado la píldora», ¿qué porcentaje de veces, cuando oyeses esa frase, estarían diciendo la verdad? De cuarenta a cuarenta y cinco por ciento, calculo. Vale, tú eres menos cínica, tú dices sesenta, no, dices ochenta, quizá noventa. Quizá hasta noventa y cinco. ¿Es suficiente? Para mí no; para mí no sería suficiente un 99,9 periódico. Conociendo mi suerte me tocaría el 0,01 no periódico.
No. Condones, todas las veces.
Y no estoy diciendo que quiera casarme. Y si lo hiciera, desde luego no sería en una iglesia.
Stuart No me importa. Es decir, cada método tiene sus pros y sus contras. No creo que sea una cuestión muy importante, a no ser que alguien tenga fuertes convicciones al respecto. Como se suele decir, la pasión lo vence todo. O algo así. No es más que un aspecto técnico. En serio, no me importa.
Oliver Argumentación, per et contra, de un versado en asuntos venéreos, un habilidoso en la sutileza salmonesca del espermatozoide en busca de calor, de uno tan familiarizado con las barricadas construidas por el hombre como cualquier comunero.
1) El preservativo, el capote inglés o (como dicen, de un modo tan deprimente, nuestros primos eslavos) el chanclo. De hecho, el artilugio tiene algo de la galocha de goma. Llámame esteta si te atreves, pero considera las ramificaciones —semióticas, psicológicas— del hombre que se pone una tetina en la punta de la minga. Y aunque su presencia pueda brindar consuelo y determinación a los que sufren predisposición al gatillazo, lo que viene después siempre me ha parecido teñido de tristesse. Ese primer momento de retirada, en que los dedos localizan nerviosamente la anilla más gruesa y luego el largo tirón lubricado. ¿Por qué siempre me recuerda a esas películas de prisioneros de guerra cuando el túnel de la evasión se ha derrumbado y hay que sacar, tirando de los talones, al oficial de la RAF medio asfixiado? Y luego verte obsequiado con la colgante prueba de tu acto, igual que a un niño se le enseña con orgullo el orinal. ¿No es apropiado para este momento un fucilazo de melancolía cósmica?
2) El diafragma, sombrerete o (ese pájaro sudamericano extinto que no volaba) el pesario. A la espera de que la enamorada visite el cuarto de baño; una señal de detumescencia en el gráfico de la acción. El arco se abre y se tensa, el arquero apunta hacia la diana y entonces Enrique V —o, más probablemente, Bardolph— le ordena que reponga la flecha en el carcaj pro tem. Ah, bien, es el instante de tararear alguna musiquilla de percusión para uno mismo en attendant. Luego está la cuestión de si el deleite lingual es realzado o no por el sabor del gel lubricante. Para algunos pocos y felices, tal vez sí.
3) La píldora. Ah, carne sobre carne, el rapto desenfadado, Adán y Eva redivivos sin vergüenza. Así como el arranque automático transformó la vida del automovilista, así la píldora cambió la del sensual. Después de aquello, todo lo demás se parecía a darle a la manivela.
4) Lo que se llama el condón femenino. Aquí carezco de conocimiento o experiencia personal, pero ¿no es, no tiene que ser como follarse a una tela impermeable? Quizá sea útil para los fetichistas evocando tempranas vivencias de boy scouts.
5) Vasectomía. Es el -ectomía lo que me la pone floja.
6) El sexo sin penetración. Camarero, tomaré el menú de tres platos, por favor. Un piscolabis, un sorbete para aclarar el paladar y un expreso descafeinado.
7) Sexo con penetración a medias, sistemas de dilación, karezza, marcha atrás, masturbación mutua, dormir desnudos con una espada afilada entre los dos, el amor escocés (como los franceses llaman chistosamente al polvo seco), camas gemelas, cinturones de castidad, celibato, la opción de Gandhi… todo lo que impide la fusión auténtica de auténticos cuerpos: olvídalo. Malo para un palo.
Gillian Es siempre una transacción, ¿no? A no ser que estés haciendo todo lo posible para quedar embarazada. La píldora me hace sentirme abotargada. La espiral me provocaba una hemorragia mayor de lo normal, y no me fiaba de ella desde el día en que el Copper 7 de una amiga salió con la placenta de su primer hijo. Así que queda la vieja elección entre el condón y el diafragma. Oliver odia los condones. En realidad, se debe más a que no sabe muy bien cómo usarlos (por eso los aborrece). Y mata un poco la pasión el hecho de que Oliver suelte juramentos y forcejee desde el otro lado de la cama —casi como si fuera culpa mía—, y que más de una vez haya tirado el chisme, cabreado, a la otra punta de la habitación. Durante un tiempo lo solucionamos poniéndole yo el preservativo. Le gustaba esa clase de mimo. Pero eso fue por la época en que estaba deprimido, y en ocasiones —bueno, en realidad bastante a menudo— perdía la erección en mitad del asunto. Cosa que a mí me inquietaba también, no fuera, ya sabes, a corrérseme dentro.
O sea, que nos queda el diafragma. No es perfecto. Pero por lo menos yo controlo. Que es lo que quiero. Y creo que lo que quiere Oliver.
Oliver Quería decir. Cuando vivíamos en Francia. Comprar condones. Pides préservatifs. Señor farmacéutico, ya ha llegado la estación de hacer mermelada. Un paquete de preservativos, por favor. Es curioso que en un país católico usen una palabra que suena como salvavidas, cuando de hecho son lo contrario. «Un paquete de espermicida, por favor»: deberían decir eso, ¿no crees? ¿Qué se supone que preservan? ¿La salud de la madre, la presión de la caldera del padre?
Terri Calculo que fue como al año o así de casarnos. Antes de que empezáramos a ir a la terapia, en todo caso. Lo fecho en la época en que Stuart empezó a ponerse en forma. La cinta de correr en el apartamento, las visitas al gimnasio, el jogging los domingos por la mañana. Stuart que se toma el pulso mientras el sudor le perla la frente. En cierto modo tenía su encanto. Era una actividad saludable. Me figuro que eso es obvio. Quiero decir que entonces yo pensaba que era sólo una actividad sana.
No le gustaba que yo tomase la píldora sin interrupciones. Hacíamos un par de bromas sobre modificación genética y la preferencia por los productos orgánicos, y todo eso. Él propuso la píldora del día siguiente. Una dosis inferior de hormonas en el cuerpo, ninguna interferencia con la vida sexual: era sensato. La tomaba desde hacía un par de meses cuando una mañana de domingo no pude encontrarlas. No soy la persona más ordenada del mundo, pero hay un par de cosas que una mujer sabe dónde guarda y una de ellas es el control de su fertilidad. Stuart se lo toma con mucha calma y yo me desquicio un poco y acabo llamando a farmacias para ver cuál está abierta y recorriendo en coche la mitad de la ciudad. En realidad el que conduce es Stuart y yo le digo que vaya más deprisa, más rápido, y él dice que no funciona así pero yo creo que ninguno de los dos lo sabemos. Me preocupa que cuando el coche caiga en un bache, pues que, en fin, ayude a que las cosas salgan adelante.
Unos días después encuentro las píldoras debajo de un kleenex. ¿Cómo han llegado ahí? Lesión cerebral, pienso. Pasa un par de meses y otra mañana de domingo tampoco consigo encontrar las pastillas y, como la última vez, comprendo que hay un riesgo muy alto. Stuart ya está levantado, corriendo sobre su cinta deslizante, y yo corro donde él y le digo: «¿Has escondido mis putas píldoras, Stuart?», y él, don Sensato, don Calmoso, jura que no y sigue corriendo tan tranquilo sobre su máquina y luego se busca el pulso y yo casi lo pierdo. De un empujón le expulso de su máquina y bajo en camisón y descalza a coger el coche y salgo disparada a la farmacia. Me atiende el mismo dependiente, y me mira con asombro, como diciendo señora, tranquilícese. Yo lo hago y sigo tomando la píldora. La píldora de antes, la de siempre.
Madame Wyatt Quelle insolence!