9. CURRY CORRIENDO

Terri Enseña la foto. Dígale que enseñe la foto.

Madame Wyatt Naturalmente, no soy psicóloga ni psiquiatra. Sólo soy una mujer que ha observado la existencia durante más años de los que espero que puedas calcular. Y una característica de la especie humana es su capacidad de que le sorprendan cosas que no son sorprendentes. Hitler invade Francia: ¡sorpresa! Asesinan a presidentes: ¡sorpresa! Los matrimonios no duran: ¡sorpresa! Nieva en invierno: ¡sorpresa!

Lo contrario sería sorprendente. Exactamente como si hubiese sido una sorpresa que Oliver no se hubiera derrumbado. Oliver no es muy sólido. Está siempre nervioso y francamente no se siente bien en su pellejo. Oh, dice que sí, por supuesto, parece a gusto consigo mismo, muy autosuficiente, pero siempre le he considerado una persona que secretamente se odia. Que hace un montón de ruido porque le aterra el silencio que hay en su interior. Mi hija tiene razón cuando dice que el éxito le mejoraría, pero en mi opinión es poco probable que ocurra. Su carrera, por llamarla así, es un desastre. Bueno, quizá no, desastre indica la existencia de algún éxito inicial, y a Oliver no se le puede acusar de ninguno. Vive a costa de Gillian, más o menos, y eso no es vida para un hombre. Oh, sí, ya conozco las teorías modernas sobre que puede ser una buena idea eso de la división del trabajo, la flexibilidad, etcétera, etcétera, pero la teoría moderna sólo sirve si la psicología de la persona a la que se aplica es también moderna, ya me entiendes.

¿Es fiel a Gillian? Si conoces la respuesta no me la digas. Espero que sí lo sea, por supuesto. Pero no por lo que piensas: porque ella es mi hija y la infidelidad está mal. No, creo que le haría daño a Oliver. Hay muchos maridos —y esposas— a los que el adulterio les anima, les hace más capaces de soportar su vida. ¿Quién dijo que las cadenas del matrimonio son tan pesadas que a veces hacen falta tres personas para cargar con ellas? Pero Oliver, a mi entender, no es así. No estoy hablando de culpa; hablo de odio a sí mismo, algo totalmente distinto.

A la gente le sorprende que Oliver sufriera una crisis nerviosa cuando murió su padre. Pero si odiaba a su padre, dicen. ¿Por qué esa muerte no le liberó del sentimiento y le hizo feliz? Bueno, ¿cuántas razones quisieras? ¿Empezamos por cuatro? Una: a menudo sucede que la muerte del segundo progenitor recrea en el niño la muerte del primero. Ahora bien, la madre de Oliver murió cuando él tenía seis años, una experiencia dolorosa de soportar dos veces, y también al cabo de tanto tiempo. Segunda: la muerte de un padre al que amas es en muchos aspectos más sencilla que la de un padre al que odias o que te es indiferente. Amor, pérdida, duelo, rememoración: todos conocemos el esquema. ¿Pero qué pasa cuando no es así, cuando no se quiere al padre? ¿Un tranquilo olvido? Creo que no. Imagina la situación de una persona como Oliver, que se percata de que durante toda su vida de adulto, y también durante muchos años antes, ha vivido sin saber lo que es amar a un padre. Responderás que no es algo tan extraordinario, que es una cosa frecuente, y yo te responderé que no por eso resulta más fácil.

Tercera: si es cierto que Oliver odiaba a su padre —creo que es exagerado, sin duda se trataba de un antagonismo intenso, pero llamémosle odio, si quieres—, y si ese sentimiento persistió durante toda su vida adulta, entonces quizá, en un sentido, se le había vuelto necesario. Quizás ese sentimiento le sostenía, del mismo modo que a algunas personas les sostiene la indignación o el sarcasmo. Así que ¿qué haces cuando te lo quitan? Claro que puedes seguir odiando al difunto, pero en parte sabrás que no es razonable, e incluso que es una pequeña locura. Y cuarta, está la cuestión del silencio. Tus padres han muerto, eres el siguiente en la lista de la muerte, te has quedado solo, aunque tengas a tu familia y tus amigos. Se supone que ahora eres un adulto, un hombre maduro. Por fin eres libre. Eres responsable de ti mismo. Miras a tu ego, lo examinas íntimamente, por fin sin el temor de lo que tus padres puedan decir o pensar. ¿Y si no te gusta lo que ves? Y ahora hay un silencio nuevo; el silencio de fuera, tan grande como el de dentro. Y tú —que eres tan frágil— eres lo único que mantiene separados esos dos grandes silencios. Sabes que cuando se junten dejarás de existir. Tu piel es lo único que los mantiene aparte, tu fina piel, que es tan porosa. ¿Por qué no ibas a enloquecer un poco?

No, a mí no me sorprendió.

Ellie ¿Adivinas con quién trataron de liarme Gillian y Oliver? ¿O quién estaba en la cena, en definitiva? El hombre misterioso sin cuadros en la pared, alias señor Henderson. Veo a aquel hombre de pelo gris, que luego se me acerca a paso más bien rápido y me estrecha la mano como si no nos conociéramos. Con una mirada como diciendo: Guardemos el secreto. Así que accedí. Lo cual se volvió cada vez más raro cuando estuve allí sentada porque —¿lo adivinas?— resultó que era un viejo amigo de ellos.

¿Cuál era el misterio entonces? Si él quería una restauradora, ¿por qué no hablaba con Gillian?

Aun así, era un tipo bastante interesante. Hablaba de cosas serias, si entiendes lo que quiero decir. Oliver no paraba de hacer sus estúpidos chistes. ¿Cuál es la novedad? Tuve la impresión de que había algo en Stuart que le revienta. Pues bueno.

Stuart Leo más que antes. No ficción. Historia, ciencia, biografía. Me gusta saber que lo que me cuentan es verdad. De vez en cuando leo una novela, si trata de personas que hacen unas cosas u otras. Pero los relatos no me parecen lo bastante reales. En las novelas, alguien se casa y ahí se acaba todo; bueno, puedo decirte por experiencia personal que no es así en absoluto. En la vida, cada final es sólo el principio de otra historia. Menos cuando te mueres: ése es un final que realmente termina. Me figuro que si las novelas fuesen un fiel retrato de la vida, todas terminarían con la muerte de todos los personajes; pero si todos muriesen, no nos apetecería leerlas, ¿no?

Lo que trato de decir es lo siguiente: cuando vi —cuando tú y yo vimos— a Oliver a toda pastilla por aquella carretera del pueblo en Francia, hace unos diez años, ¿no pensaste que era el final de la historia? No te lo reprocharía: en parte yo también lo pensé. Quizá me hubiera gustado que fuese así. Pero la vida no te suelta nunca, ¿eh? No puedes dejarla como dejas un libro.

Oliver Stuart, en la cena, estuvo de lo más Stuart. San Simeón el Estilita habría armado un escándalo y construido su columna todavía más alta para huir del miasma narcoléptico que rodeaba las patas de la mesa como hielo seco. Me remontó a los tiempos en que —en un intento vano de instruir a bebé-Stu en cuestiones eróticas— yo le dejaba que saliéramos dos parejas juntas. Se quedaba sentado, más alegre que un enterrador, y luego se ponía de morros cuando las dos signorine elegían a servidor para que las acompañara a casa. Supongo que esto proporcionó al Esteatopigio algún vago designio social: ¡facilitar tu tránsito hacia el triolismo acompañando a Stuart a citas dobles! Aunque había desventajas. Se ponía quejumbroso cuando tenía que pagar la cuenta (que tuviese que tocarle a él), y después tenías que bajarle los humos antes de que se pusiera en marcha para coger el autobús de vuelta a su catre de pajas crepuscular.

Item: está claro que Stuart piensa que ha aumentado su cociente de savoir faire en el último decenio. Pero si en una reunión mundana eres el único varón sin pareja, ¿acaso no es de buena educación, sin más, hacer pesquisas preliminares sobre la única mujer presente que no tiene pareja? Del tipo: «¿A qué te dedicas?» «¿Tienes horario partido o jornada intensiva?» «¿En qué oficina de hacienda haces tu declaración?» Pero él se limitó a clavar la vista en Ellie como si tuviera problemas con sus lentillas. Al cabo de un rato intervine y facilité el breve curriculum vitae de la chica. Lo cual impulsó a Stuart al extremo opuesto, a parlotear sobre la economía global de los alimentos y su misión de vender zanahorias tan genuinamente nudosas como los genitales del demonio.

Item: dedicó largo tiempo a ayudar a Gillian a «recoger la mesa». Fue más bien conmovedor por su parte que llenara el lavavajillas, pero el casi armónico tintineo, entre bastidores, de tenedores que caen en cascada dentro de sus nichos no es exactamente lo que yo llamo cantar para ganarse la cena.

Item: en un momento dado se puso todo legañoso y colérico por el hecho de que tanto la ficción como la no-ficción pudiesen ir de la mano en la estantería de una persona sensible. Además, refunfuñó, ¿por qué la no-ficción se definía y se denominaba, paternalistamente, en función simplemente de su opuesta? ¿No era como si a la fruta se le definiera como no-verdura? ¿O —por si acaso tardábamos en captar la inferencia— como si a las verduras se las llamase no-fruta?

La ficción, contesté, es la ficción suprema. La no ficción es la escoria que hay en el oro de un idiota (signifique lo que signifique esto; pero me gusta cómo suena). No me seguía muy bien. Mira, le dije, la ficción —por lo cual, naturalmente, yo entendía el arte en general— es la norma, las notas graves, el recurso de oro, el meridiano, el polo norte, la estrella del norte, la estrella polar, la piedra imán, el norte magnético, el ecuador, el beau idéal, el súmmum, el epítome, el ne plus ultra, la estrella fugaz, el cometa de Halley, la estrella del este. Es a la vez la Atlántida y el Everest. O, si quieres que te lo diga más a lo stuartesco, es la raya blanca en el centro de la carretera. Todo lo demás es una desviación, un semáforo, una cámara de velocidad que aparece de pronto en tu rétroviseur.

Pensó todo esto un rato y luego entonó:

—Tú solo una vez pusiste cristal doble, así que sé noble… ¡pon Everest!

Me miró riéndose.

A veces mi paciencia se ve sometida a una dura prueba. San Oliver, que aguantaba a los pelmazos que se acercaban a él.

Gillian No me lo creía cuando Oliver me dijo que les había invitado a cenar. Sólo a ellos dos, para que la cosa fuese sutil. Me lavé las manos en aquel asunto. Le pregunté qué iba a cocinar. La cena sería un curry corriendo. Y, como he dicho, a Oliver no le gusta especialmente la comida india. No puedo decir que yo colaborase mucho. Stuart hizo lo que pudo. Después me ayudó a recoger. Apila los platos con un cuidado que es casi ternura. Hasta le vi enderezar algunos de esos dientes recubiertos de plástico que tiene la máquina, y que siempre acaban apuntando hacia donde no deben si Oliver anda por allí cerca. En cierto momento dijo, no exactamente en voz baja, sino como en sordina, aunque con tono firme: «Creo que vamos a tener que cambiarlo.»

—Stuart —dije yo—, el lavavajillas es un poco viejo, pero funciona perfectamente.

—No, no el lavavajillas. Todo. No podemos seguir así.

Stuart Mi plan es el siguiente:

– todos necesitan más espacio

– las escuelas cercanas no valen gran cosa

– Gillian necesita un estudio más grande

– Oliver necesita despegar el culo

– o sea que, en suma, necesitan una casa de un tamaño decente en un barrio donde haya mejores escuelas

– curiosamente, resulta que soy propietario de una casa así

– lo cual soluciona el problema

– aun cuando veo que también puede crear otro.

Tengo que convencer a Oliver de que lo hago en gran parte por el bien de Gill, y a Gill de que es en gran medida beneficioso para Oliver. Y a los dos de que es mejor para las niñas. Bueno, no debe de ser imposible. Ya suavicé a Oliver la última vez que tomamos una copa juntos. Creo que sólo quise estrangularle dos veces. Perdió el control con alguna broma tonta sobre el Ritz de la cerveza, que él creyó deslumbrantemente original. Como si no hubiese ya en Yorkshire un par de tiendas de licores muy conocidas que llevan ese nombre. Y luego, cuando nos despedíamos, se puso tan sentimental como suele ponerse cuando está un poco pedo. «Eh, Stuart, cabroncete, no te lo tomes a mal, ¿eh? ¿Hermanos de sangre y demás? Un Roldán por un Oliver, toda la sangre pasada, sin rencores, ¿eh?»

Sospecho que la idea que Oliver tiene del modo en que voy a ayudarle contiene varios elementos que faltan en mi plan real.

Ellie Hubo un momento extraño la otra noche. Oliver estaba dando la paliza sobre el arte, como suele hacer, ilustrando a dos personas que realmente tenemos títulos o diplomas en la materia, sin que él se diera por enterado, cuando de repente Stuart puso una voz rara y cantó un anuncio para dobles cristales. De hace algunos años, a juzgar por cómo sonaba. Fue surrealista. A Oliver se le veía en la cara lo cabreado que estaba. Y puedo asegurarte que Stuart sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

Gillian estuvo un poco glacial con todos los presentes.

Oliver Stuart se comporta como si su famoso plan tuviera por objetivo salvar de la caída en picado a las economías de los tigres asiáticos. En realidad, actúa más bien como uno de esos inaguantables artífices dickensianos de medidas de salvación. Que normalmente se llaman Cherrybum o algo igualmente ridículo.

Madame Wyatt Hay una cosa que me desasosiega del regreso de Stuart. Ante todo, que se introduzca de nuevo en mi familia.

Verás, Sophie y Marie no saben que su madre estuvo casada antes.

Absurdo, ¿verdad? No es de nuestra época, ¿eh?

Fue así. Oliver y Gillian habían abandonado su vida en Inglaterra y se habían trasladado a Francia. Stuart se había exiliado a Estados Unidos. La pequeña —Sophie— estaba creciendo y preguntaba todas esas cosas que preguntan los niños. Pero mi hija, como quizá hayas observado, es una persona muy franca. Así que pregunte lo que pregunte Sophie, recibe una respuesta. De dónde vienen los niños, adónde va el gato cuando se muere, y demás. Pues resulta que la única pregunta que Sophie no hizo, porque no es la clase de pregunta que se les ocurre hacer a los niños, fue: sólo por curiosidad, mamá, ¿estuviste casada con alguien antes de casarte con papá? No se le ocurrió, ya ves.

Claro que fue algo más que eso. Quizá fuera una manera de no pensar en el pasado. Además, un modo de hacer que la vida no parezca demasiado complicada para tu hijo. Todos queremos que nuestros hijos crean que su llegada al mundo fue un asunto intenso y sencillo. ¿Por qué ponerles dificultades que pueden evitarse?

Y luego se hace cada vez más difícil decirles lo que no les has dicho. Y entonces nació Marie. Y una no espera volver a ver nunca a Stuart. Pero él vuelve.

Tal vez no tenga importancia. Tal vez se rían de eso las dos juntas algún día. Tal vez no sea tan probable.

Gillian Oye, ¿no podemos parar este asunto ahora mismo?

Le dije a Oliver:

—¿Te das cuenta exactamente de lo que Stuart está proponiendo? Nos propone que vayamos a vivir a la casa donde yo viví cuando estábamos casados.

Oliver dijo:

—¿Te refieres a la casa donde nos enamoramos? Totalmente idóneo, desde mi punto de vista.

—¿Por qué la conserva al cabo de todos estos años? ¿No te parece raro?

—No, creo que es puramente mercantil. Seguramente se gana unos doblones alquilándola.

—¿Qué será entonces de los inquilinos? ¿Les va a echar?

—Creo que descubrirás que si el propietario quiere recuperar la casa con el propósito de convertirla en su residencia principal, la ley no pone objeciones.

—Tú no entiendes esas cosas.

—No, es Stuart el que sabe ese tipo de cosas.

—De todos modos, no es lo que está ocurriendo. Él no va a vivir allí, y por lo tanto les está desalojando con mentiras. ¿Qué pensarán ellos?

—Seguramente que actúa como un negociante.

—¿No ves que hay algo enfermizo en esa idea?

—La mitad de la casa fue tuya. Él te compró tu parte. Ahora la estás recuperando.

—No, lo enfermizo es que yo viví allí con Stuart y ahora Stuart quiere que viva allí contigo.

—Y las niñas. De todos modos, espero que haya un empapelado distinto.

—¿Es lo único en que piensas, el empapelado?

Oliver Ya sabes que el papel de pared puede estar tan conmovedoramente arrugado como un pezón. Hete aquí que uno de mis artistas-héroes, que se halla en la mediana edad rechoncha y no stuartesca, visita la ciudad mediterránea donde, media vida antes, había tenido lugar uno de sus encuentros primigenios con Venus. Marsella, si la memoria no me falla. La nostalgia erótica y una sardónica curiosidad por sí mismo le indujeron a viajar a aquella ciudad semiolvidada, pero los quijotismos del recuerdo y el nuevo desarrollo urbano le traicionaron. Al topar con una barbería, cansado, decidió abandonar su búsqueda y, en vez de eso, entrar a que le afeitaran. La espuma le estaba blanqueando la barba y el barbero, cual un Paganini, afilaba su suavizador, cuando, y tout d’un coup y merde alors!, reconoció el empapelado. Descolorido ahora, pero prueba de que allí, en aquella misma habitación, era donde había acontecido el tumultuoso suceso. Imagina el momento: la cara del anciano en el espejo, el papel del joven en la pared, y en medio la persona que era él entonces, asaltado tanto por la retrovisión como por la previsión. Tuvo que hacer que la vieja garganta chocara contra la navaja, ¿eh?

Cuando se lo dije a Gillian, me preguntó cómo mi héroe pudo estar seguro de que era la misma habitación, ya que en aquella época no podía haber habido tantos tipos diferentes de papel en venta, y sin duda docenas de casas de las inmediaciones debían de haber tenido el mismo…

Le dije que la verdad emanaba directamente de la poesía.

Stuart Oliver llamó para decir que el único obstáculo que existía para Gillian, que él supiese, era el empapelado. ¿No es rara la gente en lo que respecta al lugar donde vive?

Necesitarán otro lavavajillas. El viejo estaba en las últimas.

Sophie Papá dice que nos mudamos a un sitio bonito y más grande. Mamá dice que no.

Pregunté si podíamos permitírnoslo, e hicieron como que no me oían.

Así que pregunté si podíamos tener un gato si nos mudábamos a un sitio más grande.

Dijeron que ya verían.

Marie El gato Pluto. El gato Pluto.

Ellie Oliver llamó para decirme que yo le gustaba mucho a Stuart, pero que era increíblemente tímido y que quizá yo tuviera que dar el primer paso. Oliver perdió unos doce minutos de rodeos antes de decirlo. Le contesté que Stuart parecía un tipo majo, pero que los divorciados maduritos no eran exactamente mis predilectos. Tardé unos ocho segundos en decirlo, sin enrollarme.

Stuart Oliver llamó para decirme que yo le gustaba mucho a Ellie, pero que era timidísima y que quizá yo tuviera que dar el primer paso. Le dije que el único «paso» que tenía pensado era el que iban a dar él y Gillian. Me llamó varias cosas, como perro astuto, y dijo que se veía que nos gustábamos mucho.

¿Qué le hace pensar a Oliver que todavía necesito su ayuda con el sexo opuesto? Tampoco es que me fuera de una gran utilidad en los viejos tiempos. Muy de cuando en cuando quedábamos en salir juntos con chicas, pero se comportaba siempre de un modo tan paternalista que no tardé en cansarme de aquellas citas. No me importa que me tomen el pelo, pero en el caso de Oliver degeneraba en una especie de agresividad ebria. Y la idea que él tenía de ayudarme era insistir en que yo necesitaba mucha ayuda. Cosa que en aquellas circunstancias no ayudaba.

Y desde luego que ahora no necesito a Oliver. Soy perfectamente capaz de advertir que Elli es una mujer joven y atractiva. También sé usar el teléfono.

Otra ventaja de mudarse es que podrían conseguir una empresa mejor de reparto de curry a domicilio.

Oliver El señor Cherrybum me mandó un recorte de periódico anunciando que quizá vayan a enviar a un representante del gobierno para «dirigir» las escuelas locales, esto es, para sofocar la rebelión armada y hacer que el consumo de droga sea optativo en lugar de obligatorio. La autoridad docente de por aquí está a la altura de la academia del señor Tim en materia de entrega del producto y ética del personal.

Oye, yo no necesito que me convenzan. La señora es la que toma las decisiones aquí, como todos sabemos. Yo sólo soy un estado pontificio que negocia con Metternich.

Stuart Oliver me dijo que yo tendría que hablarlo con Gillian. Un consejo procedente del departamento de asesoría superflua. Almorcé con ella. Lo primero que dijo, y que me pareció típico de Gillian, fue que no pensaba aceptar mi caridad. Le dije que, de todos modos, mi intención era que pagásemos a escote.

Es lo bueno que tiene ella: sabes dónde estás. Comprendo que podría sonar un poco raro que yo diga esto, habiendo estado casados. Pero cuando miro atrás —como hago con frecuencia—, no veo que ella me engañara realmente. Puede que se engañara ella misma, pero eso es harina de otro costal. Cuando le pregunté, me dijo cuál era la situación. Cuando rompimos, ella asumió la responsabilidad. Cuando dividimos nuestras posesiones, ella pidió menos de lo que merecía. Y tengo a medias la sospecha de que ella no se acostaba con Oliver cuando yo pensaba que lo hacía. En conjunto, cabe decir que se portó muy bien. Aparte, claro, de portarse muy mal desde mi punto de vista.

Así que le bailé el agua. Le dije que esperaba que me pagase un alquiler justo por la casa. Lo que a su vez, sugerí, tal vez concentrase la mente de Oliver y le persuadiera de que se buscase lo que la gente llama un empleo normal. Naturalmente, en su calidad de inquilinos adquirirían en su debido momento el derecho a compra. Además, yo garantizaba que la casa estaba en buen estado de decoración y arreglos. Fue lo más cerca que llegué a la polémica cuestión del empapelado. Mencioné las ventajas de que hubiera mejores escuelas públicas en el vecindario. Mencioné que mi obsequio de bienvenida, a menos que semejante acción fuese considerada ofensiva, sería un gato llamado Pluto. Y cuando presentí, con ese instinto que uno adquiere en las negociaciones, que una cláusula más, una oferta final, volcaría la balanza, añadí —de la nada, me vino a la cabeza mientras hablaba— que aunque no tenía conocidos en el mundo de los potentados de Hollywood, tal vez pudiese encontrarle a Oliver un puesto de trabajo conmigo. Siempre y cuando no lo considerasen caridad también. Luego dividí la cuenta en dos mitades e hice lo mismo con la propina.

Ella había venido derecha del estudio y tenía chorretes de pintura en los zapatos. Eran de color escarlata, anticuados y con una tira fina y una hebilla. ¿Zapatos de claqué, los zapatos de un personaje de teatro? Algo parecido. Me parecieron bastante bonitos.

Gillian Stuart es sumamente generoso. Sólo quiero decir esto. Si fuese moderadamente generoso, sería fácil decir: No, gracias, saldremos adelante, nos apañaremos, muchísimas gracias. Pero él no te ofrece una buena voluntad imprecisa; piensa en lo que necesitamos, y es difícil resistirse a eso. Las chicas le llaman Justo Stuart, como si fuera un sheriff o algo así. Es curioso, le va bien el apodo: «justo».

Oliver dice que me resisto por terquedad y orgullo. No creo que sea eso. Lo que tengo en la trastienda del cerebro no es el qué, sino el porqué. Todos actuamos como si Stuart estuviese tratando de desagraviarnos, ahora que puede hacerlo. No es para nada el caso. Lo cierto es —o debería ser— lo contrario. Oliver no parece entenderlo. En cierto modo presume que como él, Stuart, ha triunfado en sus cosas, él, Oliver, tiene que beneficiarse. Así que piensa que yo soy demasiado escrupulosa, y yo pienso que él es demasiado relajado. Y lo que Stuart dice es: Esta es la respuesta, es obvio. ¿Lo es?

Stuart La agencia inmobiliaria pensaba que podría tardar seis o más meses en desalojar a los inquilinos. Les expliqué que iba a mudarme yo mismo, pero dijeron que había que avisarles con antelación, y esas cosas. Como no parecía que entendiesen mi impaciencia, me acerqué yo a la casa. Volver allí se me hacía un tanto raro, pero procuré concentrarme en mi propósito. La casa estaba dividida en tres viviendas. Vi a cada inquilino por separado. Les hice una oferta. Les expliqué el plazo en que estaría vigente, y que yo no podía hacer nada si los tres no accedían al mismo tiempo. Fui absolutamente franco sobre este punto. Bueno, puede que inventase una mujer embarazada que vuelve de Estados Unidos, o algo por el estilo.

No me mires así. No estaba expulsando a huérfanos a una calle nevada. Simplemente les propuse un trato. Es exactamente igual que cuando vas a facturar para un vuelo y ha habido overbooking y te ofrecen cien libras si embarcas en un vuelo posterior. Si tienes prisa y los cien billetes te tienen sin cuidado, no lo piensas un segundo; pero si eres un estudiante con todo el tiempo del mundo disponible, te parece una buena idea. Dinero a cambio de las molestias. No estás obligado a aceptar, y no echas la culpa a la compañía aérea.

La gente entiende los tratos, ya no se escandaliza y le gusta el dinero en efectivo. Les dije que la legislación era clarísima en lo referente a mi derecho de recuperar mi propiedad. Convine en que era una vivienda agradable; por eso había vivido en ella todos aquellos años y ahora quería volver. Recalqué que sería conveniente una solución rápida. Sugerí que se lo pensaran todos juntos. Tenía una idea bastante atinada de lo que iba a suceder. Me respondieron con un «no» que significaba «sí, quizá» y que luego se transformó en «sí, por favor». Les entregué la mitad al momento y la otra mitad cuando se trasladaron. Les pedí que firmasen. No para las autoridades fiscales —¡Dios nos libre!—, sino para mis propios archivos.

Dinero por las molestias. ¿Qué hay de malo en eso?

Oliver y Gillian se habían decidido del todo, pero cuando les dije que la casa sería suya al cabo de treinta días, pareció que el asunto cobraba más realidad para ellos. Yo esperaba una condición última, adicional. Suele haber una cuando la gente está a punto de conseguir lo que quiere. Es como si no pudiera aceptar la simplicidad del hecho; tiene que complicarlo, imponer su voluntad de alguna forma insignificante. Sí, le compraré el coche pero sólo si quita esos dados forrados de piel que cuelgan del espejo retrovisor. Gillian dijo:

—Pero hay otra cosa. No te permitimos que nos compres un gato.

Típico de Gillian. Cualquier otra persona hubiese pedido más, pero ella pide menos.

—Bien —dije. Y capté la indirecta. Anulé la compra del lavavajillas nuevo que había encargado. Opté por no cambiar la decoración de la casa. Me limité a arreglarla en cuanto los inquilinos se marcharon. A Oliver no le vendría mal hacer un poco de bricolaje.

También pensé: En cuanto se hayan instalado, les dejaré en paz. He estado descuidando un poco mi trabajo. Quizá sea el momento de buscar un nuevo proveedor de cerdo. Podría ampliar la gama de platillos de tofu. ¿Y lo del avestruz? Intuitivamente siempre he pensado que no, pero tal vez me equivoque. Quizá sea el momento de un sondeo entre los clientes.

Terri Dígale que enseñe la foto.