5. AHORA

Terri ¿Te importa que intervenga? Quiero decir, ¿es un asunto privado o qué? Podría mandarte un e-mail, si prefieres. Pero te diré una cosa, no voy a consentir que se tiren de este modo a la basura cinco años de mi vida. No voy a ser una maldita nota a pie de página de nadie.

Cuando Stuart me contrató de recepcionista, había encontrado un chollo y él lo sabía. Un cocinero puede ser estupendo o puede ser una mierda, pero sin una persona al frente no tiene nada que hacer. Un restaurante empieza por ahí. Por el teléfono, por la recepción, por el guardarropa, el bar. Aptitudes necesarias: mantener al cliente contento cuando llega puntual y su mesa no está lista; atender la reserva de dos personas que resulta que son seis; preparar una mesa a toda prisa sin que dé la impresión de que te apresuras. Detallitos y detalles. Que no se te note en la cara cuando el tío que estaba casadísimo a las ocho y media de todos los viernes empieza a traer también a su amiguita los martes. Saber si cuando una mujer pide la cuenta es porque paga ella o porque se muere de aburrimiento. Entregar imparcialmente la cuenta si no estás segura. Detallitos y detalles.

Yo me bandeaba tan bien en estas cosas que la gente pensaba que nuestro chef era magnífico cuando sólo era aceptable. Y cuando Stuart decidió abastecerse directamente de los mejores productos orgánicos, podría haberle convertido en un cocinero realmente grandioso, pero más bien le hizo la puñeta, porque los chefs prefieren a sus propios proveedores por motivos que se callan. Como, por ejemplo, que las salsas no son lo único que sirve para untar, ya nos entendemos.

Conque nos agenciamos otro cocinero, uno mejor, de entrada, pero éste la jodió porque le dijo a Stuart que no sabía comprar pescado. Carne, verduras, fruta, muy bien; pero pescado, ni en broma. Total, que yo era como la ONU entre la cocina y el despacho que estaba encima de la recepción. Lo cual, para ser justa con él, Stuart apreciaba.

Tenemos nuestra imagen de los británicos, sobre todo en una ciudad como Baltimore, que es una ciudad muy norteamericana, por si no lo sabes. Wallis Simpson, la que se casó con vuestro rey, era de Baltimore. No vienen muchos de vosotros por aquí y nos hemos formado un estereotipo, que consiste en que los british son algo esnobs y andan siempre juntos y no corren con los gastos de la ronda si hay alguna manera de evitarlo. Ah, y la mayoría de los hombres son bolsas de té, si me perdonas la expresión. Pero Stuart no era así. Al principio era un poco reservado, pero pagaba salarios al nivel del mercado y en realidad parecían gustarle los americanos. Cuando me propuso una cita le dije que no, lisa y llanamente, porque nunca salgo con gente del trabajo, nunca lo he hecho. Luego me vino en plan drama, ya me entiendes, sobre que no entendía la etiqueta del país, y que respetaba mi negativa, pero que quizá hubiese, en nuestro misterioso código social, algo intermedio entre una relación de trabajo y una cita tal cual, una propuesta a la que yo quizá pudiera acceder, sin compromiso. Dije: Bueno, puedes invitarme a una copa, si es lo que tienes pensado. Y los dos nos reímos.

Así empezó la cosa. Mira, no te lo voy a contar de pe a pa. A no ser que me lo pidas de rodillas. Pero quisiera decir algo antes de profundizar. El relato que Stuart hace de su vida probablemente sigue esta línea: arranque lento, un primer matrimonio malo, viene a Estados Unidos, se mete en negocios, tiene éxito en ellos, contrae un segundo matrimonio no tan malo y que no dura mucho, luego se divorcia amigablemente, le entra la nostalgia de Inglaterra y decide aplicar su pericia empresarial en su país. Otra historia de triunfo a la americana, ¿no nos encantan? Un hombre se jode la vida, se rehace, sale adelante.

Bueno, todo el mundo tiene derecho a su propia historia personal, desde luego; ésa es otra libertad americana. Créelo si quieres. Créelo por el momento.

Stuart Mis palabras clave son transparencia, eficiencia, probidad, conveniencia y flexibilidad. Básicamente, el mercado se divide en tres sistemas. El primero, la compra directa por correo a los productores —es lo mejor para la carne y las aves—, para que sepas exactamente de dónde viene el producto. Eso es transparencia. El segundo, los supermercados, que entraron en escena un poco más tarde, pero saben exponer y vender, y dónde comprar. Eso es eficiencia. El tercero, los comercios locales, que a menudo son un desbarajuste, como las tiendas de segunda mano, con sacos de bolsas de plástico recicladas y sucias y dependientes lelos que lo que quieren de verdad es terminar la conversación entre ellos antes de hacer algo tan humillantemente mercantil como venderte unos puerros. Eso es probidad. Ahora bien, el consumidor moderno de productos orgánicos, a mi modo de ver, tiene derecho a lo mejor de los tres métodos: a conocer la procedencia del producto, a que le traten como a un consumidor decente, a saber que lo que hacen está bien hecho y a estar dispuesto a pagar por ello un pequeño suplemento. Si añadimos conveniencia y flexibilidad, el cuadro está completo. Conque hice mis pesquisas y firmé unas cuantas exclusivas clave. Huevos, pan, leche, queso, miel, fruta y verduras: los cimientos. El pescado no; la carne sí. A algunas personas puede repelerles la vista de la carne, pero no busco fanáticos ni idealistas. Busco al consumidor tradicional, que dispone de suficientes ingresos y sentido común para volverse orgánico, y que también agradece comprarlo todo en un solo sitio. No me molesto con periféricos como el vino y la cerveza orgánicos. No es mi intención convertir el local en un salón de té. Olvídate de las mantequeras de sopa de judías. Olvida esos letreros de aficionado escritos a mano con muchos signos de admiración. Contrata personal que sepa responder a las preguntas y al que le guste hacer paquetes. Bolsas altas de papel de estraza, con pliegue doble en la abertura superior. Reparto a domicilio. Pedidos por Internet. Reuniones especiales con los proveedores. Un boletín de información mensual.

Tal vez todo esto te parezca obvio. Pero nunca he pretendido ser un pensador cegadoramente original. En conjunto, esos pensadores quiebran. Y como he dicho, algunos tópicos son ciertos. Yo me limité a observar el mercado, averiguar lo que quería el público, a investigar y hacer números. A mis tiendas las llamé El Tendero Verde. ¿Te gusta? Estoy bastante orgulloso del nombre. Tengo cuatro locales por ahora, y otros dos que abrirán el año que viene. Los recomiendan en páginas de alimentos y revistas ilustradas. El mes pasado, el periódico local quiso publicar una semblanza de mí, pero rechacé el ofrecimiento. No quería que la noticia se conociese de ese modo. Quería esperar hasta el momento oportuno, cuando estuviese asentado. Es decir, ahora.

Gillian Cuando he dicho que fue difícil para Oliver, lo decía en serio. Yo soy la que tengo empleo, la que sale de casa y conoce a gente. Oliver es el que todavía espera a que las cosas sucedan.

En los periódicos apareció hace poco la sugerencia de que el matrimonio debería gestionarse como un negocio. Dicen que, como los idilios no duran, las parejas deberían negociar de antemano los términos de su asociación: todas las condiciones y cláusulas, derechos y deberes. En realidad, a mí no me parece una idea nada nueva. Me recuerda a esos cuadros antiguos holandeses en que el marido y la mujer, lado a lado, contemplan el mundo con cierta complacencia, y ella es a veces la que administra el presupuesto. El matrimonio como un negocio: miremos las ganancias. Pues yo disiento totalmente. ¿Qué interés tiene cuando el idilio se ha acabado? ¿Qué interés tendría si yo no quisiera volver a ver a Oliver todas las noches?

Claro que hablamos mucho de las cosas que hay que hacer. Como cualquier matrimonio normal. Niños, compras, comidas, horas de recogida, quehaceres domésticos, televisión, el año escolar, dinero, vacaciones. Luego nos derrumbamos en la cama y no hacemos el amor.

Perdón, ése es uno de los chistes de Oliver. Al final de una larga jornada, cuando el trabajo ha sido problemático y las niñas han dado mucha guerra, dice: «Vamos a meternos en la cama y a no hacer el amor.»

Mi padre, que era profesor, se fugó con una de sus alumnas cuando yo tenía trece años. Lo sabías, ¿no? Mamá no habla nunca de eso, ni tampoco de él: ni siquiera menciona su nombre. A veces pienso: ¿Y si no se hubiese ido? ¿Si hubiera estado a punto de fugarse y después hubiese cambiado de idea, tras decidir que el matrimonio era un negocio, y se hubiera quedado? Piensa cuántas vidas habrían sido completamente distintas. ¿Estaría yo aquí ahora?

El otro día estaba leyendo un libro, escrito por una mujer, y en algún sitio decía algo como que —no lo tengo aquí y no puedo citarlo exactamente— cada relación encierra los fantasmas o las sombras de todas las demás relaciones que no existen. Todas las alternativas abandonadas, las elecciones olvidadas, las vidas que podrías haber llevado y no lo has hecho. La idea me pareció enormemente consoladora porque era cierta, y al mismo tiempo sumamente inquietante. ¿Crees que simplemente es inherente al hecho de hacerse mayor, o de envejecer, al margen de lo que entendamos por eso? De repente sentí un inmenso alivio por no haber abortado nunca. O sea, es una suerte; no tenía nada en contra del aborto cuando era más joven. Pero imagínate que lo piensas más adelante. Que piensas en lo que nunca ocurrió. Las alternativas abandonadas, las vidas no vividas. Ya es triste pensarlo en abstracto. Imagínate si hubieran sido reales.

Así es mi vida ahora.

Madame Wyatt «El matrimonio viene después del amor, al igual que el humo después del fuego.» ¿Se acuerdan? Chamfort. ¿Está diciendo sólo que el matrimonio es la consecuencia ineludible del amor, que no podemos tener el uno sin el otro? Un agudo pensamiento que no vale la pena poner por escrito, ¿no? Es decir, nos está invitando a mirar la comparación más atentamente. Está diciendo, quizá, que el amor es dramático y ardiente, abrasador y ruidoso, mientras que el matrimonio es como una niebla cálida que se te pega a los ojos y te ciega la visión. También está diciendo, quizá, que el matrimonio es algo que el viento dispersa; que el amor es vehemente y quema la tierra sobre la que pisa, mientras que el matrimonio es un estado más inconsistente, que la brisa más ligera puede alterar y disipar.

Pienso lo siguiente, además, sobre la comparación. La gente supone que cuando enciende una cerilla, la parte más caliente está en el centro de la llama. Es un error. La parte más caliente de la llama no está dentro, sino fuera de ella, justo encima, de hecho. Está exactamente donde el fuego termina y empieza el humo. Interesante, ¿eh?

Algunas personas me consideran lúcida, y es porque les oculto mi pesimismo. La gente quiere creer que sí, que las cosas pueden ir mal, pero que siempre hay diversas soluciones posibles, y que cuando encuentre una las cosas irán mejor. La paciencia y la virtud y un cierto heroísmo modesto serán recompensados. Yo no lo digo, por supuesto, pero algo en mi estilo insinúa que todo esto es muy posible. Oliver, que finge, que promete que está escribiendo guiones de cine, me dijo una vez ese juicioso aforismo sobre Hollywood, que América busca una tragedia con final feliz. Por lo tanto, mi consejo es también Hollywood, y la gente me considera juiciosa. Así que para obtener una reputación de lucidez hay que ser un pesimista que predice un final feliz. Pero el consejo que me doy yo misma no es Hollywood, sino más clásico. No creo en los dioses, desde luego, salvo como una especie de metáfora. Pero sí creo que la vida es trágica, si todavía es posible utilizar este terminó. La vida es un proceso que inevitablemente pone al descubierto tus puntos flacos. Es también un proceso durante el cual eres castigado por tus acciones y deseos anteriores. No castigado justamente, oh, no —esto forma parte de lo que quiero decir cuando digo que no creo en los dioses—, sino castigado a secas. Anárquicamente, si se prefiere.

No creo que yo vaya a tener ningún otro amante en la vida. Es algo que tienes que reconocer en un momento dado. No, no, no me halagues. Sí, aparento unos años menos de los que tengo, pero eso no es un cumplido especial para una francesa como yo, que durante años se ha gastado tanto dinero en produits de beauté. No se trata de que ya no sea posible. Esas cosas siempre son posibles, y en estos asuntos siempre puedes pagar, oficial u oficiosamente —oh, no te escandalices—, pero es más bien que no quiero. Ah, madame Wyatt, no puedes decir eso, nunca se sabe cuándo disparará el amor su flecha, cualquier momento es peligroso, como nos dijo una vez, etcétera. No me interpretas bien. No es tanto que yo no quiera, sino que no quiero querer. No deseo desear. Y te diré lo siguiente: ahora soy quizá tan feliz como en los años en que deseaba. Estoy menos ocupada, menos preocupada, pero no menos feliz. O no menos infeliz. ¿Tal vez el castigo que me imponen esos dioses que ya no existen consiste en comprender que todas las cuitas de mi corazón —¿cuitas es la palabra?—, toda aquella búsqueda y todo aquel dolor, todas aquellas expectativas y todas aquellas acciones no tenían, en definitiva, como yo pensaba, nada que ver con la felicidad? ¿Es ése mi castigo?

Así son las cosas para mí ahora.

Ellie Me costó mucho tiempo poder llamarla Gillian. Primero llegué a hacerlo por teléfono, lo intentaba hablando de ella con otras personas, y al final la llamé así directamente. Es de esas personas muy enteras, muy seguras de sí mismas. Y, de todos modos, casi me dobla en edad. Bueno, estoy dando por sentado que tiene cuarenta y pocos. Ni en sueños se lo preguntaría. Aunque si lo hiciera, seguro que ella me lo diría sin reparos.

Tendrías que oírla hablar por teléfono. Yo no me atrevería a decir algunas de las cosas que ella dice. Aunque sean verdad, no mejoran las cosas, ¿eh? Verás, hay clientes que nos envían obras porque albergan la secreta esperanza de que debajo de ese engendro descubriremos la firma de Leonardo y ganarán cantidad de pasta. Sí, muchas veces es tan sencillo como eso. No tienen ninguna prueba, solamente se lo creen y a veces piensan que al mandar el cuadro para que lo limpien y lo analicen resultará que su corazonada se cumple. Para eso nos pagan, ¿no? Y la mayoría de las veces lo sabemos con una simple ojeada, pero como a Gillian le gusta trabajar con todas las evidencias, no les dice que pierdan la esperanza que tienen, y como no se lo dice, lo único que hace es aumentar sus expectativas. Y luego, al final, noventa y nueve veces de cada cien, tiene que decírselo. Y a algunos les sabe a cuerno quemado.

—No, me temo que no —les suelta.

Entonces hay una larga ráfaga en el otro extremo de la línea.

—Me temo que es imposible.

Nueva ráfaga.

—Sí, podría ser una copia de una pintura que se ha perdido, pero aun así estamos hablando de alrededor de 1750, 1760 a lo sumo.

Ráfaga breve.

Gillian:

—Bueno, digamos que es un amarillo cadmio, si usted quiere, aunque el cadmio no fue descubierto hasta 1817. Un amarillo con esta mezcla no existía antes de 1750.

Ráfaga breve.

—Sí, soy «sólo» una restauradora. Es decir, puedo datar una pintura, dentro de ciertos parámetros, analizando el pigmento. Hay otros métodos de datar cuadros. Por ejemplo, si es usted un aficionado, puede que tenga «una cierta sensibilidad» para las obras, en cuyo caso puede ponerles la fecha que le apetezca.

Esto, normalmente, suele taparles la boca, cosa nada sorprendente. Pero no siempre.

—No, hemos quitado el barniz.

—No, hemos analizado todas las capas de pintura que hay hasta el lienzo.

—No, usted dio su conformidad.

—No, no lo hemos «dañado».

Ella mantiene la calma durante todo el diálogo. Luego dice:

—Le haré una sugerencia. —Hace una pausa para asegurarse de que ha captado la atención de su interlocutor—. Cuando haya pagado nuestros honorarios y haya recogido el cuadro, le enviaremos el análisis y el informe completos del pigmento, y si no le gusta puede quemarlo.

Esto suele poner término a la conversación. Y Gillian, cuando cuelga el teléfono, parece —¿qué?— no exactamente triunfante, sino segura de sí misma.

—Este no va a volver corriendo —digo, queriendo decir, en parte: ¿Estás rechazando trabajo?

—No pienso trabajar para cerdos semejantes —dice ella.

Cabría pensar que es un oficio tranquilo, científico, pero pueden presionarte mucho. El cliente del que hablo se había fijado en un cuadro de una subasta provinciana, a su mujer le gustó y, como era muy oscuro y representaba una escena bíblica, decidió que era de Rembrandt. O si no, de «alguien como Rembrandt», según dijo, como si existiese tal persona. Había pagado 6.000 libras por la obra, y obviamente consideraba que la limpieza y el análisis eran una inversión que habría de devolverle el desembolso inicial multiplicado por diez o cientos de miles. No le gustó que le dijeran que al final lo que tenía era un cuadro más limpio, pulcramente restaurado y que seguía valiendo 6.000 libras, siempre que alguien quisiera pagarle esa suma.

Es muy recta, Gillian. Y tiene muy buen ojo para las falsificaciones. Las humanas y también las artísticas. Entonces y ahora.

Oliver Y ahora viene lo gracioso. Dejé a mis herederas, de cuya herencia soy fideicomisario, en el establecimiento local de nutrición por la fuerza, donde a las lindas ocas les acarician suavemente el pescuezo mientras el gran bocazas les empapuza de conocimientos como si fuera maíz. El apartamento parecía como si los lares et penates se hubieran corrido una gran juerga, y como tengo esa ansia artística de reducir el caos al orden, apilé algunas cosas en el fregadero y estaba intentando decidir si avanzaba en la lectura de la narrativa inédita de Saltykov-Shchedrin o si me hacía una paja de tres horas (no seas envidioso, es una broma), cuando el estridente borborigmo del teléfono me informó de la existencia de lo que los filósofos sostienen, absurdamente, que es el mundo exterior. ¿Sería quizás algún ejecutivo de Hollywood, impulsado por la imposibilidad de infundir a mi guión una existencia inhabitual nocturna: el lento lorí de Malibú, el mono sin cola de Edward en Bel Air? ¿O, lo que es más verosímil, sería un latoso recordatorio mercantil de mi querida moglie sobre la carestía proyectada a corto y medio plazo de detergente líquido para fregar los platos? Pero la realidad se reveló —y a este respecto los filósofos, a lo largo de los milenios, han estado desoladoramente en lo cierto— algo distinta de como yo imaginaba.

—Hola, soy Stewart —dijo una voz más bien presuntuosa.

—Pues me alegro por ti —respondí con toda la mordacidad de la melancolía matutina. (La depresión es siempre peor por la mañana, ¿no te parece? Si tengo una teoría en esta materia, es la siguiente: el trazado del día, tan ineluctable como es —amanecer, mañana, tarde, atardecer, noche—, representa un paradigma tan puñetero y obvio del tránsito de la existencia humana, que mientras que la inminencia del anochecer de fieltro, con la noche aniquiladora en sus faldones, es una hora en que resulta disculpable sufrir una conciencia intensificada de lo frangible que es el ser humano y del puto deceso inevitable, y mientras que las primeras horas de la tarde son un emplazamiento similarmente lógico, al gemir como tinnitus en tu oído el eco de la pistola del mediodía, el concepto de tristesse del copo de maíz, de la desesperación del yogur, es prima facie contradictorio, cuando no un insulto a la metáfora. Contradicción que hace que los dientes del perro negro estén más afilados por la mañana, cuando la ironía borbotea como la rabia en su saliva.)

—Oliver —repitió la voz, patentemente intimidada por mi exabrupto—. Soy Stuart.

—Stuart —respondí, y de inmediato sentí que debía ganar tiempo—. Perdona, te he oído decir Stewart.

No contestó nada a eso.

—¿Qué tal van las cosas? —preguntó.

—Las cosas —respondí—, según la filosofía de cada uno, son una gran ilusión o real y verdaderamente las únicas «cosas» que hay.

—El mismo Oliver de siempre —dijo con una risita admirativa.

—Ahora bien, eso —repliqué— es una cuestión tanto fisiológica como filosóficamente discutible.

Le hice un resumen excelente sobre la estrategia de reposición de células, y del probable porcentaje de tejido de Oliver todavía existente del artefacto que él había vislumbrado por última vez, por muchos milenios anteriores que fueran.

—Pensé que podríamos vernos.

Fue en ese momento cuando comprendí que él no era una emanación fantasmagórica de mi talante matutino, y que ni siquiera —reconociendo brevemente que el «mundo» es como muchos lo perciben— llamaba desde larga distancia. Bebé Stu —mi bebé Stu— había vuelto a la ciudad.