Capítulo III

Encomienda de Gardeny

«Los hombres que se consagran a Dios son los únicos que pueden establecer la diferencia entre la verdad y la mentira. Y ya que conocen la fina línea que separa lo que ha de ser, de todo aquello que no debe existir, son los jueces indiscutibles de la Verdad que ha de perdurar. Y si para ello necesitan atravesar dicha línea, nunca serán responsables de engaño ni falacia, pues no es mentir recurrir a las fuertes vigas que soportan el peso ineludible de la única Verdad. Y de su fe nadie puede dudar ni vacilar, y aquel que lo hiciera, a buen seguro se convertiría en la esencia misma de la mentira».

VERAT, canónigo

No he podido convencerle, lo he intentado, os lo juro…, pero todo ha sido inútil. —El tono de voz se debatía entre la excusa y la indignación—. Veréis, no quería perder el tiempo. Además, tenía la intención de detenerse en el monasterio de Gualter, en Ponts, creo que su abad no estaba muy dispuesto a cooperar con nosotros.

—Ya es suficiente, fray Ermengol, no os esforcéis en encontrar excusas sin sentido. Esto no es lo que planeamos, ni tampoco lo que se me ofreció. —Bertrán de Térmens contemplaba al dominico con aire hosco—. Os diré lo que pienso, seré sincero con vos. Creo, simplemente, que fray Acard ha preferido llevar este asunto en solitario y, por descontado, exigir toda la gloria para él. No esperaba un trato cortés ni justo de la Inquisición, os lo aseguro, vuestra fama os precede.

—¡Por todos los santos, caballero, eso es una blasfemia! —Una tercera voz intervino, nerviosa, su poseedor miraba a los dos contendientes con un perceptible temblor de manos.

—¿Blasfemia, canónigo Verat? —La pregunta resonó como un viento helado. Bertrán de Térmens se volvió bruscamente, encarando de frente al canónigo—. ¿Acaso creéis que vuestro obispo aprobaría vuestra presencia en esta reunión?

—¡No podéis amenazarme, mis asuntos nunca han sido incumbencia del obispo!

El enflaquecido canónigo retrocedió con la alarma en los ojos. Era un hombre de pequeña estatura, delgado en exceso, con una amplia sotana que bailaba a su alrededor, buscando algún fragmento de cuerpo al que pegarse.

—Deberíamos conservar la calma, señores, este enfrenta miento no nos lleva a ninguna parte. Bertrán, no me habéis entendido, nadie piensa en prescindir de vuestros valiosos servicios. —Fray Ermengol de Prades levantó los brazos en un gesto de conciliación—. Debéis comprender a fray Acard, amigo mío, estaba ansioso por solucionar el problema, sólo se os ha adelantado unas jornadas, nada que vos no podáis solucionar.

Por un momento, los tres hombres se quedaron en silencio, suspendidos en el ambiente húmedo del claustro del convento de los Predicadores. En el aire flotaba una tensión que los mantenía unidos, atados por un cordel invisible de textura resbaladiza. El canónigo Verat se pasó un pañuelo por la frente, en tanto observaba a sus interlocutores con desconfianza, sobre todo a Bertrán de Térmens, ¿qué se podía esperar de un hombre semejante? Ni tan sólo conocía las especiales leyes que regían en la ciudad de la Seu d'Urgell, en las que los canónigos se repartían el poder con el obispo, eran un poder por sí mismos. «¡Maldito entrometido!», pensó con rencor; era lo único que faltaba en aquel turbio asunto, un advenedizo convencido de su propia importancia.

—Entiendo lo que veo, fray Ermengol, nada más. Pero tenéis razón en algo, no debo preocuparme lo más mínimo. Nuestro querido fray Acard se llevará una sorpresa, debería saber que no es prudente precipitarse en lo referente a temas serios. —La carcajada de Bertrán sorprendió a los eclesiásticos.

—No os entiendo, ¿qué estáis insinuando? —Fray Ermengol intentaba disimular su asombro.

Bertrán se apoyó en el muro, con los brazos cruzados sobre el pecho. Era un hombre alto y corpulento, y se podía permitir el beneficio de contemplar a sus compañeros desde una altura considerable. El pelo lacio y negro estaba veteado por finas líneas grises en sus sienes, y su poderoso mentón cuadrado sobresalía con determinación. Los ojos, de un extraño tono verde, cambiaban de color como si poseyeran una desconocida virtud de adaptación a la luz.

—Nada de insinuaciones, fray Ermengol. Simplemente os recuerdo que vuestro superior, fray Acard, ha emprendido un camino sin poseer los datos precisos, con la única carga de su desmesurada ambición, dando palos de ciego y confiando en su buena estrella.

—Eso no es posible, Bertrán, fuisteis muy claro en vuestra información, y… —El fraile se calló de golpe.

—¡Estáis confesando que mentisteis! —chilló el pequeño canónigo, interviniendo en el duelo verbal.

—¡Oh no, no exactamente, canónigo Verat, Dios nos guarde de la mentira! —Bertrán no se movió, sus ojos cambiaron de tonalidad al clavarse en Verat, y una sonrisa irónica se extendió por sus facciones—. En realidad, lo único que he hecho es procurar guardarme las espaldas. Ya os he dicho que la fama de los hombres de la Inquisición no es demasiado buena, y no me gustaría que con cualquier excusa me convirtierais en ceniza para alegrar una de vuestras piras.

—Exijo una explicación, Bertrán, inmediatamente. A fray Acard no le gustan las chanzas, y mucho menos cuando hay algo tan importante en juego. Os aseguro que carece por completo de sentido del humor.

La aparente calma de fray Ermengol disminuía, su mente corría veloz en busca de una explicación satisfactoria. No le gustaba Bertrán de Térmens, desde el principio había sospechado de sus intenciones y de la información que pretendía vender, pero Acard había atajado sus dudas sin un momento de vacilación. Necesitaba que aquellos datos fueran parte de la realidad, era la ocasión que había esperado tanto tiempo para subir en el escalafón y se imponía su deseo de convertirse en el indiscutible sucesor del inquisidor general. Pero éste, Pere de Cadireta, no parecía muy entusiasmado con su trabajo y exigía a Acard un esfuerzo mayor, siempre insatisfecho en su obsesión por acabar con la última brizna de la herejía catara. Fray Acard, a su vez, intentaba impresionarle por todos los medios posibles, algunos de ellos bastante discutibles. Un escalofrío de inquietud secó la boca de fray Ermengol, temía el carácter irascible y vengativo de su superior.

—¡Hablad de una vez, Bertrán, en esta casa no estamos para soportar vuestros absurdos juegos! —Sus palabras restallaron como un eco que rebotó en los muros de la galería, sin impresionar al hombre al que iban dirigidas.

—¡Por todos los santos, fray Ermengol, habéis logrado asustarme! —La burla impregnaba cada sílaba—. Veréis, creo que os habéis equivocado conmigo, no soy uno de los pobres desgraciados que mandáis a la mazmorra para que se pudra en pago a sus chivatazos, no os hagáis ilusiones. Sólo necesité medio segundo para contemplar la ambición de Acard, el brillo de la codicia del poder bailando en sus ojos. Leí su mente con una claridad aterradora, ¿y sabéis lo que vi?… Que ya antes de proporcionarle la información, maquinaba las cien formas diferentes y posibles de hacerme desaparecer. ¿Creéis que es una forma elegante de hacer negocios?

Ermengol de Prades no contestó, no se le ocurría ninguna respuesta. Estaba claro que Bertrán era un hombre inteligente, no se dejaría engañar con facilidad, y negar aquella obviedad era perder un tiempo precioso. Intentó concentrarse, las manos juntas sobre los labios delgados, debía encontrar una solución, la manera más hábil de reconducir la situación. Un espeso silencio los envolvió de nuevo, sólo roto por los pasos perdidos de alguien que se dirigía hacia la iglesia. Pronto el lugar se vería ocupado por las largas hileras de los frailes que se encaminaban a los rezos, no tenía mucho tiempo para reflexiones.

—Es posible que no hayamos actuado correctamente con vos, Bertrán —murmuró en voz baja—. Acaso no os hemos tratado con la cortesía suficiente. Sin embargo, vuestra desconfianza es exagerada, nadie desea perjudicaros y vuestras sospechas ofenden. Nosotros creímos de buena fe que…

—¿Buena fe? Sobre todo, querido amigo, creísteis en los beneficios que mi información os reportaría —atajó Bertrán con hastío—. Nada más ni nada menos que el nombre y la localización de un importante grupo de herejes cataros y su jerarquía, ocultos por estas tierras, ¿acaso os parece poco? El beneficio político de su captura y, no lo olvidemos, el beneficio económico de la confiscación de sus bienes. Dudo que la buena fe tenga algo que ver en todo esto, fray Ermengol, ¿no os parece que el pobre Acard ya se imagina encaramado en lo más alto del tribunal?

—¡Sois un maldito blasfemo, deberíais estar cargado de cadenas y grilletes! —Un perentorio gesto del dominico acalló los chillidos del canónigo Verat.

—Callad de una vez, os lo suplico, no necesitamos de vuestra escasa dialéctica. Pronto será la hora de los rezos y el momento de terminar con esta conversación, os ruego que reprimáis vuestra excitación. Bien, Bertrán, ¿adónde habéis mandado a fray Acard? ¿Qué os proponéis? —Fray Ermengol cambió el tono de su discurso, una repentina amabilidad dulzona se extendió sobre cada una de sus palabras.

Era un hombre de complexión robusta, cuadrada, unas mejillas redondas y tirantes alzaban sus facciones hacia una frente despejada donde escasos cabellos grises convivían desparramados tras sus orejas.

—No me propongo otra cosa que la expuesta al principio. En cuanto al paradero de Acard, os puedo decir que está en el camino, en el buen camino, aunque no en la dirección correcta. ¿Comprendéis? —Bertrán se incorporó, plantándose ante fray Ermengol, con las manos en el cinturón—. No tendrá más remedio que esperar una mano que le guíe, tal como se le explicó pacientemente sin mucho éxito. Y tened algo en cuenta, amigo mío, no soy yo quien anda jugando con fuego, ése es un patrimonio exclusivo en el que Acard cree ser un maestro.

—¿Y cuál es el siguiente paso? —El dominico lanzó una furibunda mirada al canónigo Verat, anulando de golpe su estridente réplica.

—Ya os lo he dicho, Acard tendrá que esperar. Avisadle, si es que podéis, de lo contrario se verá obligado a ejercitar su escasa paciencia. Y bien, señores, mi tiempo ha concluido, no creo que tengamos nada más que discutir. —Bertrán de Térmens inició un breve saludo, una ligerísima inclinación de cabeza, y, dando media vuelta, desapareció en la penumbra.

—¡No os podéis fiar de él, fray Ermengol, lleva la traición impresa en su rostro! —Verat reemprendió su agudo falsete.

—Deberíais calmaros de una vez, querido hermano, ¿no comprendéis que las amenazas son inútiles en un hombre como él? Dejadlo en mis manos y no intentéis interferir. Y ni se os ocurra hablar con nadie de esta conversación.

El tono duro e inflexible había vuelto a la voz del fraile, y la mirada de Verat se encogió junto con resto del cuerpo. Se inclinó torpemente ante fray Ermengol, murmurando una frase de excusa, y cuando éste le dio la espalda se escabulló hacia la salida.

El convento dominico de la ciudad de la Seu d'Urgell estaba situado fuera de las murallas que la protegían, junto a un extenso huerto, un patrimonio que crecía paulatinamente gracias a la generosidad de los fieles en sus limosnas y testamentos. La ciudad de la Seu, Civitas Sedis Urgellensis, se extendía sobre una amplia planicie triangular en la confluencia de los ríos Segre y Valira, rodeada de impresionantes masas montañosas que mantenían sus picos nevados hasta el principio del verano. Era un importante centro de comunicaciones, donde los caminos de los Pirineos se entrecruzaban para extenderse hasta la ciudad de Lleida. Caminos de comercio y tráfico de ganado y, a la vez, vías por donde la simiente catara penetraba desde Occitania, una brisa discreta e incesante que soplaba a través de mercaderes y trovadores, de pastores y peregrinos.

El canónigo Verat atravesó el portal de la muralla, pasando por la iglesia y el cementerio de Sant Nicolau. Su paso era rápido, en lucha con la amplia sotana que se enredaba en sus pies, haciéndole tropezar y marcando un ritmo irregular y bamboleante en que la urgencia se mezclaba con el aturdimiento. Bertran de Térmens lo observaba con atención, sin perderlo de vista, oculto tras el muro de la iglesia. Una línea de sombra atravesaba su rostro como una cicatriz, sus ojos veteados en un verde claro brillaban a la espera de la silueta opaca que seguía al canónigo a pocos pasos. Un imperceptible movimiento del mentón en señal de reconocimiento detuvo unos segundos a la sigilosa silueta que miraba en su dirección. Bertrán volvió al seguro refugio del muro con un suspiro de satisfacción, todo se desarrollaba perfectamente, como una carreta recién engrasada. Fray Ermengol no tardaría en buscar la manera de comunicarse con su superior, y Acard…, bien, Acard herviría en el caldero de la impaciencia y de la ira durante unos días, los suficientes para nublar su entendimiento.

La Encomienda templaría de Gardeny, junto a la ciudad de Lleida, era una de las más importantes de la orden en tierras catalanas, junto a la de Miravet. Estaba situada sobre una colina del mismo nombre, alzándose casi a la misma altura frente a la Suda, en una loma alargada con una extensa planicie en su cumbre. La impresionante fortaleza estaba construida en dos anillos defensivos. El primer recinto, soberano, era el corazón de la Encomienda y presidía la cima de la colina; la iglesia y la torre estaban dispuestas en un ángulo recto y unidas ambas construcciones por un edificio corredor que, junto a otras edificaciones anexas, encerraban el patio de armas. Un segundo recinto, exterior, rodeaba de murallas al primero, con torres vigías en sus ángulos más desprotegidos.

Guillem de Montclar desmontó con un suspiro de alivio, observando la mirada de Ebre que se dejaba caer de su montura como si las fuerzas le fallasen. El muchacho no parecía impresionado por el lugar, familiarizado desde su infancia con las imponentes murallas de la Encomienda de Miravet. Sin embargo, Guillem recordó con ternura la primera vez que había visitado Gardeny con su maestro, Guils, a la misma edad que Ebre tenía en aquel momento, quince años… Él sí había quedado impresionado ante la magnificencia de aquella Encomienda. Pero Guillem, al contrario que Ebre, no había sido criado entre inexpugnables murallas, la casa templaría de Barbera donde creció era muy diferente. Y, a pesar de que en su infancia contemplaba los altos muros de su Encomienda con admiración, aquella visita a Gardeny le convenció de todo lo contrario. Se dejó llevar por el recuerdo de su primera impresión, casi palpando la compañía de su maestro que, aquel preciso día, estaba realmente harto de su presencia. Su aspecto entonces no podía ser muy diferente del que ofrecía Ebre, un adolescente cansado y hambriento, enfurruñado por alguna alteración imposible de definir. Bernard Guils, su maestro, harto de sus continuas rebeliones, le había mandado directamente a la iglesia, sin pausa para llenar su estómago. «Desaparece de mi vista, Guillem, seguramente el Señor podrá entender los misteriosos motivos de tu actitud y, con un poco de suerte, después me los explique a mí», le había dicho sin ocultar su malhumor.

Guillem sonrió ante la precisión de su memoria, divertido ante la incapacidad de recordar los misteriosos motivos del enfado de su adolescencia. Miraba fijamente a Ebre, sin verlo, como si le atravesara con un haz de nostalgia.

—¿Qué ocurre, he hecho algo malo? —El muchacho le devolvía la mirada con el ceño fruncido.

—¡Dios nos libre de pensar que tú hayas podido hacer algo incorrecto, chico! —exclamó despertando del sueño—. ¡Lárgate a la cocina y suplica piedad para tus tripas! Y si el hermano cocinero es todavía frey Robert, puedo asegurarte que no tendrás ni una queja, y es posible que mañana ni te puedas levantar por el peso de su excelente asado.

El ceño de Ebre desapareció milagrosamente, reaccionando o la oferta. Miró a todos lados, con el rostro levantado y la nariz husmeando el aire. Sin una palabra, dio media vuelta a paso rápido, siguiendo algún efluvio invisible, aromas imperceptibles que sólo él parecía captar. Guillem lo contempló con la cabeza ladeada, sin perderlo de vista, comprobando la capacidad del muchacho, que se dirigía sin una vacilación hacia unas cocinas en las que nunca había estado.

—¿Guillem de Montclar?… Os estábamos esperando desde hace unos días, señor. —Un sargento de mediana edad cogió las riendas de su caballo y llamó a un joven que se hizo cargo de las monturas—. Tenéis aspecto cansado, hermano Guillem, quizás queráis descansar y comer algo antes de ver al hermano Dalmau.

—Gracias por la oferta, pero creo que antes veré a Dalmau, ya tendré tiempo de descansar. ¿Cómo está el viejo león? —Preguntar por la salud de su superior se había convertido en una costumbre desde hacía un año, la edad empezaba a exigirle un alto impuesto.

—Su salud no es buena, como es seguro que sabéis —respondió el sargento con una triste sonrisa—. Es posible que le encontréis desmejorado. Está en la iglesia, últimamente pasa mucho tiempo allí.

Guillem asintió con un movimiento de cabeza, dirigiendo su mirada a la galería cubierta que daba paso a la iglesia. Marchó hacia allí con paso cansino, como si algo le obligara a arrastrar los pies, algo que no tenía nada que ver con el agotamiento de los últimos días, sino ante el esfuerzo de enfrentar una nueva ausencia. «Dalmau, el viejo y obstinado Dalmau», pensó con una tristeza repentina, su amigo y superior, el hombre que se había convertido en su guía desde la muerte de su maestro, el mismo hombre que no había tenido reparo alguno en viajar hasta Tierra Santa para buscarle, para sacarle de las dunas doradas en donde se había refugiado, incapaz de asumir la muerte de Bernard Guils, arrastrando el peso de la culpa y del miedo… De eso ya hacía casi dos años. Dalmau, que no había callado al recordarle la auténtica función para la que había sido instruido con especial cuidado, ocupar la silla vacía del maestro, convertirse en él, un espía al servicio de otros espías, siempre atento a que el blanco manto de su orden no se viera salpicado por el barro terrenal. «Dalmau», volvió a susurrar en voz queda, como si el sonido de su nombre pudiera rescatar al anciano de su vejez. Él era el único eslabón que le unía a sus recuerdos más queridos, a los amigos del maestro, a su herencia, lo único que quedaba de un tiempo que se perdía en la bruma de la memoria.

—¡Muchacho, mi querido muchacho! —La voz de Dalmau le arrancó de su ensimismamiento. Ni tan sólo había oído la puerta de la iglesia al abrirse, perdido en divagaciones del pasado.

—¡Vaya, el viejo león todavía se hace oír! Dalmau, viejo amigo, ¿cómo estás? —Guillem se sintió sobrecogido ante el aspecto de su superior, enflaquecido y macilento, con unas oscuras bolsas violáceas colgando de sus ojos.

—¿Estar?… Muchacho, empiezo a tener la molesta sensación de no estar en ningún sitio. Demasiados años, ésa es mi única enfermedad, soy una vieja ruina que se va desmoronando poco a poco. —Dalmau le sonreía, divertido ante su expresión de alarma—. ¡Vamos, chico, no dramatices! Hace tiempo que ya sabes andar solo, y muy bien por cierto, el viejo Guils estaría orgulloso de su trabajo, ¿no te parece? Incluso te has convertido en un buen maestro.

Guillem le observaba, incapaz de responder, con una expresión triste en sus facciones. Intentó devolverle la sonrisa sin conseguirlo, una mueca forzada y poco convincente.

—Es ley de vida, Guillem, una ley que por lo que veo sigue provocando tu enfado. ¡Vamos, muchacho, alegra esa cara! Te aseguro que oigo a mis huesos refunfuñar en una conversación estúpida, en la que ni me dejan intervenir. No me hagas lo mismo, olvídate de mi salud y alegra a este viejo con las últimas noticias.

—Dalmau, no tengo más noticias de las que ya sabes, llevamos corriendo una semana para acudir a tu urgente llamada. ¿Qué demonios ocurre para tanta prisa? —Guillem no pudo evitar un cierto tono de reproche.

—¡Por fin salió el muchacho malhumorado que conozco! —Rió Dalmau—. Empezaba a preocuparme ante tanto abatimiento, Guillem. Me alegra comprobar que todo sigue en el mismo lugar y que el hambre y la urgencia consiguen arrancar de ti los peores instintos. Por cierto, ¿te has enterado de la última desgracia del de Foix?

Guillem contempló al sonriente Dalmau con el ceño fruncido, lo último que necesitaba era una larga crónica de las desventuras del conde de Foix, pero conocía demasiado bien a su superior. Era un experto en todos los aspectos que atañían a la política y a los conflictos de la corte, desde los asuntos más graves hasta los chismorreos que sacudían los tálamos de la nobleza. Era parte de su trabajo, desde luego. Se encogió de hombros en un gesto de resignación.

—Supongo que te has enterado de su rebelión contra el rey de Francia, ¡demonios de hombre! —insistió Dalmau—. Desde la muerte de Juana de Tolosa el pasado año, la última descendiente directa de los auténticos condes, todo ha sido un desastre, muchacho. Desde luego, el de Foix no pudo resistir la cólera al ver al francés, con un considerable ejército, bajar a Tolosa para hacerse cargo del condado. Sin embargo, nuestro rey se limitó a prohibir a todos los nobles de estas tierras que le ayudaran, incluso se habla de una violenta discusión con su hijo, el infante Pere. Ya sabes que al heredero no le gusta esa política de su padre…

—Vamos, Dalmau, todo eso me suena a antiguo, sabíamos que eso ocurriría tarde o temprano. El viejo conde Raimond de Tolosa, no tuvo más remedio que casar a su hija con uno de los vástagos del rey de Francia, ¡perdieron la guerra, amigo mío! Que Joana y su marido Carlos murieran el año pasado no cambia nada, Tolosa ya pertenecía a la Corona francesa. Y tu buen rey Jaime ya había firmado su famoso Tratado de Corbeil, ¿qué demonios esperabas? —Guillem estaba irritado, no tenía ganas de hablar de política—. Y puedes sumar a todo este desastre, la conclusión, que Roger Bernat de Foix se está pudriendo en alguna maldita mazmorra, posiblemente en Carcassonne.

—Exacto, muchacho. El de Foix está encarcelado, pero eso no es todo. Parece que el rey Jaime ha ido a ver a su yerno, el rey francés. Supongo que sabes que su hija Isabel está casada con él, y le acompaña Gastón de Bearn, que es suegro del de Foix, y…

—¡Por los clavos de Cristo, Dalmau! Llevo una semana sin tiempo para comer, para dormir, han intentado asesinarme…, ¿qué representa todo esto? ¿Me has llamado para ponerme al corriente de los lazos familiares de toda esta gente? —Guillem estalló, estaba fuera de sí.

—¿Qué quieres decir con lo de que han intentado asesinarte? —Dalmau atajó su crónica política y lo miró con expectación—. Dijiste que tu última misión había acabado con éxito, cosa comprobada, por eso te llamé.

—Dalmau, hay cientos, acaso miles de sicarios que andan tras de mi sombra. Muchos de ellos estarían encantados de acabar con mi vida. Ése es el trabajo que hago, para el que fui instruido como siempre te encargas de recordarme. Trabajo por el que te obstinaste en viajar por medio mundo y arrancarme de Palestina donde, por cierto, a pesar de la guerra, estaba mucho más tranquilo. Y ahora, ¿cómo demonios puedes sorprenderte de que haya gente encantada de rebanarme el cuello? —Guillem le lanzó una mirada feroz.

—Ya veo, creo que lo que necesitas es una copiosa comida y diez horas de sueño. Se te pasará el enfado y podré hablar contigo. —Dalmau no parecía impresionado por el malhumor del joven.

—¿No pretenderás que organice una operación de rescate del de Foix? —Se alarmó Guillem ante la perspectiva de las lóbregas mazmorras de Carcassonne.

—¡Oh, cielos benditos, eso sí que ha tenido gracia, muchacho! —Dalmau prorrumpió en carcajadas, pasando su brazo por los hombros del joven y acercando sus labios hasta su oído le susurró—: Bien, te confieso que ya me gustaría hacerlo, al fin y al cabo a mi edad lo más seguro es que pensaran que he perdido por completo los cabales. Vamos, Guillem, te buscaré el lecho más cómodo de la Encomienda y velaré para que nada turbe tu sueño.

Dalmau arrastró al joven hacia la torre, su flaco cuerpo todavía estaba sacudido por las carcajadas, la hilaridad que le había provocado la posible liberación del rebelde conde de Foix tenía a Guillem sumido en el estupor. Sin embargo, no opuso resistencia, permitió que su anciano superior le condujera hasta una ventilada habitación y le acomodara; al minuto, todas sus preocupaciones se fundieron en un sueño profundo.

El canónigo Verat estaba indignado, el paseo desde el convento de los dominicos hasta el viejo barrio de la ciudad de La Seu había logrado despejar su temor irracional sustituyéndolo por una rabia creciente que le quemaba las entrañas. No era suficiente el soportar el sarcasmo de aquel maldito advenedizo de Bertrán de Térmens, sino que a ello se habían añadido las poco sutiles amenazas de fray Ermengol. Le trataban de forma vejatoria e indigna, olvidando ambos que sin su intervención no tendrían nada ni a nadie a quien perseguir. Y sin embargo, se habían apoderado por completo de su plan. Y por si le faltara algo al cúmulo de insultos, el mismo obispo de Urgell, Pere d'Urtx, se había atrevido a ordenarle que se apartara de los hombres de la Inquisición, con el triste razonamiento de que aquél no era su trabajo… ¿Acaso creía que la herejía no era asunto de toda la Iglesia? Verat aborrecía al obispo, de la misma manera en que aborrecía a casi todos sus compañeros canónigos, incapaces de reaccionar a no ser que el problema en litigio tuviera que ver con sus bolsillos. ¡Entonces sí, si alguien se atrevía a poner en duda sus privilegios, todo eran planes de guerra y hostilidad! Verat despreciaba a sus pusilánimes compañeros, a los acomodados canónigos convertidos en un selecto grupo siempre dispuesto a contar sus beneficios materiales, ajenos al mundo de pecado en que vivían y siempre atentos a cualquier conflicto que pusiera en peligro sus intereses.

Se arrebujó en su amplia capa, empezaba a caer una fina llovizna fría y desagradable. Sintió un escalofrío que le recorría el espinazo, Verat tenía un temor supersticioso ante todo aquello que tuviera que ver con el agua, e incluso un ligero aguacero conseguía que el escaso vello que cubría su cuerpo reaccionara de inmediato. Su obsesión llegaba hasta el punto de medir cuidadosamente el agua de la jofaina, antes de hacer sus abluciones matinales. Una sola gota de agua, desencadenaba en su memoria el terrible naufragio del que había sido víctima cuando era un muchacho, el rostro de su hermano tragado por enormes olas, su brazo apuntando al cielo en demanda de Una ayuda inexistente. En sus peores pesadillas, Verat vivía una y otra vez aquel horror, sin descanso, sus oraciones no eran escuchadas, y más parecía que el Altísimo encontrara placer en contemplar sus esfuerzos para que las violentas olas no inundaran sus pulmones.

Pasó por delante del hospital de los Canónigos, corriendo, acercándose a las casas de piedra con elegantes porches que eran parte de su vivienda, lejos de las murallas, en el centro mismo de la ciudad. Entró en su casa jadeando, sorprendido ante la cálida luz que salía del comedor. No eran horas para visitas inoportunas. La mesa estaba servida con esmero, un aromático trozo de queso de cabra reposaba en el centro del plato, con una hogaza de pan tierno a su izquierda. ¿Quién había entrado en la casa? Verat contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos, no había nadie en aquella maldita ciudad que simpatizara con él, ni que fuera capaz de un obsequio parecido. Su mirada se detuvo en la botella de vino que presidía la mesa, junto a su copa de madera pulida. La sorpresa inicial fue desapareciendo de las facciones del canónigo, reemplazada por una sospecha que le hizo sonreír con suficiencia. No había duda alguna, debía haberlo pensado desde el principio, aquella deleznable mujer había vuelto, convencida acaso de que una limpieza a fondo y una elegante mesa le harían cambiar de opinión. Una mujerzuela sucia y desharrapada, siempre con el gesto provocativo y soez de su especie, capaz de lo peor con la simple excusa de sobrevivir. No había dudado ni un instante en expulsarla de su casa, cuando le llegó el rumor de que compartía algo más que la limpieza con un canónigo vecino. ¡Un escándalo insoportable! Y ahora aquel ser desgraciado intentaba buscar su favor, su compasión, pensando que borraría su espantoso pecado con una estúpida lisonja a su estómago. Verat soltó una seca carcajada, la casa resplandecía sin una sola mota de polvo ni suciedad. Se sirvió una copa de vino mientras examinaba tanto esfuerzo inútil, ya había hablado con los encargados correspondientes para que la mujer fuera expulsada de las viviendas de los canónigos, muchos de ellos incapaces de escapar a los peligros de la carne.

Se sentó en la alta silla de roble, sin fuerzas para encender el pequeño hogar, cuidadosamente preparado con varios leños en ordenada formación, ¡la maldita zorra había pensado en todo! Intentó apartar de su mente la voluptuosa imagen de la mujer, no podía perder el tiempo en minucias, debía reflexionar sobre temas mucho más importantes y graves. La cólera volvió a apoderarse de él al pensar en Bertrán de Térmens, ¡maldito arrogante! Había sido el primero en oír su historia, en llevarle a presencia de fray Acard, y no había sido una buena idea. Se había precipitado en correr a los brazos del dominico sin tener en cuenta las garantías suficientes. Verat sacudió la cabeza con fuerza, esperaba una buena recompensa y, en cambio, intentaban robarle hasta las migas del festín. Debía haberlo supuesto, no era la primera vez, conocía a Acard desde hacía tiempo, mucho tiempo… Era un hombre peligroso y él lo sabía más que nadie, conocía todos sus secretos. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los secretos de Acard podían ser una mercancía excelente, aunque era imprescindible extremar la cautela. Bertrán de Térmens también lo sabía, era un hombre inteligente y prudente, no se había dejado engañar como él. Por un momento, su enfado se convirtió en admiración, aquel hombre era mucho más listo, no estaba dispuesto a ser pisoteado, pero ¿cómo podía intuir tan bien las intenciones de Acard? Verat las conocía, hasta había oído a Acard planificar la manera más sutil de deshacerse de Bertrán, implicándole para acusarle de ser hereje y ahogarle en la misma pira de aquellos a los que denunciaba. Pero aquel hombre había sido más astuto que ellos, desde luego. Al contrario que él, impaciente por recibir halagos y el peso de las monedas en sus manos.

Volvió a servirse otra copa de vino, paladeándolo. Era excelente y no pertenecía a su bodega, estaba seguro, ¿de dónde lo habría sacado aquella bruja? ¡Bah, a quién le importaba, tenía otros problemas que solucionar! De repente, sintió un leve mareo, la cabeza le daba vueltas, y cuando intentó incorporarse, las paredes de la habitación se movieron en una curva imposible. El techo desaparecía tragado por los muros que se inclinaban hacia el centro, resbalando lentamente. Parpadeó varias veces, mirando su copa de vino, no había bebido lo suficiente para culpar a aquel buen añejo de sus espejismos. Acaso se había quedado dormido sin darse cuenta y estaba soñando. Gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente, viajando hacia sus ojos sin que pudiera evitarlo, sus brazos estaban firmemente agarrotados, casi incrustados en la silla. Verat quería despertar, rezaba para que ese milagro ocurriera, porque no podía ser otra cosa que una de sus pesadillas, y concentró todo su empeño en atrapar de nuevo la realidad. Cerró los ojos con dificultad, murmurando una plegaria, y fue entonces cuando empezó a oírlo… Primero se levantó una brisa fría que chocó contra su frente, helando el sudor. A los pocos segundos, un fragor que crecía, aumentando de intensidad. «¡Dios misericordioso, no, otra vez no!», susurró en un murmullo. Una espuma blanquecina le golpeaba, un muro de agua que se alzaba amenazante estrellándose contra sus pobres huesos y lanzándole en todas direcciones. Verat se aferraba al triste madero con desesperación, sin poder ver más que una opaca pared líquida que se cernía sobre él. Un brazo se alzó surgiendo de la marea acuosa, un brazo cubierto de algas grises que danzaban en la espuma, y al final del brazo unos contraídos y descarnados dedos que atrapaban sus cabellos. Verat gritó con el pánico formando parte de su piel, gritó y se revolvió con fiereza, golpeando y arañando aquel brazo que lo arrastraba al abismo. Con un último impulso desesperado, el canónigo abrió los ojos y se incorporó de golpe, tropezando y cayendo al suelo, empujándose con las piernas hasta chocar con una de las patas de la mesa del comedor, de la que cayeron todos los preparativos de la cena. Horrorizado, contempló cómo la pared frontal se convertía en una cortina líquida que avanzaba hacia él, la copa caída rodaba hasta ser tragada en una explosión de espuma gris, sucia, y el plato se rompía en mil pedazos; sólo el sonido metálico del cuchillo rebotó en un eco que se perdió en la violenta tormenta. Verat aullaba de terror, encogiéndose sobre sí mismo, pataleando con rabia e impotencia. Y la voz de su hermano sonó entre el torrente de agua que impregnaba las paredes: «ayúdame, ayúdame…». Una voz lejana que se acercaba, que hacía surgir unos brazos macilentos con la carne colgando de los huesos, sobresaliendo de la pared líquida… Brazos que se alargaban en hilos interminables. Verat reaccionó, fuera de sí, arrastrándose hasta el cuchillo caído, sintiendo la frialdad del agua que ya lamía sus pies, y con los ojos desorbitados blandió el arma, lanzando golpes de un Indo a otro, ciego a todo, en pugna con la marea gris que seguía su avance devorando sus piernas en un remolino vertiginoso. La sangre empezó a salpicar las paredes húmedas, grabándose en el agua en signos extraños, en tanto Verat acuchillaba los brazos de su hermano muerto.

Cuando la mujer entró en la estancia, cargada con un cobertor limpio para la cama del canónigo, fue incapaz de creer lo que sus ojos contemplaban. Verat se revolcaba como un endemoniado, arrastrándose por las baldosas, blandiendo un cuchillo con el que se hería una y otra vez, aullando palabras ininteligibles. La afilada hoja desgarraba cada palmo de carne que encontraba, ensañándose especialmente en sus brazos que colgaban hechos trizas, con una fuerza infernal que los obligaba a empuñar el arma, ajenos a su propia carnicería. El agudo chillido de la mujer rompió el aire, en extraña comunión con el último estertor del canónigo que, tras arquear de forma inverosímil el cuerpo ensangrentado, cayó exánime, mudo.