Stuart A Oliver pareció desconcertarle tener noticias de mí. Bueno, supongo que no es raro. La persona que llama por teléfono piensa siempre más en el destinatario de la llamada que viceversa. Hay gente que llama y dice: «Eh, soy yo», como si fuera la única persona del mundo llamada «yo». Aunque, curiosamente, si bien resulta un poco irritante, uno suele adivinar quién es el que llama, de modo que, en un sentido, sólo hay un «yo».
Perdón, he perdido un poco el hilo.
En cuanto superó su conmoción inicial, Oliver preguntó:
—¿Cómo nos has encontrado?
Lo pensé un momento y después dije:
—Mirando en la guía telefónica.
Algo en el modo en que dije esto provocó en Oliver una risa tonta, igual que en los viejos tiempos. Era un sonido del pasado, y al cabo de un rato me sumé a él, aunque no me parecía tan divertido como evidentemente le parecía a él.
—El mismo Stuart de siempre —dijo finalmente.
—Hasta cierto punto —contesté, pensando: No saques conclusiones.
—¿En qué no?
Lo cual es una forma típica de Oliver de formular la pregunta.
—Bueno, tengo el pelo gris, para empezar.
—¿En serio? ¿Quién era el que sostenía que el pelo prematuramente gris era la marca de un charlatán? Algún ingenioso y dandi.
Empezó a enumerar nombres, pero yo no tenía libre todo el día.
—Me han acusado de muchas cosas, pero que yo sea un charlatán es algo que no se tiene en pie.
—Oh, Stuart, no me refería a ti —dijo él, y poco me faltó para creerle—. En tu caso una acusación así sería un auténtico colador. Podrías colar pasta con semejante infundio. Podrías…
—¿Qué tal el jueves? Estaré fuera hasta entonces.
Consultó una agenda inexistente —siempre sé cuándo alguien lo hace— y logró incluirme en ella.
Gillian Cuando has vivido una temporada con alguien, siempre sabes si te está ocultando algo, ¿no? Lo mismo que sabes si no te está escuchando o si prefiere no estar en la misma habitación que tú, o… todas esas cosas.
Siempre me ha conmovido que Oliver almacene cosas que decirme y que luego venga a contármelas como un niño con las manos unidas en forma de cuenco. Supongo que en parte es natural en él y en parte es consecuencia de que no le suceden demasiadas cosas. Lo que sí sé de Oliver es que le sentaría de maravilla triunfar en algo, lo disfrutaría al máximo, y curiosamente el triunfo no le echaría a perder. Lo creo de veras.
Estábamos cenando. Pasta, con una salsa como de tomate que él había hecho.
—Veinte preguntas —dijo en el preciso momento en que pensé que él iba a decirlo. Nos hemos aficionado a este juego, sobre todo porque alarga la transmisión de noticias. Yo tampoco tengo tantas cosas que contarle a Oliver, después de pasar el día en el estudio, medio escuchando la radio y medio charlando con Ellie. De problemas con su novio, casi siempre.
—Vale —dije.
—¿Adivinas quién ha llamado?
Y, sin pensarlo, contesté:
—Stuart.
Sin pensarlo, como he dicho. Sin pensar que estaba estropeando el juego de Oliver, al margen de cualquier otra cosa. Me miró como si hubiese hecho trampa, o como si me lo hubieran soplado. Naturalmente no se creía que se me hubiera ocurrido sin más.
Hubo un silencio y luego Oliver dijo, con una voz muy irritada:
—Entonces, ¿de qué color tiene el pelo?
—¿De qué color tiene el pelo Stuart? —repetí, como si fuera conversación normal—. Pues… marrón, como un ratón.
—¡Pierdes! —exclamó—. ¡Se le ha puesto gris! ¿Quién dijo que era la marca de un charlatán? No fue Oscar. ¿Beerbohm? ¿Su hermano? ¿Huysmans? ¿El bueno de Joris-Karl…?
—¿Le has visto?
—No —respondió, no en un tono exactamente triunfante, pero por lo menos como si hubiera recobrado el mando. Le dejé hacer…, me refiero a la parte relacionada con el desafío marital.
Oliver me puso al día. Al parecer, Stuart se ha casado con una americana, se ha hecho tendero y tiene el pelo entrecano. Digo al parecer porque Oliver tiende a ser un poco aproximativo en lo relativo al acopio de noticias. Tampoco parece que haya averiguado diversos datos clave, como cuánto tiempo estará aquí Stuart, y por qué, y dónde se hospeda.
—Veinte preguntas —dijo Oliver de nuevo. Ahora estaba un poco más relajado.
—Vale.
—¿Qué hierba, especia u otro aditivo saludable, nutriente o condimento he puesto en la salsa?
No lo adiviné en veinte. Tal vez no me esforcé demasiado.
Más tarde pensé: ¿Cómo he adivinado a la primera que era Stuart? ¿Y por qué me he llevado un sobresalto al enterarme de que se había casado? No, no era tan sencillo. «Casado» es una cosa, y no es sorprendente en alguien a quien no has visto desde hace diez años. No, lo que me sobresaltó fue saber que se había «casado con una americana». La noticia es bastante vaga; pero de repente, por un momento, todo me pareció demasiado concreto.
—¿Por qué ahora? —pregunté el jueves, cuando Oliver se disponía a salir para tomar una copa con Stuart.
—¿Qué quieres decir con eso de por qué ahora? Son las seis. Hemos quedado a la seis y media.
—No, ¿por qué ahora? ¿Por qué Stuart se pone ahora en contacto con nosotros? Al cabo de tanto tiempo. Diez años.
—Supongo que quiere recuperarlos. —Debí de mirarle incrédula—. Ya sabes, que le perdonemos.
—Oliver, le hicimos daño nosotros a él, no a la inversa.
—Oh, bueno —dijo alegremente Oliver—, a estas alturas, eso es sangre pasada.
Acto seguido graznó y agitó los codos como una gallina, que es su manera de decir «me voy volando». En una ocasión le señalé que las gallinas no vuelan, pero él dijo que eso formaba parte del chiste.
Stuart No soy muy dado a toqueteos. O sea, un apretón de manos es una cosa y el sexo otra distinta… en el extremo opuesto del espectro, desde luego. Y luego están los preámbulos, que también me gustan. Pero todos esos golpecitos en el hombro, abrazos y puñetazos en el bíceps, toda esa parte táctil del comportamiento humano —que, puestos a pensarlo, es comportamiento humano masculino—, lo siento: no puedo con ello. No tenía importancia en los Estados Unidos. Para ellos era simplemente mi lugar de procedencia, y bastaba con decirles: «Me temo que soy un inglesito culoprieto», para que entendieran, se rieran y me diesen otra palmadita en el hombro. Y no pasaba nada.
Oliver siempre ha sido de esa clase de personas que te agarra la muñeca con la mano. Te enlaza por el brazo a la menor oportunidad. Te besa en las dos mejillas, y lo que de verdad le gusta es coger la cabeza de una mujer en sus manos, posarle las pezuñas a ambos lados de la frente y luego babosearla entera, lo que a mí me parece más bien repulsivo. Así se ve él mismo. Como para demostrar que es un tío relajado, que dirige el cotarro.
Así que no me sorprendió nada su reacción cuando volvimos a vernos al cabo de diez años. Me levanté, le tendí la mano para que la estrechara y él lo hizo, pero luego conservó su mano en la mía y con la izquierda me recorrió el brazo. Me comprimió un poco el codo, luego el hombro un poco más, y luego me subió la mano hasta el cuello y me dio un apretón, y por último hizo ademán de despeinarme la nuca, como llamando la atención sobre el hecho de que mi pelo se me hubiera puesto gris. Si uno viera esta clase de recibimiento en una película, sospecharía que Oliver era un mañoso que me tranquiliza diciendo que todo va bien mientras otro maleante se me acerca por detrás con un garrote.
—¿Qué quieres tomar? —pregunté.
—Una pinta de Skullsplitter.
—No estoy seguro de que tengan esa marca. Tienen Belhaven Wee Heavy. ¿O qué te parece una Pelforth Amberley?
—Stuart. Stu-art. Es una broma. Skullsplitter. Una broma.[5]
—Ah —dije.
Preguntó al camarero qué vinos tenían que se pudiesen beber por vasos, asintió varias veces y pidió un vodka con tónica.
—Pues tú no has cambiado, cabronazo —me dijo Oliver. No, no he cambiado: diez años más viejo, con el pelo entrecano, ya no llevo gafas, he perdido unos diez kilos gracias a mi programa de ejercicios y visto ropa norteamericana de los pies a la cabeza. Sí, el mismo Stuart de siempre. Claro que quizá se refiriese a internamente, lo cual habría sido un poco prematuro.
—Tú tampoco.
—Non illegitimi carborundum[6] —contestó, pero a mí me pareció que los muy bastardos sí le habían pisoteado bastante. Tenía el pelo igual de largo y negro que antes, pero la cara un poco arrugada, y en su traje de lino —que se parecía singularmente al que llevaba diez años antes— había manchas y marcas, lo que en los viejos tiempos le habría dado un aire bohemio, pero que hoy era sólo astroso. Sus zapatos eran de charol, blanco y negro. Los zapatos de un macarra, salvo que tenían las suelas gastadas. Así que parecía el Oliver de siempre, sólo que un poco más zarrapastroso. Por otra parte, puede que fuese yo el que había cambiado. Quizás él hubiera seguido siendo exactamente como era; la cuestión era cómo le veía yo ahora.
Me puso al corriente de lo sucedido en los últimos diez años. Todo parece más bien color de rosa. La carrera de Gillian ha prosperado realmente desde que volvieron a Londres. Las dos hijas de ambos son un orgullo y un gozo. Viven en un barrio en alza de la ciudad. Y Oliver, a su vez, tiene «varios proyectos en marcha».
No tantos como para poder pagarse la primera ronda (tendrás que perdonarme que me fije en esas cosas). No puedo decir que me atosigara a preguntas, aunque en un momento dado sí me preguntó cómo iba mi «negocio de comestibles».
Dije que era… rentable. No fue la primera palabra que me vino a la mente, sino la que quería que Oliver oyera. Podría haberle dicho que era un negocio divertido, o un reto, o que había que dedicarle mucho tiempo, o un gran esfuerzo, o cualquier otra cosa, pero la forma en que me lo preguntó hizo que yo eligiese la palabra rentable.
Asintió de un modo ligeramente rencoroso, como si hubiese una conexión directa entre la gente que voluntariamente daba dinero a cambio del mejor producto orgánico en El Tendero Verde, y la gente que no lo desembolsaba para contribuir a que Oliver «desarrollase sus proyectos». Y como si yo tuviese la obligación, como adalid del principio de rentabilidad, de sentirme culpable por ello. Pero ya ves, no me siento.
Y aquí hay otra cosa. ¿Sabes que algunas amistades se quedan estancadas en el punto en que estaban cuando empezaron? Lo mismo que en las familias, donde alguna sigue siendo la hermanita a los ojos del hermano mayor, a pesar de que ella cobra ya la pensión de jubilada. Pues eso es lo único que ha cambiado entre Oliver y yo. Quiero decir que en el pub seguía tratándome como si yo fuese su hermana pequeña. Para él es lo mismo. Pero no para mí. Ahora soy muy distinto.
Más tarde repasé algunas de las preguntas que no me había hecho. En los viejos tiempos me habría dolido un poco. Me pregunté si habría notado que no le preguntase nada sobre Gillian. Le dejé que me contara, pero no le pregunté.
Gillian Sophie estaba haciendo los deberes cuando Oliver volvió a casa. Estaba un poco bebido, no borracho, sino en ese estado del que toma tres copas con el estómago vacío. ¿Conoces esa situación del tío que vuelve a casa como esperando que le feliciten por hacerlo? ¿Porque en la trastienda de su mente pervive esa época, antes de que se casara, en que la velada hubiese continuado sin trabas ni impedimentos? Así que hay un pequeño poso de no sé qué, de agresión, de rencor que una, a su vez, se toma a mal porque en definitiva no le has impedido que salga y sinceramente no te importaría que se hubiese quedado hasta más tarde, y hasta toda la noche, porque de cuando en cuando te apetece pasarla a solas con las niñas. Y eso crea una situación un poco tirante.
—¿Dónde has estado, papi?
—En el pub, Soph.
—¿Estás borracho?
Oliver dio tumbos por la habitación, haciéndose el borracho y echándole el aliento a Sophie, que fingió que se desmayaba y espantó los efluvios agitando la mano.
—¿Con quién te has emborrachado?
—Con un viejo amigo. Un antiguo pringado. Un plutócrata americano.
—¿Qué es un plutócrata?
—Alguien que gana más que yo.
O sea, todo el mundo, pensé.
—¿Él también se ha emborrachado?
—¿Que si él también? Estaba tan borracho que se le han caído las lentillas.
Sophie se rio. Yo me relajé. Durante un momento. Fue un error. ¿Crees que los niños tienen un olfato para esas ocasiones?
—¿Quién es él?
Oliver me miró.
—Justo Stuart.
—Qué nombre más raro: Justo Stuart.
—Bueno, es abogado, ¿sabes? En todos los sentidos salvo en el de ser en realidad un abogado.
—Papi, estás borracho.
Oliver volvió a echarle el aliento encima, Sophie volvió a fingir arcadas y pareció que se disponía a reanudar sus deberes.
—¿Y cómo le conociste?
—¿A él?
—A justo Stuart, el plutócrata.
Oliver me miró de nuevo. Yo no sabía si Sophie estaba atando cabos.
—¿De qué conocemos a Justo Stuart? —me preguntó a mí. Oh, muchísimas gracias, pensé. Tú te lavas las manos. También pensé: Ahora no es el momento.
—Es alguien que conocíamos —dije vagamente.
—Claro —contestó ella con un tono de chica mayor.
—Bocadillo —le dije a Oliver—. Cama —le dije a Sophie. Los dos conocen esa voz que pongo. Yo también la conozco, y no me gusta oírla demasiado a menudo. Pero ¿qué le voy a hacer?
Oliver estuvo en la cocina un largo rato y volvió con un gran bocata de patatas fritas. Tiene una freidora honda de la que está absurdamente orgulloso, con una especie de filtro que supuestamente absorbe los olores. No lo hace, por supuesto.
—El secreto de un buen bocata de patatas —dijo, no por vez primera— consiste en que el calor de las patatas derrita la mantequilla del pan.
—¿Y?
—Y se te escurre toda por las muñecas.
—No. Hablo de Stuart.
—Ah, Stuart. Está boyante. Envejecido. Forrado. No me ha dejado pagar mi ronda; ya sabes cómo son los plutócratas.
—No creo que ni tú ni yo lo sepamos.
Según Oliver, Stuart sigue siendo el mismo de siempre, aparte de ser un plutócrata y un pelmazo que no para de hablar de cerdos.
—¿Vas a volver a verle?
—No hemos quedado.
—¿Tienes su número?
Oliver me miró y derramó parte de la mantequilla de su plato.
—No me lo ha dado.
—¿Quieres decir que se ha negado?
Se oyó un ruido de masticación seguido de un suspiro efectista.
—No, quiero decir que no se lo he pedido en ningún momento y que en ningún momento se ha ofrecido a dármelo.
Me alivió saberlo. Valía la pena haber irritado a Oliver. Posiblemente Stuart ha venido para una breve estancia.
¿Quiero volver a ver a Stuart? Más tarde me hice esa pregunta. Y no conozco la respuesta. No suelo dudar a la hora de tomar decisiones —bueno, alguien tiene que tomarlas—, pero comprendo que cuando se trata de algo así, quiero que otra persona tome la decisión por mí.
De todos modos, no creo que la ocasión se presente.
Terri Tengo amigos que viven en la bahía. Me han contado cómo pescan los cangrejeros. Empiezan en mitad de la noche, a eso de las dos y media, y siguen en danza hasta la mañana. Tienden una cuerda, que puede medir hasta quinientos metros, con plomos cada pocos metros y el cebo atado a ellos. Como cebo suelen utilizar anguilas. Una vez que han tendido la cuerda, empiezan a tirar de ella, y entonces hace falta buen ojo y mucha pericia. Los cangrejos van a comer la anguila, pero no son tontos, no se dejan sacar de un tirón al aire libre para que los cojan y los lancen al cesto, ¿eh? Así que justo antes de que salgan a la superficie, justo antes de que suelten el cebo, el cangrejero tiene que meterse en el agua sin hacer ruido y engancharlos.
Como dice mi amiga Marcelle: ¿no te recuerda nada?
Stuart ¿Qué pensé de la conducta de Oliver? ¿Sinceramente? No sé lo que yo esperaba. Quizá esperase algo que no quería confesarme a mí mismo. Pero te diré una cosa. No esperaba nada. No esperaba que me dijese: «Qué hay, Stuart, compadre, pringado, cuántos años sin verte, sí, puedes pagarme una copa, y luego otra, déjame que te haga una reverencia, bondadoso señor, y otra más, y entretanto seguiré siendo condescendiente contigo como hasta cuando nos perdimos de vista.» Eso es lo que llamo nada. Tal vez fuese un poquito ingenuo por mi parte.
Pero hay montones de cosas en la vida que no son sencillas, ¿verdad? Que tus amigos no te gusten, por ejemplo. O, mejor dicho, que te gusten y no te gusten al mismo tiempo. No es que piense ya en Oliver como amigo, desde luego. Aunque es obvio que él todavía se considera mi amigo. Ya ves, eso representa otra complicación: A piensa que B es amigo suyo, pero B no piensa en A como tal. La amistad puede ser más complicada que el matrimonio, a mi entender. Es decir, que el matrimonio es el desafío máximo para la mayoría de la gente, ¿no? El momento en que pones toda tu vida en el asador, cuando dices: Aquí me tienes, esto es lo que elijo, te daré todo lo que tengo. No me refiero a bienes materiales, sino al corazón y el alma. En otras palabras, nos damos al cien por cien, ¿no? Ahora bien, quizá no recibamos ese cien por cien, lo más probable es que no, o bien puede que lo recibamos durante un tiempo y luego nos conformemos con menos, pero sabremos que esa cifra, esa totalidad, existe. Lo que solía llamarse un ideal. Supongo que ahora lo llaman una meta. Y luego, cuando las cosas marchan mal, cuando el porcentaje desciende por debajo de una cifra convenida como objetivo —el cincuenta por ciento, pongamos—, viene eso llamado divorcio.
Pero con la amistad no es tan sencillo, ¿verdad? Conoces a alguien, te gusta, hacéis cosas juntos y sois amigos. Pero no hay una ceremonia en que se diga que lo sois, y no tenéis una meta. Y a veces sois amigos únicamente porque tenéis amigos comunes. Y hay amigos a los que no has visto durante una temporada y reanudas la amistad con ellos al instante, en el mismo punto en que dejasteis de veros; y otros con los que hay que empezar otra vez desde el principio. Y no hay divorcio. O sea, los amigos pueden pelearse, pero eso es otra historia. Y Oliver pensaba que podíamos volver a empezar desde el momento en que lo dejamos; no, desde algún punto anterior a ese momento. Yo, por el contrario, quería ver lo que pasaba.
Lo que vi, en resumen, fue lo siguiente. Le ofrezco una copa y él pide Skullsplitter. Le pregunto que por qué no una Belhaven Wee Heavy. Se ríe de mí porque soy un pedante y porque tengo un sentido del humor tarado. «Es una broma, Stuart, una broma.» El quid está en que Oliver no sabe que existe una cerveza que se llama Skullsplitter. Se fabrica en las islas Órcadas y tiene un sabor maravillosamente cremoso. Alguien dijo que se parece un poco a un bizcocho de frutas. Como de uvas. Por eso le sugerí que tomara una Belhaven. Pero Oliver no sabe todo esto, y no se le pasa por la cabeza que yo sí. Que en diez años yo haya podido aprender un par de cosas.
Oliver ¿Qué crees que vale, pues, mi corpulento compadre? Ante esta pregunta, así como ante tantas otras, uno puede responder por lo alto o por lo bajo, y por una vez vas a pillar a Oliver en el acto de soltar los cierres velcro de sus zapatillas de deporte para la cama elástica, y de unirse a la fanfarria democrática. La rue basse, s’il vous plaît. No estamos hablando del avoirdupoids moral de dicho individuo, sino pidiendo información más burda. Stuart: ¿está forrado de pasta? Mientras trasegaba y saciaba la sed en su compañía, no inquirí, por puro tacto, demasiado subcutáneamente sobre su estancia en Jauja, pero se me ocurrió que si el charco de liquidez le cubría hasta las pantorrillas, como una marea alta veneciana, él podría —por cambiar de ciudad-estado— ser un Médicis que desvía hacia mí parte de la pasta. Hay ocasiones en que el artista no se avergüenza de interpretar su sempiterno papel de recipiente de limosnas. El lazo entre el arte y el sufrimiento es un cordón dorado que puede apretar un poquito. A día nuevo, dolor nuevo.
Y soy consciente de que en el mundo en que se toma nota de todo, como en los blocs de la pasma, del estrado de testigos Puginesco y la mano nudosa encima de la Biblia, en el mundo del caballero valiente en pos de la verdad, Stuart no es, en el sentido más estricto del vocablo, corpulento. Todo lo más, sus miembros corporales sugieren el olor enrarecido a axila maloliente del gimnasio, o la aridez espiritual del ejercicio de bicicleta doméstico. Quizá columpie un par de pesas de musculación mientras canturrea sus discos de Frank Ifield. A mí no me preguntes. Lo único que yo rezumo es ironía.
Habrás notado que también admito la verdad subjetiva —tanto más real, y más fiable, que la otra—, y, según este criterio, Stuart era, es y siempre será así, corpulento. Su alma es fornida, sus principios son sólidos y confío en que su cuenta bancaria también sea robusta. No te dejes engañar por la fina cáscara que actualmente presenta.
Me contó un hecho interesante, que puede guardar relación o no con lo que antecede. Me dijo que los cerdos pueden sufrir anorexia. ¿Lo sabías?
Gillian Le pregunté a Oliver:
—¿Ha preguntado Stuart por mí?
Puso una expresión un poco vaga. Estaba a punto de responder, pero se detuvo, adoptó de nuevo esa expresión y dijo:
—Pues claro.
—¿Y qué le has contestado?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero, Oliver, a que cuando él te ha preguntado por mí, tú has debido de responderle algo. Conque ¿qué le has dicho?
—Oh…, lo típico.
Aguardé, cosa que suele resultar con Oliver. Pero de nuevo se fue por la tangente. Lo cual quiere decir que o bien Stuart no había preguntado por mí o que Oliver no se acordaba de lo que le había respondido, o que sí se acordaba pero no quería decírmelo.
¿Qué entiendes tú por «lo típico» en mi caso?