Oliver ¿Dónde estábamos? Por el momento, una observación al margen. Es extraño que cada una de estas dos palabras contenga a su sucesora, que de cada una se desprendan letras que evocan la sensación de pérdida que siempre experimentamos al lanzar una mirada de Orfeo por encima del hombro. Una disminución dolorosa, señaló alguien. Compara y contrasta —como solían decir los pedagogos— las vidas de los principales poetas románticos ingleses. Ordénalos primero por la longitud de su nombre: Wordsworth, Coleridge, Shelley, Keats. Ahora considera sus fechas respectivas: 1770-1850, 1772-1834, 1792-1822, 1795-1821. ¡Qué deleite para el numerólogo y el zahorí de arcanos! El de nombre más largo fue el que vivió más tiempo, el de nombre más corto menos tiempo, y así también los del medio. Mejor aún, ¡el que nació antes murió el último, y el que nació el último murió el primero! Encajan unos en otros como muñecas rusas. Basta para creer en un designio divino, ¿eh? O, por lo menos, en una divina coincidencia.
¿Dónde estábamos? Muy bien, por esta vez jugaré al juego del pormenor trabajoso. Fingiré que la memoria está desplegada como un periódico. Muy bien: vamos a la sección de internacional, de artículos ilustrados, muy a pie de página. «Pequeño incidente en Minervois Village: no muchos muertos.»
En aquel momento fortuito que has elegido destacar, yo estaba desapareciendo de tu vista (quizá para siempre, pensaste; quizá lanzaste un grito de «¡Buen viaje!», en la dirección general de mi vulnerable escápula), al doblar la esquina de la Cave Coopérative en mi Peugeot fiable. Un 403, como recordarás, ¿no? Una parrilla de radiador diminuta, como la mirilla de un carcelero. De un color gris verdoso reminiscente de una época que sin duda va a revivir. ¿No te parece aburrido que hoy en día se recreen y fetichicen los decenios casi antes de que hayan acabado? Debería haber una ley de prescripción inversa. No, no puedes revivir los sesenta: estamos todavía en los ochenta. Y así sucesivamente.
Así que yo me alejaba en mi vehículo fuera de tu campo de visión, orillando silos de acero repletos de la sangre aplastada de las uvas Minerva, mientras Gillian se difuminaba rápidamente en mi espejo retrovisor. Una palabra torpe, ¿no te parece? Retrovisor: ¿no te parece muy rebuscada y laboriosa? Compárala con la francesa, más elegante: rétroviseur.[4] Retrovisión: cómo nos gustaría tenerla, ¿eh? Pero vivimos nuestra vida sin esos espejitos tan útiles que agrandan el camino recién recorrido. Vamos disparados por la A61 hacia Toulouse, mirando hacia adelante, siempre hacia adelante. Quienes olvidan su historia están condenados a repetirla. El rétroviseur: esencial no sólo para la seguridad viaria sino para la supervivencia de la especie. Dios mío, presiento que se avecina un slogan publicitario.
Gillian ¿Dónde estábamos? Yo estaba en bata en medio de la calle del pueblo. Tenía sangre en la cara, y la sangre había goteado encima de Sophie. Manchas de sangre en la frente de un bebé: como la bendición de un aquelarre. Puse adrede una expresión asustada. Llevaba un par de días chinchando a Oliver, desquiciándole los nervios. Estaba todo planeado. Lo había planeado yo. Sabía que Stuart estaría observando. Hice un cálculo muy concreto. Pensé que si Stuart veía a Oliver portándose mal conmigo y a mí tratando mal a Oliver, creería que nuestro matrimonio no era envidiable y que eso le ayudaría a seguir adelante. Mi madre me dijo que él la visitaba y que hablaba durante horas del pasado. Yo intentaba romper ese ciclo, ponerle a Stuart —¿cómo dice la gente?— un punto final. Mi otro cálculo era que Oliver y yo superaríamos el incidente, que yo arreglaría las cosas. Sirvo para eso, en definitiva.
De modo que yo estaba en la calle como un espantajo, como una loca. La sangre era de los golpes que Oliver me había dado con las llaves del coche que llevaba en la mano. Sabía que todo el pueblo tenía los ojos puestos en mí. Sabía que tendríamos que irnos. En el fondo los franceses son mucho más burgueses que los ingleses. Las apariencias cuentan. De todos modos, le diría a Oliver que vivir en aquel pueblo formaba parte del problema.
Pero, por supuesto, los ojos puestos en mí que realmente importaban eran los de Stuart. Sabía que estaba allí, en la habitación de su hotel. Y pensaba: ¿Lo he conseguido? ¿Dará resultado?
Stuart ¿Dónde estábamos? Recuerdo exactamente dónde estaba yo. La habitación costaba 180 francos por noche, y la puerta del ropero se abría sola cada vez que la cerrabas. La televisión tenía una antena interior que había que ajustar continuamente. La cena consistió en trucha con almendras seguida de créme caramel. Dormí mal. El desayuno costaba treinta francos más. Antes de desayunar me asomaba a la ventana y enfrente estaba la casa de ellos.
Esa mañana observé que Oliver arrancaba en segunda, lo que era perjudicial para su coche. Parecía haberse olvidado de que había otras dos marchas. Siempre ha sido un desastre con las maquinarias. Yo tenía la ventana abierta y oí el chirrido del coche, y era como si todo el pueblo estuviese chirriando y también mi cabeza. Y allí, en medio, estaba Gillian. Todavía en bata, con el bebé en los brazos. Estaba de espaldas a mí y no le veía la cara. Pasaron un par de coches, pero fue como si ella no los hubiese oído. Estaba plantada como una estatua, mirando hacia donde Oliver se había ido. Al cabo de un rato, se volvió y me miró, más o menos de frente. No podía verme, ni saber que yo estaba allí. Tenía un pañuelo aplastado contra la cara. Su bata era de un color amarillo vivo que desentonaba. Luego volvió a entrar lentamente en la casa y cerró la puerta.
Pensé: ¿Así que han llegado a esto?
Después bajé a desayunar (30 francos).