Adalbert de Gaussac
«Conocí a un hombre sabio hace ya mucho tiempo. Decía que la única manera de contemplar la Verdad y conocerla era a través de la Oscuridad. Nadie que no penetre en ella la conocerá. Porque mantenía que esa Verdad que yo buscaba era el conocimiento absoluto de todas las cosas, siempre alejado de la luz, escondido en los pliegues de la penumbra. Entonces no le comprendí, era joven, convencido de que mi fe era suficiente salvaguarda…, también tuve miedo. Si he de ser sincero, mi temor superaba con creces a mi fe. Acaso ahora sea el momento, a pesar de haber huido siempre de las tinieblas, ellas vienen a buscarme, han cogido mi mano y me han traído hasta aquí, en el umbral de la Oscuridad. Sólo tengo que dar un paso, un pequeño y difícil paso».
DALMAU
Caía una fina llovizna, helada y constante. El día amanecía gris, con el color del plomo que parecía impregnar todo el paisaje. Las escarpadas rocas de la garganta matizaban el rojo mineral con una pátina oscura, sobresaliendo un negro mate en cada una de sus oquedades. El río, ceñido al estrecho barranco, corría en un rugido elevado golpeando las rocas a su paso y lanzando destellos de espuma.
Guillem se acercó a una pequeña cueva cerca de la casa, un mínimo agujero resguardado por una roca plana con ínfulas de balma. Dalmau estaba sentado, con la vista clavada en las revueltas aguas.
—Si sigue lloviendo, esto va a inundarse. Uno de los hermanos Hospitalarios me ha dicho que ocurre con más frecuencia de la deseada, y están trasladando a las aves de corral a una zona más elevada. ¿Me oyes, Dalmau? —Guillem se inquietó ante la postura abstraída del anciano templario.
—Siéntate, tengo que hablar contigo. —Dalmau despertó de golpe.
—Eso me ha dicho Jacques, pero si vas a empezar a explicarme las razones por las que tengo que largarme, estás perdiendo el tiempo. No me gusta, Dalmau, este asunto tiene peor aspecto a cada instante que pasa y…
—¡Por todos los santos, quieres callarte y dejarme hablar! —El enfado marcaba cada arruga del rostro de Dalmau—. Esa precipitación en opinar siempre antes de escuchar consigue sacarme de mis casillas, Guillem, ¿tan mal maestro he sido?
Guillem no contestó, bajó la cabeza en señal de reconocimiento, guardándose mucho dé replicar. Se sentó a su lado, envolviéndose en la capa oscura y apartando los pies de un considerable charco que se estaba formando ante la pequeña cueva.
—Ésta es una historia complicada, Guillem, necesito de toda tu atención porque es lo suficientemente desagradable para no tener que repetirla. —Dalmau lo escudriñaba en busca de una posible muestra de impaciencia, pero el joven mantuvo la boca cerrada—. Ya te expliqué que mi hermano Adalbert era un faidit, un noble de las tierras de Oc desposeído de todo durante la Cruzada de los franceses. Esa Cruzada se realizó con el apoyo y el empuje de Roma, y con la ambición de los barones del norte por robar unas tierras fértiles y ricas. Encontraron una inmejorable excusa en la herejía catara, y sería estúpido negar que esas ideas impregnaban toda Occitania… Supongo que sabes de lo que te estoy hablando.
—De los «Buenos Hombres», así se llamaban ellos, los cataros —insinuó Guillem con precaución.
—Sí, tienes razón. Y que Dios me perdone, pero de todos los que conocí jamás pude pensar mal de uno de ellos, ni encontrarles falta alguna. Aunque no deseo hablarte de su religión, ni tampoco de esa cruel guerra, sino de sus consecuencias. —Dalmau aspiró con fuerza—. Sabes tan bien como yo que la guerra sólo aporta penalidades sin fin, pero en las tierras de Oc fue especialmente sangrienta, el ensañamiento no tuvo límites durante un largo tiempo. Roma se implicó a fondo en el derramamiento de sangre, cristianos contra cristianos, dilapidando fortunas que hubieran tenido que dirigirse hacia Tierra Santa. El largo brazo romano, convertido en tribunal de la Inquisición, colaboró en aquella matanza y la ambición acabó con muchos inocentes. Cuando los obispos fueron retirados como jerarquía del Tribunal, y éste pasó a ser una institución independiente dirigida por la Orden de los Predicadores, creo que el asunto se les fue de las manos. La ambición y el fanatismo corrompen a los seres humanos, Guillem, y ni siquiera un hábito es un talismán suficiente para evitarlo. Muchos clérigos y eclesiásticos con intereses personales entraron al servicio del Tribunal, se volvieron locos, muchacho, tan locos como los nobles franceses a los que decían apoyar. El saqueo fue brutal, como si una enorme ola de fuego hubiera barrido una nación entera, ni la langosta es capaz de trabajar tan velozmente. Esa ola abrasó a mi familia casi al completo. Y yo me senté a contemplarlo… sin hacer nada.
—Lo cierto es que poco podías hacer, Dalmau. La orden no quiso intervenir ni apoyar a ningún bando, se retiró prudentemente para continuar su trabajo. —Guillem contempló cómo dos gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de su amigo, sintiéndose impotente ante su tristeza.
—Podía o no podía, Guillem, a pesar de la orden, somos responsables de nuestras propias decisiones, y ocultarme tras las resoluciones del Temple nunca me sirvió para nada… Y no es exacto que siempre mantuviéramos esa extraña neutralidad, los hermanos del Mas-Déu ayudaron a más de uno. —Dalmau se secó las lágrimas con la mano—. Lo que importa ahora es que yo no ayudé a mi hermano ni a nadie de mi familia, es así de sencillo. Adalbert, mi hermano, se enroló con las tropas del conde de Tolosa hasta el fin, luchando con uñas y dientes para conservar lo que durante cientos de años había sido patrimonio de mi familia. Y después, el pobre hombre inició un viaje sin destino, huyendo a cada instante siempre, intentando proteger lo poco que le habían dejado. Planeando su venganza día a día. Y aquí es donde aparece nuestro personaje, Acard de Montcortés.
Dalmau calló, con la mirada perdida, sus manos apretadas con fuerza sobre sus rodillas. A lo lejos, Ebre perseguía a su nuevo amigo, empapados ambos, muchacho y perro, en una enloquecida carrera.
—Acard de Montcortés estaba al servicio del obispo de Tolosa, uno de los peores entonces, y supongo que aprendió mucho con él. Y cuando la Inquisición se convirtió en un cuerpo independiente, el obispo se encargó de colocarlo en un buen lugar de partida —siguió Dalmau con voz apagada—. Desde el principio, se estableció una enemistad profunda entre mi hermano y él, algo absolutamente personal, ese tipo de rechazo inexplicable convertido en odio. Acard había sido compañero de juegos de Adalais, la mujer de mi hermano, en la infancia. Sus familias se conocían y los padres de Acard deseaban que éste estudiara en Tolosa, que se convirtiera en un eclesiástico con futuro. Desde muy joven tuvo un sentimiento extrañó y poderoso hacia ella, una pasión contradictoria en la que el odio iba creciendo en una inútil batalla contra sus propios sentimientos. No cejó hasta que Adalais adaptó para él la forma exacta de la herejía, borró su naturaleza de mujer para convertirla en el Anticristo en persona. Su pasión se convertía en un odio ciego que crecía sin límite. Por entonces, Acard ya había formado una cuadrilla propia, sus «Soldados de la Verdad», les llamaba, un grupo de mercenarios, asesinos y leguleyos dispuestos a dar legitimidad a su carnicería particular. Sus superiores miraron en otra dirección, no había duda de que Acard era un perro que les servía bien y los tiempos no estaban para miramientos. Cuando alguien le llamó la atención, ya era tarde para mucha gente… Sin embargo, Adalbert intentó sacar a la luz sus crímenes, quería denunciarlo y acabar de una vez con aquella locura.
—¿Y qué ocurrió con la familia de Adalbert? —preguntó Guillem cada vez más interesado.
—La guerra en el país de Oc, la dulce Occitania, estaba perdida y la desbandada era general. Los supervivientes de aquel horror corrían en todas direcciones con la sola pretensión de salvar el pellejo. Adalbert huyó con su mujer y sus hijos, y unos pocos sirvientes fieles…, o lo intentó. Créeme, lo intentó con todas sus fuerzas, aunque las circunstancias no le ayudaron. Se vio obligado a detenerse en su huida, su mujer estaba encinta y a punto de dar a luz. La dejó en manos de confianza, avanzando para encontrar un lugar seguro, y ese comprensible error le perseguiría el resto de su vida, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Dalmau volvió a enmudecer, controlando las emociones que pugnaban por huir de sus pupilas. Arregló los pliegues de la capa, pasando su mano por la tela, recuperando el aire que se escapaba de sus pulmones. Guillem respetó el silencio, entendía el dolor que transmitía el viejo Dalmau.
—Ten paciencia, Guillem, ya te he dicho que no es fácil de explicar —susurró Dalmau en un hilo de voz—. Adalais quedó muy débil tras el parto, pero quiso emprender el camino a la semana del nacimiento de su nueva hija, correr tras la seguridad y el amor de su marido. Y aquella pequeña comitiva se puso en marcha: dos de los mejores hombres de mi hermano, que habían luchado, codo a codo, a su lado; Garsenda, la fiel sirvienta, y su hijo; la hermana menor de Adalais, una niña entonces; los gemelos… ¿Sabes que Adalbert y yo éramos gemelos, Guillem? Parece que es una tradición familiar, sus hijos mayores también lo eran, tenían entonces seis años…
Un sollozo quebró la voz de Dalmau, y el intento por controlarlo sacudió su débil cuerpo. Sus manos sostuvieron la cabeza vacilante, era un peso que le resultaba difícil transmitir, negando con un movimiento acompasado de su rostro.
—Dalmau, no es necesario que continúes. —Guillem apoyó un brazo sobre su hombro, intuyendo el final de la historia—. Es fácil de adivinar que Acard y su cuadrilla les encontraron.
—No sólo es necesario, Guillem, es imprescindible para que lo entiendas. Los hombres de Adalbert fueron despedazados por los caballos, violaron a Adalais y a Garsenda uno a uno hasta quedar satisfechos, y apalearon a los pobres gemelos hasta que su rostro desapareció entre la sangre…, y luego, ¡Dios Santo! Formaron una gran hoguera y esperaron a que los torturados recobraran la consciencia… ¡Los lanzaron al fuego, vivos!
Dalmau se levantó de golpe, encaminándose al río bajo la lluvia que arreciaba. Las aguas del barranco subían peligrosamente, rebasando las piedras que contenían su furia y conquistando terreno palmo a palmo, sin prisa para recuperar lo que les pertenecía. Guillem esperó unos instantes y siguió a su compañero.
—Sólo lograron salvarse tres… El hijo de Garsenda y la hermana menor de Adalais, con la recién nacida en los brazos. Se los había educado para la huida, ¿sabes? Escondidos contemplaron todo aquel horror, hasta que quedó fijado en sus pupilas. —Dalmau parecía estar hablando a la lluvia—. Criaturas que sólo habían visto sangre a su alrededor, la locura de los hombres ante su horrorizada mirada. ¿Cómo Dios puede permitir esa carnicería?
—Dios poco tiene que ver en los asuntos de los hombres, Dalmau —susurró Guillem con suavidad—. Tú lo sabes mejor que nadie. Incluso, a veces, es posible que aparte su vista para no contemplar tan espantosa visión.
—¡Acaso no debería hacerlo! —Las facciones de Dalmau se endurecieron—. Necesito unos minutos para reponerme, Guillem, por favor. Te lo suplico, muchacho, déjame solo un breve tiempo.
El joven asintió con un movimiento pausado de su cabeza, dando unos pasos atrás y volviendo al pequeño agujero. Contemplaba la figura encorvada de Dalmau bajo la lluvia, el peso insoportable que había vencido su porte natural, siempre erguido y con la cabeza alta, su paso aristocrático y seguro. Descubría a un nuevo Dalmau, envejecido por la enfermedad y el dolor de sus recuerdos. Vacilando a las puertas de su fe y tambaleándose en su fidelidad absoluta a la orden a la que pertenecía, dudando de todo aquello que le había hecho vivir. Comprendió la tristeza infinita que asomaba por aquellos ojos grises, penetrantes, aquellos ojos acostumbrados a servir fielmente con una obediencia inquebrantable. El seguro mundo de Dalmau se derrumbaba, y él estaba allí, contemplado la caída sin poder hacer nada.
Se pegó a la pared y avanzó apresuradamente, conteniendo la respiración. Hacía unos segundos, había oído con claridad las pisadas que la seguían, el especial ruido de unos pies avanzando en medio de la lluvia y evitando los charcos con cautela. Desechó la idea de que pudiera tratarse de un simple ladrón, la experiencia le indicaba que nunca había existido una solución fácil a sus problemas. Calibró la situación sin perder la calma, aquélla era una calle demasiado estrecha y los portales aparecían cerrados a cal y canto. Unos metros más adelante, a la derecha, se abría una bocacalle, un agujero difuso que la lluvia le impedía ver. Pensó que podía tratarse de la subida al castillo, una vía empinada que dibujaba un recodo casi en ángulo recto donde el agua bajaba en cascada, recogiendo cada gota del chaparrón que caía del terreno más alto. Adalais se detuvo, con el oído atento, pensando con rapidez. No deseaba dirigir a su perseguidor en la dirección correcta, aunque sus posibilidades de elección eran escasas. Un brusco chapoteo sonó a su izquierda, provocando que todo su cuerpo se pusiera en tensión. Entró en la empinada calle dejándose llevar por su intuición, con la mano repasando el muro, presionando con suavidad cada puerta que encontraba. Cuando llegó al recodo, palpó un pequeño entrante, un resquicio del muro que se curvaba ajustándose a la forma de la roca que lo sostenía. Respiró hondo, cerrando los ojos, deslizando su cuerpo en la abertura. Su mano se dirigió sin vacilación hasta la empuñadura de la daga en su cintura, sacando el arma y cerrando el puño con fuerza. Pasaron pocos instantes hasta que una sombra se destacó entre la cortina de agua, desorientada en el centro del recodo, con las manos extendidas como un ciego. Adalais se fundió en el muro que la protegía, rezando para que su perseguidor no decidiera pegarse a la pared para orientarse. La sombra se dirigió a la derecha hasta encontrar la sólida textura de la piedra, en el lado contrario de donde se encontraba la joven, avanzando con lentitud. La lluvia arreciaba con tal fuerza que su estrépito no permitía oír más que el golpeteo monocorde de su ritmo. Con esfuerzo, Adalais vio que la silueta se perdía al final del recodo, pero permaneció inmóvil, atenta, concentrada en sus dos manos que aferraban el arma ante sí, con la hoja siguiendo el eje de su cuerpo, lista para cambiar de dirección en unos segundos.
Había creído despistar a sus perseguidores en el bosque de la Mata de Valencia, aunque no por ello había bajado la guardia, las enseñanzas de su padre no contemplaban nunca esa posibilidad. Escogió caminos poco transitados, huyendo de la presencia humana, perdiéndose en alguna ocasión en atajos que no llevaban a ninguna parte. Pero sabía que aquella calma desaparecería al llegar a la ciudad de Sort. Esperó al atardecer, momentos antes de que cerraran los portales de la muralla, con el cobrizo pelo escondido en un amplio sombrero y embozada en una capa. Sin embargo, en el momento preciso de cruzar el umbral de la puerta, supo que alguien había detectado su presencia. Había agradecido al Señor aquella lluvia torrencial que difuminaba su silueta y que la confundía con el resto de la gente que huía corriendo, todos en busca de la protección de sus hogares. También agradeció la idea que tuvo de dejar a Betrén en uno de los prados altos que rodeaban la ciudad, aquel animal era más reconocible que ella y mucho menos fácil de esconder.
Adalais se concentró de nuevo en los sonidos que se movían a su alrededor, apartando las banalidades de su mente y adivinando cada rumor, el eco de cada gota de lluvia que resbalaba por su rostro. Un murmullo diferente atrajo su atención, el roce de una mano vibrando en el muro en que se hallaba escondida, a unos pocos palmos. Sus manos cambiaron de dirección con suavidad, alzando la afilada hoja de la daga ante sí, procurando que el destello del metal se mantuviera en la sombra. La vibración se acercaba, un resoplido ronco e intermitente que lanzaba vaharadas de calor húmedo e irregular. Unos dedos rozaron el ala de su sombrero, extrañados ante el cambio súbito de textura, sin que tuvieran tiempo para reflexiones más profundas. La daga partió con la velocidad del rayo, hundiéndose en una materia blanda sin encontrar resistencia. Un sonido gutural se mezcló en el estruendo de la lluvia sin alterarlo, y Adalais notó el peso de unos brazos que se extendía hacia ella, que intentaban encontrar un apoyo, manoteando en su cuerpo y resbalando hacia el suelo. Acompañó la caída de su perseguidor sin dejar la empuñadura de su afilada arma, sin ni siquiera ver el rostro asombrado que se desplomaba ante ella. De un golpe seco recuperó la daga, apartando el cuerpo para salir de su refugio y sin dejar de observar a su alrededor. Aquellos sicarios no acostumbraban a ir solos, pero todo hacía pensar que habían abandonado a aquel infeliz a su suerte, acaso en la creencia de que la ciudad protegería a sus hijos. «Mala suerte, maldito bastardo», pensó Adalais sin una pizca de remordimiento. Si la fortuna lo permitía, ya tendría tiempo para la penitencia y la reflexión. En pocos instantes, su silueta se había perdido entre la lluvia convertida en materia líquida. Entre los ríos de agua que bajaban por el callejón, un hilo rojo y brillante se destacaba abriéndose paso hacia la calle mayor, un trazo oscuro que seguía el recorrido de la corriente, dejándose llevar.
—¿Estás mejor? Dalmau, por favor, vas a enfermar, estás empapado. —Guillem empezaba a estar realmente preocupado, nunca había visto a su amigo en aquella situación.
—Ya estoy enfermo, muchacho, mi tiempo se acaba. —Las palabras de Dalmau resonaron en sus oídos—. Nunca quise implicarte en todo esto, intenté alejarte y ya ves el éxito que he tenido.
Guillem arrastró a Dalmau en dirección a uno de los establos, el agua del barranco crecía de nivel peligrosamente. Una vez allí, comprobó que los miembros de su exigua comitiva también habían buscado refugio en el mismo lugar. Jacques y Ebre se encontraban apretujados en un rincón, sentados sobre una de las comederas de las bestias, con un perro lanudo a sus pies. El Bretón se levantó de un salto al ver el estado de su amigo.
—¡Por todos los demonios, Dalmau, es que te has vuelto loco!
La inmensa mole de Jacques se movilizó, despojando a Dalmau de la empapada capa y de sus ropas hasta casi dejarle desnudo. Restregó el cuerpo de su compañero con unas mantas viejas, gritando a Ebre que le ayudara.
Guillem se quedó a un lado, aún intentaba salir del asombro ante la conducta de Dalmau. Dejó hacer a sus compañeros, ocupando su lugar en la comedera, siguiendo con su estupefacción al ver cómo Jacques sacaba de entre la paja un hatillo envuelto que contenía ropa seca. No era sorprendente el hecho en sí, sino más bien el contenido de éste, ya que no eran parte del hábito templario sino ropas normales y corrientes. El joven recordó que sólo en una ocasión había visto a su superior vestido sin el hábito de la orden, y de eso hacía ya siete años. Podía entender la tragedia que había representado la matanza de la familia de Dalmau, su impotencia ante los hechos y el probable sentimiento de culpa que sentía por no haber prestado ayuda a su hermano, pero… de eso hacía ya muchos años, el tiempo suficiente para que el dolor se amortiguara. Sin embargo, no parecía que fuera así, Dalmau estaba moralmente hundido y sus ojos transmitían una profunda desesperanza. ¿Por qué razón perduraba aquel sufrimiento, qué era lo que buscaba en aquel lugar y qué problemas familiares debía arreglar que comportaran tanto desconsuelo? Guillem oyó las débiles protestas de su superior cuando Jacques lo arrastró hasta un jergón de paja y le obligó a acostarse.
—Debes descansar, Dalmau, recuperar fuerzas —insistía el Bretón—. Por Dios bendito, ¿cómo diablos vas a emprender nada en este estado?
Las protestas se acallaron ante la realidad de sus palabras. Dalmau se dejó arropar con las mantas, hundido entre briznas de paja, cerrando los ojos y escuchando al Bretón que cuchicheaba en su oído. Guillem sólo pudo oír su frágil respuesta: «Haz lo que quieras», murmuraba casi sin fuerzas para hablar. Jacques se incorporó contemplando a su amigo, se volvió hacia Guillem y tomó asiento a su lado. Inmediatamente, Ebre se colocó junto a ellos con la preocupación marcada en su joven semblante.
—Ebre…, ¿por qué no descansas un rato tú también? —Guillem le lanzó una mirada de aviso—. Tú y esa especie de cruce entre perro y oso sarnoso repleto de pulgas.
—¡Ni hablar, intentas deshacerte de mí y ya estoy harto! —contestó rápidamente el muchacho, con el ceño fruncido y una mueca de decepción—. Y este animal sarnoso se llama Riu, yo mismo he buscado y encontrado el nombre que se merece. Y también lo he adoptado, ahora es mío.
Guillem aspiró profundamente y contó hasta tres, y cuando ya estaba dispuesto a lanzar una fenomenal bronca a su escudero por su desobediencia, Jacques terció entre los dos.
—Déjalo, Guillem, al fin y al cabo está aquí, con nosotros. Sea lo que sea lo que hagamos, el chico está implicado hasta el fondo. Merece saber en qué infierno le metemos. —El Bretón se giró lentamente hacia Ebre—. Y tú, aprendiz de caballerete, sería de agradecer que tus modales mejoraran. Has tenido suerte, porque si me hubiera tocado a mí la espantosa tarea de educarte, ya estarías en el fondo de un pozo sin cuerda a la que amarrarte.
—Te advierto de que es totalmente inútil establecer un diálogo razonable con él, es mejor que no lo intentes —interrumpió Guillem con resignación—. Las amenazas se estrellan en el vacío más absoluto y no le impresionan. Pero tienes razón, Ebre está metido en esto tanto como nosotros, tiene derecho a estar presente, siempre que sea con la boca cerrada, ¡muy cerrada!
Ebre alzó una mano e hizo el gesto de coserse la boca, sin soltar una sola palabra. Sus ojos oscuros brillaban de curiosidad y su olfato percibía la perspectiva de nuevas aventuras que excitaban todos sus nervios.
—Dalmau ha hablado contigo, ¿no es así Guillem? —El Bretón tanteaba el terreno.
—Me ha explicado la tragedia que sufrió su hermano, sí. Pero no consigo entenderlo del todo, Jacques, de eso ya hace muchos años. ¿Qué es lo que tiene que hacer que merezca tanto secreto?
—Adalbert de Gaussac ha muerto. —El tono de Jacques implicaba que ésa era la respuesta a todas las preguntas de Guillem.
—¡Pero si no hace ni media hora que me ha jurado que estaba vivo!
—En media hora transcurre media vida, Guillem. No quería mezclarte en este asunto. Hay demasiadas cosas en juego, y Dalmau deseaba alejarte del peligro…
—¡Es lo último que me faltaba por oír! —le interrumpió Guillem irritado—. ¡Apartarme del peligro, por todos los infiernos! Mi trabajo consiste en estar tan cerca del peligro que uno ya no sabe ni dónde empieza ni dónde acaba. Y Dalmau no sólo lo sabe, sino que se ha dedicado a empujarme en esa dirección durante años y sin tregua. Ha sido mi superior, Jacques, y nunca tuvo escrúpulos en lanzarme sobre un lecho de cuchillos afilados. ¡Por favor…, ésa es una excusa ridícula!
—No lo entiendes, no se trata de esos peligros. Ya eres mayorcito y con recursos suficientes para apañártelas, tus maestros te enseñaron más de lo que tu cabezota merecía. —El Breton no se inmutó ante las protestas del joven—. Piensa un poco, Guillem, utiliza el cerebro que Dios te dio. Dalmau intenta evitar que pagues las consecuencias de la tormenta que se avecina, graves y perjudiciales consecuencias para ti, chico. Hay peligros peores que cien espadas contra tu pecho…
—Consecuencias…, pero ¿de qué diablos me estás hablando? —masculló Guillem, viendo cómo Ebre asentía a sus dudas.
—Verás, a la Orden del Temple no le gustaría en exceso lo que tenemos planeado —siguió el Bretón—. Y como se huelen algo, te han enviado de dique de contención para detener a Dalmau.
—Te equivocas, Jacques, me han enviado tras un libro que posee Adalbert de Gaussac, un texto del Apocalipsis que pertenece a los cataros y…
—Sí, claro, un libro del que dudan de su existencia hasta los más fervientes creyentes —cortó el Bretón con un gesto de aburrimiento—. Por no hablar de tus jefes, que han aprovechado el repique de campanas para ordenarte traer cabras donde sólo hay gallinas. Muy listos, sí, señor. —Jacques lanzó una sonora carcajada, la primera que se oía desde su llegada a la Encomienda Hospitalaria de Susterris.
—¿Estás diciendo que me están tomando el pelo, que me han engañado? —Había una nota de furia en el tono de Guillem.
—Sí y no, como siempre, deberías saberlo a estas alturas. —El Bretón le mostró una ancha sonrisa—. Vamos, Guillem, has trabajado con Dalmau, el mejor equilibrista en decir lo imprescindible sin decirlo, la ambigüedad hecha carne cuando se trata de su trabajo, esperando siempre que consigas descifrar el constante galimatías. ¿A que te contaron que Bernard Guils fue el creador de Círculo Interior?
—Y tú, ¿cómo demonios lo sabes? —Guillem empezaba a estar harto de mostrar su asombro—. Aunque no es necesario que me lo cuentes, puedo imaginármelo.
—Porque durante años yo fui su segundo en la sombra —contestó Jacques, observando el rostro inmutable del joven—. ¿Ya que no te sorprendió lo más mínimo cuando te lo dijeron? Sé sincero, muchacho, en el fondo siempre lo supiste, pero esa cabezota que te adorna se obstinó en negar la evidencia. Sin embargo, ahora ése no es el tema que nos ocupa.
Guillem hizo un esfuerzo para digerir las confidencias de su compañero, sin mostrar la más mínima reacción. Evidentemente tenía razón, en lo más profundo de su ser siempre había sospechado que su maestro, Bernard Guils, era algo más que el mejor espía de la orden, era parte de su cabeza. Los hilos que siempre habían aparecido sueltos, trenzaban ahora una forma coherente que siempre había estado allí, en la sombra, esperando que en su mente se hiciera la luz.
—Volvamos a las famosas «consecuencias». ¿De qué se trata? —preguntó, apartándose del inquietante tema.
—Del riesgo de perder el hábito, Guillem, de ser expulsado de la orden, de eso se trata. —El tono de Jacques era grave—. Y eso es lo peor que le puede ocurrir a una persona como Dalmau, ¿lo entiendes? Y para qué diablos tengo que explicarte que, si esa desgracia lleva aparejada tu propia suerte, el mundo de Dalmau caerá hecho pedazos.
—¡Por todos los santos que existen, Jacques! ¿Qué maldita y espantosa acción estáis tramando? —La expresión de Guillem se había convertido en piedra.
—Ejecutan una sentencia antigua —susurró Ebre en voz tan baja que sobresaltó a Guillem.
—¿Y tú de qué estás hablando, te has dedicado a practicar el espionaje por tu cuenta y riesgo? —El ceño del Bretón se alargó hasta formar una sola línea.
—Eso no es cierto, no he estado espiando a nadie. —Se defendió el muchacho—. Sólo quería averiguar por qué todo el mundo estaba tan enfadado y triste. Nunca os había visto así y estaba asustado, pensaba que queríais enviarme de vuelta a Miravet, que Guillem no quería seguir enseñándome.
—¡Por todos y cada uno de los clavos de Cristo! —aulló Jacques—. Si seguimos así, vamos a volvernos todos locos, a no ser que la piedad del Todopoderoso nos ahogue de una maldita vez en este espantoso barranco.
—¿«Ejecutando sentencias»?… —Guillem clavó sus ojos en el Bretón, no estaba dispuesto a soltar el hilo—. ¿Sentencias antiguas?… Dime, Jacques, ¿vas a explicármelo todo, o tendré que suplicar a Ebre para que me ponga al corriente?
El hábito de fray Acard de Montcortés volvía a mostrar la pulcritud habitual. Su rostro, marcado por profundos surcos, aparecía avejentado y mustio, y la palidez de la piel hacía resaltar el brillo acuoso de su mirada en un contraste inquietante. Sin embargo, había recuperado el porte arrogante, la espalda erguida de nuevo, el mentón alzado y desafiante apuntando a su hermano de religión.
—¿Me estás diciendo que todo este asunto no es más que una trampa de Adalbert de Gaussac? —El sarcasmo se imponía en sus palabras—. ¿Es eso, Ermengol, qué todas esas desgraciadas muertes tienen relación?
—Piénsalo, Acard, te lo suplico. Es más que una coincidencia, si sólo fuera la muerte del canónigo Verat, pero…
—Si tú mismo acusaste a esa mujerzuela —interrumpió Acard con dureza—. Cosa que no me extraña, la verdad, no quiero ni imaginarme de lo que ese corrupto clérigo era capaz. En cuanto al notario Vidal, tú sabes mejor que yo, que ese hombre era un cobarde y un pusilánime y que se había buscado la hostilidad de mucha gente. Y te diré otra cosa, Ermengol, siempre sospeché que Vidal tenía algo que ver en el asesinato de su padre.
—Está bien, está bien… Pensemos que todas esas muertes pudieran tener una explicación razonable, incluso creamos que Martí de Biosca se despeñó accidentalmente a causa de su ebriedad… —Ermengol estaba perdiendo la paciencia—. Pero ¡por Dios misericordioso, Acard! ¿Cómo llegaron hasta aquí los cadáveres putrefactos de dos mercenarios de nuestra antigua cuadrilla?
—¡No lo sé, desconozco la manera que encontraron para salir de su tumba! —gritó Acard exasperado—. Olvidas que tenemos muchos otros enemigos, Ermengol, la envidia nos rodea incluso entre nuestros propios hermanos de orden. No pueden soportar mi ascenso, son como zorras rabiosas enloquecidas ante mi avance. ¿Y quién puede asegurarte que no se trata de otro de mis muchos enemigos? Ahora más que nunca, Ermengol, están desesperados por detener mi triunfo, es algo que no deberías olvidar.
—Lo siento, Acard, pero tu razonamiento me parece exagerado. Nadie intenta detener tu carrera, más bien al contrario, nunca se habían dado unas circunstancias tan favorables. —Ermengol intentaba razonar sin éxito—. La gente ha olvidado, Acard, nuestra propia gente nunca estuvo demasiado interesada en mostrar nuestros errores que, al fin y al cabo, eran los suyos propios.
—¡Errores!… ¿De qué me estás hablando, por Dios todopoderoso? —interrumpió de nuevo de forma brusca—. Ésa es la manera exacta en que se expresan mis enemigos, Ermengol, convirtiendo en error nuestro trabajo y malinterpretando nuestras obras, esa ardua tarea que llevamos a cabo con tanto sufrimiento. Acusándonos injustamente por defender nuestra fe y por acabar con la peste sacrílega de una vez por todas.
—Acard, sabes muy bien lo que me ha costado borrar las huellas que conducen a nuestro pasado, eliminar los obstáculos que nos impedían avanzar y tratar de que nuestra antigua cuadrilla desapareciera de la faz de la tierra. Y no ha sido fácil, te lo aseguro. —Ermengol se esforzaba por mantener la compostura y para convencer a su compañero de la razón de sus argumentos.
—Y yo siempre te dije que estabas perdiendo el tiempo, aunque no me hiciste el menor caso. ¿De qué debemos avergonzarnos, Ermengol? —Sus ojos destellaban de ira—. ¿De qué?… ¿De terminar con el horror de la herejía y de no permitir que los blandos y pusilánimes marcaran nuestro camino? ¿Y qué ocurre con nuestros hombres, Ermengol? Porque nos sirvieron fielmente y permanecieron con nosotros hasta el final, bajo nuestra protección. Y lo único que has conseguido con tus obsesivas sospechas es que mataran a Sanç, y al de Cortinada, los alejaste de nuestro seguro refugio y los abandonaste, eso es exactamente lo que hiciste.
Acard dio la espalda ostensiblemente a Ermengol, no quería seguir oyendo sus palabras. Era un hombre excesivamente legalista, siempre lo había sido, cubriéndose las espaldas a cada paso y sospechando de todos, exigiendo constantemente una seguridad que no existía. Ermengol no comprendía nada, nunca lo había hecho.
—Sane, y el de Cortinada eran unos simples asesinos a sueldo, Acard, mercenarios como el resto de nuestros hombres, no es bueno que lo olvides. —Ermengol se sentó en una silla, con la mirada perdida en una esquina de la estancia—. Sólo unos asesinos sedientos de sangre se hubieran ensañado, como lo hicieron, con la señora de Gaussac. Posiblemente, no era necesario llegar tan lejos y, según creo recordar, tú no hiciste nada para detenerlos.
Dejó la frase en suspenso, esperando la reacción y contemplando cómo el cuerpo de Acard se tensaba, sus puños se cerraban hasta que la piel tomaba un color oscuro. Después de pocos instantes continuó con voz lenta, arrastrada.
—Por no hablar del resto de su familia, aquellos niños no debían de tener más que seis años… Imagínate cómo debió de sentirse Adalbert de Gaussac ante aquel panorama de horror, los cuerpos carbonizados de su mujer y de sus hijos. Estoy seguro de que eres capaz de imaginártelo, de ponerte en su lugar. Una mujer tan hermosa, ¿recuerdas, Acard? Aquel rostro que parecía de porcelana fina y aquellos cabellos del color del fuego… En un tiempo había sido tu compañera de juegos.
—¡Calla, maldito seas, no te atrevas a seguir, Ermengol! —La furia deformaba sus facciones, una mueca que torcía su boca de forma extraña.
—Creo que no has valorado nunca las intenciones del de Gaussac, y mi obligación es recordarte que la afrenta que sufrió puede volver loco a un hombre, Acard. —Fray Ermengol se levantó, indiferente a la cólera que provocaba, encarándose a su hermano—. En este asunto se nombra demasiado su nombre para que estemos tranquilos, y tú no pareces valorar el problema.
—¡Eran herejes, ella y su maldita estirpe! —El bronco murmullo salió de la profundidad de la garganta—. Herejes confesos, sin posibilidad de redención, Ermengol, llevaban en su cuerpo el germen diabólico del Infierno, una semilla que sólo crece en los abismos.
—Oh sí, en eso llevas razón, nadie discute su herejía —asintió Ermengol con una sonrisa—. Yo me refiero a problemas más humanos, Acard, ya sabes a qué me refiero. Un hombre no perdona fácilmente la matanza de toda su familia, sean o no herejes, ése es un detalle sin importancia para lo que nos ocupa. Seguro que lo entiendes, debemos andar con cuidado, con mucho cuidado.
—Lo único que me importa es encontrar La llave de oro.
—Lo sé, Acard, eso representaría mucho para nosotros. Pero la casualidad ha querido que ese libro esté en manos de Adalbert, y eso complica las cosas. No sé si hemos hecho bien en tratar este problema con tanto secreto, nadie en el Tribunal sabe en lo que andamos, pero empiezan a sospechar. Y lo que puede ser beneficioso, en un instante deviene en perjudicial.
Ermengol observaba los cambios en el rostro de Acard. Su lividez se había acentuado hasta tomar un tono cadavérico, y sus manos temblaban sin que pudiera evitarlo.
—Es posible que tengas parte de razón, Ermengol… Si el de Gaussac está por en medio, lo mejor será tomar precauciones. Podría aprovechar el hecho de tener en sus manos La llave de oro para ajustar las cuentas con nosotros.
Acard volvió a acercarse a la ventana, rígido, como si tuviera dificultades al andar. Cerró los ojos durante un breve instante y los abrió de golpe. El fugaz centelleo de una melena roja enmarcando un rostro níveo había cruzado su mente con la fuerza de un vendaval. Su respiración se aceleró sin orden, en tanto el sudor cubría su piel en una capa líquida y viscosa.
Ermengol no dejaba de observarle, con una sonrisa en los labios. Sabía que Acard no dormiría en unos cuantos días. Rondaría por la casa como un espectro errante, con el espanto en sus facciones y horrorizado ante sus sueños, pesadillas de fuego en que Adalais de Gaussac ascendía del Infierno y poseía su alma para atormentarla. Dio media vuelta, sin despedirse de Acard, y se encaminó hacia la puerta. Tenía muchas cosas que hacer, pronto aparecería Gombau en busca de instrucciones y no quería decepcionarlo, había demasiado en juego.