Capítulo V

Seu d'Urgell

«No fui educado para descubrir la verdad, sino para ocultar la mentira tras el velo de las leyes. No puedo emitir ningún juicio que ayude a desentrañar la naturaleza del engaño, me enseñaron que ésa es función de los poderosos y a ella me someto. Jamás discuto, ni tan sólo me planteo la posibilidad de hacerlo… Pero, en ocasiones, no es la mentira en sí lo que turba mi espíritu, sino la cruel violencia que de ella nace, como una semilla perversa de la que brotaran miles de tallos capaces de arrasar con toda la tierra. Sin embargo, callo, y es en mi silencio donde crece este engaño».

VIDAL, notario

En 1232, el papa Gregorio IX escribió una urgente carta al arzobispo de Tarragona. En ella expresaba su honda preocupación ante el hecho de que la herejía catara estuviera infestando las tierras catalanas, y ordenaba que se pusiera en manos de la Orden de los Predicadores el trabajo de su represión. Al mismo tiempo, esa misma orden partía hacia el Languedoc, donde el terror de la Cruzada francesa sería sustituido por el tribunal de la Inquisición. Al año siguiente, 1233, el rey Jaime I confirmaba un estatuto redactado por Ramón de Penyafort y dirigido a combatir a los herejes, en el que instituía el establecimiento del Tribunal, confiando su organización al obispo de Barcelona y a la Orden de los Predicadores, también llamados Dominicos. A estos documentos se les denominó las «Constituciones de Tarragona» y de ellos arranca la legitimidad del Tribunal.

Años más tarde, en 1242, en el Concilio de Tarragona convocado por Pere d'Albalat, arzobispo de la ciudad, y por consejo de Ramón de Penyafort, se aprobaron un conjunto de disposiciones que se consideran el primer manual de la Inquisición en tierras catalanas, extendiéndose su autoridad a Aragón y a la Valencia ocupada. En 1249, con la bula papal «ínter Alia», se dejó de lado la autoridad de los obispos en el Tribunal, y una nueva bula dirigida al prior de los Predicadores en la Península nombró a su orden como especial y única responsable de la Inquisición en el reino de Aragón y Catalunya y en el arzobispado de Narbona. La actividad del Tribunal quedaba centrada en la persecución y represión de la herejía de los cataros.

Tras la sangrienta guerra desatada en el Languedoc, con la excusa de la Cruzada contra los herejes, el exilio de muchos de ellos hacia Catalunya fue incesante. Una riada humana perseguida corría hacia tierras catalanas, o en dirección a las ciudades independientes de la Lombardía, en busca de refugio seguro y huyendo del encarnizamiento del Tribunal. La figura del inquisidor se convertía, al mismo tiempo, en policía, fiscal y juez, con poderes absolutos. La persecución fue sistemática, se atemorizó a poblaciones enteras fomentando la delación entre los vecinos, se interrogó y se torturó, y no hubo límite ni frontera que delimitara sus actuaciones.

En Catalunya, la reacción de la población ante la llegada de los herejes huidos no significó un especial conflicto. La nobleza, siempre anticlerical y recelosa del poder temporal de la Iglesia, se mostraba de acuerdo con la doctrina catara que propugnaba la supresión del poder material de Roma. Los burgueses, al igual que sus hermanos de clase occitanos, contemplaban con simpatía la interpretación evangélica de su doctrina acerca del comercio. A diferencia de la Iglesia romana, los cataros no condenaban las actividades mercantiles y financieras, sino que las favorecían, ya que en su mundo dualista representaban a las fuerzas del Bien, siempre en lucha con el principio del Mal que emanaba del feudalismo con sus derechos y privilegios.

En cuanto al pueblo llano, admiraba y respetaba la prédica de aquellos «descalzos» que clamaban por el retorno de los valores cristianos primitivos, por la posibilidad del consuelo y la salvación de los pobres, utilizando un lenguaje claro y sencillo que entendían perfectamente.

Los intereses de la Corona catalana eran contradictorios. Los lazos familiares y consanguíneos que unían al rey Jaime con las casas reinantes occitanas eran poderosos, y muchos nobles y caballeros desposeídos por la Cruzada francesa encontraron refugio seguro en la corte catalana. Jaime I, concentrado en la reconquista, necesitaba toda la ayuda posible para avanzar sus fronteras del sur y muchos de aquellos nobles luchaban en su ejército. Acaso por esta razón, muchas condenas del Tribunal no se aplicaron hasta tiempo después, cuando los reos de herejía ya estaban muertos y su condena era puramente simbólica.

En la Seu d'Urgell, Ermengol de Prades paseaba nerviosamente recorriendo la amplia estancia. Esperaba noticias y aquella demora intranquilizaba su ánimo, no sabía nada de su superior, Acard de Montcortés. Había sido una imprudencia permitir que marchara solo, él debía haber estado junto a él, era su función, su acompañante. El socio, o acompañante, era una figura que siempre acompañaba a los inquisidores, un soporte moral y espiritual para aquellos que se veían obligados a una vida itinerante, sin el consuelo y el refugio de su comunidad religiosa.

—¿Qué está pasando? ¡Llevo horas sin vuestras noticias! —Ermengol se giró con rapidez al oír los pasos de su visitante.

—Hemos tenido problemas en nuestras vías de comunicación, fray Ermengol, pero se está solucionando. Uno de nuestros hombres en la Vall d'Aran ha desaparecido y… —El hombre, elegantemente vestido, tartamudeaba.

—¿Han dado con Gaussac? —interrumpió el dominico.

—No, señor, ha vuelto a escurrirse. Lo tenían acorralado en Artiés, pero desapareció como un espectro sin dejar rastro. Es una lástima, esta vez nos ha llevado meses dar con su madriguera… También han perdido a la joven que le acompañaba, aunque no hemos averiguado quién es exactamente. —Vidal quedó a la expectativa, esperando una lluvia de imprecaciones.

—Y de fray Acard, ¿qué se sabe? —preguntó bruscamente Ermengol.

—Bien, le estamos pisando los talones, no creo que tardemos en encontrarlo, señor.

Vidal era notario de la Inquisición, hijo del notario anterior que, al morir, había procurado asegurar la carrera y posición de su vástago. Su trabajo consistía en levantar las actas del todo el proceso, pero, al igual que su padre, Vidal hacía mucho más de lo que su cargo exigía.

—Es urgente encontrar a fray Acard, Vidal, me temo que Bertrán de Térmens nos ha engañado.

—¡Pero eso es imposible, fray Ermengol, nadie en su sano juicio se atrevería a engañar al Tribunal!… ¿Queréis decir que su información es falsa? —El notario no podía disimular la sorpresa.

—No lo sé, posiblemente no sea errónea en su totalidad, Vidal, pero hay algo que ese hombre se guarda en la manga, algo que no conocemos. —Ermengol estaba ensimismado.

—No lo acabo de comprender, ¿qué lograría con engañarnos? Conseguirá unos beneficios más que considerables, fray Ermengol, no olvidéis que es un mercenario, un simple delator. Es un intercambio al que estamos acostumbrados, y su información es realmente valiosa. Esa lista de herejes que llevamos tanto tiempo buscando… ¿Intentáis decirme que todo puede ser una trampa?

—No, no, mi querido Vidal, no lo creo. Bertrán de Térmens no tiene la inteligencia necesaria, pero es astuto y ambicioso, muy ambicioso. El problema es que no acabo de comprender cuáles son sus auténticas intenciones, y eso es algo que no me gusta.

—¿Creéis que ha mentido en relación con el Evangelio, fray Ermengol?

—No… En realidad, es el único punto en el que estoy convencido de que ha dicho la verdad. Ni siquiera le prestó especial atención, estaba persuadido de la importancia del grupo al que delataba, de las personas que lo componían y no parecía interesado en lo que transportaban. Casi fue una casualidad que lo comentara. —Ermengol levantó la vista, en un intento de escapar a su ensimismamiento.

—¿Y estáis seguro de que es el Evangelio auténtico? —Vidal se permitió una mueca de escepticismo—. Después de veintiocho años perdido, sin que nadie haya podido dar con él… Incluso existe la posibilidad de que tal escrito sea una simple leyenda, fray Ermengol.

—No, no, Vidal, tiene todas las posibilidades de ser el que andamos buscando. —Ermengol reemprendió su agitado paseo, observado por el notario que intentaba seguirle con pasos cortos y apresurados—. ¡Tiene que existir! Sabemos que la noche antes de que la fortaleza de Montsegur se rindiera, unos hombres descendieron por la pared vertical de la montaña, llevando los textos sacrílegos de su comunidad, ¡lo sabemos con exactitud! Y también que atravesaron la frontera para esconderlos.

—Pero fray Ermengol, después de tantos años puede haberse perdido o destruido, no puede decirse que esa gente haya tenido una vida fácil y… —Vidal se paró en seco al contemplar el efecto de sus palabras.

—¡Vida fácil, Vidal! ¿Qué estáis insinuando? Acaso olvidáis que hablamos de herejes recalcitrantes, de hombres que expanden el más espantoso horror como si fuera lepra. —La cara del dominico se transmutó, una expresión de ira contenida deformaba su boca y el esfuerzo por controlar su reacción no mejoraba su aspecto. Hizo una larga pausa, apartando la vista del notario—. Interceptamos una carta, Vidal, una carta del señor de Gaussac, y en ella hablaba de ese Evangelio herético y aseguraba tenerlo en su poder. La llave de oro, así lo denomina.

—Gaussac está en el primer lugar de la lista de Térmens, fray Ermengol.

—Exacto, Vidal, exacto. ¿No atáis cabos?… La información de Bertrán de Térmens nos habla de una reunión urgente de cinco herejes, nos dice que por en medio hay unos escritos que corren peligro y que Gaussac está en el centro de la convocatoria. —Ermengol pareció satisfecho ante su exposición, mirando al notario fijamente.

—¿Queréis decir que Gaussac quiere deshacerse de esos escritos? —Vidal retrocedió unos pasos ante la proximidad del dominico, incómodo ante su inquisitiva mirada.

—Eso creo, sí. Gaussac está acosado, el maldito hereje está acorralado, llevamos años tras sus pasos, ¿os lo podéis imaginar?

No está en condiciones de proteger esos textos que para él son sagrados. ¿Qué es lo que cualquier persona haría en esa situación, Vidal? Llamar a sus correligionarios a toda prisa y entregar el Evangelio a unas manos más seguras que le encuentren refugio. —La torcida boca de Ermengol volvió a su lugar con un esfuerzo visible, un velo opaco descendió sobre sus encendidos ojos ocultando los signos de la ira—. ¿Comprendéis ahora la importancia de nuestra misión?

—Desde luego, fray Ermengol, excusad mi ignorancia. —Vidal buscaba las palabras adecuadas, disimulando el temor que le causaba la reacción de su interlocutor.

—Os ruego que me disculpéis a mí, Vidal. —La voz del dominico recuperaba el tono meloso, pausado—. Vos no tenéis culpa alguna. Conocéis mi dedicación al Santo Tribunal, el horror que siento hacia aquellos que pretenden derribar los pilares de mi amada Iglesia. Es para mí un auténtico tormento oír cualquier tipo de excusa que se apiade de esos esbirros del diablo… Y es por ello por lo que, a buen seguro, he malentendido vuestras palabras, por un exceso de celo. Es evidente que, en ningún momento, habéis sentido el menor rastro de piedad por esa ralea del Infierno, mi querido amigo. Vuestra familia ha servido con lealtad a nuestra causa, no hay motivo de desconfianza, ¿no creéis?

El rostro del notario era una escultura de piedra tallada, ni siquiera parpadeaba. Aguantó la mirada de Ermengol, en tanto la amenaza se filtraba lentamente a través de sus venas y llegaba al cerebro.

—Os ruego que no os disculpéis, fray Ermengol. —Logró balbucear en tono bajo—. Si existe alguna confusión, no tengo duda de que es producto de mi deficiente expresión, mis palabras no han sido las adecuadas.

El dominico dio una palmada en su espalda con un breve gesto de despedida, daba por terminada la conversación. Y cuando el notario se acercaba a la puerta, oyó su voz pausada que recalcaba cada sílaba.

—Espero resultados, Vidal, no quiero insistir más en la importancia de este asunto. Id con Dios y que Él os acompañe.

Una melodía llegaba a sus oídos, una corriente de notas bellamente organizadas que subían, elevándose, voces masculinas que lanzaban una plegaria a los cielos. Guillem de Montclar no tenía interés en despertar. Soñaba que andaba por el desierto llevando de la brida a su fiel yegua, Batee, un pura sangre árabe de un gris muy claro, casi blanco. Un ligero viento seco azotaba su rostro mientras contemplaba la puesta de sol, inmóvil, en lo alto de una duna. El cielo estallaba ante sus ojos en mil colores que brillaban como una tea encendida, y él pensaba que jamás sería capaz de narrar aquella tonalidad exacta de rojos ardiendo a Ebre, de los naranjas que se extendían en rayas perfectas rompiendo el carmesí. Hacia el oeste, el sol mostraba su media esfera envuelta en llamas, lanzando rayos incandescentes hacia lo alto, reacio a abandonar su lugar de privilegio… «.Non nobis, Domine, Domine.». Las voces le llegaban desde algún lugar lejano, familiares y a la vez extrañas, aunque Guillem se sentía molesto ante la interrupción, decepcionado ante la vista cada vez más borrosa del desierto que se extendía ante él. La imagen se desvanecía lentamente, envuelta en un torbellino de colores fuertes que le cegaban. Lanzó un gruñido nasal, consciente de la relajación de todo su cuerpo que ni siquiera notaba hasta que intentó moverse. Un agudo calambrazo atravesó su pierna izquierda, viajó por la columna y se instaló en su mente con un chillido. Abrió con esfuerzo uno de sus ojos, el párpado se negaba a ascender, como si una piedra se hallara situada entre sus pliegues. Una maldición se escapó de su garganta, al comprobar que su otro ojo se negaba a abrirse.

Estaba en una habitación pequeña, iluminada por un estrecho ventanuco, abrigado por un pellejo animal que, de buen principio, le provocó un sobresalto. Entre las rendijas de sus ojos medio abiertos, la cabeza deforme de una especie de carnero le miraba fijamente. Saltó de la cama, apartándose, hasta que cayó en la cuenta de que el pellejo que lo cubría no era el peligroso animal que se imaginaba devorando su estómago y dispuesto a embestirle. Medio dormido, soltó una risa incoherente, su mente luchaba por despertar, atrapada todavía en los abismos del sueño. Oyó terminar los cantos, una nota que se mantenía hasta desaparecer, y se dio cuenta de que sus hermanos finalizaban uno de sus rezos. Estaba en la Encomienda de Gardeny, recordó, y no tenía nada que ver con su sueño de Tierra Santa. Se levantó y derramó toda la jofaina de agua sobre su cabeza, contemplando la lluvia de gotas dispersas en todas direcciones, paralizado por la impresión del agua helada. Se fijó que alguien había dejado ropa limpia sobre la única silla de la habitación, un hábito de su orden doblado con pulcritud, la capa blanca arrastrando un palmo sobre el suelo. Se vistió pausadamente, sin recordar el orden de las piezas, su trabajo le apartaba de aquel hábito que casi nunca usaba.

Unos golpes en la puerta interrumpieron el momento en que empezaba a cuestionarse su vida entera, y la aparición del rostro de Dalmau cortó en seco aquel instante de abatimiento.

—¡Estás magnífico, no recuerdo el último día en que te vi vestido como Dios manda! —Dalmau tenía mala cara, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche—. Ven, he hecho que te suban un buen almuerzo, lo necesitas.

Guillem lo siguió a la habitación contigua, sin contestar. Era una estancia tan pequeña como en la que había dormido, con una mesa y dos amplios sillones de buena madera y cuero. Sobre la mesa, un plato humeante que le confirmó que el buen hermano Robert, el cocinero, seguía en Gardeny. El aroma del guisado penetró con fuerza en sus fosas nasales, reactivando las funciones de su estómago que despertó de inmediato.

—¿Y Ebre? —preguntó con la boca llena.

—Durmiendo, el chico estaba al límite de sus fuerzas. No tengo la menor idea de cómo aguantó para zamparse tres platos como el tuyo, cosa que puedo asegurarte que hizo, para después caer como un fardo al lado de la chimenea. El hermano Robert lo instaló en un catre que tiene en la despensa, lo cogió en brazos y lo trasladó allí sin que el chico se despertara, y allí sigue…, o eso creo.

Guillem partió un trozo de pan tierno, empapándolo en la espesa salsa de tono oscuro y cerrando los ojos, paladeando la carne que se deshacía en su boca. No eran manjares que uno pudiera comer cada día.

—Y bien, Dalmau, ¿qué demonios ocurre? ¿Ha estallado otra rebelión para tanta prisa?

—Diría que algo se está cociendo en este caldero, la situación no es buena, pero lo cierto es que no lo sé, muchacho. El príncipe Pere está realmente enfadado con su padre y retorciéndose de ganas de darle un buen hachazo a su hermanastro, Ferran Sanxis… —Dalmau parecía distante.

—No me extraña, ese medio hermano que tiene anda en tratos con el de Anjou y, en mi breve libro de palabras exactas, a eso lo llamaría traición. No me digas que el trabajo tiene que ver con la política… —A Guillem empezó a indigestársele el asado.

—Ya sé de tu buena relación con el príncipe Pere, Guillem, pero ese muchacho es demasiado impulsivo, no debería haber atentado contra la vida de su hermano, eso es algo demasiado grave.

—Hermanastro, Dalmau —precisó Guillem—. Y nunca ha sido agua clara. Además, el príncipe Pere no ha sido el primero en empezar, he oído murmuraciones acerca de que Ferran Sanxis intentó envenenarlo. No entiendo la inclinación que el rey tiene por él, debería arreglar este asunto con más justicia. ¿Mi trabajo tiene relación con todo esto?… ¡Por los clavos de Cristo, Dalmau, prefiero sacar al de Foix de la mazmorra!

—Yo también, muchacho, pero la verdad es que no tengo ni idea de la razón por la que te han llamado. Me he retirado, Guillem, en estos momentos sólo estoy centrado en arreglar unos pequeños asuntos familiares.

—¡Qué! ¿Ya no eres mi superior? —El rostro de Guillem sufrió una conmoción—. ¿Te has retirado, así, sin más…, o te han retirado?

—Sabía que te lo ibas a tomar mal, muchacho, y sabes perfectamente que mi función estos años ha sido de simple intermediario. Tus superiores siempre han sido los mismos, desde el primer día que Bernard Guils te acogió bajo su tutela, te guste o no. —Dalmau hizo una pausa para tomar aire—. Estoy enfermo y me queda poco tiempo, no quiero discutir contigo.

Guillem le miró entristecido, aunque no deseaba aceptarlo era evidente que Dalmau no estaba bien, nada bien. Un sentimiento de ternura inundó su interior ante la visión de su viejo amigo. Se contempló a sí mismo, con dieciocho años, esperando inútilmente en un molino de Sant Pere de les Puelles, en la ciudad de Barcelona, corriendo a la zona del puerto con desesperación en busca de su maestro, Guils. Vio a Dalmau en su puesto, tras la mesa del alfóndigo del puerto, recorriendo con la mirada cualquier detalle, aquella mirada a la que no escapaba nada, sus ojos grises que transmitían serenidad, la elegancia de aquel cuerpo alto y delgado. Su ayuda inestimable en aquellos momentos en que se sentía perdido y desorientado[2].

—O sea que me mandas arriba, directo al Círculo Interior… —murmuró en voz baja.

—¡Esto es increíble, Guillem! Mira la cara de cordero muerto que pones, como si se te mandara a un ritual de sacrificio y degüello. ¿Acaso no has aprendido nada de lo que he intentado enseñarte? Estuve siempre de acuerdo en representar el papel de intermediario entre tú y ellos, te defendí con uñas y dientes porque sabía que necesitabas tiempo para superar la muerte de Bernard Guils, y no te di un varapalo cuando te largaste a Palestina sin encomendarte a Dios ni al diablo, y sin avisar… Y tuve que ir personalmente para sacarte de allí y recordarte, ¡sí, recordarte!, cuál era tu verdadera función en esta comedia. ¡Por todos los santos, muchacho! ¿Qué demonios te ocurre? Andas enfadado todo el tiempo ante cualquier signo de autoridad, haces lo que quieres cuando quieres, arreglas los asuntos a tu manera y, ¡Dios nos libre de decir ni mu!… Pero ¿sabes una cosa, sabes por qué maldita razón aguantan tus constantes rebeliones? ¡Porque eres bueno, muchacho, tan bueno como Bernard! Y eso enmudece muchas bocas. —Dalmau estaba irritado, respiraba con dificultad, aporreando la mesa.

—Bueno, Dalmau, no te enfades, te va a dar algo y…

—¡Pues que me dé de una maldita vez! —Atajó Dalmau a gritos—. ¡O es que enfadarse es un privilegio que sólo te corresponde a ti! Ya es hora de que reacciones, Guillem, de que aceptes que trabajas para los mismos de siempre, para la orden, ¿me escuchas? No trabajabas para Bernard, no lo hacías para mí, ¡por todos los santos! Trabajas para la Orden y siempre ha sido así. Y ya estoy harto de tus comentarios impertinentes acerca de tus auténticos superiores.

Guillem estaba asombrado, nunca había visto a Dalmau tan enfadado y lanzando imprecaciones; siempre había sido un hombre cauto con las palabras, discreto. Quiso intervenir, pero su amigo, después de coger una nueva bocanada de aire, continuó sin detenerse.

—Siempre quejándote, siempre desconfiando y negándote a crecer. Todavía recuerdo la mirada asesina que me lanzaste cuando te encargué la educación de Ebre, que llana y simplemente era parte de tu trabajo. ¿O es que crees que me tragué la inverosímil historia que me contaste cuando cerramos el caso del maestro Serpentarius?…[3] No, no soy idiota, Guillem, pero confié en ti, confié en tu decisión y en tu buen hacer. ¿Y qué me dices de los manuscritos de Guils? Otra historia fantástica que me tragué sin discutirla y que más tarde defendí sin saber ni cómo hacerlo. Y no sólo yo, desde luego, un simple peón en el tablero, no…, ellos no tuvieron más remedio que aceptarlo. ¿Y alguien vino a regañarte, alguien te amenazó con expulsarte de la orden? ¡No, no y no! Aceptamos tu decisión, fuera la que fuera, porque creímos en ti, porque confiamos en que tu interés era el nuestro, el de la Orden. ¿Me entiendes?

Dalmau se detuvo, exhausto, le costaba respirar y su rostro había empezado a tomar un tono morado. Guillem le acercó la copa y la llenó de vino, ofreciéndosela, esperando que el anciano se calmase. Era incapaz de balbucear una sola palabra, porque Dalmau tenía razón, toda la razón.

—Perdóname, Dalmau, nunca desconfié de ti. ¡Por amor de Dios, siempre has sido un madero en pleno naufragio! Y tienes razón, me he comportado como un imbécil.

Los penetrantes ojos grises se clavaron en él, acompasando su respiración e inspirando con lentitud.

—Pues ya va dejando de ser hora de comportarse como un imbécil —respondió con voz bronca, todavía con la irritación en su tono.

—Eso es algo que no puedo discutir, Dalmau. Sin embargo, a pesar de lo que creas, siempre he sabido que mi prioridad es el interés del Temple. He decidido con libertad, tienes razón, pero cuando lo he hecho ha sido pensando en la orden. Así me lo enseñó Bernard, así me lo enseñaste tú mismo y nunca he dudado de ello. Lo que no puedo negarte es que, a pesar de saberlo, la carga de la responsabilidad me ha aplastado en demasiadas ocasiones, y no se me ocurre otra manera de aliviarme que lanzar esta carga contra ti o contra la Orden, y de ahí ese malhumor insoportable del que hablas.

—He tardado siete años en esperar esta respuesta. —La cara de Dalmau retornaba a su color rosado, pálido—. Y me alegro de seguir con vida para oírla, cosa de la que no estaba muy seguro.

—Te echaré de menos, nadie conseguirá exasperarme tanto, siempre con evasivas y medias verdades. —Guillem sonrió—. Tampoco tú resultabas fácil, Dalmau, siempre dando los datos con la velocidad de una tortuga.

—No te despidas tan rápidamente, muchacho. Ya te he dicho que tengo unos pequeños problemas familiares que resolver y la orden me ha dado autorización para hacerlo. Creo, aunque no estoy seguro, que vamos a ir en la misma dirección. Y eso me alegra, todavía tengo bastantes cosas de las que quejarme.

—¡Qué el Altísimo me proteja! De todas formas, escucharé y me aguantaré, seguro que tendrás razón. Pero ¿cómo van a funcionar las cosas ahora? ¿Quién dará las órdenes? ¿Cómo me voy a poner en contacto con el Círculo Interior?…

—Por fin podré deshacerme de tu estilo de lluvia torrencial de preguntas, con respuestas difíciles. —Una amplia sonrisa se extendió sobre los rasgos cansados de Dalmau—. Te encontrarán, para eso estás aquí. ¡Ah, por cierto! El Bretón está en Gardeny, lo llamé para que me acompañara en ese viaje del que te he hablado.

Dalmau se levantó con expresión risueña, había conseguido asombrar a Guillem que le miraba perplejo. Era algo que siempre le había gustado, mantener la capacidad de sorprender a aquellos que parecían saberlo todo, y lo había conseguido de nuevo. Miró con calidez al joven, con orgullo, en cierta manera había contribuido a que fuera el mejor en su trabajo. Sí, el viejo Bernard y él habían conseguido realizar una espléndida labor, una mezcla de disciplina con cabeza propia, la fuerza de la rebeldía tratada con guantes de seda y encauzada. Dalmau se sentía satisfecho.

Se apoyó en el muro con la boca abierta, una presión violenta aplastaba sus pulmones. El notario Vidal intentaba pensar, capturar un simple pensamiento que no hubiera huido presa del miedo. Si en algún momento de su existencia hubiera podido elegir libremente, él no se encontraría allí ni tendría que soportar aquella situación. Sin embargo, eso no había ocurrido nunca. Su padre había elegido por él y le había forzado a emprender aquel camino sin retorno, recortándole cualquier escapatoria posible. Y él había sido un cobarde incapaz de pensar por sí mismo, arrastrado por una corriente más poderosa. Su padre… ¡Dios lo tuviera en el peor de todos los infiernos! Estaba harto de oír las voces silenciosas, los susurros que le acompañaban allá donde fuera: «Es el hijo del maldito Gazol», murmuraban con el odio impregnando cada sílaba, un lodazal de aversión que se negaba a olvidar los crímenes de su padre. Un escalofrío recorrió la espalda del notario, estaba temblando, con el cuerpo recubierto de un sudor pegajoso. ¿Cómo había llegado a aquel punto? Sólo sentía deseos de desaparecer, de convertirse en un hálito invisible a todos.

Consiguió arrancar la espalda del muro, andando, ciego a la dirección que emprendía, acelerando la marcha hasta correr huyendo de la ciudad de La Seu, como si fuera posible huir del horror que poblaba sus pesadillas. Sabía lo suficiente de su padre, de Acard y de Ermengol, para entender los susurros que le seguían. No mentían, e incluso podía jurar que eran generosos en exceso. Él era testimonio de sus crímenes, un testimonio privilegiado y a salvo. Un sentimiento de espanto paralizó todos sus miembros, deteniéndose en seco hasta caer desplomado junto a un roble centenario. Se arrastró, apoyando la cabeza en la corteza húmeda del tronco, con el rostro arrasado en lágrimas. Oía el sonido del agua a lo lejos, la corriente del barranco saltando de piedra en piedra, deslizándose sinuosa a través de sus resquicios. Estaba en un pequeño bosque, y desde allí, entre la maleza, podía observar los perfiles de las casas de La Seu, sus orgullosas torres y campanarios. Vidal cerró los ojos, su mano buscó en la bolsa la bota de vino que siempre le acompañaba y bebió un largo trago. Hacía años que nunca salía de casa sin ella, sin notar su peso, como si aquel objeto se hubiera convertido en parte de su persona. En su mente cansada, apareció la figura oscura de su padre envuelta en su capa negra, sus ojos brillando como chispas a través del embozo. Le miraba con aquel desprecio especial que sólo guardaba para él. La violencia más brutal le había hecho un hombre rico, era su negocio, y al igual que otros traficaban con trigo él lo hacía con sangre y tormento. Nunca fue un hombre religioso, siempre creyó que eso era para mujeres y clérigos, por lo que ni siquiera su fe era una excusa. Los herejes eran para él simples delincuentes, criminales que se atrevían a desafiar sus leyes, y su supuesta culpabilidad o inocencia no era algo que le importara demasiado. Disfrutaba con el dolor ajeno, con el poder que le otorgaba disponer de vidas humanas, con el beneficio de los bienes confiscados a sus infelices víctimas.

Vidal suspiró, una larga y entrecortada exhalación que se confundió con la brisa que mecía las hojas de los árboles. Bebía y recordaba con un horror creciente en su interior, una enorme serpiente que le asfixiaba entre sus anillos… «Su padre estaba allí, al final de la escalera, en la casa familiar sumida en la más completa oscuridad. Sólo un vacilante candil iluminaba la puerta de entrada, lanzando sombras oblicuas en las paredes. Un ruido atronador de cien puños golpeaba la puerta, haciendo saltar astillas que se perdían entre los trazos sombreados de la luz. Y él seguía allí, mirando en su dirección, bajando las escaleras, abriendo la puerta…, quizás pensando que los esbirros de Acard se impacientaban ante la proximidad de una nueva hoguera. Pero se equivocó fatalmente. La puerta se abrió con violencia, convertida en un muro de puños alzados, de palos y guadañas que se abalanzaron sobre él rompiéndole en mil pedazos, con la misma facilidad en que se rasgaba uno de sus muchos pergaminos». ¿Lo habría visto escondido, mudo, como un espectador privilegiado de su asesinato? ¿Habría podido observar a su hijo contemplando su muerte, sin hacer nada por impedirlo, sin poder contener una sonrisa de satisfacción?… Vidal lanzó una carcajada seca, llevándose el vino a los labios. Lo que era realmente seguro, es que su padre jamás habría imaginado su deseo desesperado de encontrarse entre aquellos diez hombres que asaltaron la casa para matarle, hombres a los que había desposeído de todo, incluso del menor rastro de piedad.

Se relajó, aquel recuerdo le llenaba de culpa y satisfacción a partes iguales, sin saber elegir cuál era la emoción más intensa. Acaso fuera aquella fiera alegría que le devoraba por dentro y que, en ocasiones, le provocaba una risa demente y sin control, ¿qué demonios importaba? Acercó de nuevo el vino a sus labios, paladeando el momento, disfrutando de la calidez que bajaba por su garganta. ¿Por qué razón no había huido entonces? ¿Por qué no haber aprovechado el momento? Nunca delató a los culpables y mantuvo ante Acard que él no se encontraba en la casa en el momento del asesinato de su padre. Y le había creído, naturalmente, ¡el hijo de Gazol, el nuevo dueño de la verdad y la mentira! Ni siquiera tuvo la más mínima sospecha, el infame Acard se limitó a ejecutar a unos pobres campesinos que nada tenían que ver con aquella muerte. Y él calló. ¿Acaso era culpable?… Sí, desde luego, de sentarse a contemplar aquella carnicería sin mover un dedo para evitarla. Nadie había sospechado de él, con una única excepción, su joven y hermosa prometida, y su silencio había sido la peor penitencia, el silencio y su marcha sin una explicación, ¿para qué?… Él se había quedado en el lugar que ocupaba su padre, como si la ponzoña del viejo asesino hubiera envenenado sus entrañas.

Vidal se reía, sus carcajadas flotaban entre los troncos y se fundían con el agua que saltaba de piedra en piedra. Se había convertido en aquello que más odiaba, despreciándose y al mismo tiempo compadeciéndose de su mala fortuna. Debería matarse, acabar con aquella vida que no había escogido. Sus carcajadas se detuvieron en seco ante el pensamiento de la muerte: ¡era un cobarde, un cobarde, un cobarde! Gritó de dolor, golpeándose la cabeza contra la corteza en un movimiento regular, incesante. Hundido en su desesperación y embotada su mente por el vino, tardó unos segundos en darse cuenta de que algo reptaba por sus piernas, suave al principio pero tomando fuerza lentamente. Vidal detestaba a los reptiles, y su primera reacción fue encoger las piernas, apartarse de la molesta sensación. Sin embargo, no podía moverse, algo le retenía clavado al suelo. Una repentina presión que le ahogaba le sobresaltó, llevando sus manos al pecho hasta encontrar una gruesa raíz que lo abrazaba con fuerza. Atónito, con los ojos desorbitados, contempló cómo innumerables raíces brotaban a su alrededor surgiendo del fondo de la tierra, curvándose en líneas delgadas que buscaban la dirección de su cuerpo. A un palmo del suelo, la raíz se erguía en contacto con el aire y de ella brotaban ramas y hojas a una velocidad de pesadilla, y acto seguido emprendían el camino hacia el notario. La espalda de Vidal, apoyada en el árbol, experimentó una vibración sorda que ascendía por el tronco, sonidos ininteligibles que silbaban en sus oídos. Una voz que se deslizaba entre las grietas de la corteza, susurrando tonos familiares. El asombro del notario no tardó en transformarse en pánico, sus alaridos inundaron el bosque, gritos que desprendían breves nubes grises al salir de su garganta, retazos de vapor que retornaban a la tierra. En un último acto desesperado, levantó los ojos al cielo, atrapado por los brotes correosos que paralizaban sus piernas, pero nunca vio el fragmento azul que buscaba. Las ramas altas se unían formando una bóveda vegetal, las hojas parecían llamarse unas a otras y sus flexibles ramas trazaban un dibujo determinado, preciso. Paulatinamente, una silueta se perfiló con fuerza, sobresaliendo de la materia verde. Las ramas altas del roble se inclinaron con un atroz crujido, acercándose, y el rostro de su padre emergió con la boca abierta, boca de la que crecían raíces oscuras que lo envolvían, cerca, muy cerca… Cuando aquel rostro colérico se inclinó, casi rozando a Vidal, su corazón estalló en diminutos fragmentos que se rompieron desperdigándose por los rincones ocultos de su cuerpo.