Ciudad de Lleida
«¿Mentir?… ¿Me estáis preguntando por la naturaleza de la mentira, señor? Os responderé desde mi baja condición de hombre simple y sencillo, sin grandes palabras ni teologías, lejos de las aulas en que los hombres sabios buscan el fondo exacto de cada letra. La mentira, señor, es la excusa del que teme perder algo. Y su gravedad aumenta en tanto aumentan los bienes en peligro, confundiéndose el derecho a la posesión con el poder que ésta otorga. De ahí, señor, que el mentiroso sea siempre un ladrón de todo aquello que, por ley, no le pertenece».
ORSET
A qué vienen tantas preguntas? Ignoraba que fuerais tan entrometido, de lo contrario no hubiera aceptado vuestra compañía en tan largo viaje.
Acard de Montcortés, fraile de la Orden de los Predicadores, utilizó un tono agrio y descortés al tiempo que lanzaba una despreciativa mirada a su interlocutor.
—Sólo me he limitado a hacer una simple pregunta, no era mi intención molestaros. Ignoraba que interesarme por el lugar de vuestra procedencia fuera una ofensa. Os ruego que me disculpéis… Tal y como muy bien habéis dicho, éste es un largo viaje, y si os he ofrecido mi compañía no se debe a ninguna Intención de fisgonear en vuestra vida, fray Acard. Supongo que sabéis que éste es un trayecto peligroso y no es prudente viajar en solitario. De todas maneras, aún estáis a tiempo de prescindir de mi insoportable curiosidad, ni yo ni mis mulas os lo tendremos en cuenta. —Orset calló con esfuerzo, eran tiempos en que toda cautela era poca y el hábito de su compañero no invitaba a dejar la lengua suelta.
El camino de los dos hombres se había cruzado a la salida del pueblo de Ponts, reuniendo en un misterioso designio a dos seres totalmente opuestos. El visible desprecio de fray Acard se debía en gran parte al aspecto físico de Orset, un enano de cuerpo deforme y piernas arqueadas. Sin embargo, Acard se equivocaba en su apreciación superficial, ya que tras la apariencia del enano se escondía una mente brillante e intuitiva que le había proporcionado una envidiable situación económica y social. A diferencia del dominico, Orset jamás hacía ostentación de sus logros, ya que la vida le había enseñado que lo más prudente era protegerse de la envidia ajena, y sabía que sus semejantes preferían siempre mostrar una manifiesta compasión por sus defectos físicos. La piedad representaba para él una especie de salvoconducto que le permitía seguir vivo. Hacía ya muchos años que se dedicaba al comercio de hierbas medicinales, negocio que había ampliado pacientemente con los preparados especiales de los mejores curanderos, con los que mantenía un trato excelente. Preciosos aceites vegetales para las enfermedades de la piel, jarabes para los males del pecho, pócimas y ungüentos que sus mulas acarreaban con delicadeza. No era menos cierto que su probada y conocida honradez le había proporcionado clientes fieles, ansiosos por verle llegar a sus pueblos y que formaban largas colas para adquirir sus remedios. No podía quejarse, las cosas le iban bien, y el último mercado en el pueblo de Ponts confirmaba una vez más los beneficios de su trabajo. Beneficios cuidadosamente protegidos y ocultos en uno de sus frascos de hierbas. Orset era consciente de su fragilidad física, cosa que compensaba con una absoluta confianza en sus animales de carga, sus mulas eran animales fuertes e inteligentes, adiestrados para huir a toda velocidad en respuesta a uno de sus gritos, «sobre todo, Isabella», pensó, un animal terco y obstinado que sólo parecía sensible a las indicaciones de su amo. Sí, aquélla era la ventaja de criar uno mismo a los animales, de ser el primer ser vivo que podían contemplar al nacer, el rostro ancho y aplastado de sapo sonriente que los miraba con satisfacción. Sus tres mulas, Isabella, Boira y Lluna, eran sus mejores compañeras, las más fieles, convencidas de su responsabilidad hacia él, como si interiormente supieran que debían compensar las carencias de su amo y formar a su lado un universo especial y privado.
—He visto que gozáis del respeto de la gente, Orset, es evidente que confían en vos y en vuestros remedios. ¿Siempre viajáis de un lado a otro con vuestra mercancía? —A pesar del visible esfuerzo, la arrogancia no había desaparecido del tono de fray Acard.
—En realidad no es así. Mis viajes empiezan en la primavera y terminan al final del verano, fray Acard, siempre en compañía del buen tiempo. Éstas son tierras hostiles en pleno invierno, y sólo los desesperados se lanzan a ellas en mitad de la nieve y el frío. Gracias a Dios misericordioso, éste no es mi calo… —Orset respondió con naturalidad, inmune al tono altanero del dominico.
—¡Malas tierras, un norte repleto de herejes y rebeldes, deberían quemar todos en el Infierno! —La súbita exclamación del fraile sobresaltó a Orset.
—Si os referís a las revueltas que de vez en cuando azotan estas tierras de Urgell, dudo que el fuego del infierno fuera la solución más sensata, fray Acard. Además, es poco probable que hallarais leña suficiente para tan monumental hoguera. Supongo que ya sabéis que el pobre conde de Foix ha sido hecho prisionero de los franceses…
Orset dejó la frase en el aire, su instinto de supervivencia se Impuso. Al fin y al cabo, sólo hacía tres años que Roger Bernat, conde de Foix y vizconde de Castellbó, había firmado la paz con el rey Jaime en una tregua inquietante. Y no sólo eso, el obstinado conde se había rebelado contra el rey de Francia, cuando éste avanzaba hacia el condado de Tolosa para tomar posesión de él, las hermosas tierras del Languedoc habían perdido la batalla.
—¡Ralea de herejes esos Foix, se lo tiene bien merecido, ojalá se pudra en una mazmorra para siempre! —Fray Acard no pudo evitar una cierta satisfacción ante las penalidades del noble.
—Me temo que seáis injusto, fray Acard. Y os ruego me excusáis, pero culpar al pobre Roger Bernat de Foix de todos los males de esta tierra… —Orset pensaba, no deseaba pasar varias jornadas oyendo los exabruptos del dominico y, después de lanzar un profundo suspiro, siguió hablando—: Estoy seguro de que sabéis que el malestar que perturba el ánimo de estas gentes comenzó hace cuatro años con la muerte de Alvar, el conde de Urgell, y con el intento de apartar a sus hijos de la sucesión en favor de su hermano, Guerau de Cabrera. Eso fue lo que encendió los ánimos, fray Acard.
—¿Acaso estáis defendiendo a un maldito rebelde a nuestro buen rey Jaime? —La voz del dominico era helada.
—Como muy bien podéis comprobar vos mismo, tengo poca altura para defender a nadie, fray Acard. Sólo me limito a exponer las habladurías que corren de boca en boca…, y el conde de Foix, que también está ligado a esta tierra desde hace muchos años como vizconde de Castellbó, es una figura importante en la región, muy respetada. Al mismo tiempo, es tutor de los hijos de Alvar de Urgell, que en paz descanse. Como es natural, no tuvo más remedio que defender los derechos de los muchachos a la muerte de su padre. Espero que no olvidéis que nuestro buen rey Jaime apoya las pretensiones contrarias.
—¡O sea, que estáis insinuando que esos rebeldes del demonio tienen razones de peso para enfrentarse al rey! —Los ojos de Acard despedían chispas.
—No, fray Acard, no insinúo nada, me limito a exponer las pequeñas turbulencias que azotan esta tierra y causan miseria y pesar en las pobres gentes como yo. Podéis hacer con dicha información lo que os plazca, sois hombre más educado que yo para estos menesteres de poderosos. Y permitidme que os diga, que aunque detestéis las preguntas, tal parece que estéis acostumbrado a hacerlas de manera descortés y amenazadora… Es posible que ni yo ni mis mulas estemos acostumbrados a este trato.
—Bien, bien, disculpadme si os he ofendido, Orset, pero os aseguro que no necesito de vuestras simples clases de historia. —Acard reprimió su hostilidad, intentando suavizar sus modales. No podía olvidar la importancia de su misión, y aquel enano deforme le estaba sacando de sus casillas—. Pero ya que admitís mi educación superior, no estaría de más que os recuerde que los hijos del difunto conde Alvar, que habéis mencionado, son fruto de un matrimonio ilegítimo… ¡Con una hermana del de Foix!
—¿Ilegítimo? Pues no lo entiendo, fray Acard, a mí me contaron una historia muy diferente a la vuestra. Según dicen, cuando el pobre conde Alvar no era más que un niño, lo casaron con una sobrina del rey Jaime, una Monteada. Y después, tus consejeros, ¡y ya me diréis qué consejeros!, intentaron casarlo con una Anglesola, cosa que no consiguieron. Finalmente, cuando pudo escoger por sí mismo, se quedó con Cecilia de Foix, provocando la cólera del rey Jaime y de los Monteada… ¡Hasta el mismísimo Papa metió baza en el asunto! Pero, aunque os pese, los hijos de Cecilia algún derecho tendrán, ¿no os parece? Eso es lo que la gente sencilla sabe, fray Acard, aunque desconozcamos el nombre de las fuerzas oscuras que mueven el mundo. Y comprendo que no os guste, pero esos chicos tienen sus derechos, y por esta simple razón andamos inmersos en guerras interminables que no nos dejan vivir en paz. —Orset respiró hondo después de tan largo discurso.
—Estáis muy informado a pesar de la ignorancia de la que hacéis gala, Orset. —Acard fijó la mirada en el pequeño comerciante, como si quisiera atravesar su mente, disgustado ante tanta erudición.
—Me educaron bien, puede decirse que tuve mucha suerte. —Orset ladeó la cabeza, aguantando la mirada de Acard sin pestañear—. Veréis, mis pobres padres quedaron horrorizados ante mi aspecto, ¿sabéis? No era lo que ellos esperaban, desde luego…: un joven fuerte que les ayudara en las duras tareas del campo. Incapaces de aceptar mi pobre persona, acudieron a un convento de franciscanos que accedieron a hacerse cargo de mí. Y no sólo me acogieron con gran ternura, fray Acard, sino que se preocuparon seriamente por mi futuro. Fueron ellos quienes me facilitaron el estudio de las hierbas medicinales. —Orset sonrió, sabía que lo más prudente era ceñirse a la verdad siempre que fuera posible, la mentira debía tener causas importantes y precisas, sin abusar nunca de ella, bordeando la frágil frontera de las medias verdades.
El dominico guardó silencio, había escuchado con suma atención. Orset aprovechó aquella pausa para reflexionar. Tal como había planeado, su encuentro con Acard tuvo lugar a la salida del pueblo de Ponts, después de una espera de dos días. La larga sombra del fraile, montado en un caballo pardo, salió del antiguo monasterio de Gualter, y ésa era la señal que esperaba Orset para emprender la marcha. Después, hacerse el encontradizo en el camino no había sido difícil, era el tiempo adecuado en que mucha gente emprendía viaje. Y aunque fray Acard no había dado grandes muestras de entusiasmo por su compañía, Orset adivinó un silencioso gesto de alivio, un respiro contenido ante la posibilidad de compartir los riesgos del camino.
—Decidme, Orset, ¿sois hijo de estas tierras? —La repentina amabilidad de la pregunta no engañó al comerciante.
—Cada año hago esta ruta, fray Acard, ya os lo he dicho. Recorro todo el norte. Es por ello por lo que conozco bien esta tierra, pero mi lugar de origen está lejos de aquí, cerca de la ciudad de Tarragona, en un pequeño pueblo. —Mintió con toda naturalidad—. Y vos, ¿puedo preguntaros si sois originario de estas tierras?
—No, no, no…, tampoco. —Se apresuró a contestar el dominico con una sonrisa forzada—. Es a causa de mi trabajo por lo que me hallo aquí. Soy un humilde servidor del obispo de Urgell.
—Entiendo. —Orset reprimió una sonrisa al oír la palabra «humilde» en boca de Acard—. Y decidme, ¿tiene algo que ver vuestro trabajo con la Inquisición, fray Acard?
—¡Pero qué estáis diciendo! —El rostro de Acard expresaba algo cercano al temor.
—Bueno, yo creía que vuestra orden se ocupaba de esos asuntos. Todo el mundo sabe que lleváis las riendas del tribunal de la Inquisición, es de sobra conocido. —Orset le miraba con aire inocente—. Como habéis dicho que trabajabais para el obispo de Urgell…
—¡El obispo nada tiene que ver con el Tribunal, ni todos mis hermanos son inquisidores, qué tontería! Además, no creo que sean asuntos de vuestra incumbencia, Orset. Mis pobres hermanos que combaten la herejía, cumplen una difícil tarea, mucho más difícil de lo que nunca os podáis imaginar. ¡No pasa un día sin que dé gracias al Altísimo por esa labor tan dura y peligrosa, y vos deberíais hacer lo mismo! Esos herejes son gente violenta y perversa, no sólo expanden sus monstruosos errores como la lepra, sino que osan alzar su mano contra mis pobres hermanos. ¡No sabéis nada del enemigo con el que se enfrentan, Orset, nada! —Acard estaba lívido, el esfuerzo por contenerse provocaba un extraño rictus en sus labios.
—Tenéis razón, poca cosa sé, la verdad. Acaso por ello me sea precisa vuestra iluminación, porque hay cosas que no entiendo, fray Acard… No comprendo los motivos de vuestros hermanos para desenterrar cadáveres y quemarlos, ¡por muy herejes que hayan sido! ¿Acaso creéis que sus espíritus siguen vivos y clamando sus pecados? —Orset estaba disfrutando en su papel de comerciante iletrado e ignorante, le producía una satisfacción difícil de explicar. Sabía que el dominico no podía hacer nada contra él, no en aquellos momentos, y eso representaba un auténtico alivio, porque de lo contrario…, bien, de lo contrario, se habría guardado sus palabras en el lugar más oculto. Pero era una tentación demasiado grande y no podía resistirse—. Es que mucha gente se hace las mismas preguntas que yo, fray Acard, es algo que nos impresiona y asusta. Veréis, creo que hará unos siete años no se hablaba de ninguna otra cosa, desenterraron los huesos del pobre señor de Castellbó y los de su hija, la abuela del de Foix que tanto detestáis, y los quemaron, fray Acard, los quemaron allí mismo. Y Dios me libre de discutir sus equivocadas creencias, jamás ocultaron sus simpatías por los cataros, pero… ¿creéis que los huesos contagian la herejía?
—¿Os habéis vuelto loco, Orset? No os deberíais expresar de forma tan imprudente, alguien podría pensar que os halláis en la frontera herética. Tenéis suerte de que mi labor se limite A la de ser un simple mensajero del obispo, pero cualquiera de mis hermanos podría sospechar que vuestras palabras encierran un velo de crítica o, lo que es peor, una estúpida simpatía por esos herejes. Os aconsejo que seáis prudente.
—¡Dios de misericordia, fray Acard, vos veis herejes hasta en el aire que respiráis! —Orset parecía escandalizado—. Mis palabras sólo son simples preguntas que pretenden entender mejor los designios de nuestra Santa Madre Iglesia. ¿Cómo podéis sospechar de la oveja que busca la protección de su pastor? Sé muy bien que cuidáis de nuestras almas para que nada las confunda, pero también es cierto que os ocupáis de educar nuestros débiles espíritus… ¿No creéis? Mi pregunta se debe a mi temor, fray Acard, hay habladurías de espectros errantes, de almas pecadoras de los condenados que vagan en la noche al acecho de los inocentes y…
—¡Eso es una simple barbaridad, Orset! ¿Cómo podéis prestar atención a tales estupideces? La Iglesia no está obligada a dar explicaciones, ni a vos, ni a gente como vos. La teología es una ciencia difícil que requiere años de estudio y de meditación, demasiado compleja para mentes simples. ¡La fe es suficiente! Fe en nuestro Señor y en sus mandamientos, que son los de la Santa Madre Iglesia, ¡no necesitáis nada más! Y si tenéis fe, ninguna pregunta turbará vuestra alma inmortal, no existirán las preguntas. Y os suplico de nuevo que seáis más prudente, estas tierras del norte alimentan la ponzoña en su vientre, y cualquier precaución para arrancar de cuajo el veneno de la herejía es poca. ¡Y estad atento! Vuestro trabajo os permite la cercanía con la gente, y es posible que apreciéis algún detalle que pase desapercibido a mis hermanos. Las habladurías pueden ser un engaño, Orset, insidias para perder vuestra alma, vigilad a aquel que las propaga. Y sabed que cualquier información, por pequeña que os parezca, os engrandecerá a los ojos de Dios y de mis hermanos.
Acard dio por terminada la molesta conversación, espoleando su montura hasta situarla ante la reata de mulas de Orset. Necesitaba alejarse y recuperar la compostura. ¿Cómo era posible?… Estaba perdiendo el control y ponía su misión en peligro. Desde el inicio, había permitido que aquel deforme enano marcara el ritmo de la conversación, atrayéndole hacia temas sumamente delicados en su actual situación y, lo que era peor, no había sido capaz de detenerlo. Había picado el anzuelo como un estúpido barbo ignorante, sin pensar en las consecuencias. Acard de Montcortés estaba de mal humor, llevaba días con la furia palpitando en sus sienes, contrariado por la actitud del superior del monasterio de Gualter, que pretendía mantenerse al margen con una retahíla de ambigüedades, como si aquellos perversos tiempos se solucionaran con un compendio de tratados filosóficos. ¡Hasta una parte del propio clero se atrevía a poner en duda sus métodos! Hastiado y lleno de cólera, reprimiendo oscuras amenazas contra el abad de Gualter, Acard había partido precipitadamente sin despedirse. Era la única razón lógica de su conducta ante Orset, aquella rabia incontenible que no había encontrado otro curso de salida y que, sin previo aviso, se había desbordado sin contención, haciendo peligrar de forma imprudente la tarea que llevaba entre manos. ¡Y no podía repetirse! Sin embargo, Acard sabía que existía algo más que provocaba su reacción, una repugnancia extrema ante la visión de aquel ser deformado hasta la pesadilla, de aquel hombre, ¿hombre?… El dominico se permitió una risa contenida, breve, era difícil comprender la voluntad del Todopoderoso al alumbrar a aquella monstruosidad. Aunque lo más probable fuera que el Señor se hubiera limitado a castigar los flecados de sus padres, no podía existir otra respuesta. ¿Y aquellos obscenos y sacrílegos comentarios acerca de la quema de los cadáveres de herejes consumados? ¿Cómo se atrevía a poner en duda la actuación de sus hermanos? Aquello había sido lo peor, su esfuerzo por disimular la indignación y el apretado nudo que se había formado en su estómago, le habían dejado exhausto, con la mandíbula dolorida y los dientes todavía rechinando en su boca. ¿Acaso aquel individuo era idiota? Desde luego no era una idea imposible, las deformaciones del cuerpo siempre escondían las de la mente, de lo contrario, ¿quién, en su sano juicio, se hubiera expresado en tales términos ante un miembro de la Orden de los Predicadores?
Acard de Montcortés intentó relajarse en su silla de montar, sus miembros estaban agarrotados y doloridos, la única manera en que su cuerpo respondía a la presión contenida, convirtiéndole en una rígida vara de roble. Sacudió la cabeza de lado a lado, moviendo el cuello, alejando pensamientos perturbado res… ¿Orset, un hereje? Soltó una carcajada seca, todo aquello rayaba en la locura, ni siquiera un cátaro convencido sería capaz de tanta estupidez. Debía tranquilizarse, serenar el ánimo, ya eran muchos años al servicio del inquisidor, sospechando de todos los que se cruzaban en su camino, calibrando palabras y gestos. Aunque no podía negar que poseía un olfato especial para la herejía y pocas veces se equivocaba, la olía al igual que un campesino percibe el estiércol. Hubo algunos errores, deslices sin importancia, pero la búsqueda de la verdad tenía un precio y era inevitable pagarlo. Acard no creía en la inocencia, no existían los inocentes, hasta la más tierna criatura venía al mundo marcada con la culpa ancestral y perversa del pecado. De repente, la imagen de una cabellera roja atravesó su mente, unos ojos abiertos en una muda pregunta, llamas danzando sobre unos pies desnudos… Sacudió la cabeza de nuevo, con fuerza, no era el momento indicado para perder el tiempo en divagaciones, era preciso concentrarse en el papel que representaba. «Soy un simple servidor del obispo, nada más, nada más, nada más…», repitió con insistencia. Debía olvidar la arrogancia de su auténtico cargo, desaparecer en el anonimato de un simple criado y dejar de cometer errores, había demasiado en juego. Además, la presencia del enano podía servir a sus intereses, ¿quién iba a sospechar de su auténtica personalidad al lado de aquel sapo retorcido? Era un factor que debía convertir en ventaja, siempre que fuera capaz de controlar su carácter, sin permitir que los absurdos comentarios de aquella mente perturbada le enfurecieran. Se removió inquieto, la perspectiva no era halagüeña, era difícil aceptar que un ser insignificante y sin entendimiento lograra arrancarle su disfraz con tanta facilidad. No podía volver a ocurrir.
Orset contempló la envarada espalda del dominico con la risa bailando en sus labios. Había conseguido ponerle nervioso, hasta el punto de verse obligado a alejarse para mantener el control. No era un mal comienzo, conocía perfectamente el carácter colérico de Acard, siempre dispuesto a lanzar órdenes y muy estricto en que fueran cumplidas de manera tajante. Era posible que fuese la primera vez que se enfrentaba a la representación de un personaje tan diferente de sí mismo, un papel para el que no estaba preparado. ¿Un servidor del obispo aquel hombre arrogante y autoritario? Era algo difícil de creer. Pero nadie le había obligado a pasar por tal trance, su propia ambición le arrastraba en la creencia de que aquella delicada misión le encumbraría a las más altas cimas del poder. Y Acard no compartiría esta posibilidad con nadie, y precisamente en ello radicaba su punto débil… Orset conocía los detalles y, a pesar de ello, se maravillaba de la extraña casualidad que habían esperado durante tanto tiempo, mucho tiempo. Quizás Dios, su Dios, en su bondad infinita, alteraba el complicado tablero de juego en donde los humanos no cesaban de probar suerte. Y aunque así estaba planeado cuidadosamente, no existía la absoluta seguridad de que Acard tomara el mando personalmente, pero allí estaba. La intervención divina movía los peones a su favor, con lentitud, y después de muchos años volvía su rostro hacia ellos.
Acunado por el agradable y familiar ritmo de Isabella, Orset contemplaba la figura alta y enjuta del dominico, su rostro alargado en donde los visibles huesos del cráneo daban forma a la carne, la piel tirante en unos pómulos que sobresalían como montañas hostiles.
—Presta atención, Isabella —susurró Orset, acariciando el cuello del animal—, fíjate en cómo su cuerpo expresa sus sentimientos, esa rigidez severa que lo domina y que su pobre animal carga con esfuerzo, el peso de tanta arrogancia y pecado. Dios es generoso con nosotros, mi buena compañera, por fin ha recibido con misericordia nuestras plegarias y nos ha enviado este inesperado regalo. Nos toca ahora recibirlo con cautela y prudencia, con sus pautas marcadas hace ya mucho tiempo, como en una compleja y misteriosa pieza musical, mi querida amiga. Va llegando la hora de que los músicos tomen asiento y afinen sus instrumentos, todo debe estar a punto para la armonía final.
Guillem de Montclar soltó las riendas de su montura extendiendo los brazos por encima de su cabeza y bostezando. Estaba realmente cansado, y un molesto calambre le recorría la espalda hasta detenerse, con insistencia, en la base de la nuca. La hermosa yegua árabe que montaba, indiferente a su aburrimiento, siguió su cansino paso a través de la puerta de la Suda, encaminándose hacia el camino de Gardeny. Guillem dio un brusco tirón a las riendas, deteniéndose y desmontando, e iniciando una serie de movimientos de flexión que provocaron la repentina hilaridad de Ebre. La brusca parada, pilló al muchacho medio dormido, despertándose con la sorpresa reflejada en el rostro y nervioso ante el eminente topetazo de su caballo con el trasero blanquecino de la yegua que le precedía. Durante la última hora, Ebre dormitaba al compás de su montura, incapaz de mantener el peso de sus párpados. Llevaban unos días a un ritmo inhumano, casi sin descansar, viajando día y noche, hasta el punto de que el muchacho se había acostumbrado a dar largas cabezadas sobre su caballo.
—Baja, Ebre, llevas días soñando sobre ese pobre animal, y toda fortuna tiene un límite. Lo último que necesito es a un escudero con las piernas partidas o con el cráneo hecho pedazos. ¡Despierta, chico, contempla esta maravilla!
En la vertiente sudeste de la colina que contemplaban, la impresionante mole de la Suda se alzaba dominando toda la ciudad de Lleida. Después de cuatro siglos de dominación musulmana, la gran ciudadela de la Suda continuaba transformándose, remodelación a remodelación, adaptándose a los gustos cristianos. El 24 de octubre de 1149, las tropas del conde Ramón Berenguer IV, junto a las del conde de Urgell, habían conquistado la dudad a sus antiguos habitantes y, a pesar del tiempo transcurrido, las obras seguían incesantes. La dudad parecía cautiva de una actividad febril. Los mercaderes del otro lado de los Pirineos habían potenciado la fabricación de tejidos, aprovechando las miles de cabezas de ganado procedentes de la Vall d'Aran, del Pallars y de los extensos prados de Andorra, donde pasaban los inviernos en las verdes tierras del Urgell y la Llitera. Lleida se había convertido en una de las más importantes ciudades textiles, y sus productos viajaban a toda Catalunya, a Aragón y Valencia.
—¿Sabes por qué la llaman la Suda, Ebre, qué significa? Porque deberías saberlo, tu padre se removería en su tumba ante tu ignorancia. —Guillem tenía una sonrisa irónica, contemplando el rostro somnoliento del muchacho.
—Recinto fortificado, fortaleza, lugar protegido por murallas… —recitó Ebre, molesto ante el sarcasmo—. Y mi padre seguirá en su tumba en paz.
—¡Por todos los demonios, chico, qué susceptibilidad! Deberías encontrar un poco de sentido del humor en este cuerpo desgarbado. Se te está poniendo cara de mulo empecinado, y si no le pones remedio, se te va a quedar esa mueca agria para el resto de tu existencia.
—Igual me quedo como tú —respondió Ebre con el ceño fruncido y los labios apretados en una fina línea—. ¡Por qué tanta prisa, parece que nos esté persiguiendo el mismísimo diablo, desde que nos encontramos al tal Gombau no tenemos tiempo ni para respirar!
Guillem no contestó, miraba al muchacho con curiosidad. Conocía perfectamente su historia, tan parecida a la suya propia. Ebre era el hijo del mejor patrón de las barcazas templarías de la Encomienda de Miravet, un musulmán que había muerto ahogado en un desafortunado accidente. Su hijo, de tres años, que iba con él en la barcaza, no murió de milagro gracias a los esfuerzos de una tropa de templarios que patrullaban el río. Fue acogido en la Encomienda de Miravet y se le otorgó el nombre del río que a punto estuvo de abrazarlo entre sus aguas. Hacía un año que Guillem de Montclar había sido llamado a la fortaleza de Miravet para hacerse cargo de un extraño caso, la desaparición de un enigmático constructor templario en circunstancias desconocidas[1]. Allí había conocido al joven que fue puesto a su servicio a pesar de sus reticencias, y más tarde, cuando finalizó su misión, sus superiores le ordenaron hacerse cargo de la instrucción del muchacho. Fue una imposición que Guillem aceptó a regañadientes, no se sentía preparado para instruir a nadie. Sin embargo, no podía rehusar una orden, y tampoco olvidar que él había empezado de la misma manera y casi en parecidas circunstancias. También su padre había muerto cuando contaba pocos años, también el Temple de Barbera le había acogido hasta convertirse en su propia familia, también le había otorgado un maestro…, el mejor maestro, Bernard Guils. Una punzada de dolor inconsciente le atravesó el pensamiento, la muerte de Guils le había dejado huérfano de nuevo, y todavía sentía una pena profunda ante su ausencia. Sabía que allí se escondía el motivo, en la sensación de pérdida que aún le atrapaba, por lo que había sido hostil a hacerse cargo de Ebre. Todavía se sentía un alumno como para ser un buen maestro. Sin embargo, Dalmau, su superior, había sido inflexible, había llegado el momento de responsabilizarse de la formación de un nuevo espía, era parte de sus obligaciones, tal como Bernard Guils había hecho con él. Guillem no deseaba discutir, sabía que era inútil, pero en su fuero interno dudaba; él no era Guils, no estaba preparado. Pero comprendía las razones de su superior y en cierto sentido le daba la razón, no podía pasarse la vida llorando la ausencia de su maestro.
Tenía muchas cosas en común con aquel hosco muchacho que le miraba con desafío y se rebelaba ante cada orden, como si cada uno de sus quince años le retara día a día y sin cesar. Sin embargo, poco a poco, durante aquel año, un delgado e incipiente hilo de comprensión se estableció entre ellos, casi sin esfuerzo. Las constantes rebeliones de Ebre contra su autoridad, contra todo tipo de imposición, empezaron a hacerle sonreír…, le recordaban a alguien. Y no pudo dejar de admirarse por la paciencia ejercida por su maestro. Él, por su parte, no gozaba de aquel caudal de aguante y sus broncas con Ebre eran interminables.
—Fíjate, Ebre, el mismísimo Julio César arrasó a los ejércitos de Pompeyo muy cerca de aquí, chico, en las proximidades del río Segre. Fue atacado desde allá arriba, ¿lo ves? Observa los muros cortados en la roca viva, a golpes de pico. ¡Y mira hacia allí, el portal de Sas! Un túnel perforado en la piedra por nuestros antepasados, fueran quienes fueran. —Guillem sonreía, estaba repitiendo las mismas palabras que una vez oyó a Bernard Guils ante el mismo panorama.
—Supongo que encuentras muy gracioso reírte de mí y de mi padre, ¿no es cierto?… Que fuera musulmán es motivo de broma. —Ebre miraba en dirección contraria, de espaldas, con sus oscuros ojos medio entornados.
—Vaya, vaya, o sea, que buscas una excusa para pelearte con alguien y descargar ese malhumor. —Guillem se acercó a él lentamente, sin dejar de flexionar los brazos—. Verás, tu padre fue el mejor patrón que tuvo el Temple de Miravet, conocía el río como quien conoce su propia casa. Todavía ahora, en la Encomienda, explican sus proezas como si fueran parte de una leyenda, porque no sólo se le apreciaba, fue un fiel amigo del Temple al que se amaba por su valía y su forma de ser. Aún lloran su ausencia, Ebre…, y que yo recuerde, el hecho de ser musulmán jamás disminuyó su prestigio. Personalmente, no tuve el placer de conocerle, pero no quiero que olvides su lengua, ése es un patrimonio que te legó y que algún día puede serte necesario. En cuanto a mí, dejé muy buenos amigos en Palestina, y algunos de ellos eran musulmanes… Lo sabrías si alguna vez tuvieras el detalle de escuchar lo que te cuento. Simplificando, Ebre, yo no tengo esa clase de problemas, aunque es posible que tú sí te los hayas planteado. Y si es así, chico, no me compliques en tus absurdos desvaríos.
Ebre dio un largo suspiro, en silencio, decidiéndose por fin a descabalgar, imitando inconscientemente a Guillem en sus flexiones y aspavientos de brazos y piernas. Estaba cansado y de mal humor, sólo deseaba dormir y que le dejaran en paz una semana entera. De pronto, se vio sacudido por una fuerte palmada en la espalda que le hizo perder el equilibrio.
—¡Despierta de una vez, señor susceptible, pareces más muerto que vivo, por los clavos de Cristo! Deberías aprender de tu pobre caballo, también está reventado de cansancio y no por ello anda relinchando barbaridades.
—¿Y por qué tanta prisa, qué demonios sucede? —Ebre se apartó del joven con prudencia, no quería volver a recibir una palmada refrescante—. Llevamos días corriendo como locos, como si se hubiera prendido fuego en todo el mundo, y no entiendo la urgencia. ¿Te dijo algo ese ladronzuelo mercenario que no me hayas contado?
—No, chico, ya te lo he explicado unas cien veces, el tal Gombau no aportó la menor luz a las tinieblas. Y el motivo de la urgencia es muy simple, tenemos órdenes de llegar a la Encomienda de Gardeny a toda velocidad, y como también te he enseñado otras cien veces, las órdenes no se discuten en la Orden del Temple, se cumplen y basta. ¿Queda claro?
—Clarísimo, tan claro que estoy igual que al comienzo. ¿Mataste a ese hombre, Guillem, por eso me enviaste a comer? —insinuó Ebre, clavando sus ojos en Guillem para captar cualquier atisbo de disimulo.
—No, no lo hice, chico…, no valía la pena cansarse. En realidad, me limité a seguir tus sabias instrucciones y le arreé un considerable leñazo en tu honor. Yo también tenía hambre. —Guillem le dio la espalda, contemplando de nuevo la vista que se ofrecía a sus ojos.
Largos cinturones de muralla abrazaban la ciudad, defendiéndola y aprisionándola a la vez, destacando en un cielo de media tarde donde anchas bandas de nubes rosadas se alargaban perezosas. Frente a la colina de la Suda, se alzaba la de Gardeny, y en la extensa planicie de su cima eran visibles los edificios de la Encomienda del Temple, las orgullosas torres desafiando el paso del tiempo. Guillem montó de nuevo con suavidad, palmeando el poderoso cuello de la yegua al tiempo que hacía una seña a Ebre.
—¿Sabes lo que decía mi maestro, Bernard, cuando era yo quien ponía esa cara de burro muerto como la tuya? —Sin esperar respuesta, Guillem inició una canción a voz en grito, con una ronca y fuerte voz—: «La cara de asno te pesará, tu espalda se doblará y, con la nariz enterrada en la tierra, tu alma se perderá».
La mano resbaló lentamente, aflojando la presión, las intensas venas azuladas que la recorrían palidecieron, como caminos que olvidaran su trayecto a ninguna parte. Una sonrisa se extendió en sus labios en un gesto de profundo alivio, el dolor menguaba, viajaba lejos en un vano intento por atrapar uno de los senderos que marcaban las líneas azules de su mano. Entre sus parpados todavía podía contemplar la imagen que quedaría grabada para siempre en su memoria, acompañándole en aquel viaje sin retorno. En su piel, el suave roce de los cabellos cobrizos, como olas de un mar de fuego que le protegían del intenso frío que empezaba a ascender por sus piernas. Un recuerdo atravesó su mente como una espada afilada, los cabellos dispersos sobre una blanca almohada dibujando hermosas geometrías imposibles…, cabellos que ardían, enmarcando un rostro sin facciones, envuelto en un espeso humo gris.
Adalbert de Gaussac sintió cómo un grito se abría paso a través de su garganta reseca, un alarido de terror escondido en algún lugar de su cuerpo, encerrado en una celda estrecha y olvidada. En un último esfuerzo, el señor de Gaussac atrapó la voz que pugnaba por escapar, con la frente perlada de sudor y angustia, incapaz de detener la marea de recuerdos que se agolpaban en su mente y que pasaban velozmente: «¡Adalais, Adalais!». Cuánta memoria desvaneciéndose en un tiempo que expiraba, cuánta carga dejaba en sus frágiles hombros. Sus brazos perdieron fuerza y, por un breve instante, el miedo desapareció. ¡El miedo! El fiel camarada que le había acompañado durante toda su vida, una silueta opaca pegada a su piel que lentamente se había apoderado de su alma. «¡Perdóname, Adalais, perdona mi cobardía, este horror profundo adherido a mis pobres huesos, ese espanto que es mi único patrimonio!». Ignoraba si sus palabras, como una brisa callada, habían logrado salir de sus labios. Acaso fueran sólo pensamientos, murmullos demasiado tiempo encarcelados, que su voluntad ya no podía controlar. Una serena melancolía le invadía, subía por su cuerpo sin prisa y borraba cualquier sensación de que alguna vez hubiera poseído carne y sangre, no era capaz de recordar ni el aspecto de su propio rostro. Quizás ni siquiera fuera su voz la que oía, alguien hablaba en el interior de su cabeza, un desconocido que susurraba palabras suaves.
La encanecida barba de Adalbert de Gaussac se inclinó hacia la izquierda, la luz le rodeaba, un fulgor azulado y cálido que le envolvía y le protegía del frío helado. Olvidó su nombre y el nombre de todos aquellos a los que había amado, la historia que dejaba atrás sin rencor ni amargura, y entró en la luz sin una vacilación. En su primer paso, notó una sensación extraña, la pesada culpa que le había encadenado durante años desapareció sin dejar rastro. Un paisaje familiar le rodeaba, caminaba junto a otros que le miraban con ternura, acercándose a un ordenado montón de leña. Una mano apretó la suya y el reflejo brillante de un cabello en llamas le envolvió, el color del cobre pulido por el mejor artesano fue lo último que sus párpados cerrados le permitieron ver.