Susterris
«Lo he pensado detenidamente durante años, he tenido mucho tiempo. Sin embargo, a medida que he avanzado, compruebo que mi interés ha decrecido. La Verdad ha dejado de importarme e influir en mi vida, he visto demasiadas muertes por su causa. Prefiero pensar que no existe como tal, sino más bien como un río con múltiples brazos que se separan para recorrer caminos diferentes. Y me dejo llevar por la corriente del que me acogió con benevolencia en aguas revueltas de justicia, acaso de venganza… Ahora poco importa, porque hay momentos en que las palabras pierden todo su significado, sólo el sonido de las aguas llevan el nombre de nuestros actos».
BERTRÁN DE TÉRMENS
La Encomienda de los Caballeros Hospitalarios en Susterris se hallaba al lado del río Noguera, en una estrecha e impresionante garganta rocosa que se estrechaba en un paisaje de pesadilla. Cerca de allí, en la roca viva del cañón de Susterris, había cuatro impresionantes oquedades que la gente denominaba «Las Patas del Diablo». Decía la leyenda que allí san Antonio y el demonio se habían peleado con tal frenesí que cayeron rodando, y el maligno, en un intento para no despeñarse, golpeó con fuerza la piedra con sus patas de macho cabrío dejando sus profundas marcas. El santo, por su parte, descendió suavemente, gracias a sus contactos celestiales. Y allí, en conmemoración del prodigio, se levantó una pequeña ermita.
A causa de la hostilidad de su geografía, los Hospitalarios se habían trasladado a una casa en la vecina población de Talarn, dejando en la pequeña Encomienda de Susterris a unos pocos hombres para que cuidaran de los bienes que producía.
—¿Y hasta cuándo te vas a quedar aquí? —En la pregunta del Bretón se intuía una cierta inquietud, el lugar le ponía nervioso.
Guillem le contempló con curiosidad. Jacques el Bretón no había cambiado mucho, los años le trataban con respeto. Aquel gigante de casi dos metros de altura tenía un rostro peculiar, un mapa de cicatrices le recorría la cara, en especial una que sobresalía por derecho propio. Le cruzaba todo el semblante, atravesando uno de sus ojos y desapareciendo en el centro del mentón. Era uno de sus mejores amigo, uno de los viejos cantaradas que Bernard Guils le había dejado en herencia y que había cuidado de él en tiempos difíciles, convirtiéndose en su sombra en los largos años en Tierra Santa. Guillem sentía por él un especial afecto, a pesar de su carácter obstinado, tozudo como una mula que, en mucha ocasiones, no dejaba de provocar peleas sin fin entre ellos.
—¡Vaya, parece que todos tenéis ganas de perderme de vista! —respondió con ironía.
Había pasado un mes desde su visita a Gardeny y, dada la mala salud de Dalmau, el viaje había sido lento y complicado. Los intentos de Guillem para extraer información de su viejo superior se habían estrellado contra un muro de silencio y malhumor. Dalmau no quería compartir los motivos «familiares» que le llevaban a emprender aquel viaje y se negaba a contestar a la pregunta más simple. Sus nuevos superiores, habían sido escuetos en sus explicaciones, ambiguos como siempre, continuando con la tradición siempre confusa de Dalmau: había un texto, La llave de oro, o podía no existir, no lo sabían. Había un hombre, Acard de Montcortés, inquisidor, que creía en su existencia y parecía andar tras él, aunque no era una información segura y confiaban en que Guillem decidiera cuál iba a ser su mejor destino. Y ese dudoso texto, la condenada Llave de oro, estaba en manos de un tal señor de Gaussac, un faidit, un noble occitano desposeído por los cruzados franceses. Y el señor de Gaussac era el hermano de Dalmau… En conclusión, como siempre los datos eran escasos y turbios, casi inexistentes. No tenía nada más a mano que interrogar a Dalmau, cosa que intentó una y otra vez durante su estancia en Gardeny.
—¿Qué es lo que estás tramando, Dalmau? ¿Qué demonios de problema familiar tienes que solucionar? —insistía.
Habían salido de la fortaleza de Gardeny y paseaban por el segundo recinto amurallado. Guillem, sin poder evitar cierta irritación, andaba a grandes zancadas en dirección a la torre del ángulo noroeste. Dalmau no se molestó en seguirle y se fue rezagando, oyendo las maldiciones del joven en la lejanía hasta que se convirtieron en un murmullo. Entonces se detuvo, se arrebujó en la capa blanca y dio media vuelta volviendo a la fortaleza. Para cuando Guillem se dio cuenta, estaba hablando solo como el peor trastornado, y el anciano había desaparecido de su vista. La mala conciencia empezó a hacer mella en él y, después de quedarse parado como una estaca ante la torre, emprendió el viaje de regreso corriendo. Aquel maldito carácter malhumorado le servía de bien poco, pensó, no tenía ningún derecho a tratar a Dalmau como a un adolescente enfurruñado. Entró de nuevo en el patio de la fortaleza, buscándole con la mirada, hasta verle apoyado en uno de los pilares de la galilea que daba paso a la iglesia.
—Lo siento, Dalmau, es que no sé por dónde empezar. Esta gente me ha dado un trabajo en que lo único sólido eres tú.
—Ya… —respondió Dalmau con una sonrisa—. La llave de oro.
—¡Bien, parece que avanzamos! —exclamó el joven con un suspiro.
—No te alegres tan rápidamente, yo no sé nada de este asunto. Ya te he repetido una y mil veces que mi viaje obedece a estrictas y particulares razones familiares, nada más. No sé nada de textos apocalípticos… —Las cejas de Dalmau volvieron a levantarse en un gesto de enfado.
—Pero es tu hermano quien tiene ese texto, hermano del que jamás he oído ni un comentario, nunca me has hablado de él. —Guillem insistía.
—Mis hermanos están en la orden y conoces a muchos de ellos, y…
—¡Por los clavos de Cristo, Dalmau, no empieces con la versión oficial de tu vida! ¿No puedes darme ni un solo dato de tu auténtico hermano de sangre, de tu familia? —estalló Guillem antes de que Dalmau pudiera continuar.
—Esas cuestiones no son de tu interés, además no he visto a Adalbert desde hace mucho tiempo, sus opciones y las mías fueron totalmente diferentes. Y no soy quién para juzgar sus actos ni andar parloteando de su vida. —Dalmau cerró los labios hasta que se convirtieron en una fina línea.
—¿No puedes ayudarme o no quieres? —Guillem empezaba a estar desesperado—. ¿Conoces a un tal Acard de Montcortés?
—Le conoce medio mundo, lamentablemente. —Dalmau no se dignó contestar a la primera pregunta—. Sobre todo sus víctimas, aunque poco pueden decir dada la situación.
—¡Dalmau, por favor! —suplicó el joven—. ¿Es tu hermano un creyente cátaro, por eso le persigue Acard de Montcortés?
—Mi hermano Adalbert era un hombre que pertenecía a la pequeña nobleza occitana, vasallo del conde de Tolosa, como toda mi familia. Simpatizaba con la doctrina catara porque eran buena gente y no hacían daño a nadie. —Dalmau arrastró las palabras, como si le costara un esfuerzo—. Se casó con una joven muy hermosa, y ella sí era creyente de aquella fe. Todo ello pertenece al pasado, Guillem, ya no queda nada de aquel mundo en donde nací y crecí, absolutamente nada. Eso es todo.
—¿Todo? ¿Por qué hablas de tu hermano en pasado, está muerto?
—¡No, no lo está, maldita sea, pero como si lo estuviera! —La mirada de Dalmau era penetrante, se esforzaba en no perder la paciencia—. No hay nada más que contar, Guillem, no puedo ayudarte, déjame en paz.
Dalmau se levantó de golpe, dejando a Guillem con la boca abierta. Le siguió lentamente, a unos pasos de distancia, hasta el privilegiado cementerio que guardaba la Encomienda de Gardeny, al oeste de la iglesia y adosado al frontispicio. Un porche en donde descansaban los restos de seis familias principales, donantes generosos y aliados incondicionales de la orden. Dalmau contemplaba las sepulturas en silencio, sin girarse. Guillem alzó los hombros en un gesto de resignación, sabía que no le diría nada más, y fue entonces cuando lo decidió. No tenía ningún dato claro que le permitiera empezar su nueva misión, Dalmau era su único punto final, el inicio de un hilo de destino desconocido, y no le quedaba más remedio que pegarse a él como si fuera su sombra.
—¿No lo entiendes, verdad? —Las palabras del Bretón le sacaron de su ensimismamiento y le devolvieron al presente—. Debes irte, Guillem, no puedes seguir pegado a Dalmau como hasta ahora, lo vas a estropear todo.
—¿Estropear qué? —Guillem empezaba a estar realmente molesto—. ¿Es que ya no confiáis en mí? Pues lo siento, Jacques, no voy a largarme fácilmente, aunque os pongáis todos de rodillas y me cantéis un tedeum.
Ermengol de Prades abrió todas las ventanas, aunque sabía que sería inútil. Aquel olor repugnante se negaba a desaparecer, impregnaba cada muro, cada palmo de su sotana, una fetidez de ultratumba que se colaba entre los vivos. Su rostro era una máscara de cera, lívido, sin expresión.
—Sanç, el pobre Sanç, el infeliz nunca logró embarcar. —Los gemidos de Acard le llegaban desde la otra habitación.
Su primera reacción fue acudir a su lado, procurarle consuelo, pero algo le paralizó ante la ventana aspirando el aire fresco. Había estado toda la noche junto a él, vigilando para que sus pesadillas no le atraparan en su horror, procurando que Acard descansara unas horas. Sin embargo, ahora tenía que pensar con detenimiento, alejarse de las quejas de Acard que de nada servían. Era un hombre emotivo en exceso y en ocasiones lograba irritarle… ¿A qué venían tantas lágrimas por aquel asesino de Sanç? Debería alegrarse, aquel hombre era parte del pasado, de un tiempo que debía borrarse de la memoria. Acard no lo entendía, estaba tan convencido de su importancia que creía que nada podía perjudicarle. Pero no era así… Y Ermengol lo sabía perfectamente, había luchado con uñas y dientes para que el pasado no interfiriera en aquel futuro brillante. Los tiempos en que él y Acard habían traspasado todos los límites, aprovechando el momento en que no existían, ya habían pasado, aunque había gente dispuesta a no olvidar y su memoria les perseguía.
Ermengol aspiró con fuerza, incluso la brisa que llegaba de la ventana era maloliente, aquellos cadáveres resecos y putrefactos habían succionado todo el aire de la comarca, como si intentaran revivir a costa de asfixiarlos. Acard no lo comprendía, ni siquiera era capaz de definir aquel ahogo que le impedía respirar. Martí de Biosca, el canónigo Verat y el notario Vidal, eran sólo el principio que no se detenía. Sanç y Arnau de Cortinada, surgidos de la tumba para avisarles, la vieja cuadrilla de asesinos que arrasaba con todo lo que tenía por delante, la cuadrilla de Acard… Y la suya, naturalmente, él también había participado de aquella orgía de locura, a pesar de que siempre había expresado sus dudas y la conveniencia de aquel grupo. Había sido todo tan fácil, ¡tan endiabladamente fácil! La propia Inquisición había dejado a sus perros con la correa suelta, maravillados ante el festín que tenían ante los ojos, un territorio ilimitado y lleno de riquezas. Y una vez devorado el botín, había que volver al redil de la teología, a la frontera en donde se cruzaban el Bien y el Mal sin transgredirla, en el exacto punto medio. Transformarse en corderos alarmados ante la rebelión a su fe. No, Acard no lo entendería nunca, por eso estaba refugiado en su lecho, escondido bajo las mantas sin querer ver, llorando a un sangriento criminal que sólo obtenía placer a la vista de la sangre. Sanç les había servido bien, no había duda, tan bien como los otros, el resto de los diez hombres que les seguían ciegamente.
—Creo que todo está en orden, he vuelto a enterrarlos. —La entrada de Gombau le apartó de la ventana, obligándole a sumergirse en el aire viciado de la estancia.
—¿En orden?… Dime, Gombau, ¿sabes exactamente qué está pasando? —Ermengol se acercó al esbirro, sus manos apretaban un pañuelo sobre la boca—. ¿Tienes alguna idea de lo que significa este espanto?
—¿Sane y Arnau de Cortinada? Pues llevan muertos mucho tiempo, fray Ermengol, alguien les atrapó y acabó con ellos, pero… ¿por qué razón desenterrarlos y traerlos aquí? —Los amarillentos ojos de Gombau barrían la estancia, desorientados.
—No son los únicos muertos en los que hay que fijarse, Gombau, hay una lista bastante larga que hemos dejado en La Seu. Una lista que inquieta a nuestros superiores, y muy pronto querrán una explicación. ¿Qué crees que podemos decirles? —La voz de Ermengol era neutra, sin emociones.
—No lo sé, señor, es muy extraño. —Gombau se mantenía a la expectativa, no se le ocurría ninguna idea brillante—. Lo que os puedo asegurar es que la muerte de Sanç, y la de Cortinada no fue muy agradable, no, señor.
—¿Alguna lo es, querido Gombau? —El dominico hizo el gesto de sentarse, pero retrocedió alarmado, no quería el lugar que antes había ocupado un cadáver en descomposición—. ¡Cambia el mobiliario lo más rápidamente posible, esta pestilencia va a acabar con nosotros!… Bien, pero antes quiero que pienses un poco, Gombau, no creo que te perjudique. Dime, ¿qué es lo que tenían en común todos esos hombres muertos?
—Que trabajaban para nosotros, fray Ermengol, eran hombres de la Inquisición, seguro que es por eso. Vos sabéis mejor que yo cuántos de vuestros hermanos han encontrado la muerte a manos de los herejes, esa gente es peor que la lepra y…
—¡No, no, no, Gombau, deja la herejía en paz! —cortó Ermengol con voz helada—. Esos hombres eran algo más que miembros de la Inquisición, eran parte de una pequeña comunidad de la que tú, amigo mío, también eras un activo miembro. ¿O ya no lo recuerdas?
El aspecto del esbirro cambió repentinamente, primero con la perplejidad en su rostro, después dejó paso a una expresión de lucidez. Sin que el rastro nauseabundo de su anterior ocupante pareciera preocuparle, se dejó caer en una de las sillas con las manos soportando el peso de su cabeza.
—¡El grupo de Acard! ¿Os estáis refiriendo al grupo de Acard? Pero de eso ya han pasado muchos años, señor, hace tiempo que se disolvió, no sé…
—No sabes, desde luego. —Ermengol no estaba dispuesto a darle tregua—. Lo que ocurre es que sabes demasiado, Gombau. ¿El grupo de Acard…? ¡Y el tuyo, maldito mercenario! Bien que te enriqueciste cuando fue el momento y no vacilaste en rebanar cuellos y prender fuego en las piras.
—Era por una causa justa, vos lo sabéis, servíamos a un Señor Superior y éramos hombres al servicio del Tribunal —se defendió Gombau con la voz rota—. ¡Eran herejes, por Dios!
—¡Deja de poner en tu boca el nombre de nuestro Señor, Gombau, no blasfemes! Ambos sabemos perfectamente qué era lo que tú y los otros defendían, hasta el mismo Tribunal puso en duda nuestras actuaciones, y no sabes el trabajo que me costó enderezar esa opinión. Algunos obispos y una parte del clero pedían nuestra cabeza, ¡imbécil!… Años para borrar nuestro rastro y ahora, ¡los propios muertos se levantan de sus tumbas!
Y tú fuiste una parte importante, Gombau, te ordenamos que suprimieras cualquier atisbo de peligro, que rec-ti-fi-ca-ras, ¿me oyes?, que enmendaras nuestros errores de juventud. Te otorgamos carta blanca, maldito inútil, y dime, ¿para qué?
—He seguido vuestras órdenes sin discutir jamás, fray Ermengol, incluso he actuado en ocasiones a espaldas de fray Acard, siempre en cumplimiento de vuestras instrucciones. —Gombau bajó la voz, pero sus ojos mantuvieron la mirada de Ermengol, no estaba dispuesto a convertirse en cordero del sacrificio. Sin embargo, su tono se suavizó para continuar—. Y siempre, como sabéis, me he mostrado de acuerdo con vuestras decisiones.
—¿Tengo que tomarme tus palabras como una amenaza? —Ermengol volvió a la ventana, inquieto. No había sido una buena idea cargarle las culpas a Gombau, era poco inteligente, lo que demostraba hasta qué punto estaba afectado por la situación. Debía sobreponerse, no permitir que aquel olor nauseabundo se apoderara de su cerebro. El problema era lo suficientemente complejo para exigir una mente despejada y clara. Aprovechó el silencio de Gombau para continuar—. Discúlpame, esto se nos ha ido de las manos, y estoy alterado. Ahora, más que nunca, nuestra colaboración ha de ser perfecta, Gombau, sólo nosotros podemos encontrar una solución. Ya sabes que no podemos contar con fray Acard en estos momentos, está demasiado afectado.
—Y cree que nuestro Señor en persona bajará para arreglar este entuerto —concluyó Gombau con una mueca de indiferencia.
—Olvídate de Él y guarda tus comentarios insolentes. —Ermengol seguía aferrado a la ventada, sin mirarlo—. Escucha, Gombau, existe la posibilidad de que todo sea una trampa, que La llave de oro no sea más que el humo de una gran hoguera para llamar nuestra atención, que esa lista de Bertrán no exista y…
—No, fray Ermengol, esa lista no. —Gombau le interrumpió—. Posiblemente sea lo único real en todo este asunto. ¿Quién creéis que se está tomando tantas molestias para dirigir nuestros pasos? ¿Acaso pensáis que son vuestros propios compañeros del Tribunal? No, no tengo la menor duda, es Gaussac. Pensad con detenimiento, fray Ermengol, ¿quién tiene todavía cuentas pendientes con la antigua cuadrilla, y sigue vivo?
Ermengol se volvió con lentitud, clavando sus ojos en Gombau, los escasos cabellos ralos, veteados en gris, eran empujados por una suave corriente.
—¿Dónde se encuentran ahora Isarn y Fulck? —Ermengol pronunció los nombres con claridad—. Sólo ellos podrían dar fe de la locura de este asunto, son los únicos que quedan con vida de la cuadrilla, aunque quizás todo sea producto de la casualidad, Gombau, todas esas muertes… Una casualidad atroz, lo reconozco, pero también existe esa posibilidad.
—La casualidad no existe, fray Ermengol, aunque fuera vuestro deseo más profundo, yo no creo en ella. En cuanto a Isarn y Fulck, hace días que ordené que les transmitieran un mensaje, no tardarán mucho en llegar. —Gombau había recobrado el aplomo—. No podemos confiar en los hombres del Tribunal, fray Ermengol, harían demasiadas preguntas y sé que carecéis de respuestas adecuadas en estos momentos. Habéis luchado mucho para llegar hasta el lugar donde os encontráis, tenéis razón al decirlo. Ha llegado el momento de acabar de una vez por todas con las sogas del pasado, aunque para ello sea imprescindible volver atrás.
—Hablas como si estuvieras seguro de lo que está pasando, pero no tienes la certeza, Gombau. —Ermengol vacilaba, necesitaba tiempo para reflexionar—. Esos hombres, Isarn y Fulck, podrían comprometernos. A pesar de que fueron muy bien pagados para alejarse, dudo mucho que hayan abandonado sus malas artes, es posible que aún no haya llegado el momento de recurrir a ellos.
—¿Malas artes? —Gombau estalló en carcajadas ante el rostro estupefacto de Ermengol—. ¡Por todos los santos del Purgatorio! ¿Os habéis vuelto tan loco como fray Acard, habéis olvidado que son precisamente esas «malas artes» las que os han encumbrado hasta dónde os halláis? Perdonad, fray Ermengol, pero creo que el poder ha cegado vuestra inteligencia. Y si vuestro deseo es manteneros en la duda, estáis en vuestro derecho, pero en lo que a mí se refiere, empezaré a correr en la dirección contraria a vuestros pasos y no me detendré hasta perderme en la lejanía más oscura. No es mi pretensión morir como Verat, como Vidal y los otros… No os gustará y lo entiendo, pero este asunto es muy simple, fray Ermengol, alguien se está deshaciendo de nuestras molestas almas y cobrando en la misma especie que nosotros despilfarramos alegremente. ¡En sangre!… ¿Lo entendéis?
Los lamentos de fray Acard resonaron en la estancia, sus plegarias en demanda de una explicación al Altísimo por sus muchos sufrimientos, acompañaban sus gritos llamando a su hermano Ermengol. Gombau reprimió otra carcajada contemplando el rostro pálido, casi del color de la cera, del dominico.
—Y bien, fray Ermengol, saldré a dar una vuelta para comprobar que no haya ningún rostro familiar acechando, ni que nuestros escasos hombres se duerman de aburrimiento. Después volveré y escucharé vuestra decisión, y según sea la que toméis, me permitiré el privilegio de elegir.
Un perro salió corriendo a toda velocidad tras una rama que volaba, cruzándose en el camino de un renqueante Dalmau. El anciano tropezó, extendiendo sus brazos para amortiguar el golpe que lo precipitó al suelo.
—¡Por todos los demonios, qué clase de monstruo es ése! —logró balbucear en una postura un tanto ridícula.
—¡Perdonad, frey Dalmau, no os había visto! —Ebre surgió de la nada, acudiendo en su ayuda.
—¿Qué es, un jabalí o un lobo? ¡Cielo santo! —Dalmau miraba en todas direcciones, incorporándose gracias a los fuertes brazos del muchacho.
—No frey Dalmau, sólo es un perro. —Ebre acompañó al viejo templario hasta una roca sobre el río y lo ayudó a sentarse, poniendo en orden la capa, ante los gestos de malhumor y rechazo de Dalmau.
—¿Y de dónde ha salido? —preguntó Dalmau, obsesionado aún por la veloz silueta que había interrumpido su paseo.
—No es de nadie ni de ningún lugar, frey Dalmau. Yo pensaba que les pertenecía a ellos, pero los hermanos Hospitalarios de Susterris me han dicho que es un vagabundo obstinado en quedarse aquí. Lo que os puedo decir es que nació en este lugar y que pensaron que sería un buen perro pastor para el ganado. Pero parece que el animal no lo es, dispersa a las ovejas en vez de reunirías, las asusta y las muerde, y lo echaron. El pobre todavía no lo ha entendido, cree que ésta es aún su casa.
—Vaya, vaya, un alma errante. —Dalmau, más tranquilo, comprobaba que todos sus huesos siguieran en el orden adecuado—. Y como tú andas un poco aburrido, has decidido alegrarle la vida.
El perro volvía con la rama en la boca, agitando la cola con furia. De su raza poco se podía decir, una espesa capa de pelo lo envolvía completamente, marrón y ocre, casi sin dejar espacio a sus ojos. Se plantó ante Ebre, dejando la rama a sus pies, con la lengua rosada fuera.
—No es justo, frey Dalmau, quizás no le han enseñado bien. ¿No os parece? —Ebre se inclinó para acariciar la cabeza lanuda, que exhaló un suspiro de satisfacción.
—Es posible, aunque también lo es que este pobre animal no esté interesado en ovejas o cabras. Quizás le gusten las emociones más fuertes, como arrasar con todos los ancianos que se encuentra. —Dalmau contemplaba al animal con prevención—. Te llenará de pulgas, o de algo peor.
—¿Por qué estáis tan enfadado, frey Dalmau? —La pregunta sorprendió a su destinatario.
—¿Enfadado yo? ¡Qué tontería! No estoy enfadado, sólo sobresaltado por este ataque repentino.
—No es verdad, desde que salimos de la Encomienda de Gardeny estáis enfadado. No os había visto nunca así, frey Dalmau. Incluso el Bretón parece triste, y tampoco le había visto nunca con este humor, antes siempre se reía o gritaba y sus carcajadas podían dejarte sordo, ahora está silencioso y ni siquiera discute con Guillem. Pasa algo, frey Dalmau…, ¿qué es? —Ebre evitaba mirar al anciano, su vista estaba clavada en el perro.
—¡Menudo par de filósofos que me ha tocado en suerte! —exclamó Dalmau con tina sonrisa—. Veo que sigues los pasos de Guillem en la maldita dialéctica. ¿Y cómo se llama este animal?
—Estáis cambiando de tema, frey Dalmau, lo cual quiere decir que no estáis dispuesto a contestarme. Y me entristece porque no lo entiendo, creo que me pasa lo mismo que a Guillem, él tampoco lo comprende. —Los oscuros ojos del muchacho se alzaron, limpios, en una muda interrogación—. Y este animal, como lo llamáis, no tiene nombre porque ni eso le otorgaron. Pero yo voy a regalarle uno para que se sienta más acompañado y lo llamaré Riu.
—¿Riu?… ¿Así, sin más?
—Ya sabéis que nuestra orden me dio el nombre de Ebre, entre otros, en memoria del río en que murió mi padre, al tiempo que perdonaba mi vida. O sea, que el perro se llamará Riu, simplemente, de esta manera estaremos unidos por la corriente de todos los ríos. Había pensado en llamarlo Noguera, pero es demasiado largo y creo que no le gustan las cosas determinadas en exceso, como las ovejas o las cabras.
—Lo que decía, un filósofo —murmuró Dalmau con la cabeza ladeada—. ¿Y qué tiene que decir Guillem de tu nueva adquisición?
—Nada. Ya os he dicho que está triste y de malhumor, creo que ni tan sólo se ha dado cuenta de la presencia de Riu. Todos vosotros estáis extraños, como si os hubierais ido de repente, sin avisarme. —Ebre calló al ver que Jacques el Bretón se acercaba.
Las largas zancadas del Bretón, a pesar de su cojera, vibraban en la tierra húmeda provocando que el perro levantara las puntiagudas orejas en señal de aviso. Ebre se levantó con rapidez, recuperando la rama y volviéndola a lanzar, para correr tras el animal que salió disparado como una flecha. El Bretón se sentó junto a Dalmau, contemplando las cabriolas del muchacho.
—No se va a ir, Dalmau, deberías decírselo de una maldita vez. Ya le conoces, es obstinado, se pegará a nuestra sombra y no nos lo sacaremos de encima. A no ser que quieras que le arree un buen puñetazo que le deje dormido unos días.
—¡Por todos los santos! —Dalmau estaba escandalizado ante la sugerencia del Bretón—. Nunca nos lo perdonaría, ¿has hablado con él?
—Varias veces, le he suplicado que siguiera su camino, que…, ¡en fin! Le conoces tan bien como yo, Dalmau. Guillem no se dejará engañar, le han dado una única pista para su trabajo, y esa pista eres tú… Lo que me lleva a pensar que quizás la orden quiera tenerte vigilado, no se fían de nosotros en este asunto.
—Desde luego, ya contaba con ello, pero no me esperaba que pusieran a Guillem de sabueso tras nuestros pasos. Un error por mi parte, porque yo hubiera hecho lo mismo. —Dalmau levantó la vista hacia los altos muros de roca de la garganta. El lugar era lóbrego, siniestro, el sol era incapaz de atravesar las altas paredes que protegían el barranco—. Comprendo el motivo de los Hospitalarios para trasladarse a Talarn, este sitio parece de pesadilla, aunque agradezco su hospitalidad y las facilidades para encontrar un buen refugio.
—Dalmau, ¿qué diablos quieres hacer? No podemos quedarnos aquí hasta el fin de los siglos. —Jacques lanzó una piedra a las aguas del torrente—. Me han dicho que Acard de Montcortés está en Tremp, tan cerca de nosotros que puedo oler los efluvios de su hábito… El tiempo vuela, amigo mío, y no falta mucho para nuestra intervención. Habla con Guillem, él lo entenderá, lo sabes de sobra.
—¡Maldita sea, Jacques, siempre lo ves todo fácil, y no lo es! —Dalmau se giró hacia su compañero con una mueca de irritación—. Y las consecuencias, ¿no has pensado en ellas? Nos arriesgamos a perder todo lo que nos importa, el hábito y nuestra pertenencia a la orden. ¿Quieres eso para Guillem, que se vea envuelto en algo de lo que no podrá salir? Nosotros ya estamos viejos, el riesgo es mínimo, no tenemos nada que perder.
—Es un chico listo, se ha salido de cosas peores, ¿o no lo recuerdas? Deberías saberlo mejor que nadie. —Jacques no estaba impresionado por el tono de su compañero—. No hay mucho donde elegir, Dalmau. O se lo dices de una maldita vez y contamos con su ayuda, o te quedas aquí como un viejo quejica, dándole vueltas a la cabeza hasta marearnos a todos.
Dalmau intentó responder, abrió la boca para vomitar todos los insultos que se le ocurrían contra su compañero, pero la cerró de golpe. Sabía que Jacques tenía razón. Movió la cabeza de lado a lado, envolviéndose en la capa blanca empapada de tierra y humedad. Las cosas no iban tal como él pensaba, se había equivocado, y aunque no tuvo ninguna duda de que la orden autorizaría el viaje, ¿iban a dejarle ir sin más, sabiendo lo que sabían de su familia, de Adalbert y de La llave de oro? No, hubiera tenido que pensarlo antes, se estaba haciendo viejo y tonto. El largo brazo del Temple quería saber, acaso protegerlo de sí mismo, y debía reconocer que sólo había una persona capaz de hacerlo: Guillem, su pupilo. Ahora la situación daba un giro perfecto, el alumno se convertía en maestro, era él quien proporcionaba el manto protector a Dalmau. Lo que le preocupaba profundamente era perjudicarlo. ¿Entendería Guillem aquella maldita historia?
Dalmau lanzó un sonoro suspiro. Jacques le pasó un brazo sobre los hombros, como si quisiera resguardarlo de la decisión que tenía que tomar. Sentía su mano, grande y cálida, sobre su hombro. Había gozado de unos inmejorables amigos, la vida le había obsequiado con lo mejor que un ser humano puede desear, y ahora, en sus últimos días, se veía lanzado a la peor pesadilla. Y sin embargo, sus amigos seguían allí, arrastrados por aquella vorágine de tiempos pasados. ¿Pasados?… No, Dalmau no estaba seguro de que fuera así, más bien parecía que el tiempo hubiera enloquecido en un retorno sin fin, un extraño reloj que se impulsaba hacia atrás con todas sus fuerzas.
Fulck, llamado el Francés por sus compinches de armas, mantenía a su caballo al trote ligero, sin prisas. Había recibido el mensaje de Gombau hacía tres días y no le había gustado, no tenía el más mínimo interés en volver a ver a la antigua cuadrilla. Siempre había sospechado que, de una manera u otra, Ermengol de Prades hubiera deseado deshacerse de ellos, eliminarlos hasta convertirlos en una materia inexistente. Le habían llegado rumores de la actual posición de Acard, un miembro distinguido del Tribunal, aquella maldita hiena ambiciosa lo había conseguido, y a buen seguro que la sombra de fray Ermengol andaría pegada a sus talones. Eso reforzaba sus sospechas, los miembros de la antigua cuadrilla, sólo representaban un estorbo en aquella ascendente carrera. ¿Por qué la llamada urgente, qué demonios pretendía Gombau, el perro fiel de Ermengol? Nada bueno, pensó, sobre todo para él.
El camino de descenso bajaba suavemente y las rocas dejaban paso a la hierba, marcando el sendero que dejaba la línea recta para dibujar pequeñas curvas en zigzag, perdiéndose en el umbral de un bosque de encinas. El Francés tiró de las riendas frenando a su montura y dejando que recuperara el paso lento. Aún no estaba seguro de acudir a la cita. Sin embargo, la curiosidad por descubrir las intenciones de Gombau era demasiado fuerte, acaso hubiera un buen negocio a la vista, un negocio que necesitara de la más absoluta discreción. O simplemente fuera una trampa, la araña llamaba a la mosca atrayéndola con un buen bocado, esperando que se dejara engañar y presta a un ataque rápido. El Francés sacudió la cabeza con energía, sujetando de nuevo a su montura, inmóvil, como si un mal presentimiento le hubiera petrificado. Miró a su alrededor, la soledad del paraje le' deprimía y la duda no hacía más que avanzar en su ánimo. ¿Qué maldita razón le impulsaba a acudir a la llamada? Ahora estaba limpio, había abandonado aquella vida de sangre y fuego, y con el dinero de los antiguos saqueos había comprado una pequeña propiedad. Se había casado, gozaba de una vida tranquila, sin amenazas… Aunque había un grave problema: Gombau le había localizado, el mensajero que le entregó su nota había llegado hasta el portal mismo de su casa. ¿Cómo sabía dónde localizarle, el condenado esbirro?… Fulck había sido cuidadoso durante años, borrando sus huellas y cambiando de nombre, poniendo leguas de distancia entre él y sus antiguos compinches. Temiendo, siempre temiendo cite momento. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, había sido un ingenuo al pensar que podía empezar una nueva vida, cuando ni tan sólo recordaba con precisión la vieja. En aquellos lejanos tiempos estaba sumergido en vino y cerveza, siempre con la mente embotada, sin recordar nunca el día anterior, la noche anterior, el minuto anterior… Sin embargo, había retazos, fragmentos de su memoria que se negaban a desaparecer y que conseguían despertarlo por las noches aullando como un loco.
Se dejó caer del caballo, recogió las riendas y llevó al animal hasta el bosque, aliviándole del peso de la silla y de las alforjas. Lo dejó pacer, sin atarlo, necesitaba pensar. Tenía la extraña sensación de que su vida pendía de un hilo, un presentimiento atroz que formaba un nudo en su garganta. Pensó que comer le aliviaría, su estómago daba señales inequívocas exigiendo alimento y al menos había sido capaz de comprar unos cuantos víveres para el trayecto. Fue una suerte encontrar a aquel extraño hombre, aquel curandero tan famoso, y había hecho cola pacientemente hasta que le tocó el turno. Su estómago no dejaba de crearle problemas, aquel dolor repentino que le doblaba en dos, un hierro candente que le atravesaba de parte a parte, torturándole. Aquel enano deforme se había interesado por su enfermedad haciéndole cien preguntas, a cuál más absurda: «¿Y desde cuándo sufrís estos dolores?»; «¿En qué lugar empieza el dolor y cuál es su trayecto?»; «¿Os duele por la noche o durante el día?»… Finalmente, y tras palparle todo el cuerpo, le había recetado una pócima, un jarabe de hierbas, aconsejándole que se alejara de cualquier tipo de vino, ¡menudo consejo! A pesar de todo, no podía negar que al primer sorbo del jarabe, el dolor se había dormido. Lo notaba, desde luego, como si un ser vivo en forma de serpiente anduviese enroscado en su interior, escondido en sus intestinos, callado e inmóvil. El enano había sido muy explícito, sólo dos sorbos al día porque más podían provocarle molestias, debería tener mucho cuidado. El Francés buscó en sus alforjas, otro trago de aquel elixir no sería tan malo, ¿qué demonios sabría aquel enano de su dolor? Llevaba unas horas esperando, sintiendo el movimiento del reptil en el centro de su ombligo, dispuesto a lanzarse contra él y partirlo en dos. No, eso no ocurriría si él podía remediarlo. Bebió un trago largo de la pócima, tenía un sabor agradable a tierra húmeda y a lluvia de mayo. Pasearía un rato, pensaría, acaso diera la vuelta y volviera a casa… Si tenían que matarle, que lo hicieran entre todo aquello que le era familiar, que le había costado tanta sangre poseer. No volvería a huir, tampoco a matar.
Una sombra desapareció tras unos arbustos bajos, perfilándose en el verde claro. Fulck se sobresaltó, desenvainando la espada y mirando a todos lados. Dio un paso en aquella dirección con la sospecha en su mirada. Le estaban siguiendo, era probable que Gombau hubiera elegido el lugar para una emboscada, un bosque anónimo para una muerte anónima. La sospecha empezaba a convertirse en certeza, por fin algo real y sólido. No debía preocuparse, jamás había dejado de lado su pericia con las armas y era uno de los mejores… ¿Por qué si no Ermengol lo había escogido? Un ruido a sus espaldas le hizo girar con la velocidad de una liebre, una sombra gris, casi transparente, le hacía señales escondida parcialmente tras un tronco. ¿Qué demonios era aquello, se habían vuelto locos… o estaban tan seguros de sus fuerzas que ni siquiera pretendían esconderse? Una ráfaga de viento se llevó a la sombra gris volando, como una voluta de humo alargada que se deshacía en el aire. Los ojos de Fulck se abrieron, sus pupilas dilatadas mostraban el asombro más genuino. ¡Por todos los diablos, aquellos asesinos estaban jugando con él, pensando que todavía andaba ciego de vino, incapaz de pensar y de ver! Se dirigió hacia el lugar donde la sombra había desaparecido, rastreando posibles pisadas y con la vista clavada en el suelo, cuando oyó los murmullos: «¡Es él, es él, es él!», susurraban las voces desde direcciones diferentes, convergiendo en el centro exacto de donde se encontraba. Fulck giró en redondo, la espada extendida marcando un círculo de protección a su alrededor, la mirada taladrando cada árbol, cada mata de maleza. Las voces callaron un segundo, para reunirse en un solo coro que parecía alejarse: «¡Es él, es él, es él!», una línea recta de sonido que se adentraba en dirección sur. El Francés siguió su trayecto, primero con cautela para después correr como un poseso, cortando ramas y matorrales con la espada, gritando a sus perseguidores para que se mostraran, llamándoles para que no ocultaran su cobardía. De golpe, un crujido seco estalló a sus pies, cientos de ramas viejas partiéndose en un concierto eterno, sin tiempo para reaccionar, a pesar de que su instinto le advertía del peligro inminente. Inmóvil durante un breve segundo, el Francés se hundió en medio del crepitar de las ramas secas, los brazos extendidos en busca de un sostén que resbalaba, arañando la tierra que se hundía en un pozo oscuro. El viaje hasta el fondo del abismo le pareció un trayecto sin fin, el vacío giraba en un torbellino de viento, restos de ramas y hojas marchitas, en tanto se precipitaba en la oscuridad. El golpe que su cuerpo produjo al encontrar tierra firme, sonó en sus oídos como un trueno de tormenta y aún vibraba el suelo cuando pudo abrir los párpados. Sus ojos tardaron un tiempo en acostumbrarse a la penumbra del fondo, buscando el motivo del dolor que le mantenía paralizado, incapaz del más mínimo movimiento. Fulck, el Francés para sus compinches, lanzó un alarido inhumano ante la visión que las sombras le permitían. Largas y afiladas estacas atravesaban su cuerpo de parte a parte, la sangre se agolpaba en su boca pugnando por salir de sus venas, por escapar de aquella prisión que se desmoronaba. A los lejos, en lo alto del pozo, en un círculo perfecto de luz, las sombras grises se asomaban al pozo, transparentes, señalándole con sus largos brazos de humo. «¡Es él, es él, es él!».