4. ENTRETANTO

Gillian Cuando estuvimos en Francia conocimos a un par de ingleses de mediana edad, simpáticos, que tenían una casa en las colinas, allí donde empieza la garrigue. Uno de ellos era un pintor realmente horrible y yo tenía que andarme con tacto al respecto. Pero formaban una de esas parejas que conoces de vez en cuando y que parecen tener la vida hecha. Habían desbrozado el terreno y respetado los olivos; tenían una terraza y una piscina pequeña, libros de arte y una pila de leños de viña para barbacoas; hasta parecían conocer el secreto de hacer que soplara brisa en un día caluroso. Una de las mejores cosas que tenían era que nunca nos dieron un consejo; ya sabes, si buscas lo mejor, el tercer puesto a la izquierda en el mercado del martes en la parte baja de Carcassonne… y no te fíes de los fontaneros, salvo de… Yo llevaba a Sophie a su casa las tardes de calor. Un día estábamos sentados en la terraza y Tom apartó la vista de mí y miró el valle: «No es de nuestra incumbencia», murmuró como para sí, «pero lo único que te diría es que no caigas enfermo en un idioma extranjero.»

Se convirtió en una especie de chiste doméstico. Si Sophie estornudaba, Oliver se acercaba muy serio y decía: «Escucha, Sophie, nunca caigas enferma en un idioma extranjero.» Le estoy viendo ahora rodar por el suelo con ella como un cachorro, encadenar tonterías sin tregua y levantarla en brazos para que viese cómo crecían las flores escarlatas de sus judías. No puedo decir que los últimos diez años hayan sido fáciles, pero Oliver ha sido siempre un buen padre, se piense lo que se piense de él.

Pero comprendí que Tom se refería a algo más general. No estaba hablando de que hubiera que saber cómo se dice «antibiótico» en francés; de todos modos, mi francés es bastante bueno y Oliver se las arreglaba, aunque fuera declamando ópera en la pharmacie. No, se refería a que si vas a expatriarte, asegúrate de que tienes el temperamento para hacerlo, pues todo lo que sale mal se exagera. Todo lo que sale bien te produce una satisfacción inmensa —has decidido lo correcto, has solventado el problema—, pero todo lo que sale mal —disputas, escasez, desempleo, etcétera— probablemente supondrá un agobio doble.

Así que yo sabía que tendríamos que volver a casa si durante una temporada las cosas se ponían difíciles. Aparte de no querer enfrentarme al pueblo. Así que cuando Oliver volvió de Toulouse aquel día aciago, yo había confiado la casa a un agente inmobiliario y entregado las llaves a la señora Rives. Fui muy franca con Oliver; es decir, tan franca como se puede ser cuando estás ocultando un engaño muy importante. Le dije que Francia no pitaba. Le dije que yo no encontraba trabajo. Le dije que teníamos que ser lo bastante adultos para reconocer que el experimento había fracasado. Y todo lo demás. Me eché la culpa. No perdí la calma, pero dije que sufría estrés y admití que mis celos con respecto a aquella chica a la que él daba clases eran irracionales e infundados. Por último, le dije que no había impedimento en que se llevara su amado Peugeot de vuelta a Inglaterra. Y creo que esto fue la llave que abrió la cerradura. Ah, sí, y preparé una buena cena.

Resumiendo, fue una de esas escenas que hay en todos los matrimonios, en que las cosas sólo se hablan a medias y luego se toma una decisión basada en todas las otras de las que no se ha hablado.

Volvimos a casa. Otra cosa de la que no habíamos hablado era de tener otro hijo. Yo pensaba que era una argamasa necesaria. Así que durante el tiempo necesario tuve un poco menos de cuidado, y llegó Marie. Oh, no me mires así. La mitad de los matrimonios que conozco ha empezado con un embarazo inesperado, y bastantes han remendado una brecha con otro bebé. Si uno se molesta en hurgar en su pasado, seguramente descubrirá que es el modo en que llegamos al mundo.

Reanudé mi vida profesional. Conservaba contactos. Contraté a Ellie para que me ayudase. Alquilamos un pequeño estudio a un kilómetro de distancia. En realidad necesitábamos un espacio más grande, ya que el trabajo aumentaba. Bueno, tenía que aumentar. La mayoría del tiempo era yo la que traía el pan a casa. Fue duro para Oliver. Tiene un montón de energía, pero no es… robusto.

La vida ha vuelto a sus cauces. Me encanta mi trabajo, adoro a mis hijas. Oliver y yo nos llevamos bien. Cuando me casé con él, nunca deseé que fuese un oficinista. Le aliento en sus proyectos, pero no espero necesariamente que fructifiquen. Es un hombre sociable, es divertido, un buen padre, y es agradable encontrarle en casa. Cocina. Me lo tomo todo según viene. Es la única manera, ¿no?

Mira, no soy doña Perfecta. Ha habido… tiempos malos. Y soy una madre normal, es decir, que de noche tengo unos miedos horribles. Y también de día. Basta con que Sophie y Marie se comporten como las chicas normales y vivarachas que son, basta con que se comporten como si confiasen en el mundo, como si fuera a ser bueno con ellas, y con que salgan de casa con ese optimismo pintado en la cara… para que se me encoja el estómago de miedo.

Stuart Algunos tópicos son ciertos. Como el de que América es el país de las oportunidades. Por lo menos, es uno de ellos. Otros tópicos no son ciertos, como el de que los americanos no tienen sentido de la ironía, que los Estados Unidos son un crisol, o que es el país de los valientes y de los hombres libres. Viví allí casi diez años y conocí a montones de americanos que me gustaron. Hasta me casé con una americana.

Pero no son ingleses. Ni siquiera los que parecen serlo, en especial éstos. Lo cual me parece muy bien. ¿Cuál es el otro tópico? ¿Dos naciones separadas por una misma lengua? Sí, eso también es verdad. Cuando alguien me gritaba: «¿Cómo te va?», yo automáticamente saludaba con la mano y respondía: «Muy bien», aunque a veces ponía adrede un acento muy inglés que les daba risa. Utilizaba continuamente expresiones británicas, incluso sin darme cuenta.

Pero lo que cambia es lo que hay debajo de las palabras. Por ejemplo, mi matrimonio —el segundo, con una americana— terminó en divorcio al cabo de cinco años. Ahora bien, en Inglaterra la voz en off diría: «Su matrimonio fracasó al cabo de cinco años.» Me refiero a la voz en off en tu propia cabeza, la que comenta tu vida conforme la vas viviendo. Pero en Estados Unidos la voz decía: «Su matrimonio fue un éxito durante cinco años.» América es un país de matrimonios múltiples. No hablo de los mormones. Creo que es porque en el fondo son un pueblo profundamente optimista. Puede que haya otras explicaciones, pero es la que yo creo.

De todos modos, mejor que siga contando mi historia. Estaba en el banco, en Washington, y al cabo de un par de años empecé a convertirme un poco en americano. Me volví nativo. No un nativo norteamericano, pero… En fin. En Inglaterra, sentado a una mesa enfrente de personas a las que concedía pequeños préstamos, pensaba que llegaría un momento —si seguía siendo diligente y responsable— en que pudiese conceder créditos mayores. Pero después de un año o dos en los Estados Unidos empecé a pensar: ¿Por qué él, por qué ella, por qué no yo? Así que pasé a sentarme al otro lado de la mesa.

Abrí un restaurante con un amigo. Puede que te sorprenda, y a mí me hubiera sorprendido en Inglaterra. Pero allí no. Allí eres un día un agente inmobiliario y al día siguiente haces oposiciones para juez. Me gustaba la comida, entendía de dinero, tenía un amigo que cocinaba bien. Encontramos un local, conseguimos un crédito, contratamos a un decorador y empleados y listo: ya teníamos un restaurante. Simple. No simple de hacer, sino de pensarlo, y en cuanto tienes las ideas claras es más fácil aplicarlas. Lo llamamos Le Bon Marché, para sugerir precios razonables y a la vez productos frescos. El estilo era una mezcla: francés, californiano, tailandés. Te habría gustado.

Luego le vendí mi parte a mi socio y me trasladé a Baltimore. Abrí otro restaurante. También marchó bien. Pero al cabo de un tiempo… Es lo que tienen los Estados Unidos. En Inglaterra lo llamarían «no perseverar» o «no saber lo que quieres». En América es normal. Triunfas y buscas otra cosa en que triunfar. Fracasas y sigues buscando algo en lo que triunfar. Profundamente optimistas, como he dicho.

Luego me metí en la distribución de alimentos orgánicos. Me pareció un sector en evidente crecimiento. Hay un número creciente de consumidores, sobre todo en las ciudades, y la mayoría lo bastante prósperos y mentalizados como para pagar por un producto incontaminado. Y hay un número creciente de productores, obviamente en las regiones rurales, y muchos de ellos también demasiado locales, demasiado idealistas o demasiado ocupados como para entender la distribución. Lo que hay que hacer es establecer contacto. Los mercados de granjeros están todos muy bien, pero en mi opinión son una simple promoción, algo casi turístico. Básicamente es una elección entre ventas al por menor y planes de comercialización. Estos planes se hacen un poco en plan de aficionados y muchas veces las tiendas no saben suficiente márketing. O creen que como son puros y virtuosos no necesitan promocionar sus productos. No entienden que incluso hoy —sobre todo hoy— hasta la virtud necesita comercializarse.

Y eso es lo que hice. Me dediqué a la distribución y el márketing. El quid de la cuestión está en que muchos productores de alimentos orgánicos tienen tan poco contacto con la civilización moderna como los amish. Y un montón de ventas al por menor están todavía en manos de hippiosos que piensan que ser puntuales y eficientes es asquerosamente burgués, y que saber sumar correctamente es un pecado. En cambio, sus clientes son cada vez más gente normal de clase media que no pide una dosis especial de contracultura cada vez que compra una chirivía sin veneno dentro. Como digo, se trata de establecer contacto.

Oye, veo que no quieres que me enrolle. Lo que pasa es que capto intensamente… Vale, me doy por enterado. Total, que me dediqué a eso en Baltimore durante unos años, y luego volví a Inglaterra de vacaciones un par de semanas. Y a decir verdad no sirvo para estar de vacaciones, y empecé a estudiar puntos de venta locales y sistemas de reparto y, sinceramente, me quedé un poco pasmado. Así que decidí volver aquí y afincarme. Es lo que he hecho entretanto.

Oliver Entretanto, entretanto, el único entretanto de Greenwich…

El ínterin. El tiempo es ruin, es cierto. Una criadita marrullera, el tiempo. Arrastra los pies y te hace un mohín con el labio inferior la mayor parte de tu vida, y luego, en ese breve momento de la happy hour, el momento en que te bebes una margarita y en que el placer parece correr por cuenta de la casa, pasa zumbando como una camarera con patines. Por ejemplo, la hora feliz que empezó en el instante en que hinqué la rodilla en tierra en homenaje a ma belle y pedí su mano. ¿Cómo iba a saber que terminaría aproximadamente en el momento en que tú y yo nos separamos? ¿Y cómo predecir cuándo la picarona, frunciendo el ceño, con la bandeja en alto, anunciaría de nuevo otra happy hour? Sí, confieso que, después de haber vuelto a Inglaterra, las cosas fueron un poco insulsas y planas como un pólder durante una temporada. Luego llegó la anunciación de Marie. Ella sí que es un cóctel bien batido.

Y desde entonces ha habido algo más que el ocasional retozo en la feria y el revolcón en el abrevadero. La muerte de mi padre, ése sí que fue un día memorable. Algunos esforzados enciclopedistas de la psique, serios calibradores de la angustia, han juzgado, al parecer, que el estrés resultante de la muerte del padre está directamente vinculado con el dolor de mudar de casa. Puede que lo hayan expresado al revés, pero tanto da. En mi caso, me preocupaba más haber perdido la alfombra de la escalera y la pantalla del Pato Donald que al paterfamilias.

Oh, no pongas esa cara. No conociste a mi padre, ¿verdad? Y en el caso improbable de que le hubieras conocido, no es tu padre, era sólo el mío, el viejo cabrón. Solía pegarme con un palo de hockey cuando apenas me habían destetado. ¿O era un taco de billar? Y todo porque yo me parecía a mi madre. Y todo porque ella murió cuando yo tenía seis años y él no soportaba el parecido. Oh, había pretextos falsos: mi estudiada insolencia —y también la espontánea—, además de un cierto celo juvenil de mi parte por la piromanía, pero yo sabía de qué iba la cosa. Era un pez frío, mi padre. El viejo lenguado fumaba en pipa para ocultar los olores de piscina. Y luego, un buen día, se le secaron las escamas y las aletas se le pusieron rígidas como un pincel viejo. Había expresado su firme deseo de que le incinerasen, pero hice que le enterraran en la encrucijada con una estaca clavada en el corazón para estar seguro.

Me dejó en fideicomiso, como representante de Sophie y Marie, lo que burlonamente se conoce como su hacienda: más bien una parcela, hablamos aquí de céntimos, no de doblones de oro. Con la condición específica de que al susodicho N. Oliver Russell no se le permitiese acercar las falanges ni a un centímetro de la pasta. Y también dejó cartas dirigidas a las susodichas nietas explicando el porqué. Digamos que los sobres no estaban bien encolados. Dentro había una mezcla de realismo mágico y de libelo obsceno. Por el bien de las niñas, arrojé los sobres a una oubliette conveniente. Mi mujer me deshonró llorando en el funeral. Evidentemente había habido un decreto fulminante en el ancianario donde monsieur Halibut pasó sus años crepusculares, y el diminuto tabernáculo de ladrillo y pedernal estaba lleno de caderas ortopédicas e implantes dentales que proclamaban a grito pelado la fe de los residentes en la resurrección del cuerpo, un concepto de por sí muy alarmante en la mejor de las épocas, pero un trascendental motivo de terror en el caso presente. Sin duda a Gillian le pareció todo extrañamente conmovedor, de una manera que no venía a cuento y como muy propia del día del mes. Así que borbotaba, a pesar de la firme mano que le puse encima para contenerla. Luego volvió al Ancianario a escuchar las proezas de papá con el tacataca y el ano artificial. Hablo de una manera general, como se hace a menudo.

¿Me he desviado un poco de mi relato? Bueno, son los privilegios de la tradición oral. No me metas prisa, por favor, que ahora estoy mucho más sensible. Déjame que exponga en forma de tabla mi último decenio à la façon de Stu. Abandonamos Francia. Gill nos llevó allí; Gill nos trajo a casa. ¿Qué había dicho yo de que en cada matrimonio hay un miembro moderado y otro militante? Nuestra casita de pueblo, de piedra color crema, fue vendida a un belga pesetero. Lástima, no era ninguno de los seis famosos. Y ya sabes lo que pasa luego. Que hable Stuart, el hombre del anuncio del seguro de vida que sale en la tele: en cuanto te sales del mercado inmobiliario, es muy difícil volver a entrar. No has dicho nunca nada más cierto, bebé Stu. Un idílico y soleado escondrijo en Languedoc, con un huerto de frutos maduros, vale el cincuenta por ciento de un fuste de chimenea en un distrito postal de Londres cuyos dígitos me sonroja mencionar. Hasta el cartero se pierde al venir aquí. De vez en cuando ves un autobús, si algún vecino enfadado consigue secuestrar uno a punta de pistola y le obliga a realizar un útil servicio social.

Nuestra unión se había visto bendecida por nueva descendencia. Marie, hermana de Sophie. Cómo aman las pequeñas a su querido papá. Se pegan a mí como una cortina de baño mojada. Sophie es la seria de las dos, quiere que todo sea perfecto. Marie muestra indicios de ser una niña de lo más repipi.

¿Lo he utilizado alguna otra vez? ¿Lo de la cortina de baño? Me estás mirando raro. Es el precio de ser un animador. Dispersas tus bons mots como bonbons y de cuando en cuando alguien de las primeras filas te devuelve el papel del caramelo. Eh, oiga, que éste ya lo hemos probado. Oye, no hay en el mundo tantos tipos de caramelos de goma. A continuación te quejarás de que todas las historias que se han escrito son meras variantes de una serie principal de tramas. Bueno, yo debería saberlo, en vista del guión que estoy hilvanando ahora. Hilvanando en mi cabeza, se entiende. Confieso que algunas de mis empresas artísticas de la última década han conocido desenlaces más bien tristes. A veces me han devuelto, como un perro que regresa a donde ha vomitado, al college de inglés de míster Tim, y todo para ganar unos pocos dracmas y depositar en la mesa familiar una hoja de viña rellena. Me temo que el espíritu de oficinista no ha sido nunca demasiado sólido en Oliver.

Pero en todo el país abunda como el laurel verde. ¿Es sólo porque yo me fijo más en estas cosas? En los años transcurridos desde que volvimos a Londinium Vetus desde el País que no conocía la col de Bruselas, me ha sorprendido cada vez más que la disparidad entre éxito y fracaso no haya sido nunca tan —¿por una vez podremos eludir la palabra? Creo que no— vulgar. Por un lado, los relucientes vehículos todoterreno, los Chargers y Thrusters y Cruisers y los Bullybags superturbo. Y, por el otro, los endebles repartidores de pizzas que se desplazan en vespas de motor sin, a decir verdad, mucha potencia, y que, avergonzados, reponen en su sitio los componentes de una entrega cuando salvan un badén. ¿Piensan acaso los prepotentes que tienen dirección asistida, muy superiores a lo que exige el tráfico, en el currante proveedor de las cuatro estaciones con suplemento de cebollas, fíjate en el tomate, no es pasta de tomate sino tomate fresco, y una ración extra de salchichón y otra más de guisantes? ¿No les importan un bledo? Si la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, el estilo solía ser el tributo que los ricos rendían a los pobres. Ya no.

Y otra cosa. Si se les llama coches todoterreno, ¿por qué hay tantos en la puta carretera? Contéstame si puedes.

¿Leíste lo de las nevadas del invierno pasado en el Medio Oeste de los Estados Unidos? La nieve llegaba tan alto como el ojo de un elefante (chúpate ésa, Stuart). Los granjeros sabían qué hacer, precisamente por ser granjeros, y sólo salían de sus iglús instantáneos con raquetas de tenis anticuadas atadas a las botas. El humilde obrero se quedaba en su casa, encendía el microondas y rebobinaba la cinta con los momentos estelares de la Superbowl de fútbol. Los que andaban, por el contrario, realmente jodidos eran los burgueses al volante de esos todoterreno, ansiosos de enseñar a todos esos hampones y pringados, zopencos, maricones y palurdos lo bonito y envidiable que es brincar por donde te apetece sobre la capa de nieve en un confortable cuatro ruedas. Pero sólo para probar que existe una cierta justicia sub o superlunar en este mundo, todos esos caballeros se quedaron atascados hasta sus pertinentes pistones o turbinas, y tuvieron que rescatarlos perros huskies y policías montadas.

¿Tú crees que existe? Me refiero a la justicia en este mundo. ¿Crees que la virtud es recompensada y el vicio es castigado? ¿Crees que la virtud entraña su propia recompensa? Me parece que hay en esto una repercusión más bien masturbatoria. La virtud, supuestamente, tiene que aprender a ser autogratificante, porque nadie más que su poseedor va a ponerla cachonda. ¿Y lo opuesto es también cierto, que el vicio entraña su propia recompensa? Esto parece más acertado. Si los deleites de la volupté no le atrajeran, el voluptuoso no se los permitiría. En cambio, los que alivian a los leprosos y se rasgan los calzoncillos largos para hacerles vendas, y que suelen presentarse como un San Bernardo en una motonieve para socorrer al conductor congelado de un todoterreno, ¿se corren de gusto al realizar el rescate? ¿Eso significa el proverbio de que el Señor no va a premiarles sus esfuerzos con un cupón de comida, conque más vale que disfruten toda la volupté que puedan?

Soy solamente un estudiante con prismáticos del pasajero caravasar de la vida. Puede que mis conclusiones te parezcan un poco improvisadas. Pero no puedo por menos de pensar que la mayoría de las veces el vicio se sale con la suya.

¿Quieres consultar otra opinión? No te lo reprocho. Prueba la siguiente, entonces, sacada de un viejo hereje de Toulouse: «Dios es perfecto; nada en el mundo es perfecto; por consiguiente nada del mundo fue creado por Dios.» No está mal, ¿eh?