2. LA HISTORIA HASTA AHORA

Stuart Creo que no voy a ser muy bueno en esto. Quizá me equivoque en el orden de las cosas. Te pido paciencia. Pero pienso que es mejor que oigas mi historia primero.

Oliver y yo fuimos al colegio juntos. Éramos amigos íntimos. Luego yo empecé a trabajar en un banco. Él enseñaba inglés a extranjeros. Gillian y yo nos conocimos. Ella restauraba cuadros. Bueno, todavía lo hace. Nos conocimos, nos enamoramos y nos casamos. Cometí el error de pensar que era el final de la historia, cuando no era más que el principio. Supongo que es un error que cantidad de gente comete. Hemos visto demasiadas películas, leído demasiados libros, creído demasiado a nuestros padres. Todo eso ocurrió hace unos diez años, cuando teníamos poco más de treinta. Ahora tenemos… No, ya veo que tú puedes calcularlo.

Oliver me robó a Gillian. Quería mi vida y la tomó. Sedujo a Gill. ¿Cómo? No quiero saberlo. Creo que nunca he querido saberlo. Durante un tiempo, cuando sospechaba que había algo entre ellos, me obsesionaba pensar en si follaban o no. Te pedí que me lo dijeras: ¿te acuerdas? Te lo supliqué: Follan, ¿verdad?, recuerdo que pregunté. Tú no respondiste y ahora te lo agradezco.

Estaba un poco desquiciado en aquel entonces. Bueno, es razonable, totalmente comprensible, ¿no? Le di un cabezazo a Oliver y prácticamente le rompí la nariz. Y cuando se casaron irrumpí en la fiesta y armé un pequeño escándalo. Luego me fui a los Estados Unidos. Pedí un traslado en el banco. A Washington. Lo más curioso es que la persona con quien mantuve contacto fue madame Wyatt. Es la madre de Gillian. Fue la única que se puso de mi parte. Nos carteábamos.

Al cabo de un tiempo fui a verles a Francia. O, mejor dicho, les vi pero no me vieron. Fue cuando llegaron a las manos en medio del pueblo y Oliver la abofeteó mientras todos fingían no estar presenciando la escena desde las ventanas. Yo incluido. Estaba en el hotel de enfrente.

Después volví a Norteamérica. No sé qué esperaba encontrar cuando fui a verles, y no sé lo que encontré, pero no me ayudó en nada. ¿Empeoró las cosas? En cualquier caso no las mejoró. Creo que fue la niña lo que me hizo polvo. Sin ella podría haber sacado algo en limpio.

No recuerdo si te lo dije entonces, pero cuando mi matrimonio se deshizo empecé a pagar a cambio de sexo. No me avergüenza especialmente. Otros deberían avergonzarse del modo en que me trataron. Las prostitutas llaman «negocio» a su trabajo. «¿De negocios?», solían preguntar. No sé si lo dicen todavía. Ahora estoy fuera de ese mundo.

Pero lo que quiero decir es lo siguiente. Yo hacía negocios de trabajo y negocios de placer. Y conocía muy bien esos dos mundos. La gente que no conoce ninguno de los dos cree que son un combate sin cuartel. Que el hombre del traje gris viene a timarte, y que la furcia demasiado perfumada resultará ser un transexual brasileño en cuanto le enseñes tu tarjeta de crédito. Bueno, puedo decirte esto: en general, recibes tanto como pagas. En general, la gente hace lo que dice que va a hacer. En general, el trato se cumple. En general, se puede confiar en la gente. No quiero decir que dejes la cartera abierta encima de la mesa. No me refiero a que des un cheque en blanco y vuelvas la espalda en el mal momento. Pero sabes dónde estás. En general.

No, la verdadera traición se da entre amigos, entre los seres queridos. La amistad y el amor sirven para que la gente se comporte mejor, ¿no? Pero ésa no ha sido mi experiencia. La confianza lleva a la traición. Hasta se puede decir que la confianza la propicia. Es lo que vi, lo que aprendí entonces. Hasta aquí, mi historia.

Oliver Me estaba adormilando, lo confieso. Et tu? Oh, narcoléptico y esteatopigio Stuart, el del entendimiento crepuscular y el Weltanschauung fabricado con piezas de Lego. Oye, por favor, ¿no podemos adoptar una perspectiva más amplia? Chou-en-lai, mi héroe. O Zhou-en-lai, como se le llamó más tarde. ¿Qué efecto opina que causó la revolución francesa sobre la historia del mundo? A lo cual este hombre sabio respondió: «Es demasiado pronto para decirlo.»

O, si no una visión tan olímpica o confucionista, adoptemos por lo menos cierta distancia, cierto sombreado, unas audaces yuxtaposiciones de pigmento, ¿vale? ¿No hemos escrito los tres sobre la marcha la novela de nuestra vida? Pero qué pocas, ay, son publicables. ¡Mira qué alta y sensiblera es la pila! No nos llame, nosotros le llamaremos…, no, pensándolo bien, tampoco le llamaremos.

Ahora bien, no precipites el juicio sobre Oliver; ya te he prevenido a ese respecto. Oliver no es un esnob. Al menos, no en el sentido más simple. El problema no es el tema de esas novelas o la posición local de sus protagonistas. «La historia de un piojo puede ser tan bonita como la historia de Alejandro Magno; todo depende de su ejecución.» Una fórmula diamantina, ¿no te parece? Lo que se necesita es un sentido de la forma, control, discriminación, selección, omisión, retoque, énfasis…, esa sucia palabra de cuatro letras: arte. La historia de nuestra vida no es nunca una autobiografía, es siempre una novela: es el primer error que la gente comete. Nuestros recuerdos son sólo otro artificio: vamos, admítelo. Y el segundo error consiste en presumir que esa trabajosa conmemoración de detalles previamente festejados, por muy vistosa que pueda parecer en un bar, constituye un relato que es probable que atraiga al, en ocasiones, necesariamente encallecido lector. De cuyos labios brota, con razón, la pregunta perpetua: ¿Por qué me cuentas esto? Si es por terapia de autor, entonces no esperes que el lector sufrague los honorarios del psiquiatra. Lo cual es una manera cortés de decir que la novela de la vida de Stuart es, francamente, impublicable. Le concedí la prueba del primer capítulo, que normalmente basta. A veces dedico también una risita a la última página, sólo para confirmar mi veredicto, pero en el caso presente no podría. No me consideres severo. O si lo haces, reconoce que mi severidad es acertada.

Al grano. Toda historia de amor comienza con un crimen. ¿De acuerdo? ¿Cuántas grandes passions prenden entre corazones inocentes, no enredados en ningún otro embrollo? Sólo en los idilios medievales o en la imaginación infantil. Pero ¿entre adultos? Y, como Stuart, la ciclopedia de bolsillo, ha querido recordarte, por entonces todos rondábamos los treinta años. Todo el mundo tiene a alguien, o a un pedazo de alguien, o la expectativa o el recuerdo de alguien, a quien o a lo que desecha o traiciona en cuanto conoce a fulano, mengana o, en este caso, a la tía Guay. ¿No es cierto lo que digo? Por supuesto que tachamos del papel nuestra perfidia, expiamos nuestra deslealtad y, retrospectivamente, hacemos tabula rasa del corazón al que luego se le censura la gran historia de amor; pero todo eso son chorradas, ¿no?

Y si, por consiguiente, somos todos delincuentes, ¿quién de nosotros condenará al otro? ¿Es mi caso más conspicuo que el tuyo? Yo estaba liado, cuando conocí a Gillian, con una señorita[3] del país de Lope que se llamaba Rosa. Un rollo insatisfactorio, pero yo mismo lo decía, ¿no? Stuart, sin duda, estaba enrollado con fantasías de clase de ballet y una triste revista con que meneársela por la época en que conoció a Gillian. Y ella estaba inequívoca y, de hecho, legalmente liada con el susodicho Stuart cuando ella y yo nos conocimos. Dirás que todo es cuestión de grado, y yo responderé: No, es una cuestión de absolutos.

Y si, a tu apremiante manera jurídica, insistes en formular acusaciones, entonces qué puedo decir sino mea culpa, mea culpa, mea culpa, pero tampoco es que yo hubiese exterminado a los kurdos con gases paralizantes, ¿no? Adicional y alternativamente, como dicen, para complicar, los abogados que hay entre vosotros, alegaría que la sustitución de Stuart por Oliver en el corazón de Gillian no fue —como vosotros, bípedos sedosos, pelucones y gárrulos, tendéis a no decir— un mal trueque. Ella, como suele decirse, ganó en el cambio.

De todos modos, eso fue hace muchos años, una cuarta parte de nuestra vida. ¿No viene a la mente la expresión fait accompli? (No tentaré a la suerte con droit de seigneur o jus primae noctis.) ¿Nadie ha oído hablar de la prescripción? Siete años para toda clase de agravios y delitos, tengo entendido. ¿No prescribe el robo de una esposa?

Gillian Lo que la gente quiere saber, lo pregunte o no directamente, es cómo me enamoré de Stuart y me casé con él y luego me enamoré de Oliver y me casé con él, todo ello en un lapso de tiempo tan corto como es legalmente posible. Pues la respuesta, en fin, es que lo hice. No recomiendo especialmente que se pruebe, pero prometo que es factible. Tanto emocional como jurídicamente.

Amaba sinceramente a Stuart. Me enamoré de él sin más, lisa y llanamente. Nos entendíamos, el sexo funcionaba y me gustaba que él me amase; y eso es todo. Y luego, después de habernos casado, me enamoré de Oliver, no de un modo sencillo, sino complicadísimo, totalmente en contra de mi razón y mis instintos. Lo rechacé, me resistí, me sentía intensamente culpable. También estaba intensamente excitada, completamente viva, absolutamente sexy. No, en realidad no «tuvimos una aventura», como suele decirse. Sólo porque soy medio francesa la gente empieza a cuchichear ménage à trois. Ni remotamente fue algo así. Para empezar, fue mucho más primitivo. Y, además, Oliver y yo no nos acostamos hasta que Stuart y yo estábamos ya separados. ¿Por qué la gente es tan experta en cosas que desconoce? Todo el mundo «sabe» que era una historia meramente sexual, que Stuart no era gran cosa en la cama, mientras que Oliver era fantástico, y que aunque yo pudiera parecer equilibrada soy una ligona y una furcia y probablemente también una arpía. Así que si de verdad quieres saberlo, la primera vez que Oliver y yo nos acostamos él tuvo un serio ataque de nervios por ser la primera noche y no ocurrió absolutamente nada. La segunda noche no fue mucho mejor. Luego fuimos tirando. Es curioso que en este terreno Oliver sea mucho más inseguro que Stuart.

Lo cierto es que se puede querer a dos personas, a una después de la otra y una interrumpiendo a la otra, como yo hice. Las amas de maneras distintas. Y eso no quiere decir que uno de los amores sea verdad y el otro falso. Ojalá hubiera podido convencer de esto a Stuart. Les amaba a los dos de verdad. ¿No me crees? Bueno, no importa, ya no me defiendo. Me limito a decir: No te ocurrió a ti, ¿no? Me sucedió a mí.

Y al mirar atrás, me sorprende que no ocurra más a menudo. Mucho tiempo después mi madre dijo, a propósito de otra situación emocional, no recuerdo si relacionada con una pareja o con un trío: «El corazón se ha enternecido, y eso es peligroso.» Entendí lo que quería decir. Estar enamorado propicia que te enamores. ¿No es una terrible paradoja? ¿No es una verdad terrible?