Capítulo VI

El Círculo Interior

«La verdad y la mentira son la misma cosa, no existirían la una sin la otra. Buscarle tres pies al gato es trabajo de holgazanes dispuestos a enredar con las palabras. Y mi trabajo no es ése, yo no confundo a las pobres cabezas, simplemente las corto cuando me lo ordenan y cobro un buen montón de monedas por ello. Os lo diré con claridad, la verdad la tiene quien paga bien y no hace preguntas. La mentira es siempre patrimonio del vencido, del que no tiene más que aquello que le imponen. ¿Y a quién le importa?».

GOMBAU

Adalais se detuvo para reponer fuerzas, sentándose sobre una piedra plana en tanto masticaba con esfuerzo un puñado de bayas silvestres que había recogido. Betrén se alejaba, mordisqueando la hierba empapada de rocío, aligerado del peso de la silla y levantando la cabeza de vez en cuando, con las orejas alzadas, atento a cualquier sonido extraño.

Los abetos se izaban al cielo como cien velas hinchadas de un buque fantasma perdido en un océano verde. Adalais se sentía segura por primera vez, tranquila y en paz, con una agradable sensación de serenidad. No había vuelto a ver a sus perseguidores, únicamente el quedo rumor de un trote lento que la precedía a lo lejos, perdiéndose en el camino de la Bonaigua. Se había desviado para evitar infortunados encuentros, adentrándose en el bosque de la Mata de Valencia con un suspiro de alivio. Era imposible que la encontraran allí, nadie que no conociera los senderos ocultos se atrevería a seguirla, y las leyendas que corrían de boca en boca acerca del lugar se encargaban de mantener a la gente alejada. Hadas de agua, duendes, elfos, gigantes y brujas, seres invisibles que nunca la habían asustado poblaban aquel bosque. Eran mucho peores los seres visibles, los de carne y hueso. Adalais recordó la primera impresión que le causó aquel lugar, cuando su padre la llevó allí para instruirla en sus caminos secretos, recuerdos de fascinación ante la inmensidad de la naturaleza que lo cubría todo. Creyó encontrarse entonces en el principio de todas las cosas, en su origen, en el lugar exacto en donde había brotado la vida. Aquel bosque primigenio guardaba los secretos de la existencia como una enorme catedral construida por las manos de Dios. El sonido del agua la envolvía en un canto litúrgico, el río Bonaigua se precipitaba desde las más altas cumbres, saltando entre los desniveles rocosos y dividiéndose en finos hilos líquidos que empapaban la tierra, inundándola de todos los tonos del verde. Enormes piedras sobresalían dispersas, formando extraños monumentos sin que la mano del hombre hubiera intervenido jamás. Rocas grises cubiertas de musgo que formaban misteriosos dibujos sobre su superficie, trazados vivos que recorrían la piedra. En algunos lugares, grandes troncos abatidos yacían en un sueño eterno, unos sobre otros, vencidos por el peso de las nieves invernales, con la memoria todavía intacta de lo que habían sido.

Adalais extendió una manta sobre el suelo y se tendió en ella, con la mirada en busca de un fragmento azul escondido entre la cortina verde. Necesitaba dormir, descansar, aún le faltaba un buen trecho. Un leve pinchazo de inquietud aguijoneó el centro exacto de su pecho, dormir implicaba el peligro de soñar y no deseaba hacerlo, no quería ver. Pero el cansancio se imponía a sus deseos, una lasitud suave se apoderaba de ella conquistando su cuerpo. Era imposible continuar si no se permitía el descanso, y su mente cedió. «No renuncies a tu don, Adalais —susurraba la familiar voz de su padre—. Es un regalo de Dios, no renuncies, aprende de tus sueños, no les des la espalda». Aquel agradable sonido mecía su sueño, la voz con la que había crecido protegía y acompañaba sus temores. Quiso responderle, gritar que su ausencia era un vacío en el que se perdía, pero el cansancio bloqueaba su voz. Allí, en aquel bosque, su padre le contó los espantosos hechos que cambiaron su vida y rompieron su alma para siempre, allí mismo, en aquel claro rodeado de impresionantes árboles que formaban un refugio seguro.

«Tu madre, Adalais de Gaussac, viajaba a mi encuentro. Había tenido que dejarla con unos buenos amigos debido a su avanzado estado de gestación. Tu llegada, niña, nos tenía preocupados a todos, su salud se había resentido, aquella vida de persecución y miedo marcaba nuestras existencias y llegó el punto en que le fue imposible avanzar. Yo me adelanté, buscando un nuevo refugio, un lugar en el que pudiéramos vivir en paz. A la semana de tu nacimiento, a pesar de su debilidad, emprendió de nuevo el camino junto a nuestros fieles amigos y servidores. Fue un error fatal…, un error en el que yo tuve gran parte de culpa. Creí haber desorientado a nuestros perseguidores, haberlos atraído hacia mí para que la pequeña comitiva avanzara sin obstáculos. Tu madre marchaba todo lo rápido que le permitía su salud, había perdido mucha sangre en el parto y estaba débil. Cogía con fuerza a nuestros dos hijos mayores, los gemelos, tus pobres hermanos que sólo tenían seis años. Dos hombres de mi absoluta confianza velaban por su seguridad, Artal y Eimeric de Palau, dos hermanos que habían luchado a mi lado en todas las guerras perdidas. Garsenda, la fiel servidora de tu madre, cargaba con las pocas cosas que teníamos, sin perder de vista a su señora, inquieta ante su palidez; junto a ella marchaba su hijo, al que habíamos tutelado siempre, y la hermana pequeña de tu madre que te apretaba entre sus brazos, envuelta en unas deshilachadas mantas. Un pequeño grupo de perseguidos que desconocían su destino. Y éste no tardó en llegar, no era necesario un gran ejército para acabar con todos ellos. Sólo diez hombres sedientos de sangre y venganza.

»Artal y Eimeric murieron despedazados, atados a cuatro caballos, azuzados hasta que sus cuerpos se desgarraron como la tela más fina. Violaron a tu madre y a Garsenda, uno a uno, y después tiraron lo que quedaba de ellas al fuego. Y mis hijos, mis pobres pequeños, lanzados vivos al fuego…

»Sólo un milagro del cielo salvó tu vida, mi pequeña Adalais. La hermana de tu madre, que te llevaba en brazos, y el hijo de Garsenda, se habían quedado atrás. Eran más jóvenes y se retrasaban siempre para hablar de sus cosas, para reír y jugar, ajenos al dolor de su existencia. Oyeron los gritos y el fragor de los caballos, el sonido del acero de Artal y Eimeric enfrentándose a los esbirros, y se escondieron entre la maleza, siguiendo las instrucciones que día a día insistíamos en repetirles. Pero el horror de lo que vieron jamás abandonará sus ojos, mi pequeña. Tú habías nacido tan débil que nadie te daba mucho tiempo de vida, pero acaso el designio del cielo quiso que fuera así, porque ni tan sólo tenías fuerzas para llorar. Y eso te salvó la vida, y también la de tu tía y la del hijo de Garsenda. Aquellos hombres nunca sospecharon que habían quedado testimonios de la matanza. En cuanto a mí, al ver la tardanza de mi gente, un oscuro presentimiento me invadió. Volví sobre mis pasos, buscándolos…, y bien es cierto que los encontré cuando era demasiado tarde. Sólo pude llorar sobre sus destrozados cuerpos, y creo que hubiera enloquecido de dolor si no os hubiera encontrado a ti y a tus compañeros, todavía agazapados en medio de unas zarzas, con los rostros demudados en un grito silencioso».

Las lágrimas inundaron el rostro de Adalais ante el recuerdo de las palabras de su padre, ante el dolor que su hermoso semblante expresaba. Permaneció en el mismo lugar durante unos minutos, poniendo orden en sus emociones, hasta que el verde que la rodeaba se reflejó nítidamente en sus pupilas. Una ardilla saltó entre las ramas más altas llevando un enorme fruto entre los dientes, y Adalais siguió su recorrido hasta que la hermosa cola desapareció en una grieta del tronco. Era hora de continuar, el plan debía seguir. ¿Cuándo había empezado Adalbert a organizar su proyecto? Años y años, pensó Adalais, posiblemente desde el día que descubrió a parte de su familia destrozada en medio de la nada, sus cuerpos irreconocibles y maltratados entre la madera carbonizada. Años observando a sus enemigos, descubriendo sus puntos débiles, vigilando sus movimientos y descifrando cada nombre, cada vida…, diez vidas que se reunirían en el Infierno.

Se levantó sin esfuerzo, estirando los brazos para desentumecer sus miembros agarrotados por la humedad. Colocó la silla a Betrén que rebufó de disgusto, con un cierto aire de dignidad herida. El camino bajaba en pendiente, oculto a ojos poco experimentados, escondido entre la marea verde y ocre donde el agua brotaba a cada paso del animal, surgiendo de manantiales ocultos en la tierra.

—No me queda más remedio que felicitarte, estaba casi seguro de que todavía andabas roncando como un mulo. —Guillem acariciaba el lomo suave de su yegua, Batee.

Los ojos oscuros de Ebre resplandecieron de satisfacción, llevaba las dos últimas horas cepillando a los caballos y sacando brillo a los arreos. No estaba acostumbrado a felicitaciones, pero admitía que sonaban muy bien a sus oídos. Era un muchacho alto y desgarbado, todo brazos y piernas, con un hermoso rostro ovalado de tez morena, enmarcado en una cabellera rizada que casi nunca peinaba.

—Tenías razón en lo del guisado, Guillem, ni siquiera en la Encomienda de Miravet hacen algo parecido. Y el hermano Robert es un buen hombre, me dio tres platos, y esta mañana me guardaba un cuarto y un tazón de leche enorme. —Su rostro estaba extasiado ante el recuerdo.

—Bien, me alegro por tu pobre estómago, espero que deje de entonar conciertos estrepitosos —contestó Guillem, escondiendo una sonrisa—. Y ahora, escucha con atención. No tengo todavía la menor idea de cuánto tiempo vamos a permanecer aquí, y no te quiero ocioso. Te encargarás de los caballos y ayudarás al hermano responsable de los establos. Y seguirás los rezos con la comunidad, te conviene un poco de vida de convento, chico. El hermano Robert, con el que parece has congeniado tanto, se ha ofrecido como voluntario para guiarte en esta senda a la que no estás muy acostumbrado.

—¿Y mis clases de combate? Ahora estaba mejorando mucho, si tengo que andar rezando todo el día se me caerá la espada de las manos. Tú mismo lo dices, Guillem: no hay que hacer perder el tiempo a Dios implicándole en escaramuzas terrenales. Lo has repetido muchas veces. —Ebre torció el labio en gesto enfurruñado.

—¿Sabes cuál es mi problema, Ebre? Que por mucha paciencia que ponga, consigues gastarla en un instante. —Guillem le miraba, divertido—. Por eso te aconsejo volver a los rezos y a los Pater noster, aunque sea por unos días, y ruega para que el Señor me otorgue la sabiduría de la paciencia y me ate las manos para no soltarte un guantazo.

—¿Hermano Guillem, Guillem de Montclar? —Un hombre se había acercado a ellos sin el menor ruido.

—¡Vaya, pasos de gato sobre un tapiz de seda! No os había oído entrar, hermano. —Guillem se giró un tanto sorprendido—. Espero que el joven que veis aquí, con gesto torvo, aprenda a andar tan silenciosamente.

—Os esperan en la iglesia, hermano Guillem —respondió el hombre con expresión risueña—. En cuanto a este joven, no tengo impedimento para enseñarle a andar a un palmo sobre el suelo, volando.

La cara de Ebre se animó ante la expectativa de saltarse uno de los rezos, mirando a Guillem con la súplica en sus ojos. El joven se encogió de hombros, resignado, levantando un brazo que indicaba su aprobación. Dio media vuelta, sin una palabra, dirigiéndose hacia la iglesia donde esperaba encontrar a Dalmau.

La iglesia de la Encomienda de Gardeny era de una severa austeridad, sin grandes adornos ni molduras, un rectángulo de una sola nave, con el ábside de cinco caras orientado hacia el este. Guillem entró en el silencio de aquellos muros donde la luz era escasa, y se fijó en los andamios de madera instalados en una de las naves laterales, la del muro sur. Se acercó, forzando la vista para curiosear, velas apagadas y cacharros desbordando pintura se acumulaban en el andamio. Percibió seis figuras pintadas en el muro, a un lado de una mandorla o «almendra mística», en el centro de la cual había bosquejado un hermoso pantocrátor; y seis figuras muy iguales, de expresión hermética, con un libro en su mano izquierda y con el otro brazo doblado sobre el pecho. Se acercó más, sobresaltado por una voz a sus espaldas.

—Son hermosas, ¿no os parece?

Frente a él, en la capilla del lado norte, dos figuras embozadas le contemplaban. Sus capas blancas se alargaban formando una capucha en donde sus rostros desaparecían. Guillem se giró pausadamente, sus nuevos superiores no perdían el tiempo. Avanzó hasta una silla colocada ante la capilla, delante de las siluetas blancas.

—Sí, son realmente hermosas —contestó, sentándose ante el gesto de invitación de uno de sus anfitriones.

—Sabemos que frey Dalmau ya ha hablado con vos, frey Guillem. Y si hemos de ser sinceros, esperábamos este momento hace ya mucho tiempo. Sin embargo, no encontramos inconveniente en que él nos representara durante estos años, sabemos lo mucho que os afectó la muerte de Bernard Guils, vuestro mentor. —Guillem ladeó la cabeza, escuchando aquel tono de voz que le era familiar, aunque no le era posible identificarlo.

—Bien, hemos de decir que vuestro trabajo siempre ha sido inmejorable, frey Guillem —continuó la voz—, aunque la forma sea un tanto más discutible. Pero no creemos en la perfección de los seres humanos, y mucho menos teniendo en cuenta quién fue vuestro maestro. Bernard Guils ayudó a crear nuestro pequeño grupo de espías, hermano Guillem, conformó su estructura y le dio un carácter especial. Y supongo que os sorprenderá saber que hasta su muerte, ocupaba el lugar en el que estoy en estos momentos, uno de los círculos internos que forman nuestro pequeño ejército.

La voz se detuvo, dando tiempo a Guillem a digerir aquella información. El estupor consiguió apoderarse del rostro del joven que los miraba como si fueran seres del inframundo desconocido, la sorpresa era auténtica.

—Pero, pero… —consiguió balbucear.

—Comprendemos vuestro asombro. Bernard Guils siempre os instruyó en una cierta desconfianza hacia nosotros, el misterioso y siempre lejano Círculo Interior. Pero debéis comprenderlo, Guils consideraba esencial mantener un espíritu crítico con la autoridad, no deseaba agentes serviles o aduladores del poder. Quería mentes despejadas, independientes, capaces de valorar el momento sin presiones, hombres inteligentes al servicio del Temple. Tenía una gran confianza en vos y ocupó una gran parte de su tiempo en vuestra educación. Os digo todo esto, frey Guillem, para que sepáis que tenéis toda nuestra confianza, hagáis lo que hagáis, y cómo lo hagáis.

Guillem seguía encerrado en su obstinado silencio, luchando con sus propios sentimientos. Sin embargo, estaba claro como el agua, había sido un estúpido al no verlo. Ni Bernard ni Dalmau le habían mentido jamás acerca de su profunda lealtad a la orden, y no era extraño que sus dos superiores hasta el momento se hubieran hartado hasta la extenuación de repetirle lo mismo, incluso que se hubieran reído de su obcecación. Y desde luego, no hubieran tenido reparos en abonar su rebeldía.

—Lo sé, creo que siempre lo he sabido, a pesar de esforzarme en no creerlo —contestó con un suspiro de alivio.

—Me alegro, hermano Guillem, eso hará más fácil nuestro trabajo. Y en estos momentos, hay algo que nos tiene realmente preocupados. ¿Habéis oído hablar de un texto al que llaman La llave de oro? —Ante el silencio del joven, la voz continuó—. No estamos seguros de la realidad o la leyenda de esta historia, o sea, que será mejor contemplarla con cierto escepticismo. Veréis, según parece La llave de oro es una versión del Apocalipsis de san Juan, en lengua de Oc, algo que desagrada profundamente a la Iglesia. Los textos en lengua vulgar están prohibidos, como sabéis. Dice la historia que este libro fue sacado de la fortaleza de Montsegur antes de su rendición, y que pertenece a la colección de textos sagrados de los cataros.

—De Montsegur se sacaron montañas de objetos y papeles, por lo que se comenta… —intervino Guillem—, y si ello fuera cierto, se hubieran necesitado dos ejércitos para tanto volumen de carga.

—Tenéis razón, sin duda, las leyendas no tienen dueño. Pero en este caso, las cosas se complican. La Inquisición parece creer a pies juntillas en esta historia. Aunque mejor que nombrar al Tribunal, creemos por nuestras informaciones que se trata de un solo hombre, Acard de Montcortés, quien confía en la veracidad y la existencia de dicho texto. Y en este punto, aumenta nuestra confusión.

—¿Acard de Montcortés? Creo haber oído algo de este personaje, y nada bueno, por cierto.

—Nada bueno, frey Guillem, habéis acertado. Este hombre está implicado en innumerables matanzas bajo el manto protector de la Inquisición, él mismo es un inquisidor. Sin embargo, sabemos por muchos testimonios que su ambición es mayor que su supuesta religiosidad. Tuvo que huir de Occitania porque sus múltiples orgías de sangre y fuego le reportaron enemigos muy importantes, e incluso sufrió varios intentos de asesinato. Se refugió en la Seu d'Urgell, a las órdenes del inquisidor general, Pere de Cadireta. Sabemos también que, antes de huir, había organizado una cuadrilla de unos diez hombres con la que saqueó y asesinó a mucha gente, y no siempre herejes. Logró acumular un botín considerable con el que calló muchas bocas. Hace un tiempo que aspira a convertirse en una figura imprescindible en el Tribunal, incluso creemos que sueña con el más alto lugar, cosa realmente inquietante. Alguien, no sabemos quién, ha sembrado en sus oídos la leyenda de La llave de oro, acompañada de una lista de cinco probables heréticos. Y no hay ni que decir que Acard ha mordido el anzuelo.

—¿Y estáis convencido de que esos textos son una leyenda? —preguntó Guillem.

—No estamos convencidos de nada, frey Guillem, sólo de la confusión reinante. Sea verdad o engaño, si este texto existe, no debe dejarse en manos de las piras inquisitoriales, ya sabéis lo mucho que amamos los objetos extraños. —Un profundo suspiro se extendió por la nave de la iglesia—. El último poseedor de La llave de oro es Adalbert de Gaussac, un faidit de la tierra de Oc, un hombre desposeído de todo cuanto tenía por sus creencias. Un caballero extraordinario, a decir verdad, que estuvo en todas las guerras contra el francés en defensa de su tierra. Un hombre al que Acard de Montcortés detesta con todas sus fuerzas, aunque no sabemos la razón. Lo ha perseguido con saña durante años, e incluso se atrevió a asesinar a toda su familia.

—¿He de buscar los textos, si es que existen? —La pregunta se perdió en la bóveda de cañón apuntado.

—Más que eso, frey Guillem, tenéis que aportar luz a tanta tiniebla. No os podemos negar nuestro interés en desenmascarar a Acard de Montcortés y mostrar su auténtico rostro, las matanzas y asesinatos deben acabar. En realidad, nunca debieron comenzar, aunque es tarde para ello. Pero os aconsejamos una cautela extrema, la Inquisición es un arma peligrosa y sería perjudicial que girara sus ojos hacia nosotros, es notorio que no gozamos de sus simpatías. Descubrid todo lo que podáis, conseguid los textos si éstos existen, y en cuanto a Acard… Ninguno de nosotros llorará su pérdida.

Guillem se levantó, parecía que la voz no tenía nada más que decir. Pero se equivocó, cuando retrocedía para encaminarse a la puerta, un breve comentario le detuvo.

—Espero no tener que decir que el hermano Dalmau va a necesitar de toda vuestra ayuda. Es también parte esencial de vuestra misión.

—¿Dalmau?… ¿Qué tiene que ver en todo esto? —inquirió Guillem con preocupación—. Me comunicó que emprendía viaje por unos asuntos familiares.

—Sí, y tiene nuestra autorización. Pero ya conocéis al hermano Dalmau, siempre parco y evasivo en sus informes. No miente cuando habla de asuntos familiares, pero desconocemos el alcance de esos asuntos, ¿comprendéis?

Guillem negó con la cabeza, no tenía ni idea de lo que le estaban hablando.

—Adalbert de Gaussac es el hermano de Dalmau, Guillem, su hermano gemelo.

—¡Esto es una locura, no encuentro otra palabra para definirlo! —Ermengol de Prades no podía disimular la inquietud—. ¿Dónde lo habéis encontrado?

—En el bosquecillo que hay detrás del huerto, fray Ermengol, lo encontraron unos campesinos y nos avisaron.

Ermengol no podía apartar la vista del cuerpo que yacía sobre la mesa. El color azulado invadía el rostro del notario Vidal, sus ojos inyectados en cien ríos de sangre se abrían, sin ver, en una expresión de terror infinito. La boca permanecía abierta y deformada, llena de tierra y hojas, en una mueca que parecía encerrar un grito callado. El dominico conocía aquella expresión, la había visto en innumerables ocasiones en los torturados.

—Este hombre ha sido ahogado, asfixiado hasta la muerte —siseó entre dientes.

—No exactamente, fray Ermengol. Fijaos, son sus manos las que se hallan agarrotadas alrededor del cuello. Y podéis ver que en la parte posterior no hay señales de otros dedos, de una soga, o de… —El médico movió el cuerpo de Vidal, sin abandonar su gesto de perplejidad.

—¡Qué estáis insinuando, por todos los cielos, qué significan esas palabras! ¿Estáis acaso sugiriendo que ese hombre se estranguló a sí mismo? —La voz de Ermengol se elevó hasta casi el chillido—. ¡Eso es imposible, jamás nadie hizo algo parecido!

—No digo nada, fray Ermengol, sólo apunto que es difícil arriesgar una teoría acerca de la causa de la muerte de este hombre. No hay rastros de violencia y…

—¡Qué no existe violencia…, pero habéis visto su cara!

—No me entendéis, fray Ermengol. —El médico, un hombre rollizo, intentaba encontrar las palabras adecuadas—. Os intento decir que no hay signos de que fuera colgado, ni que otras manos apretaran su cuello, signos que hubieran marcado su piel sin lugar a dudas. Si os he de ser sincero, señor, creo que este hombre murió de miedo.

—¡Miedo! ¡O sea, que me estáis diciendo que sufrió tal impresión de horror, que no tuvo más remedio que estrangularse a sí mismo! ¡Pero acaso pensáis que soy estúpido! ¿Qué insensateces farfulláis sólo para disimular vuestra falta de competencia? —La indignación poseía a Ermengol, incrédulo ante las palabras del médico—. No os esforcéis, me niego a creer tal barbaridad, y mucho menos en un hombre como el notario Vidal. Lo más probable es que alguien le sorprendiera mientras descansaba, quizás se quedó dormido, un ladrón, un malhechor…, alguien le amordazó o le puso algo sobre la cara hasta ahogarlo.

—Sí, claro, no os niego la posibilidad, pero no hay señales de forcejeo, ¿comprendéis, fray Ermengol? Si hubiera ocurrido tal como vos decís, el notario se hubiera defendido con uñas y dientes, no se hubiera quedado tan tranquilo ante el ataque. Sin embargo, lo encontraron al pie del árbol, sentado, sin ninguna huella a su alrededor que indique la presencia de alguien, y con sus propias manos en su cuello. Ni siquiera yo he podido apartarlas, señor, están totalmente agarrotadas. No sé qué hacer, podría probar a cortar las muñecas, pero los dedos…, bien, resultará difícil devolverle la apariencia que tuvo en vida.

Ermengol lo apartó con un movimiento brusco, sin molestarse en contestar. No podía apartar la vista del cuerpo que tenía delante, del tono morado de los dedos firmemente incrustados en su cuello, de aquella mirada enloquecida. Intentó cerrarle los párpados con un gesto de repugnancia, retrocediendo alarmado ante la insistencia de aquellos ojos que volvieron a abrirse, clavando su mirada opaca en el dominico.

—Lo mejor será enterrarlo con rapidez —dijo apretando los labios—. Tal como manifestáis, es inútil arreglar tal descompostura. Y lo más conveniente será facilitarle el descanso eterno, discretamente, desde luego. Os prohíbo hablar con nadie de este percance, ¿me habéis entendido?

—Sí, naturalmente. Pero habrá que avisar a la familia.

—Nosotros éramos su única familia desde el desgraciado asesinato de su padre, ¡Dios lo tenga en su gloria! —Tras la conmoción inicial, Ermengol volvía a ser un hombre pragmático—. Nunca dejaremos de lamentar su muerte, ¡qué hombre tan extraordinario! Gazol siempre estaba dispuesto a encontrar las soluciones menos desagradables. Y qué decepción tuvo con su único hijo, Vidal careció de la firmeza y la fe de su padre. ¿Qué le vamos a hacer? El infeliz hizo lo que pudo y hay que reconocer que no fue gran cosa. En fin, fray Acard siempre lo consideró un cobarde pusilánime, y ya sabéis que nada se le escapa, no hay vicio o virtud que se oculten a su sagacidad. Pero cumplimos con nuestro deber, acogimos al hijo de Gazol en nuestro seno, tal como éste quería. Ya no podemos hacer más que rezar por su alma y enterrarle. En cuanto a vos, os agradezco la ayuda y espero que vuestro silencio sea absoluto.

Era una despedida en toda regla, pero el médico parecía reticente a abandonar la estancia. Cubrió el cuerpo de Vidal con la vieja manta en la que lo habían transportado y se secó la comisura de los labios con una manga, vacilando.

—Perdonad, fray Ermengol…, pero ¿no creéis que esta muerte tenga algo que ver con el trágico fin del canónigo Verat? También fue algo muy extraño. Morir ahogado en una habitación en donde, por no haber, no había ni una jarra de agua… Ya os lo conté, Verat todavía vomitaba agua, empapado y chorreando, con la misma expresión de terror que el notario Vidal. Son hechos que no se pueden explicar, nunca había visto nada parecido, el corazón de estos hombres reventó de puro pánico, y sólo he visto esa expresión en…, en… —El médico se quedó con la boca abierta, sin acabar la frase.

Ermengol de Prades le entendía perfectamente, hubiera podido acabar la frase por él: «en las sesiones de tortura», pero no lo hizo, miraba al médico con enojo, era un comentario burdo y de mal gusto. Su tono fue helado al responder.

—Me escandalizan vuestras comparaciones. No creo que al canónigo Verat, ni tampoco al notario Vidal, les agradasen vuestros comentarios, no hay nada que pueda relacionarlos con la peste herética que perseguían. Esa insinuación ensucia su memoria y no nos lleva a ninguna parte, deberíais saberlo, vos veis misterios en donde sólo hay la voluntad de Dios. ¿Queréis descifrar esa divina voluntad? Porque os aviso de que la función de la ciencia no es ésa, no podéis explicar lo que corresponde a la Revelación. Nuestro amado Señor ha llamado a nuestros buenos amigos a su lado, sólo nos resta llorar su pérdida. Ése es el consuelo de seres insignificantes como nosotros, ¿comprendéis? Ahora os suplico que os retiréis, vuestro trabajo ha terminado.

El médico se retiró sin atreverse a replicar, ya no era asunto suyo. Fray Ermengol se quedó a solas con el cadáver del notario, controlando la irritación que el médico había provocado con sus estúpidos comentarios. ¿Cómo se atrevía a decir tales barbaridades? Ante un exceso de preguntas lo mejor era la ausencia de respuestas, lo sabía por experiencia. Pero lo que conseguía indignarle más era que las dudas de aquel matasanos tenían su razón de ser, ¿qué estaba pasando?… Había precisado de toda su escasa imaginación para explicar la muerte del canónigo, cargando las culpas a aquella desgraciada mujerzuela que se pudría en el calabozo. Y era evidente que ella no era la culpable, ni siquiera tenía nada que ver con las denuncias de Verat, rabioso por los desaires y el rechazo de la mujer. Pero era necesario dar una explicación plausible a los espantosos sucesos, atajar de golpe los rumores que ya corrían por la ciudad. Sin embargo, ¿qué haría con la muerte de Vidal, cómo explicar un hecho tan absurdo? Era absolutamente imposible que se hubiera suicidado, un cobarde como él nunca lo haría. Ermengol acababa de mantener una conversación con él, sin apreciar alteración o trastorno, no había ningún signo visible que permitiera adivinar su final.

Se pasó la mano por los escasos cabellos grises de su coronilla, un gesto que inconscientemente repetía cuando se hallaba turbado. Podía asegurar sobre la mismísima Biblia que algo extraño estaba ocurriendo, una sensación intensa que no le abandonaba desde que empezaran con aquel maldito asunto. La realidad no hacía más que confirmar sus peores sospechas, pero ¿de qué se trataba exactamente? Un negro presentimiento se adueñó de todo su ser, provocándole una intensa sensación de náusea. Y no era únicamente a causa de aquellas inexplicables muertes, ni de la súbita desaparición de uno de sus hombres en la Vall d'Aran. Ni siquiera por el accidente que había acabado con la vida de Martí de Biosca y del que se había enterado hacía pocas horas… ¡Aquel maldito rufián! Era un delator, un mercenario de la antigua cuadrilla de Acard, que se había convertido en un peligro para todos. Su afición al dinero fácil y a las hembras lo convertían en un compañero poco de fiar y hacía ya tiempo que habían prescindido de sus servicios. Un escalofrío le hizo temblar, le habían dicho que el tal Biosca llevaba un tiempo haciéndose pasar por fraile franciscano y que andaba huyendo tras ser pillado de facto en pleno pecado de lujuria… ¡Dios bendito! Sería un verdadero desastre que alguien pudiera relacionarlo de alguna manera con ellos, con Acard y con él. No podía por menos que reconocer que el accidente había sido un milagro providencial, alejaba el temor de la sospecha y la murmuración. Un tiempo que era mejor olvidar y, sobre todo, borrar de la historia. Si aquellas habladurías llegaran a oídos del inquisidor general…

Era urgente encontrar a Acard, ponerle al día de los hechos y estudiar la situación con extrema cautela. Taciturno y abstraído, Ermengol se perdía entre dudas y recelos, intentando desentrañar el significado de aquellas muertes. El médico tenía razón a pesar de todo, él lo había visto con sus propios ojos: el canónigo empapado de sangre y agua, como si acabara de salir de un océano furioso, y… ¡cómo puede un hombre estrangularse a sí mismo! Ermengol apartó la vista del bulto que reposaba sobre la mesa, era necesario enterrarlo rápidamente, antes que las lenguas viperinas de la ciudad lanzaran su veneno, no podía olvidar que sus enemigos eran muchos. Todo había empezado con la aparición de Bertrán de Térmens, de su sorprendente oferta que, como un caudaloso río, los arrastraba en una dirección desconocida y peligrosa. Había sido inútil pedir prudencia a Acard, nunca fue un hombre prudente, sólo era capaz de contemplar las expectativas que se abrían ante sus ojos, pero… ¿a qué precio? Acard no quería ver, no aceptaba que incluso dentro de su orden, del mismo Tribunal, muchos ojos recelaban de ellos, sabían demasiadas cosas. Él no tenía paciencia, había esperado mucho, ambos lo habían hecho desde los lejanos tiempos de su juventud en el sur de Francia, siempre juntos. Acard, la inspiración arrebatada del mensaje divino, y él su sostén, el pilar donde anclaba su fuerza. Y ahora, todo su proyecto estaba en peligro, su camino hacia la gloria estaba amenazado por fuerzas oscuras y desconocidas. Verat, Vidal, Martí de Biosca, los antiguos compinches que… ¡Por todos los santos! ¿Era eso? ¿Se trataba de algo que atañía a la vieja cuadrilla de Acard? Ermengol de Prades, lívido, buscó el apoyo de la silla en tanto la pequeña habitación empezaba a girar, su mente se había quedado atrapada en un rincón oscuro de su memoria.