Capítulo VII

Ciudad de Tremp

«Acostumbran a contarnos la naturaleza de un mundo que no existe, normas y reglas que sólo se encuentran en la mente de algunos que sostienen que es la voz de Dios la que los guía. Y quizás lo peor de este espejismo en este siglo que nos ha tocado vivir, es que una simple bestia es capaz de pensar con más coherencia que muchos de los que conozco. ¿Habéis visto alguna vez a un buey devorar a uno de sus compañeros?… No, nunca, y nunca veréis nada parecido. Dicen algunos que el buey no miente porque no está en su naturaleza, aunque yo creo que no lo hace porque jamás deseó hacerlo».

TEDBALL

Acard de Montcortés bajó de su montura resoplando como un buey extenuado. Unas profundas ojeras se marcaban bajo sus ojos, extendiendo un tono púrpura en sus sobresalientes pómulos. La capa de sudor que cubría su montura parecía haber impregnado todo su semblante, y su hábito, siempre impecable, se mostraba arrugado y sucio. Después de un viaje de pesadilla, había llegado a la ciudad de Tremp atravesando el portal de Capdevila hasta detenerse en la plaza de la iglesia de Santa María. Hacía sólo un par de horas que, sin decir ni una palabra de despedida, había abandonado al enano y a su reata de mulas, incapaz de soportar un instante más la creciente verborrea de Orset. Era preferible arriesgarse a caer en una emboscada de ladrones y asesinos, antes que seguir en aquella compañía. Más de dos semanas de viaje y el maldito Orset había conseguido desenmascararle, poniendo en duda todas sus respuestas, todas sus palabras, haciendo brotar la ira de Acard hasta el punto en que éste se vio en la necesidad de amenazarle con las peores torturas… ¿Y cómo, por Dios bendito, un sencillo servidor del obispo de Urgell se hubiera atrevido a tanto? Pero ya no le importaba lo que aquel ser repugnante pudiera pensar de él, ¿quién iba a creérselo? Orset iba a pagarlo muy caro en cuanto acabara con aquel asunto, o incluso antes, ¿por qué no? Sólo tenía que dar una simple orden a uno de sus muchos esbirros y aquel monstruo retorcido acabaría sus días en una lóbrega mazmorra. La idea le hizo sonreír, curvando sus labios en una mueca. Aún se hallaba apoyado en la sudorosa montura, recuperando el aliento, cuando una mano se posó en su hombro. La reacción fue desmesurada, Acard se giró con violencia en tanto su oscura capa se levantaba en una vuelta circular perfecta. Sus ojos despedían chispas antes de reconocer a la persona que tenía delante, transformándose entonces en una mirada de sorpresa.

—Pero ¿qué haces tú aquí?… Deberías estar en… —Enmudeció de golpe ante la aparición de dos mujeres cargadas de cestos.

—Señor, tenéis muy mal aspecto, necesitáis asearos y disfrutar de un merecido descanso. Llevo una semana tras vuestros pasos. Venid, os lo ruego, he encontrado una casa en la que nadie nos molestará, es un buen lugar para organizar nuestro cuartel general con discreción. Fray Ermengol no tardará en llegar en cuanto pueda comunicarle que ya os he encontrado, ya ha emprendido el camino y…

—¿Ermengol? ¡Tenía órdenes estrictas de quedarse en La Seu! ¿Qué está pasando? ¿Quién ha ordenado todos estos cambios? —Los cansados ojos de Acard volvieron a brillar peligrosamente, vigilando cada movimiento de los escasos parroquianos que cruzaban la plaza—. Está bien, llévame a esa casa y ponme al corriente de los últimos acontecimientos, éste no es lugar para charlas. Y espero que su gravedad excuse el hecho de que mis órdenes no hayan sido cumplidas.

La casa, situada en el extremo opuesto al portal de Capdevila, casi al final de la población, poseía la cualidad de pasar desapercibida. Su aspecto exterior de cierto abandono, se contradecía con un interior cómodo aunque un tanto austero.

—Bien, ahora que ya estamos aquí no pierdas el tiempo, ni me lo hagas perder a mí. Hace demasiado que nos conocemos, y quiero creer que el hecho de encontrarte en este lugar, y no donde deberías estar, obedece a poderosas razones. Te escucho. —Acard se sentó en una silla de respaldo alto con un suspiro.

—¿No queréis antes descansar unas horas?

—¡Ya tendré tiempo de descansar en la tumba, Gombau! —El tono agudo rebotó en los muros de la habitación.

—Fray Ermengol me ha ordenado que os diga que no debéis seguir solo, está convencido de que un gran peligro nos amenaza. Asegura que hay que detener todo este asunto hasta que sus sospechas no se confirmen, no debéis dar un paso más antes de su llegada. —Los ojos rasgados, mínimos y amarillentos, se clavaron en el dominico.

—¡Sospechas, qué demonios de sospechas! ¡Ermengol ha pasado su existencia sospechando hasta de su sombra!

—Bertrán de Térmens —respondió escuetamente Gombau.

—¿Y qué pasa con él? ¿Cuál es el problema ahora? Mi querido Ermengol no puede evitar sentir un profundo desprecio por ese hombre, se hace viejo y está lleno de susceptibilidades y recelos sin sentido.

—Sí, tenéis razón, vuestro hermano en religión sospecha hasta de nosotros. —Gombau disimuló una sonrisa—. Parece ser que tuvo una entrevista inquietante con ese hombre, Bertrán estaba furioso con vuestra partida y, por lo que me ha llegado, dejó entrever que no os había dado toda la información completa. Según él andáis como un ciego sin lazarillo. Y hay más cosas…

—El recelo de Ermengol es encomiable, aunque un pesado lastre de tiempo. ¿Y cuál es la información que Bertrán esconde? —El cansancio y un creciente abatimiento mantenían a Acard en un estado de lasitud.

—No lo sabe, fray Acard, no sabe nada que confirme sus sospechas.

—¡Dios misericordioso, es lo único que nos faltaba, el universo de dudas y vacilaciones de Ermengol! Pero has dicho que había más cosas… ¿De qué demonios se trata?

—Deberíamos reorganizar nuestro servicio de comunicaciones, fray Acard, lo que antes nos llegaba en tres días, ahora se demora en diez. Nuestros mensajeros cada día van más lentos y revientan a más caballos inútilmente, es un desastre. Tanta cautela tiene sus problemas, pero siempre habéis dicho que la información es lo prioritario en nuestro trabajo y…

—¡Maldito seas, Gombau, no es momento de reorganizaciones! ¿Estás jugando conmigo? ¿Tan malas son las noticias que no te atreves a decírmelas? —estalló Acard, sobreponiéndose al cansancio.

—El canónigo Verat y el notario Vidal están muertos y uno de nuestros hombres desapareció en la Vall d'Aran. Adalbert de Gaussac ha vuelto a desaparecer y… —Gombau recitó la lista con rapidez, sin respirar. Algo de verdad había en las palabras de Acard, nunca había sido beneficioso para nadie comunicarle malas noticias.

—¡Qué…! ¿Qué demonios significa que están muertos? —El asombro de Acard era auténtico.

—La Seu revienta de rumores, fray Acard. Se dice que han sido asesinados por fantasmas errantes por sus muchos pecados, almas en pena en busca de redención… Fray Ermengol se ve incapaz de atajar las habladurías, brotan de todos lados sin saber nunca su origen. Y la verdad, os seré sincero, esas muertes han sido realmente extrañas. —Gombau hizo una pausa, esperando la reacción colérica de su superior que no llegó. Acard le miraba con las pupilas abiertas, sin responder—. A Verat le encontraron en su habitación, ahogado… Pero no os creáis que se atragantó con un hueso de asado, no, señor, más bien parecía que acabaran de sacarle de un naufragio, empapado de agua, en su propia casa. Y Vidal…, por lo que oí, decían que se había estrangulado, ¡él mismo, fray Acard! ¿Os lo podéis creer? Y eso no es todo, nos llegó un mensaje que nos notificaba la muerte de Martí de Biosca en un «accidente» muy oportuno. ¿Recordáis a Martí, fray Acard?

—¿Martí de Biosca? —Acard rebuscaba en su memoria, intentando digerir las últimas noticias.

—El Tonel, señor, así le llamábamos. Estuvo en la cuadrilla y durante un tiempo nos hizo interesantes servicios. ¿Lo recordáis? Un hombre gordo y borracho, siempre tras las hembras y las relucientes monedas. Fue nuestro delator durante años. —La tez pálida de Gombau se acentuaba por los pálidos rayos que entraban por una ventana.

—Sí, desde luego, lo recuerdo perfectamente, prescindimos de él por esos vicios que comentas, no era de fiar. E incluso ordené que le mantuvieran vigilado y que lo eliminaran si se iba de la lengua… ¿Muerto, cómo? —La indiferencia había vuelto al rostro de Acard.

—Despeñado, en el camino de Pont de Bar a La Seu. No es que nadie vaya a llorar su muerte, ni mucho menos…, pero en estos momentos y en esta situación, no sé fray Acard, acaso los recelos de fray Ermengol no anden equivocados. Martí de Biosca llevaba un tiempo haciéndose pasar por franciscano y creando el escándalo allá donde iba, no sería de extrañar que hubiera enfurecido a algún marido celoso y…

—¡Por la misericordia divina, por franciscano! —Acard no salía de su estupor—. ¿Por qué nadie me puso al corriente? Ese hombre era un peligro, no quiero ni imaginar las cosas que hubiera podido contar, si es que no lo hizo antes de despeñarse.

—Ya os he dicho que nunca lo perdimos de vista, fray Acard, y últimamente… Si os he de ser sincero, ya había dado órdenes explícitas para deshacernos de él, pero parece que la divina Providencia se nos ha adelantado y ha hecho el trabajo por nosotros. No quise preocuparos por una menudencia de este tipo. —Gombau calló, a la espera.

—Bien, un problema menos, pero ¿estás seguro de que fue la divina Providencia o uno de tus chacales le ayudó? —Acard se giró hasta clavar su mirada en los amarillentos ojos de Gombau, sin dejarle responder—. Sea lo que sea, no me importa, ese borracho siempre fue una molestia. Y no veo nada sospechoso en su muerte, podríamos encontrar a muchos candidatos si es que en realidad no se trató de un accidente. Sin embargo, Verat y Vidal, no dejan de ser una casualidad inquietante. Tendré que pensarlo. Pasemos a cosas más practicas, Gombau, ¿ese templario que te encargué ya está a buen recaudo?

—No exactamente, fray Acard. —La voz del esbirro vaciló—. Veréis, no viajaba solo tal como suponíamos, y…, ¿qué importancia tiene este hombre?

—¿No exactamente? —La voz del dominico era un cuchillo cortante—. Piénsalo bien antes de engañarme, Gombau, no intentes explicarme una de tus fantasías inverosímiles. Sé que iba solo, con la única compañía de su escudero, y sería peligroso que empezaras a contarme que una legión templaría se te echó encima y te redujo.

—No os intento engañar —mintió Gombau, retrocediendo unos pasos—. Me sorprendió, lo confieso, es muy rápido, pero ¿qué importancia tiene?

—¡Eres un maldito perro sarnoso, un inútil acabado! —Atajó Acard con una mueca de desprecio—. ¿Desde cuándo necesitas explicaciones para llevar adelante tu trabajo? Está claro que ese hombre sigue intacto y que tú no has cumplido tu misión, te avisé de que era peligroso, uno de los mejores, y ¿tú qué haces, pobre imbécil?

—Os juro que…

—¡No jures, infeliz del diablo, no te atrevas! —Acard se levantó violentamente, dando una patada a la mesa—. A estas alturas deberías saber que mentir sólo te reportará problemas, Gombau, graves problemas. Te lo he dado todo, has gozado de mi confianza y eres un hombre respetado en el Tribunal. ¡Has crecido a mi sombra, maldito necio, y gradas a mi generosidad! No tientes a la suerte, hombres mejores que tú han acabado en una mazmorra con menos sangre en sus manos.

Gombau enmudeció, refugiándose en una esquina, cerca de la puerta. La alta figura del dominico se alzaba como una sombra ante él, consiguiendo que bajara los ojos y que su nervudo cuerpo disminuyera. Pensó que había algo de cierto en la historia que había contado a Guillem de Montclar, que no se alejaba mucho de la realidad. Había conocido a Acard en un momento delicado, intentando robarle la bolsa que pendía de su cinturón, aunque de eso ya hacía muchos años. Entonces era un joven hambriento que rondaba solo por las calles…, y también era cierto que el dominico le había amenazado con las peores torturas. Aunque el final tenía un matiz diferente, y muy pronto se había convertido en uno de sus fieles perros. Gombau sacudió la cabeza, pensaba desesperadamente en una excusa que calmara a su superior, el miedo que le imponía no desaparecía con el tiempo.

—Lo siento, fray Acard —balbució—, ese hombre me venció, simplemente. Y estoy avergonzado, sabéis que no acostumbro a fallar. Confieso que se me pasó por la cabeza mentiros, pero era a causa de la vergüenza que sentía de decepcionaros. Y podéis estar tranquilo, no le dije nada, absolutamente nada…

—¡Ya es suficiente, Gombau, un asesino convertido en patética plañidera es aún peor, me das asco! —La repugnancia de Acard era manifiesta—. En estos momentos, tenemos cosas más graves que solucionar y sólo me faltaría el Temple pisándome los talones. Habrá que buscar una solución, el de Montclar se dirigía a la Encomienda de Gardeny, seguramente en busca de instrucciones. Quiero que vigiles sus movimientos, y si sus pasos se encaminan hacia aquí, bien…, resulta incómodo tener que repetírtelo, haz lo que te plazca, pero sácamelo de encima. ¿Entendido?

Gombau asintió en silencio, no era prudente interrumpir a Acard. El dominico paseaba por la estancia, con las manos en la espalda, concentrado.

—Es posible que Ermengol lleve razón y no sea momento de precipitaciones, la situación no está clara y debemos jugar nuestras cartas sin un error. ¿Dónde está ahora Bertrán de Térmens? —siguió el dominico después de una breve pausa.

—Fray Ermengol cree que anda tras vuestros pasos. —Gombau tragó saliva con dificultad—. Aunque desconocemos dónde se encuentra en este preciso momento, lo perdimos a la salida de La Seu, se esfumó de repente.

—¡Esfumarse, bonita palabra, Gombau, muy explícita acerca de vuestra competencia! —El cansancio hacía mella en Acard de Montcortés, sus afilados rasgos parecían desmoronarse, y el tono de su voz no encontraba la manera de expresar su irritación—. Esperaré a Ermengol, tus malas noticias no han hecho más que abatirme y llenar mi alma de sombras. Lárgate, Gombau, y déjame en paz.

El sicario siguió en silencio, reprimiendo el temor que subía por su estómago. No sólo la cólera de Acard era temible, lo peor eran aquellas fases de abatimiento y turbación, él las conocía bien. Sin decir palabra, salió de la habitación, aunque se vio obligado a volver con esfuerzo.

—Fray Ermengol sabe de esta casa, os encontrará. Pero no debéis salir, señor, es importante que nadie sepa de vuestra presencia aquí, sobre todo Bertrán de Térmens.

Acard no se volvió, lanzó un gesto brusco con la mano despidiéndole. Se sentía cansado, una sensación de derrota le oprimía y deseaba quedarse solo. Presentía otro de sus repentinos ataques de abatimiento, cuando le envolvía la negrura más oscura y no encontraba motivo ni excusa para seguir viviendo. No le comprendían, no eran capaces de entender su sufrimiento, la dedicación a aquella magna tarea que se había impuesto. ¿De qué Valla tanto esfuerzo, tanto sacrificio? Se paró ante la ventana, empezaba a anochecer, su mente divagaba sin rumbo y necesitaba dormir. Ya pensaría por la mañana, quizás sería posible poner orden en sus pensamientos, y Ermengol no tardaría en llegar. Él le comprendía, conocía su alma, sabría lo que debería hacerse…

La pala se hundió con fuerza en la tierra con un golpe seco. La lluvia que caía desde hacía unas horas, parecía colaborar con los dos hombres, esponjando el terreno y ofreciendo facilidades a la excavación.

—Espero que no te equivoques y que sea el lugar exacto, empiezo a estar empapado.

—Lo es, Bertrán. Las indicaciones de Adalbert eran precisas y, como puedes comprobar, la piedra blanca sigue en el mismo lugar. No puede decirse que éste sea un lugar muy transitado, gracias a Dios.

—¿Cómo demonios dio con ellos? Creí que habían desaparecido de la faz de la tierra. —Bertrán de Térmens se incorporó con una maldición.

—Tiempo y paciencia. Es posible que desaparecieran de la faz de la tierra o lo intentaran, lo difícil era desaparecer de las manos de Adalbert. Y no puede negarse que hicieron todo lo posible para ocultarse. Me contó que a Arnau, el de Cortinada, le encontró a punto de embarcarse hacia Sicilia, todavía temblando de miedo. No tuvo muchos problemas en que le soltara dónde podía encontrar a Sanç, el preferido de Acard… El Señor Inquisidor se ha pasado años buscándolos, removiendo cielo y tierra para dar con su paradero. Y mira por dónde, se los va a encontrar sin un maldito esfuerzo.

Bertrán de Térmens se permitió un descanso, en tanto su compañero empuñaba la azada. La tierra se desprendía con facilidad, una mezcla de barro líquido que se escurría salpicando las botas de los dos hombres. El pico de la azada golpeó un objeto duro, clavándose con un sonido hueco. Los dos hombres se miraron, atándose unos pañuelos al rostro.

—¡Por Belcebú, Bertrán, odio este trabajo!

—Estoy de acuerdo contigo, pero no me negarás que el motivo es lo suficientemente interesante. Y puestos a hacer las cosas bien, que nada falte en esta fiesta de espectros. Vamos, sólo hay que encajar las piezas, y ya sabíamos que todas están podridas y malolientes. —Bertrán saltó al foso que habían cavado, conteniendo la respiración—. Sí, están aquí, son ellos Adalbert tenía razón.

Tedball levantó el rostro al cielo, en ningún momento había dudado de encontrar lo que andaban buscando, su fe en Adalbert era absoluta. Se levantó la capucha, la lluvia arreciaba y todavía quedaba mucho trabajo para hacer.

La ciudad amurallada de Sort se extendía a sus pies, al lado del río Noguera Pallaresa. La vista era impresionante, y Orbria se detuvo fascinada ante la inmensidad del panorama. Hacía sólo unos segundos parecían perdidos en una vuelta interminable del camino, casi convencida de estar condenada a girar y girar alrededor de aquella montaña sin fin. Y de golpe, casi sin aviso, la impresionante mole del castillo de Sort sobresalía allí a lo lejos, recortándose contra el cielo gris. Quizás, si aguzaba la vista, podría ver al conde de Pallars y a sus caballeros saliendo de su fortaleza envueltos en banderas y gallardetes. Sonrió ante aquella ingenuidad, era demasiado vieja para pensar en tales tonterías y estaba fatigada.

—Mira, Folquet, mira qué hermosa ciudad. Ya sé que te gustan mucho las ciudades, y en ésta podremos comprar un poco de fruta y queso. Esta noche dormiremos en una cama como Dios manda.

—¿De quién es este castillo, abuela, vamos a dormir allí? —Folquet se sentó en un lado del camino.

—El castillo es de un conde, Folquet, como todos los castillos del mundo. Y aunque te parezca extraño, es muy posible que esta noche durmamos entre sus murallas. Tengo un amigo allí, ¿sabes?… Un buen amigo de nuestra familia.

—¿Vamos a quedarnos muchos días, ya se ha terminado el viaje?

—No, Folquet, no ha terminado, pero falta ya muy poco. Y cuando lleguemos a nuestro destino, la abuela te dejará con unos amigos durante unos días, amigos que tienen otros niños como tú.

—¿Y no puedo ir contigo, abuela?

—Esta vez, no. Tendrás que ser valiente, Folquet, la abuela tiene un trabajo muy importante que hacer, algo que no puede demorarse más. Y tú no puedes venir, pero cuando seas mayor te lo explicaré con todo detalle, te lo prometo.

«Y espero poder hacerlo», quiso añadir Orbria. Pero eso era algo que no se le podía decir a un niño, no quería inquietarlo. Había sido el motivo por el que había escogido con especial cuidado a los que protegerían a Folquet, por si algo no salía bien y ella no pudiera volver. Tenía que protegerlo por encima de todo, era el único que quedaba de una extensa familia destrozada, anulada de raíz, en la que uno a uno habían caído sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Unos luchando por su patrimonio, otros por su fe, otros sin saber por qué morían… Pero no tenía miedo, aquel sentimiento que había dominado parte de su vida, había desaparecido por completo. De él sólo quedaba la memoria grabada del terror pasado, la negación a olvidar, y acaso la imposibilidad de perdonar. Todo ello la había apartado de sus creencias más profundas, las leyes en las que había crecido, aunque también era cierto que todo había desaparecido entre las llamas de tantas y tantas hogueras… ¿Acaso importaba en aquel momento?

¿Dónde estaba el Dios de Justicia? ¿En la mazmorra en dónde había muerto su padre, torturado hasta el ultimo instante? ¿Entre las llamas dónde acabaron tantos de sus parientes? Deseaba recuperar la fe perdida, lo deseaba con todas sus fuerzas, creer en aquella esperanza del Bien en la que había crecido, en los buenos hombres que cuidaron de ella, en tantas cosas que recordaba. Sin embargo, no sentía nada, todo se lo habían arrebatado, hasta la brizna más diminuta de misericordia. Su alma era un pozo vacío, hondo, en donde sólo el dolor encontraba acomodo. Y había esperado, pensó Orbria en tanto iniciaban la bajada a la ciudad, su vida había sido una larga espera. A veces, sin saber muy bien en qué consistía aquello que esperaba, sin importarle demasiado. Como si viviera en una especie de estado de aplazamiento eterno, una calma tensa que detenía hasta el aire que respiraba. Y ahora, empezaba el final de aquella interminable espera y estaba preparada.

A poca distancia de Tremp, encaramado a un alto risco de más de cuarenta metros de altura, el pueblo de Talarn contemplaba el río con cierta arrogancia. Su entrada, por el portal de Migjorn, al lado de una poderosa torre redonda, iniciaba una larga muralla que rodeaba la población.

Orset descargaba su mercancía sin prisas. Sería una mañana muy ajetreada, una larga cola ya se estaba formando cerca de él. Un amigo le había permitido usar los bajos de su casa como improvisado tenderete, a causa de la insistente lluvia. Aunque el mal tiempo no parecía afectar a sus parroquianos, encantados con su llegada. El primero en entrar fue un viejo conocido, Orset ya le había tratado con anterioridad, un derrumbe de piedras había acabado casi con su pierna. Pero el hombre, que cojeaba con dificultad, siempre había pensado que el enano le había salvado la pierna.

—Querido maese Orset, no sabéis cuánto esperábamos vuestra llegada.

—Me gusta vuestro pueblo, está lleno de gente agradecida, pero exageráis, mi querido amigo. Cualquier otra persona con algunos conocimientos hubiera hecho lo mismo, Ricard. —Orset le dedicó una ancha sonrisa—. ¿Cómo va el dolor?

—Vos sabéis más de mi dolor que yo mismo —contestó el hombre—. Y no soy exagerado, maese Orset, sabéis que cualquier otro matasanos me habría cortado la pierna. Vos tuvisteis paciencia, os quedasteis a mi lado casi una semana entera, esperando mi recuperación.

—Me haréis sonrojar, Ricard…, pero ahora vamos a procurar aliviar ese dolor, ¿os fue bien el remedio que os di?

—De maravilla, incluso he logrado dormir varias horas al día. Por ello esperaba vuestra llegada con expectación, el remedio se estaba terminando.

—Prepararemos una buena cantidad, Ricard, y antes del final del verano volveré a pasar para proveeros para todo el invierno. —Orset se enfrascó en los preparativos del ungüento—… Y por cierto, veo que hay tranquilidad en el pueblo, ¿no hay novedades?

—Como vos sabéis, maese Orset, la tranquilidad es sólo una apariencia de la que no hay que fiarse. Existe para algunos, no lo dudo, pero para la gran mayoría es una simple ilusión. —El hombre tomó asiento en un pequeño taburete, con un bufido de dolor—. Se rumorea que en Tremp hay movimiento, hace unos días llegó un hombre a la plaza de la iglesia, un fraile, y por lo que parece tiene aroma inquisitorial. Mi cuñada, que vive allí, me ha contado que lleva tres días encerrado en una casa, aquella que está al final de la población, ¿la conocéis? Pertenecía a Pong, el del huerto de Pedrasola… Hace un tiempo que toda la familia se marchó a la ciudad de Lleida, creo que allí tiene un hermano.

—Vaya, es bueno saberlo, Ricard. En estos tiempos, y en mi trabajo, cualquier detalle altera nuestro ritmo de vida. Ya sabéis lo encrespados que están los ánimos de nuestros nobles, y estas guerras no son buenas para la salud de nadie, y mucho menos para la nuestra. —Orset tapó un frasco y lo entregó al hombre—. Bien, ahora veamos esta pierna, comprobemos el color de las cicatrices.

Se inclinó hacia Ricard, subiéndole el calzón con cuidado. Una larga cicatriz recorría la pierna hasta la rodilla, tumefacta en el centro, donde el hueso se había partido limpiamente. Presionó suavemente con las yemas de los dedos, observando el rostro de su paciente.

—Está muy bien, cuando llegue el buen tiempo os dolerá menos, pero no debéis hacer esfuerzos, Ricard. El trabajo en el huerto no os beneficia, aunque ya sé que diréis que de algo se ha de comer, y llevaréis razón. O sea, que no os daré consejos inútiles, mi buen amigo, cuidaos e id con Dios.

Orset se giró hacia su nueva paciente, una anciana mujer. Mientras la escuchaba con atención, una parte de su mente reflexionaba sobre la información que acababa de recibir. El viejo cuervo ya había llegado, había picado el anzuelo y seguía las migas de pan dejadas en el camino. Era una buena noticia, una señal de que todo se sucedía según el plan previsto. Disimuló una sonrisa, a buen seguro Acard pensaba que su habilidad le había hecho pasar desapercibido, que el «humilde servidor» del obispo de Urgell era invisible a la curiosidad. No sabía nada del ambiente de las pequeñas ciudades, de los pueblos, nunca se había interesado por el quehacer de las pobres gentes. Sin embargo, todos sus habitantes se conocían perfectamente, y la llegada de un forastero era captada de inmediato, discretamente. Aún más, si como decía Ricard, el aroma inquisitorial llegaba a sus narices…, entonces, la gente sencilla disimulaba, como si no viera ni escuchara nada, concentrados en construir un pequeño muro de protección para resguardarse de las malas intenciones. Pero una corriente subterránea de murmullos se filtraba en la profundidad, palabras que corrían muy cerca de los oídos de quien quisiera escuchar, y ¿por qué negarlo? Orset siempre había sido un inmejorable receptor.

Acard dormía, soñaba, una modorra intensa se había apoderado de su cuerpo, envuelto en todas las mantas que había encontrado para protegerse de un frío que parecía salir de sus propios huesos. El señor de Gaussac le miraba fríamente, el rostro adusto e impenetrable, como si le atravesara y pudiera leer en su interior, en tanto su boca se abría en palabras mudas que no podía oír. Sin embargo, Acard sabía perfectamente de lo que le estaba hablando. Le llamaba ladrón y asesino, le acusaba de robar bienes de gente inocente, le amenazaba con hablar con el mismísimo obispo y blandía papeles ante su rostro, asegurando tener testigos dispuestos a declarar en su contra. La cólera invadió al dominico en su sueño, ¿cómo se atrevía aquel maldito hereje a dirigirse a él en aquel tono? Un olor extraño llegó a su olfato, intenso, envolviéndole. Gaussac seguía hablando con palabras mudas, sentado en su silla, al final de una estancia alargada. De golpe, alargó una mano hacia el suelo, que empezó a temblar resquebrajándose, como si una fuerza profunda intentara salir del abismo. Las baldosas rojas saltaron hechas pedazos y el mismo fuego del Infierno salió de la tierra en mitad de un vocerío que hería sus tímpanos. El olor era insoportable, y la visión de cien brazos alzándose entre las llamas con sus dedos acusadores señalándole le llenó de terror. Acard aulló como un loco, agitándose en el lecho y despertando a causa de sus propios gritos. Se incorporó chorreando sudor, como si acabara de atravesar una lluvia torrencial, con el corazón latiendo desenfrenadamente… ¡Dios misericordioso! No estaba acostumbrado a sufrir pesadillas, sus sueños eran siempre cantos de gloria a su persona, a su inteligencia. Abrió los ojos de par en par, sobreponiéndose. No era más que un mal sueño, una consecuencia del cansancio acumulado de los días anteriores. Sin embargo, había algo que permanecía de su pesadilla, aquel olor nauseabundo a tierra húmeda, podrida… Se sintió mareado, con la náusea instalada en su garganta.

Se levantó apartando las mantas, frotándose los ojos e intentando reaccionar. ¿Qué estaba pasando, de dónde provenía aquel olor insoportable? De un animal muerto, seguro. Algún desaprensivo habría tirado los restos cerca de la casa, pensando que nadie vivía en ella. Sentía todos sus huesos doloridos y unas violentas arcadas le obligaron a inclinarse, con el cuerpo roto por la mitad, expulsando una mezcla de líquido y saliva. Llevaba días casi sin comer, con la furia como único alimento. Fue entonces, doblado sobre sí mismo, cuando oyó el grito, un alarido ronco y alargado que rompía el aire de toda la casa.

Corrió hacia la puerta, con las manos pegadas a su boca, abriéndola de golpe y contemplando a Ermengol con las facciones deformadas por el pánico. Gombau, a sus espaldas, se reclinaba en la pared, vomitando. En las dos sillas que rodeaban la mesa, unos inesperados invitados esperaban al anfitrión. De sus descarnadas cabezas colgaban restos de pelo y tierra, sus órbitas vacías contemplaban a Acard en una postura anómala, sosteniéndose en difícil equilibrio sobre los huesos pelados del cuello. Los jirones de ropa escondían fragmentos de piel, carne en descomposición que sobresalía del tejido deshilachado. Del cuello de uno de los cadáveres pendía un medallón que lanzaba destellos de metal pulido sobre los presentes, un círculo perfecto con las armas de la Inquisición grabadas en él, un antiguo capricho de Acard. Los encargaba personalmente para gratificar a sus mejores hombres, a los más leales, a los que le habían seguido ciegamente en sus correrías. El otro cadáver, todavía conservaba uno de sus ojos, hinchado y descolorido, pugnando por escapar de su prisión. Sus dedos, casi huesos, atrapaban un mechón de pelo rojo y brillante que se enredaba entre ellos.

Un silencio de sepulcro vacío llenaba la estancia, sólo roto por las arcadas de Gombau. Acard estaba hipnotizado por el destello dorado del medallón, y un delgado haz de luz, como un terrible presentimiento, empezaba a aparecer en su mente con una palabra grabada en el resplandor: «¡Sang!». Aquellos ojos claros e irónicos borrados, desaparecidos en el centro de las cuencas vacías que le miraban. La sonrisa franca que estallaba a menudo en carcajadas, convertida en colgajos desordenados que pendían de unos labios deformes, perdidos entre unos dientes amarillentos y sucios. «¡Sanç!», el grito salió de la garganta de Acard, como si todo su ser formara parte del mismo sonido de terror. Su mejor hombre, el camarada más fiel, ¡Dios misericordioso! Creía que estaba en Sicilia, él mismo le había dado una carta de presentación para Carlos de Anjou, le había urgido a huir cuando las cosas se habían puesto difíciles para ellos, para borrar su rastro en el mismo instante en que el de Gaussac andaba tras su pista y amenazaba con denunciarlos. Su silencio le había extrañado, naturalmente, había intentado localizarle, pero entendía que no era fácil y que la intención de Sanç, era desaparecer entre las tropas mercenarias del de Anjou. Y sin embargo, nunca había embarcado. Acard luchaba entre la náusea y la memoria, no había duda de que el otro cadáver tenía que ser el de Arnau de Cortinada, el compañero de Sanç, siempre tan silencioso, tan eficiente… ¿Y aquello que atrapaba entre los dedos, el mechón de un rojo intenso enredado entre los huesos puntiagudos? Un escalofrío helado recorrió a Acard erizando su nuca, reconociendo la naturaleza de aquellos cabellos… ¡Adalais, Adalais de Gaussac! La hermosa y frágil Adalais, la que había llenado los sueños de su adolescencia. El cuerpo roto y hecho trizas que se mostraba desnudo ante sus ojos, indiferente al horror, con su mirada limpia clavada en él mientras sus hombres se ensañaban con ella. «¡Qué gran error Acard, será tu perdición!», fueron sus últimas palabras antes de que lanzaran aquel castigado cuerpo a las llamas. ¿Por qué se había preocupado por él en aquellos atroces instantes? A pesar de todo, del horror salvaje que sufría, la delicada señora de Gaussac hablaba con su viejo amigo de juegos, no con su verdugo. ¿Por qué? ¿Acaso eran las creencias de ella más fuertes que las suyas? Acard estaba mareado, próximo al desmayo. El olor insoportable de los cuerpos en descomposición se mezclaba con los efluvios de su memoria, sin poder pensar en nada más. Trastabilló unos pasos, alejándose de aquellos cuerpos irreconocibles, de la piel que colgaba movida por la brisa como si quisiera atraparle en su manto descompuesto. Todo su cuerpo se rindió en silencio, las grandes palabras se desvanecían, él tenía la razón de su fe, el peso indiscutible de una Iglesia que poseía la Verdad, y no era él quien había pecado. No era Adalais de Gaussac la que se apoderaba de su memoria, era una hereje que no se avergonzaba de serlo, un ser despreciable que se atrevía a levantar su mano contra los designios divinos. «¿Por qué, Dios omnipotente, Dios de la Justicia y la Verdad, me haces pasar por esto?». Acard se aferró al poder de sus creencias, su orgullo se alzó ante los dos cuerpos putrefactos que le contemplaban sin una palabra, aunque le sirvió de poco. Aspiró el aire envenenado que llenaba la estancia, como si se ahogara, comprobando que su cuerpo se negaba a acompañarle y le abandonaba en mitad de la nada de un sepulcro. Caía, se precipitaba en un abismo oscuro en donde miles de manos intentaban atrapar su hábito, zarandeándolo de lado a lado, perdiéndose en una oscuridad opaca que no tenía fin. Cayó como un pesado saco de trigo, y la vibración de su cuerpo al caer alteró el paisaje callado de la estancia. La cabeza de Sanç, en precario equilibrio, se desprendió con facilidad del afilado hueso que la sostenía, rodando hasta los pies del dominico desmayado, escondiéndose entre los pliegues de su hábito.