Gillian Cuando dije que nos desplomamos en la cama y no hacemos el amor, sabías que era una broma, ¿verdad? Yo diría que practicamos el sexo con tanta frecuencia como el promedio nacional, sea el que sea. Con tanta como tú, quizá. Y parte del tiempo es sexo semejante al promedio nacional. Estoy segura de que tú me entiendes. Segura de que tú también lo practicabas. Puede que estés a punto de hacerlo, cuando acabes este párrafo.
Así va la cosa. No tan a menudo como antes (y nada en absoluto cuando Oliver cayó enfermo). Cada vez más, las mismas noches de la semana, viernes, sábado y domingo. No, suena jactancioso. Una de las tres. Generalmente el sábado; el viernes estoy demasiado cansada, el domingo estoy pensando en el lunes. El sábado, entonces. Un poco más a menudo cuando hace calor, un poco más también en vacaciones. Tampoco hay que descartar el efecto de una película erótica, aunque, a decir verdad, hoy en día parece surtir el opuesto. Cuando era más joven, el sexo en el cine solía producirme un flujo húmedo. Ahora, sentada en mi butaca, pienso: No es así, y no me refiero a que no sea así para mí, sino que no es así para nadie. O sea que no funciona como afrodisíaco. Para Oliver todavía sí, lo que puede causar problemas.
Una se sorprende pensando que, bueno, podríamos postergarlo para otro momento; por ahí no parece que lleguemos a ningún sitio. El momento del deseo se vuelve más… frágil, creo. Estás viendo un programa de televisión, medio pensando en ir a la cama, y luego cambias de canal, ves alguna basura y al cabo de veinte minutos los dos estamos bostezando y el momento ha pasado. O uno de los dos quiere leer y el otro no, y uno de los dos espera tumbado en la penumbra a que el otro apague la luz, y entonces la espera, la esperanza, se convierte en un ligero rencor, y el momento pasa, y eso es todo. O transcurren unos días —más de lo habitual, de todos modos—, y descubres que el tiempo obra simultáneamente en dos sentidos. Por un lado echas de menos el sexo y por el otro empiezas a olvidarlo. Cuando éramos niños pensábamos que los monjes y las monjas tenían que estar secretamente cachondos todo el rato. Ahora pienso: Apuesto a que a la mayoría de ellos les trae sin cuidado, y apuesto a que el rijo desaparece solo.
No me entiendas mal. Me gusta el sexo; y también a Oliver. Y todavía me gusta el sexo con él. Él sabe lo que me gusta y lo que quiero. El orgasmo no es un problema. Los dos sabemos la mejor manera de alcanzarlo. Podría decirse que eso casi formaba parte del problema. Si es que hay alguno. Es decir, casi siempre hacemos el amor de la misma forma: el mismo lapso, la misma duración (qué horrible palabra) de los preámbulos, la misma postura o posturas. Y lo hacemos así porque es como mejor funciona; es como sabemos por experiencia que nos gusta más. Así que se transforma en una tiranía, en una obligación o algo por el estilo. En cualquier caso, es imposible cambiar. La regla con respecto al sexo conyugal, si te interesa saberla —y quizá no te interese—, es que al cabo de unos años no puedes hacer nada que no hayas hecho antes. Sí, ya sé, he leído todos esos artículos y consultorios sobre la manera de añadir picante a tu vida sexual, de hacer que él te compre ropa interior especial, y que a veces basta con una cena romántica los dos solos con velas, y dedicar un remanso de paz a estar juntos, y me río porque la vida no es así. Mi vida, por lo menos. ¿Remanso de paz? Siempre hay un montón de ropa para la colada.
Nuestra vida sexual es… amistosa. ¿Entiendes lo que quiero decir? Sí, ya veo que lo entiendes. Quizá demasiado bien. Somos compañeros. En el sexo disfrutamos de la mutua compañía. Hacemos todo lo posible por el otro, procuramos su bienestar durante el acto. Nuestra vida sexual es… amistosa. Seguro que hay cosas peores. Mucho peores.
¿Te he quitado las ganas? La persona que tienes a tu lado ha apagado la luz hace un rato. Respira de ese modo que parece que duerme, pero en realidad no duerme. Probablemente has dicho: «Sólo voy a acabar este párrafo», y has recibido en respuesta un gruñido amistoso, pero luego resulta que lees un poco más de lo que habías previsto. Aunque esto no tiene importancia ahora, ¿no? Porque te he quitado las ganas. Ya no te apetece el sexo. ¿Sí?
Marie Justo Stuart y el gato Pluto vienen a cenar.
Sophie Plutócrato.
Marie El gato Pluto.
Sophie Es un plutócrato. Significa que tiene un montón de dinero.
Marie Justo Stuart y el gato Pluto vienen a cenar.
Stuart Les propuse llevarles a cenar fuera, pero dijeron que tenían problemas para conseguir una canguro. Cuando llegué a su casa me había tranquilizado, porque había estado conduciendo por algunas páginas bastante poco conocidas del callejero. No viven en un sitio considerado territorio propicio para abrir restaurantes. Nada más hay locales de comida para llevar a los que Oliver en los viejos tiempos llamaba focos de botulismo.
Me perdí un par de veces en la oscuridad y la lluvia, y empecé a desear que la ciudad estuviese construida según un esquema cuadriculado. Al final, de todos modos, llegué a la punta del noreste de Londres donde viven. Una palabra para describir el barrio es «mixto». Para que las inmobiliarias lo anunciaran como una zona «con futuro», tendrían que arrostrar el riesgo de un pleito. ¿Todavía se dice «aburguesamiento» aquí? Antes se decía. Pero he estado fuera del circuito un tiempo. Al mirar la calle en que viven Oliver y Gillian tuve una duda: ¿eran las casas las que iban a más o la gente la que iba a menos, o al revés? Una casa tiene una alarma contra robos, la otra está cerrada con tablones; una tiene un farol y la siguiente múltiples inquilinos y un casero que no la ha pintado desde la guerra. Había un par de contenedores, pero de un aspecto un tanto deprimente. ¿Existe otra palabra más idónea que «aburguesamiento»?
Viven en la mitad inferior de una casa en una hilera de adosadas: ocupan el sótano y una parte de la planta baja. La barandilla de metal tembló cuando bajé las escaleras y había agua estancada al lado de la puerta. Una mano que sin duda no era la de Gillian había pintado «37A» sobre los ladrillos. Oliver acudió al oír el timbre, cogió la botella que yo llevaba en la mano, la examinó y dijo: «Qué ocurrente.» Luego se puso a leer la etiqueta de detrás: «Contiene sulfitos», recitó. «Vaya, vaya, Stuart, ¿dónde están tus credenciales verdes?»
Bueno, la pregunta es compleja. Estaba a punto de decir que aunque teóricamente yo era partidario de los vinos orgánicos, los aspectos prácticos resultaban complicados —de hecho, empecé a decir algo de este tenor—, cuando Gillian salió de la cocina. En realidad, es más un cubículo o una recocina. Se estaba secando las manos con un paño. Oliver empezó inmediatamente a dar saltitos, montando un numerito estúpido —«Gillian, te presento a Stuart. Stuart, ¿puedo presentarte a…?», etc.—, pero yo no le presté atención y creo que ella tampoco. Gill tenía aspecto de… de mujer hecha y derecha, ya me entiendes. No quiero decir adulta —aunque también eso—, y tampoco mayor, aunque también eso. No, parecía una mujer hecha y derecha. Podría tratar de describirla, y de expresar qué diferencias había, pero no es un modo adecuado de explicarlo, porque yo no estaba haciendo un inventario. Al volver a verla, procuré apreciarla de una manera general, ya me entiendes.
—Estás más delgado —dijo ella, lo cual era amable por su parte, porque la mayoría de la gente dice: «Tienes canas», para romper el hielo.
—Tú no —contesté, una réplica bastante floja, pero fue lo único que se me ocurrió en aquel momento.
—Oh, sí, has adelgazado, oh, no, no has adelgazado, oh, sí, oh, no —dijo Oliver con una voz de pantomima.
Gillian había preparado una deliciosa lasaña vegetariana. Oliver abrió mi botella y la declaró «muy soplable», y a continuación hizo comentarios aprobadores, aunque condescendientes, sobre la creciente calidad de los vinos del Nuevo Mundo, como si yo fuese un norteamericano de visita o alguien con quien estuviese haciendo negocios. No es que yo crea que Oliver hace muchos negocios.
Charlamos sin acercarnos a zonas peligrosas.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —preguntó ella hacia el final de la velada. Lo preguntó sin mirarme.
—Oh, sin límite de tiempo, creo.
—¿Y cuánto tiempo es eso?
Esta vez lo dijo con una sonrisa, pero todavía sin mirarme.
—Tan largo como un trozo de cuerda —dijo Oliver.
—No —dije—, no me habéis entendido. He venido a quedarme.
Vi que la noticia les sorprendía a ambos. Cuando empezaba a explicárselo, se oyó un chasquido en la puerta y frente a mí apareció una cara. Me examinó un instante y dijo:
—¿Dónde está tu gato?
Gillian Pensé que la situación sería embarazosa. Pensé que Stuart estaría incómodo; no era fácil que se sintiera a gusto. Pensé que quizá yo no pudiese mirarle a la cara. Sabía que debía hacerlo. Pensé: Es una locura, ¿por qué ha tenido que invitarle Oliver? ¿Por qué Oliver me ha avisado sólo tres horas antes?
No fue una situación tensa. Lo único molesto fueron los aspavientos de Oliver para que nos encontráramos a gusto. Lo cual no era en absoluto necesario. Stuart ha madurado mucho. Está más delgado, y el pelo gris parece sentarle bien, pero sobre todo está más sereno, más relajado. Fue algo sorprendente, dadas las circunstancias. O tal vez no. Al fin y al cabo, se ha lanzado al mundo, se fue al extranjero, tiene la vida hecha, ha ganado dinero y aquí estamos nosotros, lo mismo que antes salvo por las niñas, y un poquito peor materialmente. Podría haberse permitido una actitud paternalista, pero no lo hizo. Tuve la impresión de que Oliver le impacientaba un poco; no, no es del todo exacto, fue más bien como si Oliver estuviese haciendo un número de cabaré y Stuart esperase a que terminara la función para pasar a los asuntos serios. Debería haberme molestado que mirase así a Oliver, pero lo cierto es que no me molestó.
Pero Oliver sí se sintió ofendido. Cuando empecé a repetir (sin la menor necesidad, puesto que era lo primero que yo había dicho) que Stuart había adelgazado, Oliver me dijo: «¿Sabías que los cerdos sufren anorexia?» Yo me quedé mirándole y él añadió: «Me lo ha dicho Stu», como si eso mejorase la cosa.
Pero Stuart lo pasó por alto, se lo tomó como si fuese un giro natural de la conversación. Al parecer es cierto que los cerdos pueden contraer los síntomas de la anorexia. En especial las cerdas. Se vuelven hiperactivos, rechazan la comida y pierden peso. ¿Cuál es la causa?, pregunté. Stuart dijo que no se sabía con exactitud, pero que debía de ser consecuencia de la cría intensiva. Queremos nuestro puerco magro, pero los cerdos magros son más propensos al estrés. Una teoría es que el estrés activa un gen poco común que causa que los animales se comporten así. ¿No es terrible?
—Cerdo humano —dijo Oliver, como si fuese la chispa de la historia.
Yo había olvidado lo amable que era Stuart. No sabía lo que iba a pasar con las niñas, porque… bueno, en fin. Decidí que se acostaran a su hora, para que Marie estuviese dormida —en teoría—, pero Sophie estaría media hora con Stuart si éste llegaba puntual, lo que por supuesto hizo. Sophie tiene ese don temible de hacer siempre la pregunta que no debe. También tiene una manera directa de tratar con la gente; no es nada tímida. Así que después de estrecharle la mano educadamente, miró de lleno a la cara de Stuart y dijo: «Tenemos entendido que es usted muy rico y que va a financiar algunos proyectos de papá.»
Como puedes imaginar, yo no sabía adonde mirar, excepto hacia Oliver, que se cuidó muy bien de evitar mi mirada. Yo me había sonrojado por dentro, y es probable que también exteriormente, por aquel «tenemos» que Sophie había empleado, cuando Stuart, sin perder la compostura, y con un tono perfectamente normal, dijo:
—Me temo que es un poco más complicado de lo que parece. Todas las solicitudes deben presentarse a la junta, ¿sabes? Yo sólo soy un voto entre muchos.
Yo estaba pensando: Gracias, Stuart, ha sido una gentileza, gracias por la deferencia, cuando Sophie dijo:
—Así que sólo nos está engatusando.
Lo dijo con su cara seria. Stuart se rio.
—No, no os estoy engatusando. Tiene que haber una estructura, ¿entiendes? Está muy bien ser un filántropo, pero tiene que existir una justicia. Y sólo se puede ser justo si tienes una estructura, ¿no crees?
Sophie sólo pareció convencida a medias.
—Si usted lo dice.
Cuando ya se hubo acostado, dije:
—Gracias.
—Oh, eso. No, yo sé hablar como un empresario. Demasiado bien, si es necesario.
Y no dijo más al respecto. Se limitó a considerar la pregunta de Sophie como una fantasía de niña, lo que, por supuesto, no era.
Más tarde, la puerta se abrió unos centímetros y Marie asomó la cara. Dijo algo que pareció un aparte en el teatro. Stuart estaba en plena conversación, hizo una pausa y le lanzó un gran guiño. No lo hizo para impresionarnos, no creo que viese que yo lo había advertido.
Ciertamente había prosperado. No es que hablara de ello. Simplemente era algo en sus modales. Y se viste con más elegancia. Supongo que es obra de su mujer. No le pregunté por ella. Nos abstuvimos, sólo para eludir otras zonas de peligro.
La lasaña estaba demasiado hecha. Me enfadé conmigo misma.
Oliver Otro triunfo para el jefe de pista.[7] El restallido de mi látigo persuadió a la sarna leonina y a la nalga cubierta de lentejuelas de que moviesen el esqueleto delante de la luz estroboscópica. Música de fondo: la Parade de Satie. Partitura que, recuerdo, contiene elementos tanto de látigo de circo como de máquina de escribir. Los símbolos que debieran estar entrelazados en el futuro escudo de armas de Oliver.
Todo fue de perlas. No me hizo falta la visión de Nostradamus para adivinar que Stuart llegaría con un caso hospitalizable de tétanos y la relajación muscular de una estatua de la isla de Pascua, pero le puse a sus anchas alabando el vino que tan plutocráticamente había traído para la ocasión. Pinot tinto de Tasmania, ¡nada menos! Gillian estaba tan tensa que incineró la pasta. Las niñas estuvieron estupendas, damiselas consumadas las dos. A Stuart parecía obsesionarle la cuestión de si el vecindario era o no cada vez más burgués, palabra que pronunció como si la sujetara con pinzas de chimenea. ¿Sabes lo que le pasaba? Seguramente le inquietaba que algún Che Guevara local le birlase los tapacubos de su BMW mientras él bebía y cenaba.
La verdad es que jode que Stuart tenga un BMW, ¿verdad? Y vaya que me jodió despedirle desde la puerta una noche tan de perros como aquella en que el cuerpo de San Marcos regresó a Venecia. Si damos crédito a nuestro Tintoretto. Las farolas pestañeaban patéticamente, mientras que el asfalto brillaba como el flanco pintado de un etíope. Cuando se alejaba como haciendo slalom con su tracción de cuatro ruedas, yo murmuré: «Auf Wiedersehen, O Regenmeister.»[8] El Ringmaster conoce al Regenmeister; ojalá se me hubiera ocurrido antes.
Tengo que admitir, por mucho que me cueste, que una vez que Stuart superó su inicial trauma social, pareció sentirse bastante a gusto. Algo repulsivo a ratos, si quieres que te diga la verdad. Me interrumpió en dos ocasiones distintas, cosa que jamás hubiese ocurrido dans le bon vieux tems du roy Louys. ¿Qué ha provocado, a tu modo de ver, esta modificación genética en mi compadre orgánico?
Sí, todo fue de perlas, y es muy extraño este modismo aplicado a un acto social, teniendo en cuenta la cantidad de perlas que suelta la mayoría de la gente.
Stuart Oh, sí, les pregunté desde cuándo eran vegetarianos.
—No lo somos —dijo Gillian—. Ni lo hemos sido nunca. Es decir, nos gusta comer alimentos sanos. —Calló un momento y luego añadió—: Pensamos que tú sí lo eras.
—¿Vegetariano yo? —negué con la cabeza.
—Oliver. Siempre entiendes mal las cosas. —No lo dijo con mala leche, ni sarcásticamente. Por otra parte, tampoco lo dijo con cariño. Lo dijo con una especie de resignación, como si así fueran las cosas, y hubieran de seguir siendo, y a ella le tocase apechugar con las consecuencias.
Ella sí había engordado un poco, ¿verdad? Pero ¿por qué no? Le sienta bien. No me gusta ese pelo corto por detrás que se dejan las mujeres hoy en día. Y nunca pensé que el color de Gillian fuera el amarillo. Aun así, no es asunto mío, ¿no?
Oliver Stuart, involuntariamente, se pagó la cena cantando; es decir, canturreó una pura frase de Pergolesi entre los Frank Ifield. Estaba parloteando sobre la amenaza contra el universo tal como lo conocemos; en otras palabras, sobre el auge de la biodiversidad y sobre que los genes modificados en suéters negros de cuello de cisne irrumpirían en los hasta ahora protegidos dominios del baluarte de la naturaleza, y el tímido pájaro cantor enmudecería y la berenjena reluciente perdería su brillo, y todos los retoños se encorvarían y transformarían en esperpentos de pueblo salidos de Brueghel —tampoco es que eso fuese demasiado malo si la alternativa era una raza de Stuarts—, y sobre que la modificación genética era un monstruo de Frankenstein —en ese punto tuve ganas de berrear una nota lo bastante aguda para romper toda la cristalería de la casa, porque el quid de lo del monstruo estribaba en que era un infeliz inofensivo y no representaba una amenaza para nadie, sino que tan sólo, por desgracia, personificaba por azar muchos de los terrores nimios de la humanidad—, pero Stuart siguió con su perorata plúmbea, pesadísima —tan pesada como un collar de melones, como dijo un ingenioso— sobre GM[9] —¿no odias las siglas?—, y yo estuve a punto de preguntar: a) qué tenía que ver con el asunto la General Motors, y b) si el éxito de la verdulería no pestilente de Stuart no dependía precisamente del miedo al gen maléfico, y que si eliminábamos dicho temor no se iría cuesta abajo el dicho emporio de zanahorias, cuando él empleó una frase que obró como el chasquido de dedos de un hipnotizador.
—¿Qué has dicho?
Naturalmente, me dijo todas las demás cosas que había dicho, como un buscador de oro que muestra enloquecido el cuarzo. Por último, la yema de sus dedos excavando enseñaron el fulgor de lo auténtico.
—La ley del efecto involuntario.
Explicó que este principio era aplicable cuando, por ejemplo, las cosechas frankensteinianas resultaban ser incomestibles para los herbívoros, un rasgo que… Y así sucesivamente. Pero me había extraviado, y yo estaba tupidamente perdido.
La ley del efecto involuntario. ¿No suena eso, más que como un tímido aunque por suerte incontaminado gorjeo de una curruca en un seto, como un coro poderoso al que la humanidad, la naturaleza y el Todopoderoso suman sus voces? (Que se entienda que utilizo Todopoderoso como una metáfora. Se puede sustituir por Thor, Zeus o el bueno de Johnny Quark, según los gustos). ¿No es una simple frase escrita en neón? Ponla ahí al lado de «la palabra hecha carne», «qué será, será», «Si monumentum requiris, circumspice», «jinetes, pasad de largo», «hemos dejado sin hacer esas cosas que deberíamos haber hecho», y «con manos temblorosas, le desabrochó el sujetador». La ley del efecto involuntario. ¿No explica esa ley tu vida del mismo modo que explica la mía? ¿Qué metafísico, qué moralista, lo expresaría mejor?
No me malinterpretes. Si eres un poco menos pro-Olli de lo que podrías ser —y sospecho que lo eres—, quizá pienses que el que yo abrace este principio refulgente es exculpatorio en cierta medida. Como si lo usara para gimotear: no es culpa mía, hacendado. Por el contrario —y mejorando lo presente—, lo considero como la auténtica expresión del principio trágico de la vida. Esos dioses antiguos están muertos, y el pequeño Johnny Quark es un Stuart con traje gris de mi cosecha, pero la ley del efecto involuntario es algo grande, eso sí que es griego, nos ilustra sobre lo ancha que es la grieta entre intención y acto, entre propósito y consecuencia, lo vanos que son nuestros esfuerzos por medrar, lo precipitada y luciferina que es nuestra caída. ¿No estamos todos perdidos? Los que lo saben no son los más extraviados. Los que lo saben se encuentran a sí mismos, porque se han percatado de su completo extravío. Así habló Oliver en el año de nuestro Quark.
Gillian Por supuesto, te puedes haber casado con el sexo sin estar casado. Me figuro que ése es el peor de los dos mundos. Lo siento, no quería quitarte las ganas. Quizá estés ahora a punto de practicar el sexo.