Vall d'Aran
«He vivido gran parte de mi vida en el centro de un territorio repleto de mentira, oculto a toda traza de realidad. Hasta tal punto me mintieron que creí poder conquistar palmo a palmo aquella tierra, armado con mi espada y con una parte de mi verdad. Sin embargo, ahora sé que desde el principio fui un hombre humillado y vencido, mis armas fueron inútiles. Guardé mi verdad en lo más profundo del alma, y recogí cuidadosamente toda la falsedad de la que fui capaz, todo el engaño de aquellos que fueron mis vencedores. Y ahora, sé que ésa será mi única arma, y estoy dispuesto a empuñarla».
ADALBERT DE GAUSSAC
Abridme, por el amor de Dios, abridme! —Los puños volvieron a golpear la puerta con fuerza.
Era noche cerrada, sin luna, la oscuridad poseía una textura sólida, como si a cada paso exigiera una llave secreta para atravesar sus negros muros. La puerta principal de la iglesia de Tredós, miraba con indiferencia hacia el oeste, una hermosa puerta de doble arco con desproporcionados capiteles, en donde perfectas esferas y enigmáticas cabezas observaban al intruso sin interés. Se oyeron unos pasos que se acercaban, un murmullo de goznes y bisagras amortiguados por la cautela.
—Quién anda ahí. ¿Quién es? —La voz grave rebotó contra la puerta aún cerrada.
—Frey Tedball, soy yo, Adalais…, necesito ayuda.
A 1.340 metros de altitud, el pueblo de Tredós dormía un sueño profundo, protegido entre altas montañas, acostado al lado del río Garona. La iglesia, y a su lado la hospedería, conformaban una pequeña Encomienda del Temple en la Vall d'Aran, un pequeño refugio para los viajeros que iban de camino al puerto de la Bonaigua. La puerta se abrió rápidamente y un brazo atrapó a Adalais y la arrastró hacia el interior de la capilla. Una vacilante llama iluminaba tenuemente el rostro de un hombre que, alejándose del resplandor, lo concentró en la recién llegada. Adalais retrocedió ante el repentino calor de la llama en un acto reflejo e involuntario, levantando sus manos para protegerse.
—¡Por todos los demonios, criatura, qué ocurre! —La voz se alejaba, mientras Adalais resbalaba por la gruesa pared hasta quedar sentada sobre las losas de la iglesia—. ¿Por qué no has llamado a la puerta de la hospedería? Siempre hay un hermano de guardia.
La nave empezó a iluminarse. El hombre llamado Tedball encendía las velas del altar, y un resplandor amarillento y difuso se extendió sobre el gris de los muros. Respiraba pesadamente, como si deseara demorar las noticias del imprevisto mensajero, dominado por una sensación de mal augurio.
—Mi padre ha muerto esta noche, frey Tedball, me ordenó que me pusiera en contacto con vos, dijo que sabríais perfectamente lo que había que hacer. —Sus palabras eran un susurro quedo, casi inaudible.
—¡Mi pobre amigo, ojalá Dios le permita descansar en paz! —Tedball se acercó a la joven dejándose caer a su lado—. Sabíamos que esto podía suceder en cualquier momento, niña. Sé que es un pobre consuelo para ti, pero también sé que el buen Adalbert por fin ha conseguido el hogar que tanto buscó en vida, su dolor ya ha encontrado remedio.
—Y ahora empieza el mío, frey Tedball. —Adalais reprimió un sollozo—. El plan está en marcha, aunque de todo ello supongo que sabéis más que yo. Nada ni nadie podrá detenerlo, padre dedicó sus últimos años a organizarlo con todo detalle, Incluso su muerte es parte del proyecto. Puedo oír el sonido de las ruedas dentadas, encajando una en otra, rodando sin cesar, como si fuera una maquinaria infernal martilleando en mi cabeza. Y tengo miedo, frey Tedball, sin él no sé si seré capaz…
—Lo serás, niña. Todos representaremos nuestro papel en la farsa y convertiremos el miedo en nuestro más firme aliado. —Tedball cogió una de sus manos—. Nuestro pequeño ejército se ha puesto en marcha, cada uno se encuentra ya en el lugar de partida.
—¿Y Dios aprobará la venganza, frey Tedball? —La duda salió de los labios de la joven sin esfuerzo, flotando entre las paredes de la iglesia de Nuestra Señora de Cap d'Aran, quedándose suspendida en su centro.
—Al igual que tu padre, jamás pensé en la venganza; no exactamente. Más bien en la justicia… —Tedball calló un segundo, perplejo, con los labios apretados en una fina línea—. Creo que debe existir un equilibrio que compense la maldad, Adalais, un minúsculo resquicio que rasgue las tinieblas y permita que la luz penetre para iluminarnos. Aunque quizás tengas razón, sólo una imperceptible y delgada línea separa la justicia de la venganza…, y reconozco, que después de todo, no me importa mucho la diferencia. Sin embargo, tu padre nunca pretendió enfrentarte a un dilema moral, creo que ni siquiera pensó en ello. Puedes dejarlo ahora mismo, pequeña, el plan contiene soluciones para cualquier contingencia, y su voluntad no fue cargar sobre tus jóvenes hombros este peso. Es una carga sabiamente repartida, pero no se trata de una herencia, Adalais, lo que nos une es una convicción compartida.
—Habláis como él, frey Tedball. —La joven se incorporó, no deseaba hablar de sus propias dudas—. No tengo intención de abandonar, os lo aseguro. Acaso sea que su muerte, aunque anunciada, ha llenado mi mente de confusión y temor, creí estar preparada para este momento, pero…
—Nadie está preparado para la ausencia de los que ama, Adalais. El conocimiento de la muerte, no alivia el dolor de la pérdida.
—¿Y qué debemos hacer con su cuerpo, frey Tedball? Mi padre insistió mucho en que vos deberíais encargaros de él, no deben encontrarlo ni saber siquiera que ha muerto. ¡Ni tan sólo puedo darle sepultura! —El tono de la joven se endureció.
—No te preocupes, ése es un problema que entra de lleno en mis obligaciones. ¿Dónde está? —Tedball se levantó lentamente del suelo, mirando a la joven con calidez.
—Me ayudaron a cargarlo sobre Be tren, está ahí fuera y… —Un nuevo sollozo la interrumpió, su mano apretó la boca con fuerza, bloqueando las lágrimas—. Seguiré vuestras instrucciones. Después continuaré el camino planeado sin una vacilación.
—¿Betrén?… Bien, Adalbert estará orgulloso de hacer su Último viaje sobre su caballo favorito, Adalais, ¿lo sabes?… Jamás vi tanto empeño en adiestrar a un animal como el que pulo tu padre con él, no sabías nunca dónde empezaba el jinete y terminaba el animal, se fundían el uno en el otro… —Los ojos de Tedball expresaban admiración—. Vamos, muchacha, no hay tiempo que perder.
Adalais y frey Tedball salieron a la noche, todavía quedaban muchas horas para el amanecer. El templario se acercó al animal que lo reconoció de inmediato, sacudiendo su espesa cabellera negra, y cargó sobre sus espaldas el cuerpo sin vida de Adalbert de Gaussac. Entraron de nuevo en la iglesia, y Tedball guió a la joven hasta una pequeña cripta.
—No sabía que hubiera algo así bajo la iglesia…
—No es habitual por estas tierras, Adalais. Que yo sepa, es la única cripta que existe en el valle. ¿Sabes que construyeron la Iglesia sobre un templo pagano? —Tedball distraía a la joven, dejándola del dolor del momento.
—¿Estará seguro aquí, nadie lo encontrará? —Adalais se resistía a apartar la vista del cuerpo de su padre.
—Lo estará por ahora, aunque no por mucho tiempo. Pero no debes preocuparte, no tardaré en trasladarlo a un lugar más seguro, al único lugar en que él deseaba descansar.
Frey Tedball era un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años, aunque las hebras plateadas que dibujaban un campo de nieve en sus sienes, y su canosa barba, le daban apariencia de mayor edad. Su cuerpo se mantenía flexible y ágil, producto del trabajo duro del que se ocupaba en la Encomienda y que le hacía responsable de numerosas cabezas de ganado de la orden. Tenía un rostro atractivo, unos ojos oscuros que transmitían una fina inteligencia, rodeados de pequeñas y delgadas arrugas que sobresalían cuando sonreía.
Se arrodilló junto a Adalais, ante el cuerpo del señor de Gaussac, y murmuró una plegaria con la cabeza inclinada, escuchando la breve ceremonia que la joven intentaba llevar a cabo sin estallar en sollozos. La humedad de la cripta expandía un olor especial a muerte, como si ésa fuera su función específica, transmitir el mensaje del sueño de la vida.
—Debo partir, frey Tedball. —Adalais seguía sin poder apartar la vista del cuerpo de su padre que reposaba sobre el suelo de tierra pisada, hipnotizada por una sensación creciente de irrealidad.
—Debes tener mucha precaución, Adalais, ellos están cerca. No saben lo suficiente, pero no por ello son menos peligrosos. Adalbert los atrajo hasta donde era necesario, rondan como perros de presa, y es el momento de la prudencia, no lo olvides… —Tedball la observaba con preocupación—. Debes pensarlo con la mente fría, aún estás a tiempo de dejarlo. Y si es así, yo tengo instrucciones para alejarte de todo este asunto.
—¿Instrucciones de mi padre?… ¿Desconfiaba de mis fuerzas?
—Tengo instrucciones para circunstancias diferentes, Adalais, pero no se trata de eso. Adalbert nunca quiso perjudicarte, aunque siempre temió llegar a hacerlo. Su confianza en ti fue absoluta y tú lo sabes.
—Iré con cuidado, frey Tedball, y con la mente fría, os lo aseguro. Pero igual que padre, vos también deberéis confiar en mí, porque de eso se trata, ¿no es cierto? Nuestro pequeño ejército, tal como lo llamáis, está construido con las hebras de la confianza, ésa es nuestra única posibilidad de victoria. Ambos continuaremos al compás de las ruedas del mecanismo, sólo hay que dejarse llevar por su sonido y seguirlo.
Fray Ermengol de Prades se hallaba abstraído entre pergaminos cuando uno de los frailes, con la cara lívida, entró en la habitación sin llamar a la puerta. Tapó con la mano los documentos, irritado ante la intrusión y dispuesto a amonestar los modales de su hermano. Sin embargo, enmudeció de repente ante la avalancha balbuceante que el joven fraile intentaba transmitirle. Y a pesar de su innata capacidad de disimulo, la sorpresa se extendió por sus facciones; era una historia difícil de creer.
—¡Por la bondad infinita de nuestro Señor, hermano, tranquilizaos! ¿Estáis convencido de lo que acabáis de decir? Aunque sea una noticia de última hora, creo que la imaginación ha empezado su labor. ¿No veis lo absurdo de vuestra narración? —Fray Ermengol puso su mejor cara de escepticismo.
—No se trata de mi historia, fray Ermengol, simplemente es la versión del propio canónigo, vecino de Verat. Al oír los chillidos de la mujer, corrió a ver lo que estaba ocurriendo, y os puedo asegurar que estaba pálido como un muerto. Fue el primero en llegar allí y… —El joven fraile se detuvo para tomar aire, la fría mirada de su superior le imponía.
—¡Y qué! —Atajó fray Ermengol con dureza—. Encontró al canónigo Verat en el suelo en medio de un charco de sangre. Decidme, hermano, ¿acaso preferís creer en la presencia de espectros fantasmales que asesinan a pobres canónigos, seres fantasmales sedientos de sangre?… Sabéis lo mucho que me preocupa vuestra formación, querido hermano, y sobre todo la pureza de vuestra fe. Y, os lo confieso, habéis inquietado mi espíritu ante la facilidad con que se os puede turbar y engañar.
El joven dominico tembló ante la acerada mirada de Ermengol, no era una buena señal que se pusiera en duda su fe. Contempló cómo su superior se levantaba con lentitud, acercándose a él con las manos cruzadas en la espalda.
—Lo que ocurre es que vuestra ignorancia ciega cualquier resquicio mínimo para la razón, querido hermano —siguió fray Ermengol—. ¿Sabíais que nuestro estimado canónigo Verat había denunciado a esa mujerzuela, y había conseguido que se decidiera su expulsión del servicio de los canónigos? No, claro que no sabíais nada de eso. Y es más, ¿acaso estabais al corriente del poder de esta mujer para pervertir la inocencia de esos pobres hijos de la Iglesia? —Fray Ermengol parecía disfrutar con la lista de pecados de la pobre mujer—. Bien, ¿qué tenéis que decirme ahora?
—No lo sé, fray Ermengol, no sabía nada de lo que me contáis, pero conozco a la mujer. Y vos también. Es la viuda de Tomeu, ¿lo recordáis? Trabajó en nuestro huerto varios años hasta que murió, dejó cuatro hijos y esa pobre mujer… —El joven vaciló.
—Y vuestra buena disposición, y la bondad que emana de vuestro amor a los semejantes, prefirió creer en la culpabilidad de seres fantasmales —terminó fray Ermengol por él—. ¿Lo veis, hermano, veis lo fácil que es dejarse engañar y cometer un error en el redil de las ovejas? Pero la razón que el Altísimo nos ha concedido, nos inclina a pensar con sensatez, nos dice que es posible que esa mujer estuviera despechada con el canónigo Verat, que el hecho de que éste descubriera sus artimañas y las pusiera al descubierto hiciera aflorar su auténtica naturaleza perversa. En cuanto a la historia que cuenta el vecino de Verat, ¿no habéis pensado que acaso ese hombre se viera arrastrado al peor pecado, hermano? Como muy bien podéis comprobar, todo tiene su explicación sin necesidad de recurrir a fábulas imaginarias.
—Tal como lo explicáis, fray Ermengol, todo parece muy sencillo… —El joven suspiró, sin atreverse a poner fin a la frase.
—No sólo lo parece, hermano, lo es. Y ahora, id con Dios, rezad para que ilumine vuestra alma y la fortalezca ante el engaño. —Ermengol hizo un gesto de despedida con la mano, sin dejar de observar al joven que, con una inclinación, salió de la habitación con el rostro demudado.
Una vez solo, Ermengol volvió a su asiento, con la cabeza entre las manos. Las cosas estaban tomando un rumbo extraño, ¡Verat asesinado! La absurda historia del canónigo asestándose puñaladas a sí mismo era inverosímil. ¿Qué podía haber impulsado a aquella desgraciada mujer a contar algo parecido, acaso ignoraba que sería la principal acusada? No había duda de que era una manera harto estúpida de defenderse, si no fuera que… Desde luego era sólo una idea, pero era posible que la mujer intentara ocultar algo, o proteger a alguien… ¿A Bertrán de Térmens?… No dudaba de la capacidad de aquel hombre para cometer atrocidades, pero ¿por qué? ¿Qué ganaba eliminando a Verat del tablero de juego? Nada, absolutamente nada, el canónigo era un simple peón sin importancia. Por otro lado, había que tener en cuenta la propia personalidad del asesinado, Verat no era una persona apreciada en la ciudad y muchos le detestaban profundamente, se había encargado de ofender y humillar a todo aquel que le molestaba. Los caminos del canónigo siempre eran tortuosos y más que discutibles, podía tratarse de una venganza, quizás había conseguido enloquecer a algún miserable hasta el punto de lanzarlo a la senda del crimen. Era lo más probable, su muerte no tenía nada que ver con el asunto que se llevaban entre manos y… Bien, tenía que confesar que no estaba impresionado, todo lo contrario, sentía una sensación de alivio, aquella muerte sólo les beneficiaba. Verat sabía demasiadas cosas y era una persona imprudente, un día u otro se hubieran visto obligados a tomar decisiones desagradables al respecto. Ermengol volvió a sus documentos, enderezando la espalda con un hondo suspiro, ahora debía concentrarse en lo prioritario: Acard tenía que conocer las últimas noticias. Ya habría tiempo de pensar en el penoso fin del canónigo, penoso sí, pero a la vez un inesperado regalo del cielo.
—¿Vamos a volver algún día a casa, abuela Orbria?
—¡Vaya por Dios, y de qué casa estás hablando tú! ¿Acaso no hay mejor hogar que éste? Fíjate qué hermoso techo nos protege, cientos de estrellas como centinelas de nuestra vida, paredes construidas de aire puro y limpio, transparente, para que nada impida que nuestra mirada abarque esta inmensidad. ¿Te parece poca cosa? —La mujer sonrió en tanto ladeaba la cabeza en un gesto de resignación.
—Me refiero a nuestra casa, de la que hablas en tus historias, abuela. —La voz infantil resonó con enfado.
—¡Bah, historias de viejas! Eso es lo que he conseguido, llenarte la cabeza de pájaros estridentes. Anda, come y cállate un rato. —Orbria le entregó una escudilla humeante y se sentó en una piedra cerca del fuego.
Era una suerte que hubieran encontrado aquel pequeño refugio de pastor, perdido entre los pastos. La caminata había sido larga y pesada, y Orbria empezaba a preocuparse por la cercanía de la noche. Aquellas cuatro piedras tan ingeniosamente dispuestas, les proporcionarían asilo contra el frío y las alimañas.
—Me gustaba aquella ciudad, abuela, estaba llena de gente, no sé por qué nos hemos marchado tan deprisa. —El niño insistía mientras sorbía su sopa.
—Porque las ciudades están llenas de mala gente, Folquet, cuanto más lejos de ellas mejor para nosotros. Y La Seu no es una excepción, ya hicimos allí todo lo que teníamos que hacer, ¿no estás contento con tu manta nueva?
Orbria, a pesar de su edad, era una mujer hermosa que conservaba intactos unos rasgos delicados. Su rostro, alargado y de facciones marcadas, indicaba un contacto constante con el aire libre, dando a su tez un tono oscuro de oro viejo. Un pañuelo blanco envolvía su cabeza, atrapando una cabellera oscura que se negaba a encanecer.
—Me gusta la ciudad —desafió Folquet, lanzando a su abuela una mirada cargada de segundas intenciones—. Tú siempre cuentas que nosotros, antes, vivíamos en una ciudad.
—¡Pero bueno, por Dios bendito! ¿Cuándo has vivido tú en una ciudad? Lo que yo te cuento son historias viejas, de cuando tu abuela era joven, de mis padres, de los padres de mis padres, de tu abuelo… ¡La de tormentas que han caído desde entonces!
—Es que eres muy vieja, abuela, ¿cuántas tormentas has visto?
—Demasiadas, Folquet, demasiadas. Es lo que te ayuda a envejecer si no es que te mata de golpe. ¡Y ya está bien de conversación, es hora de descansar! Vamos, anda al refugio y abrígate con tu manta nueva, procura dormir que mañana será un día duro. ¡Y nada de discusiones, tu abuela está cansada! —El gesto de la mujer era severo, una mirada que no admitía réplicas.
El pequeño Folquet remoloneó hasta la choza de piedra, arrastrando el peso de sus diez años al que había añadido el de la gruesa manta. Antes de entrar, lanzó una última ojeada a su abuela para comprobar que no estaba bromeando, y no le quedó más remedio que aceptar que lo más prudente sería obedecer sin rechistar. Orbria se quedó junto al fuego, los brazos fuertemente apretados sobre el pecho, notando cómo la humedad de la tierra ascendía por sus pies y, a pesar de ello, sin poder apartar la vista de las llamas. «¡Tormentas!», pensó con un escalofrío que le salía del interior más profundo de su alma… ¡No había visto otra cosa en su vida que rayos y truenos cayendo sobre su cabeza desde que tenía uso de razón! Estaba cansada y no deseaba pensar en nada más que en una simple página en blanco, olvidar durante unas horas. Sin embargo, la danza de las llamas en su modesta hoguera, parecía entrar en su mente llamando a su memoria.
Folquet tenía razón, Tolosa era una hermosa ciudad, la ciudad en la que había nacido, hermosa hasta que llegaron ellos, destruyéndola y llenándola de tinieblas, robando el sol que los iluminaba. Y Orbria había nacido en medio del desastre, el mismo año que el conde de Tolosa volvía de tierras catalanas con un pequeño ejército de faidits, los caballeros occitanos desposeídos de todo cuanto poseían, y ayudado por las tropas del conde de Pallars. Habían conseguido derrotar a los franceses y entrar de nuevo en su ciudad en medio de la alegría de los tolosanos, un año en que la esperanza parecía renacer en las tierras de Oc.
Tiempos en los que ya se había olvidado la causa de aquella sanguinaria Cruzada, en la que nadie hablaba de la herejía. Después de tantos años de lucha, todo el mundo aceptaba que lo que estaba en juego era el dominio de las ricas y fértiles tierras del Languedoc, en una guerra abierta entre los invasores franceses bendecidos por Roma y los invadidos occitanos con sus propios aliados. La memoria de Orbria corría veloz, sin detenerse, fantasmas que atravesaban su mente en una enloquecida carrera hacia ninguna parte, ahuyentando sus propios pensamientos y ralentizando los latidos de su corazón hasta casi detenerlo. Atizó el fuego con una rama seca, contemplando una lluvia de chispas encendidas que iluminó su rostro y marcó una profunda arruga en su frente. Sonreía, su memoria acababa de encontrar un fragmento entre la ruina de la historia que logró proporcionarle un instante de satisfacción. ¡El maldito Montfort, por fin había encontrado su merecido! Le habría gustado verlo con sus propios ojos, pero apenas tenía un año cuando todo aconteció, y lo único que guardaba eran las historias de los suyos, de los que habían protagonizado aquel momento. Y recordó la narración, la que empezaba siempre con palabras precisas, un ritual familiar difícil de olvidar: «Un 25 de junio de 1218», empezaba su madre, «la ciudad de Tolosa estaba sitiada por las tropas francesas, nuestra rebelión en la ciudad había hecho correr a Simó de Montfort, el jefe de la Cruzada, hasta allí, y los provenzales respiraron tranquilos al ver la precipitada marcha del señor de Montfort, que entonces andaba ocupado en arrasar sus tierras. Gui, el hermano de Montfort, había sido herido por una flecha tolosana y agonizaba. Las grandes catapultas de la ciudad no cesaban de lanzar toda clase de piedras contra los franceses, muchas de ellas manejadas por las mujeres de Tolosa, y entonces, el milagro ocurrió… Una de las piedras disparadas, se estrelló contra el yelmo del señor de Montfort, de tal manera que pulverizó su semblante. Sus ojos, su cerebro, sus dientes y las mandíbulas estallaron en mil pedazos, acabando con el hombre más odiado de nuestra querida Occitania. El entusiasmo brotó de las mismas murallas de Tolosa, y sus gritos de alegría inundaron aquella tierra castigada y rota».
«¡Buena época para nacer!», pensó Orbria, envolviéndose en su vieja manta y añadiendo ramas al fuego. Tiempos aún de esperanza…, aunque durara poco. Se levantó, golpeando el suelo con los pies, en un intento de rehuir el frío que empezaba a colarse por sus huesos. No podía olvidar, aunque en ocasiones lo deseara desesperadamente, pero la sangre, su sangre, se alzaba como un muro que reclamara justicia. La justicia de los muertos que nunca volverían para abrazarla, para susurrar las dulces canciones de su hogar. Orbria se rebeló ante sus propios recuerdos, con la duda en sus oscuros ojos, estaba cansada y harta de aquel paseo melancólico e inútil. Las lágrimas apuntaron en un ángulo escondido pensando en su nieto, Folquet sentía nostalgia de algo que jamás había conocido, que nunca conocería. Sus historias atrapaban su presente y lo condenaban sin remedio, pero ¿acaso no estaban ya condenados a vagar por tierras extrañas huyendo, siempre huyendo? Orbria levantó los ojos al cielo estrellado en busca de una respuesta, una confirmación que alejara sus dudas, la mano del Bien que descendiera para proteger a su nieto de la maldad de los hombres.
Situado en el sector más occidental de los Pirineos catalanes, la Vall d'Aran ocupa la parte alta del río Garona. Sus puertos son impracticables la mayor parte del año a causa de su clima hostil, desde los inicios del invierno hasta el mes de mayo o, en ocasiones, hasta principios de junio. Sus especiales características geográficas, que inclinan las aguas del Garona hasta atravesar la frontera e ir a morir a Burdeos, contribuyen también a conducir la corriente humana en el mismo sentido, abriendo un paso natural entre ambos países. Esta situación, explica la relación íntima e histórica y los lazos de sangre que unen a las dos vertientes de los Pirineos. Los romanos, preocupados por el aislamiento de la zona, construyeron una sólida calzada que, desde la ciudad de Tolosa del Languedoc, comunicaba con el puerto de la Bonaigua, en el Pallars, siguiendo el curso del Garona. Una calzada que serviría a los viajeros de los siglos posteriores, facilitando la comunicación y el comercio, y que, en primavera, se vería sumamente transitada, aprovechando el escaso buen tiempo.
Adalais se mantuvo de pie detrás de los altos arbustos, escondida, con los brazos alrededor del cuello de Betrén, habiéndole en susurros para tranquilizarle. El sonido de los cascos de dos caballos se acercaba con toda la rapidez que permitía el angosto camino. No habían perdido el tiempo en correr tras ella, y la esperanza de conseguir dos horas de ventaja se desvanecía. Se alegró de haber hecho caso a frey Tedball, y de emprender la marcha sin perder un segundo, dejando los rezos por el alma de su padre para mejor ocasión. Se hundió en la oscuridad, a la espera de conseguir percibir la silueta de sus perseguidores, reprimiendo el sobresalto ante el relincho asustado de uno de los caballos. Se habían detenido en el cruce de caminos que había a unos veinte metros a su espalda, discutiendo. Oyó el murmullo de su agitada conversación, sin descifrar el significado de las palabras, pero intuyendo que la disputa trataba del camino que había que seguir. Después de unos minutos de animada charla, los hombres tomaron una decisión que los separó. Uno de ellos, se alejaba por el sendero que conducía hacia Montgarri y el Pía de Beret, el otro giró hacia el camino de la Bonaigua, acercándose a ella. La joven intentaba pensar, paralizada por el temor a ser descubierta, cuando sus pensamientos se detuvieron de golpe, enmudecidos. La silueta del segundo perseguidor pasaba muy cerca, el paso lento y pausado, erguido sobre la silla de montar como si husmeara el aire. Adalais hundió el rostro en el lomo de Betrén, cerrando los ojos y conteniendo la respiración, notando el resuello del caballo del sicario, aquel rebufar agotado por el esfuerzo que enviaba ráfagas húmedas en su dirección. Siguió inmóvil, con un dolor punzante y agudo que ascendía por sus piernas, hasta que llegó a sus oídos el rumor sordo de los cascos alejándose, resbalando en las piedras del camino. Respiró hondo, en silencio, midiendo cuidadosamente la ración de aire que sus pulmones exigían, y reflexionando acerca de su siguiente movimiento. Cualquier decisión era peligrosa y las opciones escasas. Podía arriesgarse por el camino de Montgarri tras uno de sus perseguidores, pero aquello la alejaba de su destino. O podía seguir hasta la Bonaigua, con precaución… Recordó las palabras de su padre: «Ante cualquier duda, niña, lo más prudente es quedarse quieto, inmóvil, adoptar la forma de aquello que te rodea como un camaleón. Piedra o matorral, sea lo que sea, transfórmate en ello hasta que la vacilación desaparezca». Adalais aspiró con fuerza el aire frío de la noche, convertida en parte de Betrén, el animal transformado en un oscuro matorral, y una voz surgió de algún lugar de su mente: «¿Y si había alguien más, alguien agazapado y atento a cualquier rumor, alguien que esperaba que se confiara tras la marcha de los dos sicarios?». Adalbert de Gaussac había pasado parte de su existencia instruyéndola en la desconfianza, insistiendo en que cualquier precaución era poca ante aquella gente, sin fiarse jamás de la apariencia de calma. En realidad, la calma era lo único que lograba poner nervioso al señor de Gaussac, pensó Adalais, lo que alteraba su conducta y movilizaba todos sus músculos a la espera, siempre a la espera del desastre. Posiblemente, aquella conducta le había salvado la vida en innumerables ocasiones, una existencia en donde la única realidad era la huida, sin permitirse nunca un descanso, un momento de paz. Desechó uno a uno los pensamientos que turbaban su entendimiento, la oculta cólera que aquella huida constante había provocado en ella, y se concentró en una simple y sencilla idea: «sobrevivir»; una idea simple y poderosa a la vez. Permaneció en el mismo lugar, esperando que la vacilación se borrara de su ánimo y que, al mismo tiempo, aquellos hombres se alejaran a una distancia suficiente. Betrén se había convertido en una estatua inmóvil, con la cabeza baja y los ojos brillando. Adalais dejó pasar el tiempo, apoyada en el animal, sin pensar en nada, aislando sus pensamientos en celdas vacías y cerradas. La invadió una dulce modorra, el cansancio de los últimos días y de las noches en vela conquistaban cada centímetro de su piel, aflojando sus brazos, cerrando los párpados cargados de dolor.
Un hombre apareció entre una espesa neblina blanca, el cabello castaño ondeando hacia atrás llevado por una brisa invisible, dejando al descubierto un rostro de facciones cuadradas y atractivas. Una fina línea atravesaba una de sus mejillas deteniéndose en el labio, un trazo rojo y visible. El cuello, bronceado, emergía en medio de una aureola blanca donde el cuerpo desaparecía. La miraba fijamente, sus ojos del tono de la tierra húmeda, mirando sin ver, como si la atravesara y su vista se perdiera más allá de su presencia. Una mano apareció a sus espaldas, una mano amarillenta que flotaba en el éter empuñando un destello de metal convertido en haces de niebla. Adalais intentó gritar, avisar al desconocido del peligro en que se hallaba, pero su garganta estaba cerrada, vacía de sonido.
El crujido de una rama quebrándose la despertó de su pesadilla, el sonido estaba muy cerca de ella. Alguien se movía en la oscuridad, lentamente, tanteando el terreno palmo a palmo. Una sensación de pánico se apoderó de la joven, oía con toda claridad el estrépito que sus latidos provocaban al estrellarse contra su pecho, un redoble de tambores incesante capaz de alertar hasta a las pequeñas hormigas que ascendían por sus botas. Un sudor frío y pegajoso empapó sus ropas, haciéndola temblar sin control. Sin previo aviso, Betrén salió de estampida, sus patas delanteras giraron en el aire como un torbellino, con un relincho agudo y salvaje que le traspasó los oídos y el alma.
Todo ocurría a tal velocidad que le era imposible calibrar las consecuencias, el aullido inhumano que rompía el silencio de la noche, las maldiciones que se perdían en un eco sin respuesta, sin que Betrén dejara de cocear una y otra vez con sus patas delanteras, alzado como un espectro negro de altura infinita. Los alaridos del hombre se mezclaban con los penetrantes chillidos del animal encabritado sobre sus cuartos traseros, con el sonido de las herraduras rompiendo carne y hueso… Como en un sueño del que es imposible despertar, todo acabó de golpe; Betrén trotaba hacia su dueña sacudiendo su negra melena y dando la espalda al silencio.
Al clarear el alba, Adalais se acercó al bulto informe de lo que había sido un hombre. Poco quedaba de su perseguidor, Betrén había hecho un trabajo a conciencia. El semblante que la contemplaba era un amasijo sanguinolento y deformado, un cuerpo bajo y robusto, y sólo un ojo de un gris ceniciento miraba al cielo con expresión de sorpresa. No había visto nunca a aquel hombre, ni se parecía en nada al que protagonizaba su pesadilla… Adalais aborrecía sus sueños, se negaba a aceptar que muchas veces se convertían en realidad, y si hubiera podido rechazar aquel don no hubiera dudado en hacerlo. Un don…, así lo llamaban, y le contaban que su madre poseía la misma virtud, la capacidad de penetrar en el misterio del sueño y contemplar el futuro, el pasado, jamás el presente. Sin embargo, ella sólo sentía miedo, un pánico envolvente del que no podía despertar, el sueño de una madre envuelta en llamas, vestida con una larga túnica de fuego, un rostro de humo sin facciones. Adalais acarició a Betrén con suavidad, las lágrimas corrían libres por sus mejillas. Y entonces pensó que ni siquiera había podido llorar a su padre, que aún no había comprendido lo que representaba su ausencia, siempre ligada a la precisa maquinaria que Adalbert había creado. Como si aún estuviera vivo, una sombra moviéndose entre ellos, dirigiéndoles, cerrando la puerta de cada plazo, siempre vigilante de las reglas del juego, de su juego.