8. SIN RENCORES

Stuart «¿Cómo encontraste mi número?» «Oh, lo busqué en la guía telefónica.» ¿Por qué parece que últimamente tengo esta conversación tan a menudo? Primero Oliver, después Ellie. O sea, conozco partes del Reino Unido que no están exactamente al día, pero no se puede decir que yo estuviese utilizando un sistema avanzado de recuperación de información, ¿verdad?

¿He estado fuera del país demasiado tiempo? Es posible. Es probable. Como cuando entré en aquel comercio de antigüedades cerca de Ladbroke Grove y dije que quería un cuadro pequeño pero que tenía que estar sucio. La mujer me miró de un modo raro, lo que desde luego era comprensible. No, no, expliqué, quiero un cuadrito que necesite una limpieza, al oír lo cual ella me dirigió una mirada todavía más rara. Quizá pensó que yo creía que sería más barato. En cualquier caso, me enseñó tres o cuatro y dijo: «Me temo que éste también está un poco estropeado.» «Ah, muy bien», contesté, y me quedé con él. Estaba claro que ella esperaba a que le diese una explicación. Pero es una de las cosas que he aprendido a medida que me hago mayor. Uno no tiene que dar explicaciones si no le apetece.

Ocurrió lo mismo cuando Ellie vino a recogerlo. Miró el apartamento y no se lo expliqué. Le dije que me llamaba Henderson, y no se lo expliqué. Y le enseñé el cuadro, y no se lo expliqué. O, mejor dicho, le expliqué que no se lo iba a explicar.

—Supongo que es una basura —dije—. No entiendo de pintura. Pero lo necesito limpio por un motivo especial.

Ella me preguntó si podía sacarlo del marco. Sólo entonces empecé a prestarle la atención que merecía. Cuando llegó, simplemente parecía una de esos millones de chicas de negro que parecen haber brotado en Inglaterra mientras yo estaba en el extranjero. Suéter negro, pantalones negros, topolinos de puntera cuadrada, una mochilita negra y el pelo teñido de un tono de negro que no existe en la naturaleza. Al menos no en Inglaterra.

Luego sacó de la mochila su caja de utensilios, y aunque se puso a hacer una cosa nada complicada, que yo mismo podría haber hecho —cortar la tira trasera, arrancar unos clavitos y demás—, lo hizo con suma concentración y dedos muy diestros. Siempre he pensado que si quieres llegar a conocer mejor a una persona, no tienes que llevarla a cenar a la luz de unas velas, sino observarla mientras trabaja. Cuando está absorta, pero no en ti. ¿Me entiendes?

Al cabo de un ratito, le hice las preguntas que proyectaba hacerle. Es evidente que admira mucho a Gillian.

Me sorprendí pensando: Me alegro de que no tengas las uñas también negras. De hecho, las tiene cubiertas de una capa espesa, reluciente y transparente. Como el barniz de una pintura, presumo.

Oliver Otra noche de pub. Reflexiones sobre la metamorfosis de tu taberna habitual. En aquel tiempo, antes de que las nieves de antaño se hubiesen fundido, cuando el acorazado de pabellón blanco araba las olas, cuando las monedas pesaban en la palma de la mano y el adulterio real poseía encanto, cuando Westminster era el creador soberano de la ley y la buena manzana inglesa contenía el buen gusano inglés de siempre; en aquellos tiempos, un pub era un pub. Miren al carretero de fornida espalda que abastece de cerveza de fabricación local al dueño de patillas en forma de boca de hacha, que la agua antes de inducir al alcoholismo al adolescente con cara de suero, al idiota babeante, al marido despilfarrador que ha ido a mearse el dinero de casa, al mutilé de guerre con banda sobre el pecho y sentado a horcajadas sobre su taburete predilecto y al provecto de labios pegados que estrella sus fichas de dominó en el rincón del fondo. Los parroquianos guardan sus jarras de peltre colgadas de clavos encima del mostrador, un labrador fétido sestea delante del chisporroteo del fuego y, por un momento —a menos que el hábil oficial de reclutamiento haya arrojado un chelín del rey en tu cerveza suave y amarga—, reina la calma y todo en este viril recinto es inteligible.

No edulcoro esos lugares, ya me entiendes. La abierta frotación de testosterona y la lacrimógena fraternidad de la cerveza no son cosas que deleiten a Ollie. Pero en algún momento, sin duda determinable, se produjo la introducción en la taberna de la respetable consumidora femenina —la bebedora—, el suministro de comida decente y vino irrisorio, la aparición en el pub de juegos, de comediantes, de estriptiseros y de pantallas con imágenes deportivas, de mejor vino y de comida de guía turística, todo lo cual, llámese aburguesamiento o modificación genética, según la piedra de toque que uno prefiera de Stuart, no ha desagradado a Oliver. Unos semióticos que ocuparan los reservados de un pub podrían proponer certeramente que el pub es un icono de más amplias tendencias sociales. Como el dux de Westminster nos recordó recientemente, todos somos clase media. Bienvenidos, pues, turistas, a la Bélgica más grande, a la mayor Holanda.

Concéntrate, Oliver, concéntrate. El pub, por favor. El lugar, el propósito, el personal.

Ah, cómo se asemeja, la voz de la conciencia en su cadencia y fraseología, a la voz de Gillian. ¿Esto es lo que hacen los hombres? Hay muchas teorías sobre con qué se casan los hombres —con su destino sexual, su madre, su doppelgänger, el dinero de su esposa—, pero ¿qué tal la idea de que lo que buscan realmente es su conciencia? Dios sabe que la mayoría de los hombres no saben situarla en su sede tradicional, en algún punto cercano al corazón y al bazo, así que ¿por qué no adquirirla como un accesorio, como un techo de vehículo tintado o un volante con radios de metal? ¿O no podría ser, alternativamente, que lo que los hombres buscan no sea eso, sino aquello en que el matrimonio, necesariamente, convierte a las mujeres? Ahora bien, eso sería bastante más banal. Por no decir más trágico.

Concéntrate, Oliver. Muy bien. Estábamos en una taberna suntuosa —en un Ritz de la cerveza— de las que le gustan a Stuart. Inserta el bonito y, de preferencia, aliterante título que elijas. Estábamos bebiendo…, oh, lo que a ti te parezca. Y Stuart —de esto me acuerdo bien— se comportaba como un amigo. O, incluso, era un amigo. Hubo, tratándose de Stuart, mucho jaleo y pavoneo antes de llegar a su perorata, pero su mensaje, tal como yo lo entendí, poseía una simplicidad yanqui: yo he triunfado, ergo tú también triunfarás. Pregunto cómo, oh, amo menor del universo, con la cabeza arrellanada sobre las patas delanteras como el labrador en el viejo grabado del pub. Supongo que él tiene en mente algún plan de negocios o alguna estrategia de salvamento. Yo insinúo sutilmente que me vendría bien una inyección de liquidez; estoy a punto de compararme con un yonqui, pero me abstengo, en presencia de alguien con tan escasa imaginación, y en vez de eso sugiero, más sanamente, que necesito una inyección de liquidez como un diabético necesita su insulina. Stuart me juró una discreción de scout con respecto a Gillian; en efecto, podríamos haber sacado nuestros cuchillos del ejército suizo y con un corte en los pulgares haber formulado un juramento de fraternidad de sangre.

—Entonces —dije, mientras posábamos nuestras sendas jarras en las esterillas para la cerveza—, ¿sin rencores? ¿Sangre pasada?

—No sé de qué me estás hablando —contestó.

O sea que todo va bien.

Madame Wyatt Stuart me pregunta qué son los buenos sentimientos. Le digo que no sé de qué me habla. Responde:

—Todo el mundo dice sin rencor, o sea, sin malos sentimientos, madame Wyatt, y yo entonces me pregunto cuáles son los buenos.

Le digo que llevo viviendo aquí treinta años o más —probablemente más—, pero que desde luego no entiendo este lenguaje de locos. O el inglés de locos, a todo esto.

—Oh, yo creo que sí lo entiende, madame Wyatt, creo que nos entiende demasiado bien.

Y me guiñó un ojo. Al principio pensé que era un tic nervioso que había contraído, pero claramente no era eso. No era una conducta típica del Stuart que yo recuerde de antes.

Pero es que ha cambiado mucho. Da la impresión, si se me entiende bien, de ser una persona que ha solventado todos sus problemas con el fin de adoptar con entusiasmo otros nuevos. Está más delgado que antes y no tan ansioso de agradar. No, esto no es del todo cierto. Pero entre los hombres hay maneras distintas de gustar, o al menos de intentarlo. Algunos descubren lo que agrada a los demás y tratan de ejercitarlo, mientras que otros se limitan a hacer lo que se proponen con la expectativa y la confianza de que lo que han decidido hacer agradará en cualquier caso. Stuart ha pasado del primer tipo al segundo. Por ejemplo, ha concebido lo que él llama un plan de salvamento para Gillian y Oliver. No creo que Gillian y Oliver le hayan pedido que les salve. ¿No es así? Entonces quizá lo que está haciendo sea peligroso. Para él, no para ellos. Rara vez se nos perdona que seamos generosos.

Stuart no parece siquiera prestar atención cuando le digo esto. Me pregunta, en cambio: «¿Conoce la expresión sangre pasada

¿Por qué soy de repente una experta de la lengua inglesa? Le digo que suena como cuando le das un puñetazo en la nariz a alguien.

—Ha dado justo en el clavo, como de costumbre, madame W —me contesta.

Ellie La gente que se conoce en este trabajo… no la conocerías normalmente. Por ejemplo, yo soy una restauradora de pinturas de veintitrés años que gana el dinero justo para pagarse el alquiler y el sustento, y ellos son lo bastante ricos para tener cuadros que necesitan restauración. Son muy educados, pero la mayoría no tienen ni idea de pintura. Yo sé mucho más de cuadros que ellos, los aprecio más, pero los cuadros son suyos.

Por ejemplo, el dueño de este cuadro. Mira, lo pondré a una luz mejor para que lo veas. Sí, tú lo dijiste. Las verjas de un parque de mediados del siglo XIX. Prácticamente admitió que era una basura, sin más. Si yo hubiera sido Gillian probablemente habría dicho que no, que no sólo es una porquería, sino una porquería completa, pero como no soy ella me limité a decir que nunca hay que discutir con un cliente, y él se rio, pero no dio explicaciones. Supongo que lo habrá heredado. De una tía ciega.

Lo mismo puedo decir respecto al modo en que me encontró: no lo explicó, en realidad. Dijo que me había buscado en la guía. Puntualicé que yo no figuraba en las páginas amarillas, y él dijo que alguien me había recomendado: ¿quién? Oh, no se acordaba, no sabían el número, bla bla bla. La mitad del tiempo era un hombre misterioso y la otra mitad parecía estar perfectamente centrado.

Vive en un apartamento totalmente vacío de St. John’s Wood. No se sabe si acababa de mudarse allí o si estaba a punto de marcharse del barrio. Las luces eran horribles, había unas cortinas de encaje espantosas y nada en las paredes: y digo bien, nada. Tal vez se dio cuenta de repente y salió a comprar este cuadro.

Por otro lado, se mostró muy interesado por el aspecto comercial de las cosas. Me hizo un montón de preguntas sobre precios, alquileres, materiales, técnicas. En cierto modo sabía hacer las preguntas adecuadas. Quiénes eran nuestros clientes, qué necesitábamos en el estudio. Dijo que la persona que me había recomendado le había puesto por las nubes a mi «socia». Mi jefa. Así que le hablé un poquito de Gillian.

—Seguramente ella ya le ha dicho que no vale ni el lienzo en que está pintado —dije en un momento dado.

—Entonces menos mal que he venido a verla a usted y no a ella, ¿verdad?

Podría ser un americano que hubiese perdido el acento.

Oliver La ley del efecto involuntario. Ya ves, cuando me enamoré de Gillian, qué poco pensé en que nuestro coup de foudre exiliaría a Stuart al Nuevo Mundo dorado y le convertiría en un tendero. Qué poco sabía: ni siquiera sospeché que había una ley que contemplaba eventualidades semejantes. Y luego —avancemos un decenio— tenemos el tema típico de Poussin: el retorno del exiliado. La amistad restaurada. El feliz trío de nuevo dichoso. Hallada la pieza que falta del rompecabezas. Me vería tentado de comparar a Stuart con un hijo pródigo, pero qué cojones, es el santo de alguien todos los días del año, así que habrá un San Stuart, levantemos la copa y brindemos por nuestro hijo pródigo.

San Stuart. Lo siento, me entra la risa. Stabat mater Dolorosa, y agolpados en una predella que hay debajo están San Brian, Santa Wendy y San Stuart.

Gillian Te gusta mamá, ¿verdad? Seguramente piensas que es —¿qué?— un vejestorio astuto, todo un personaje. Seguramente coqueteas un poco con ella. No me extrañaría. Oliver y Stuart lo hacían los dos, cada uno a su manera. Y apuesto a que mamá ha coqueteado contigo, al margen de tu edad o tu sexo. Ella es así. Seguramente ya te la has metido en el bolsillo.

Muy bien, no soy celosa. Lo habría sido en otra época. Madres e hijas…, ya sabes lo que pasa. Y, además, madre e hija sin un padre, ¿también sabes lo que pasa? Lo que la hija adolescente piensa de… los pretendientes de su madre, llamémosles así, lo que la madre piensa de los novios de su hija. Hubo una época que a ninguna de las dos nos gusta evocar. Ella pensaba que yo era demasiado joven para el sexo, y yo pensaba que ella era demasiado vieja para eso. Yo salía con chicos de un aspecto realmente sucio, y ella salía con socios ejemplares del club de golf que se preguntaban si ella tendría algunos millones de francos apartados. Ella no quería que yo me quedara embarazada. Yo no quería que a ella la humillaran. Eso decíamos, de todos modos. Lo que pensábamos era un poco distinto, menos agradable.

Pero ya se acabó. Nunca vamos a ser como esas madres e hijas vomitivas que salen en las revistas y que siempre están hablando de que son las mejores amigas del mundo. Pero te diré lo que yo admiraba de mamá. Nunca se ha compadecido de ella misma; o si lo ha hecho no lo admite. Tiene su orgullo. La vida no le ha ido como ella esperaba, pero se maneja bien. Esto no parece una lección, ¿verdad? Aun así, es la que ella me enseñó. Cuando yo estaba creciendo siempre me daba consejos y yo no los escuchaba, y la única lección de verdad que aprendí fue una que ella no trató de inculcarme.

Así que yo también me las apaño. Como cuando…; oye, probablemente no debería contarte esto; a Oliver no le haría ninguna gracia, lo consideraría una traición, pero hace un año o dos Oliver tuvo su… ¿qué? ¿Episodio? ¿Enfermedad? ¿Depresión? Las palabras no parecían servir en aquel entonces y siguen sin servir. ¿Te contó algo de esto? No, sabía que no. Oliver también tiene su orgullo. Pero recuerdo —vívidamente— que un día volví a casa temprano y que él seguía tumbado exactamente donde yo le había dejado, de costado, con una almohada encima de la cabeza que sólo permitía verle la nariz y la barbilla, y él notó mi peso cuando me senté en la cama, pero no reaccionó. Dije —y las palabras sonaron impotentes en mis labios mientras las pronunciaba—: «¿Qué ocurre, Oliver?»

Y él no respondió con una de sus voces jocosas, sino directamente, como haciendo un gran esfuerzo por responder a mi pregunta:

—La inexpresable tristeza de las cosas.

¿Crees que, en parte, es eso? ¿Las cosas inexpresables, me refiero? Si la depresión es el lugar en que las palabras sobran, la imposibilidad de expresarla tiene que hacer más insoportable tu desazón, tu aislamiento. Conque dices, valerosamente: «Oh, estoy un poco decaído», o «me siento tristón», pero las palabras empeoran tu estado, no lo mejoran. Me refiero a que todos hemos pasado por eso, o casi, en algún momento, ¿no? Y como Oliver sabe usar las palabras —como habrás notado—, que él, precisamente, sienta que las cosas son inexpresables…

Después añadió algo más, que recuerdo también. «Por lo menos no estoy en posición fetal.» Y tampoco hubo una respuesta a eso, porque fue como si Oliver dijese: «Conozco todos los tópicos tan bien como tú.» Y Oliver puede ser lo que sea, pero es inteligente, y es inaguantable ver a alguien que es inteligente con respecto a su propia depresión. Porque en parte comprendes que su inteligencia le ha ayudado a caer en ella, pero que no le va a servir para sacarle. No quería ver a un médico. Les llama «los cabalistas». En realidad, llama así a todos los expertos con los que no está de acuerdo.

Y como me asusta que pueda recaer, lo tengo todo organizado. Sigo en la brecha. Soy la señorita Eficiente. Ahora doña Eficiente. Creo —espero— que si mantengo una estructura en nuestra vida, Oliver puede andar a su aire por la casa sin correr mucho riesgo. En una ocasión intenté explicarle esto, y él dijo: «Oh, ¿quieres decir como en una celda de castigo?» Que es el motivo por el cual ya no explico tanto las cosas. Las hago, eso es todo.

Oliver Lo siento, pero he sufrido un súbito ataque de pánico. Nada serio. Sólo la idea de que realmente podría haber habido un San Stuart. Soñemos un rato con su hagiografía. El hijo santito de la viuda de un buen soldado en la provinciana Asia Menor. Mientras otros muchachos se dedicaban a aumentar la elasticidad de sus prepucios, el joven Stuart prefería enhebrar judías secas en un cordel. Al crecer se convirtió en un recaudador de impuestos, con el pelo prematuramente encanecido, en la ciudad de Esmirna, donde su contabilidad pedante destapó un temprano chanchullo romano. El edecán del gobernador de la provincia metía la pezuña en el barril de cereales. La tapadera del gobernador requería tristemente la ejecución de Stuartus de Esmirna por el delito amañado de escupir y defecar sobre los ídolos del templo. Los agitadores cristianos de la chusma, oportunistas, le proclamaron mártir: ¡he aquí a San Stuart! ¡La ley del efecto involuntario actúa de nuevo! Día festivo: el 1 de abril. Patrón y protector de las hortalizas no modificadas.

Corrí a consultar el Diccionario de santos. Hiperventilaba mientras pasaba las páginas. San Simeón el Estilita, San Espiridón, San Esteban (montones), San… Sturm, San Sulpicio, Santa Susana. ¡Uf! Qué feliz salto. A punto estuvo.

Llámame esnob de los nombres, si quieres. Llámame Oliver. El mejor compañero de Roldán. La batalla de Roncesvalles. La derrota de los sarracenos. Una disputa trágica entre los camaradas. Frase: dar un Roldán por un Oliver, id est, el intercambio de poderosos martillazos en batalla. Ah, la era de mitos y leyendas. Carlomagno, la caballería, los altos pasos pirenaicos, el futuro de Europa, el futuro de la misma cristiandad en juego, la heroica retaguardia, la emocionante llamada de los cuernos al combate, el sentido de la vida humana, por muy intrascendente que sea, por más que fuese una ficha en el juego de las pulgas, pero una ficha arrojada en medio de la confrontación de fuerzas superiores. Ser un peón era, en efecto, ser alguien cuando había caballeros y obispos y reyes en el tablero, y cuando un peón podía soñar con convertirse en reina, cuando había negro contra blanco, y Dios en las alturas.

¿Ves lo que hemos perdido? Hoy en día sólo hay peones a la vista, y ambos bandos son de color gris. Hoy en día Oliver tiene un camarada que se llama Stuart, y esa pendencia entre ellos no tiene apenas eco. «Dio un Stuart por un Oliver.» Vaya cosa. Una pelea con bolsos a diez metros.

Por otro lado, ¿crees que Hollywood podría estar preparado para La canción de Roldán? La última película de compadres. Acción, paisajes, grandes retos y el amor de mujeres rubias. Bruce Willis de Roldán encanecido, Mel Gibson en el papel del legendario Oliver.

Lo siento, me ha entrado la risa otra vez. Mel Gibson en el papel de Oliver. Tendrás que disculparme.

Gillian Oliver dijo:

—¿Tú crees que a Ellie le convendría?

—¿Le convendría qué?

—Stuart, por supuesto.

¿Stuart?

—¿Por qué no? No es tan feo. —Le miré fijamente—. He pensado que podríamos invitarles a los dos. Darles un saag gosht y un balti de gambas.

Debes saber que a Oliver no le gusta apenas la comida india.

—Oliver, esa idea es ridícula.

—¿Y combinar las dos cosas? Ponerles un saag de gambas. Lo mejor de ambos mundos. ¿No? ¿Pollo channa? ¿Brinjal bhati?

Le gustan más las palabras que lo que designan, ¿comprendes? Supongo que es un primer plato.

¿Allo gobi? ¿Tarka daal?

—Él la dobla en edad y está casado.

—No, no lo está.

—Ellie tiene veintitrés…

—Y él es de nuestra edad.

—Muy bien, técnicamente…

—Y piensa —dijo Oliver— que a cada año que pasa, él tendrá menos que el doble de su edad.

—Y está casado.

—No.

—Me dijiste…

—No. Lo estuvo. Ya no lo está. Es un hombre libre, aunque nadie pueda serlo o lo sea de verdad, como los filósofos han demostrado con pruebas de tediosa frecuencia, aunque distintas.

—¿Entonces no está casado con una norteamericana?

—Ya no. ¿Qué te parece, entonces?

—¿Qué me parece? Oliver, creo simplemente que es —en estos tiempos procuro evitar palabras como chalado, majara, loco y demás— tan impráctico como creía antes.

—Bueno, tenemos que buscarle a alguien.

—¿Tenemos? ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

Oliver hizo un mohín.

—Él haría algo por nosotros. Nosotros tenemos que hacer algo por él. Anticiparnos.

—¿Algo como servirle en bandeja a mi ayudante?

—¿Samba de verduras? ¿Metar paneer?

Stuart Sangre pasada. Como cuando le das un puñetazo en la nariz a alguien. La buena de madame Wyatt. O, para ser exacto en este caso, como cuando le di un cabezazo a Oliver.

¿Te has fijado en una cosa de madame W? Su inglés parece haber empeorado. No creo que me lo esté imaginando. Ha vivido aquí los últimos diez años, y en lugar de mejorar su inglés, o de mantenerlo igual, ha empeorado. ¿A qué lo atribuyes? Quizá cuando envejecemos empezamos a olvidar las cosas que aprendimos de adultos. Quizá acabemos sabiendo sólo lo que aprendimos de niños. En cuyo caso, ella acabará hablando solamente francés.

Gillian Impráctico; qué… palabra más práctica. Hace unos años, estuve seriamente tentada. Me gustaba en serio… esa persona. Sabía que era recíproco. Me figuré lo que le diría si él me solicitaba. Y sabía que le diría: «Me temo que es impráctico.» Y no soportaba oírme decir eso. Así que me aseguré de no ponerme nunca en situación de que él me solicitase.

¿Por qué crees que Stuart no me dijo que ya no estaba casado? Desde luego no le faltó ocasión de decirlo.

El único motivo que se me ocurre es el siguiente: le daba mucha vergüenza. Siguiente pregunta: ¿por qué avergonzarse a esa edad y a estas alturas en que nadie te juzga, por grande que haya sido tu fracaso en algo? Y la única respuesta que se me ocurrió fue la siguiente: ¿y si el segundo matrimonio de Stuart terminó de una manera que le recordó la forma en que acabó el primero? Es un pensamiento horrible, horripilante. No puedo preguntárselo, ¿verdad? Es él quien debe decírmelo.

Terri Hay unos cangrejos violinistas que supongo que no existen en vuestro país. Lo que tienen de especial es que desarrollan una pinza grande, sólo una: la otra conserva su tamaño normal. Y como esa pinza grande es un auténtico manjar, los cangrejeros la arrancan y tiran el resto del cangrejo al agua. ¿Y sabes lo que hace el cangrejo? Empieza a regenerar la pinza perdida. Es lo que dice la gente, así que supongo que es cierto. Se diría que el cangrejo debería quedar traumatizado, hundirse en el agua y morirse. Qué va. Vuelven otra vez, como si nunca les hubiesen arrancado la pinza.

Como dice mi amiga Marcelle: ¿no te recuerda algo?