La llave de oro
«Conozco esa eterna discusión, la he oído en múltiples ocasiones: Verdad o Mentira, y todo lo que su significado conlleva. Nunca nadie me convenció acerca de su verdadera naturaleza, aunque es probable que mi trabajo acentúe mi escepticismo. Lo único que puedo añadir al debate, es que hay una Verdad que acompaña siempre al vencedor, como si se tratara de una parte legítima de su botín. Y esa certeza nunca me ha conmovido. Nadie es dueño de mi pensamiento, y lo que yo crea al respecto tiene poco que ver con los gritos de victoria, ése es un botín por el que no siento ningún interés. Sin embargo, ¿qué más puedo decir, si mi vida depende siempre de la convicción de mi engaño? Quizás en el fondo de mi alma sí existe una parte de verdad, escondida entre los pliegues de mis creencias, sin que su posesión me obligue a odiar a quien crea lo contrario. Soy un soldado del Temple, defiendo los intereses de mi orden como mejor puedo y de la única manera que me enseñaron, y en ocasiones mi única verdad es la duda».
GUILLEM DE MONTCLAR
Agazapado tras unos altos matorrales, el sonido de la conversación llegaba a fray Ermengol de forma incoherente. Palabras sueltas que volaban mecidas por la niebla y llegaban hasta él, nombres que lograban tensar los músculos de su cuello en un vano intento de ver lo que la bruma ocultaba: Orset, Orbria, Acard… ¡Acard! El nombre de su superior le hizo dar un respingo: ¿acaso se encontraba entre aquella tropa de herejes o le habrían capturado?
Había huido a toda prisa del monasterio, aprovechando la conversación que fray Cerviá mantenía con el abad, mientras él se mantenía en un segundo plano, arrastrando sus pies hacia la puerta de salida. No pensaba quedarse allí para ser juzgado como un simple delincuente…, era exactamente lo que había captado del comportamiento de Cerviá. Ante la polémica, éste prefería mantener su opinión oculta, esperando que los interrogatorios le iluminaran y le mostraran con toda crudeza la raíz del conflicto. Y Ermengol no tenía intenciones de arriesgarse, no antes de pasar cuentas con Acard. Era imprescindible hacerlo, su versión acerca de él era una obscenidad que no pensaba pasar por alto. Siempre había sido un espejo para él, la cristalina superficie donde Acard podía mirarse sin el temor de sus pesadillas y podía recuperar la nobleza de sus actos. Sin embargo, Sin embargo, había utilizado el inmaculado reflejo a la inversa, sin importarle los perjuicios que ocasionaba, para situarse en el lado contrario del espejo para envilecerlo. Intentaba cargar sus culpas en su pobre hermano de religión que sólo existía para ocultar sus pecados más oscuros.
Ermengol reprimió un grito de rabia que se deslizaba por su garganta y se apretó contra el frío suelo. Toda cautela era poca en aquella extraña situación y debía medir cuidadosamente sus pasos. Un solo error más y sus hermanos inquisidores caerían sobre él con el peso de las mismas leyes que él había aplicado con tanta dedicación. Y sólo había una solución posible: detener a Acard, borrarlo, eliminarlo, hacerlo desaparecer de su existencia. Su locura era un obstáculo para su vida, podrían creerle y arruinar su carrera en unos instantes. Todo el esfuerzo de aquellos duros años se vería envenenado por las palabras de Acard, ensuciado por sus viles insinuaciones.
Oyó cómo aquel grupo de herejes emprendía la marcha y su conversación se alejaba en la distancia, hacia el oeste. Ermengol se incorporó, respirando con jadeos entrecortados, y se encaminó hacia el centro de la planicie donde aquella gente se había detenido durante tanto tiempo. ¿Qué habría allí para merecer tanta atención? Sus ojos intentaban penetrar la espesa niebla, despacio, calibrando cada paso, cuando apareció ante su vista la pequeña ermita de Espía. ¡Allí estaba la razón! Un refugio para protegerse de aquel tiempo inclemente, mientras él pasaba la noche a un lado del camino, muerto de hambre y de frío. Avanzó hacia el muro en silencio, cuando algo viscoso y blando rozó su espalda y la golpeó. Ermengol se giró con el terror en su mirada.
—¡Tú! Pero ¿qué haces tú aquí…? ¡Creí que habías huido como un conejo asustado!
Un camino descendía desde la cima de Espía hasta el pueblo de Solduga, pasando por el Cap de Roques, unas formaciones de riscos que dominaban el paisaje. El vuelo del águila dorada, con sus enormes alas extendidas, acompañaba a la comitiva que avanzaba con dificultad. Tedball se había erigido en el único guía existente que sabía con certeza adonde se dirigía, los otros se limitaban a seguirle dócilmente.
Había sido un extraño encuentro. La brusca pregunta de Bertrán de Térmens a los recién llegados, acerca de la muerte de Acard, había dejado al grupo templario con la boca abierta.
—Como saludo me parece un tanto impertinente, Bertrán. —A Dalmau no le había gustado el tono acusador y sus profundas ojeras se acentuaron—. ¿Qué significa esa estúpida pregunta? Acaso tenemos cara de asesinos.
—Está bien, Dalmau, llevas razón, acepta mis disculpas. Pero ahí dentro está lo que queda de Acard de Montcortés, hecho una bola de carbón. He pensado que alguien le había prendido fuego, porque aún no ha llegado la hora en que pueda ver cómo uno mismo logra algo semejante. —El tono de Bertrán mantenía su hostilidad.
—¡Pero qué demonios te pasa! —saltó el Bretón a punto de estallar—. ¿Crees que nosotros le hemos preparado la hoguera? ¡Definitivamente has perdido el sentido, ni siquiera conozco a ese bastardo!
—¡Haya paz, caballeros, que aunque no lo parezca, creo que todavía estamos en el mismo bando! —Guillem intervino, alzando sus manos en un gesto conciliatorio—. ¿O es que algo ha cambiado y no nos hemos enterado?… Porque sería de agradecer que alguien me explicara con detalle de qué demonios va todo esto.
—¡Qué te lo explique Dalmau! Siempre ha sido el pico de oro de la familia —estalló Bertrán a gritos.
—¿Yo? Pero ¿qué tengo que explicar? —Dalmau les miraba perplejo, incapaz de entender el repentino estallido de sus compañeros.
La tensión acumulada de los últimos días hacía mella en el pequeño grupo, unos y otros mantenían una mirada hostil, con los nervios a flor de piel y prestos a saltar a la más mínima provocación.
Tedball salió de la ermita sin prisa. Miraba a sus amigos con la tristeza en el rostro, dirigiendo una señal de advertencia a su hermano que aconsejaba calma.
—Ya está bien, Bertrán, tranquilízate. Debemos enterrar lo que queda de ese hombre, es nuestra obligación cristiana y…
—¡Qué se lo coman los buitres, que igual se indigestan! —bramó Bertrán interrumpiéndole.
—Bertrán, ya es suficiente, te lo suplico. Yo también he recordado a nuestros hermanos pequeños, y cómo fueron asesinados. —Tedball hablaba con gravedad, con la vista clavada en su hermano—. Pero hay algo que me diferencia de Acard y deseo seguir con esa diferencia. O sea, que aunque tenga que hacerlo yo solo, enterraré a este infeliz, y después rezaré una oración por su alma. Perder el control en estos momentos y dejarnos llevar por la cólera no nos ayudará, ninguno de nosotros ha tenido nada que ver con esta espantosa muerte, Bertrán, y tú lo sabes.
Las palabras de Tedball, en un tono suave y sereno, actuaron como un improvisado calmante. Todos bajaron la cabeza como si la reprimenda fuera para cada uno de ellos y, silenciosamente, empezaron a actuar. Buscaron un terreno libre de piedras y, utilizando unas ramas como palas, excavaron en el duro suelo. Una manta vieja sirvió de mortaja para recoger los carbonizados restos, y Bertrán y Jacques descendieron el cadáver a la fosa recién abierta. Los demás se afanaron en cubrirlo de tierra, y Tedball, tal como había prometido, se arrodilló junto a la sepultura y empezó a recitar el oficio de difuntos. Uno tras otro, a regañadientes, se unieron a él.
—Bien, os agradezco a todos vuestra ayuda, sé que no ha sido fácil; perdonar nunca lo ha sido. —Tedball se incorporó—. Ahora seguiremos nuestro camino… Sé que ninguno de vosotros sabe nada más que ayude a iluminar nuestra situación, y que ello es causa de nerviosismo e inquietud. Todos habéis cumplido ya con vuestras instrucciones, con la parte que Adalbert os confió, pero falto yo…
Una algarabía de preguntas se levantó entre la comitiva, interrumpiendo a Tedball, que suplicó silencio.
—Si hay alguien tras nuestros pasos, cosa muy posible, os veo dispuestos a facilitarle el trabajo con vuestros gritos… Os he dicho que me falta por cumplir parte de mis instrucciones, es lo único que sé… Y ya que estáis todos aquí, supongo que Adalbert deseaba que nos reuniéramos para finalizar todo esto.
—¿Para finalizar el qué? Tedball, por Dios —clamó Dalmau con voz desmayada.
—No estoy seguro, Dalmau, no estoy seguro de nada. En este asunto, todo es lo bastante oscuro para adelantar teorías… —Tedball contempló los rostros escépticos que le rodeaban, e intentando cambiar de tema añadió—: ¿Qué debemos hacer con el cuerpo de Orbria, Orset, quieres enterrarlo aquí?
El enano, que hasta entonces se había mantenido al margen de las disputas, pareció pensar detenidamente.
—No quiero dejarla aquí, Tedball, pero no sé si la distancia que hemos de recorrer es muy larga. El frío es una ayuda, pero… Orbria querría estar con los suyos. Porque al fin y al cabo, todos vamos a otro entierro, ¿no es cierto, Tedball? —Orset los miraba con un destello de ironía.
Una expresión de estupor se apoderó de los presentes, exceptuando a Tedball que inclinó la cabeza asintiendo con gravedad.
—Sí, Orset, tienes razón, Orbria debe estar en el lugar que le corresponde, junto a los suyos.
Ermengol corría con el corazón palpitando, sus latidos sacudían su cabeza en un espasmo de horror. Nunca había sido perseguido hasta entonces, ya que su experiencia se basaba en representar el papel contrario. Había sido un cazador implacable, sin permitir que ninguna pieza lograra escapar a su incesante acoso. Ahora de nada le servían sus dotes de cazador de hombres y su rostro expresaba la desorientación más absoluta, en aquella cacería él era el trofeo principal. Corría y pensaba, con la frente perlada de sudor, nunca había previsto que uno de sus propios hombres pudiera actuar de aquella manera.
En la planicie de Espía, su sorpresa había sido mayúscula ante la súbita aparición de Gombau. El sicario mostraba un aspecto sucio y desharrapado, sus ojos estaban inyectados en sangre e incluso una repugnante baba se escapaba de sus labios al hablar. La lluvia había pegado sus cabellos en torno a la cabeza, formando un casco de mugre que enflaquecía sus facciones.
—Vaya, vaya, nuestro amigo Ermengol sigue husmeando sin rendirse —tronó Gombau entre carcajadas—. ¿Acaso buscáis a vuestro buen amigo Acard, mi muy honorable señor?
—¿Dónde te habías metido, miserable cobarde? —Ermengol se apartó ante el fuerte aliento de Gombau—. Creí que habías huido después de asesinar a Isarn, maldita estirpe del demonio. ¿Cómo fuiste capaz de algo así?
—¡Ya estaba muerto, descubrí que estaba muerto, y ni tú ni Acard os disteis cuenta! —Gombau se tambaleaba acercándose al dominico—. ¡Lo he descubierto todo!
—¡Es que todo el mundo se ha vuelto loco! ¿Qué estás diciendo, qué se supone que has descubierto? —Ermengol siguió retrocediendo hasta pegar su espalda a la pared de la ermita, un incipiente estremecimiento subía por sus entrañas.
—Que es una conspiración de los muertos, ¡eso he descubierto! Los muertos que tú perseguías, Ermengol, todos aquellos a los que nos obligaste a asesinar. ¡Tus malditos muertos me buscan para arrastrarme a la tumba, y después vendrán a por ti! —Los gritos se mezclaban con sus estridentes carcajadas.
—¡Ya es suficiente, Gombau, estás borracho! ¿Dónde está Acard, sabes dónde está? —Un helado escalofrío recorrió el pecho de Ermengol, contemplaba a aquel hombre completamente enloquecido sin moverse, paralizado por un miedo cerval.
—¿Acard, quieres a tu querido Acard? —El rostro de Gombau se acercó hasta rozarle una mejilla—. Pues bien, cumpliré tus órdenes como siempre. Voy a buscarle, así podrás contarle lo que piensas de sus «pesadillas», y le explicas con todo detalle lo que hiciste con su amiga Adalais.
Ermengol lanzó el puño contra el sicario con todas sus fuerzas, sin conseguir atraparlo. Gombau había desaparecido entre grandes risotadas, dando saltos entre la niebla. Se apoyó contra el muro, le faltaba el aire y una angustiosa sensación de ahogo le hacía boquear en busca de consuelo. Su cuerpo se deslizó lentamente hasta caer sobre la tierra húmeda, estaba exhausto, incapaz de entender lo que ocurría a su alrededor. No era sólo el vino lo que turbaba aquella mente, era algo más lo que deformaba sus facciones hasta convertirse en la expresión real de la demencia. ¡Aquel hombre estaba trastornado! La certeza de la afirmación se abrió paso en la mente de Ermengol, como la luz de una llama penetra en la oscuridad. ¿Estaba Gombau con Acard, no le habían capturado los herejes?… El cúmulo de preguntas le asfixiaba, paralizado y sin respuestas a las que recurrir, y sin embargo, su mente le enviaba un urgente mensaje: ¡debía reaccionar y hacerlo con la máxima rapidez! Con esfuerzo se llevó las manos a sus sienes, alisando los grises cabellos desparramados. Pero ¿qué era lo que debía hacer?
Perdió la noción del tiempo, ignoraba si llevaba allí horas o instantes, cuando oyó las carcajadas de Gombau que se acercaban de nuevo. Se incorporó a duras penas, pensando en cómo deshacerse del sicario y mandarle de vuelta al monasterio, pero sus pensamientos se detuvieron de golpe ante la imagen que surgía de la neblina. Gombau se acercaba arrastrando algo oscuro que parecía deshacerse entre sus manos, zarandeándolo ante sí y bailando. Ermengol afinó la vista, intentando adivinar sus intenciones, aunque todos sus presentimientos no le prepararon para lo que se avecinaba.
—¡Aquí tienes a Acard, mi noble señor, un poco quemado por tus traiciones, pero dispuesto a escucharte atentamente!
Gombau enarboló lo que parecían unos restos humanos carbonizados, tirándolos a la cara de Ermengol, que lanzó un grito agudo. Se apartó de un salto, tropezando con una piedra y dando de bruces contra el suelo, mareado por el penetrante olor de putrefacción quemada. El rostro de Gombau se acercó de nuevo a él, tendiéndole una mano grisácea y acariciando con ella sus mejillas.
—¿Lo ves? Ya he encontrado a Acard, y él está contento de verte, Ermengol. ¿Ves sus manos?… Sólo desean acariciarte y perdonarte. —Gombau cayó a su lado, con las blandas y rosadas manos de Acard jugando en sus dedos—. Te lo he dicho, Ermengol, lo he descubierto todo y ya no puedes engañarme… ¡Todos vosotros estáis muertos y odiáis que yo siga con vida! Por eso habéis organizado esta maldita treta, para cogerme.
Empecé a sospechar cuando Sanç, y el de Cortinada vinieron hasta Tremp, fuisteis muy inteligentes, pero no tanto como yo. Y ya he terminado con todos, Ermengol, los he devuelto a su pútrida tumba… A todos, excepto a ti.
Ermengol se levantó con el rostro desencajado, sus ojos desbordaban de sus órbitas. Emprendió una veloz carrera, buscando con la mirada el camino por el que había desaparecido la comitiva de los herejes. No había otra salida, no podía volver al monasterio, no podía regresar a nada de lo que conocía… Corrió con desesperación, huyendo de aquel diablo que había ascendido a la tierra desde lo más profundo para buscarle. A sus espaldas, Gombau comenzó a vociferar con la voz rota, señalándole con los huesudos dedos de Acard: «¡Corre, corre, Ermengol, pronto te atraparé!».
Adalais aligeró a Betrén de la silla y de los arreos, ocultándolos entre unas matas, y acarició su oscura piel. Después, con un suave cachete en el trasero, le dejó ir. Betrén trotó unos pasos, girando la hermosa testuz hacia la joven, con la vacilación del protector que duda de la fortaleza del protegido. Adalais le sonrió.
—¡Vamos, muchacho, aprovecha el momento, corre, ahora no puedes venir conmigo! —gritó dando palmas con las manos.
Betrén escuchaba con atención, los brillantes ojos fijos en su joven jinete. Sacudió la cabeza en una especie de gesto afirmativo, con su negra melena lanzada en una cascada de cabellos que volaban como plumas al viento, y emprendió un trote ligero y seguro, perdiéndose en la estrecha vereda. Adalais contempló la esbelta figura y después dirigió su mirada al cielo. El gris dominaba el firmamento en una sola e ilimitada nube, y el ambiente estaba cargado de una humedad densa que arrancaba olores de tierra mojada de la misma piedra. Había dejado de llover sin que la promesa de un simple rayo de sol se mostrara con timidez, la niebla aún persistía en los tramos altos en alargados fragmentos vaporosos. Adalais paseó por el filo del profundo cañón del Barranco del Infierno, un tajo impresionante en la montaña, hecho como si una gran espada hubiera caído del mismo cielo a una velocidad vertiginosa. Se dirigió hacia una formación de piedras unos metros más arriba, buscando hasta encontrar un agujero en la roca, disimulado por la propia configuración del peñasco. Se inclinó y entró, arrastrándose de rodillas unos dos metros y desembocando en una pequeña gruta que le permitió incorporarse de nuevo. En la pared contraria se abría un boquete oscuro que se perdía en las profundidades, y un intenso olor a humedad vacía la impregnó de pies a cabeza. La joven se sumergió en él palpando la pared, atenta a no resbalar por la pronunciada bajada de roca resbaladiza. Sus manos encontraron una soga adherida al muro y, más abajo, en el suelo, un paquete cuidadosamente envuelto. Lo desenvolvió y extrajo dos antorchas, encendiendo una de ellas y colgando la segunda a su espalda. Después dejó el envoltorio en el mismo lugar, tal y como lo había encontrado. Sin una vacilación desapareció por el túnel, firmemente agarrada a la soga que conducía al fondo de aquel pozo. Las llamas de la tea golpeaban las paredes en un círculo perfecto, disminuyendo de intensidad a medida que avanzaba, hasta que sólo quedó un punto luminoso que descendía hasta desaparecer.
—¡Quietos, parad un momento y callaos! —Guillem se había detenido.
Acababan de pasar la pequeña aldea de La Espluga, una extraña población construida dentro de la misma roca, incrustada en unas peñas que la ocultaban. Sólo se oían los balidos de las ovejas encerradas más arriba, entre la alargada cueva que escondía la aldea.
—¿Qué pasa ahora? —Tedball miraba al joven con inquietud.
—Si os calláis, os lo diré inmediatamente. —Guillem ladeaba la cabeza, sus finos oídos captaban un sonido peculiar—. Alguien nos está siguiendo.
—¿Estás seguro? Desde que abandonamos Espía no he oído a los perros… —intervino Dalmau, estaba al límite de sus fuerzas y agradecía aquella parada aunque no estuviera dispuesto a reconocerlo. Su rostro parecía encoger, pegándose a los huesos en un último esfuerzo.
—Completamente seguro, Dalmau, alguien nos está siguiendo y sin mucha precaución. Creo que deberíamos dividirnos.
—¡Voy a atrapar a esos malnacidos! —El vozarrón de Jacques resonó en un eco.
En un gesto de decisión, que imitó Bertrán, ambos iniciaron la marcha en dirección contraria, con el rostro cruzado por una sombra de malhumor y hostilidad.
—¡Alto ahí, muchachos, no me parece la mejor idea! —Las palabras de Guillem detuvieron sus pasos en seco—. Jacques, eres el menos indicado para desaparecer, Dalmau va a necesitar muy pronto de tus piernas y de tu fortaleza. Escuchad, ya que hemos llegado hasta aquí, merece la pena que empecemos a pensar con la cabeza… ¿Estás de acuerdo conmigo, Bertrán?
Dalmau se desplomó resbalando hasta el suelo, su semblante estaba pálido como la cera; gruesas gotas de sudor llenaban su frente. Bertrán volvió a su lugar en la comitiva junto a Jacques, que corrió en auxilio de su compañero.
—Creo que sólo es necesario que uno de nosotros emprenda una pequeña investigación —continuó Guillem, una mueca de preocupación atravesaba su frente—. Sería un riesgo en estos momentos volver a la división del grupo. No pongo en duda que al principio fuera necesario, no importa la razón ni la conozco, pero ahora… Mi intuición me dice que ahora es importante mantener compacto el grueso de nuestro grupo, hay algunos de nosotros que necesitan ayuda. Y no me refiero sólo a Dalmau…
Guillem observaba a Orset, firmemente aferrado al burro que transportaba el cuerpo de Orbria y mudo desde que habían salido de Espía. Éste le devolvió la mirada con un gesto de asentimiento y todos quedaron en silencio unos instantes, sin energía para discutir.
—Creo que tienes razón, iré yo —murmuró Bertrán con voz grave.
—No, Bertrán, creo que sería una decisión equivocada. —Guillem atajó un principio de protesta que se desvaneció rápidamente—. Te guste o no, perteneces al grupo original que empezó todo esto y debes continuar. No sé qué es lo que deseaba Adalbert de Gaussac ni lo que pretendía, pero creo que todos vosotros debéis permanecer unidos en estos momentos. Es sólo un presentimiento, lo sé, no tengo argumentos razonables para convenceros, pero sólo os puedo decir que mis presentimientos nunca me han engañado hasta ahora.
Tedball se sentó junto a Dalmau, facilitándole agua del pellejo que llevaba y visiblemente preocupado por su estado. Como en una señal invisible todos se relajaron, unos reposando la espalda en el lugar más cercano, otros sentándose en el suelo. Orset aflojó la presión sobre la soga que sujetaba al animal, hasta el momento no había sido consciente de la fuerza con que lo arrastraba y, al mirarse la mano, observó que sangraba tiñendo de rojo el dogal. Con un suspiro, dejó la cuerda y se sentó al lado de Bertrán.
—Es curioso, Guillem, pero comparto ese presentimiento —comentó Tedball—. Desde que hemos dejado la cima de Espía, algo me dice que algunos de nosotros no deben separarse ahora, nuestro grupo de origen debe permanecer unido sin fisuras ni discusiones.
—Bien, entonces iré yo… Soy el único, junto a Ebre y quizás Jacques, que no comparte la memoria que os une. Y esa memoria es, desde el principio, el único mortero que une esta extraña historia, ¿no os parece? Mi demora no puede significar nada, no he tenido instrucciones de Adalbert en ningún sentido, ¿comprendéis? De alguna manera, estoy fuera…
La pequeña asamblea asentía en silencio, perdido cada uno de ellos en sus propias emociones. Ni tan sólo el Bretón puso objeciones al comprobar el estado de Dalmau, y sólo los grandes ojos de Ebre le miraron en una muda súplica.
—No, Ebre… —Guillem se acercó a él, apartándolo del resto—. Escucha, tenemos un grave problema. ¿Ves a Dalmau? No va a aguantar mucho, Ebre, se está muriendo. Su cuerpo aguanta sostenido por su obstinada mente, nada más… Necesito que estés con él, por si yo no puedo llegar a tiempo. Te lo suplico, sé que es duro, pero te pido que me sustituyas llegado el momento. No es un favor fácil de pedir, Ebre, y no lo haría en otras circunstancias…
Ebre enmudeció, sus ojos se llenaron de lágrimas ante las palabras del joven. En un gesto inusual, Guillem le abrazó, sabía por propia experiencia el dolor de la ausencia de los seres queridos y dudaba de su capacidad para asumir la pérdida de Dalmau, no quería pensar en ello a pesar de las evidencias.
—Debes ser fuerte Ebre, necesito toda tu fortaleza en estos momentos. Yo debo proteger el camino que Dalmau ha elegido, conseguir que llegue a su destino sin que nada ni nadie lo impida —susurró sin dejar el abrazo.
Soltó al muchacho con suavidad, Ebre restregaba sus ojos para borrar el rastro de las lágrimas. Su moreno semblante expresaba una nueva determinación.
—Estaré con Dalmau, Guillem, cuidaré de él. Y te esperaremos, sé que no llegarás tarde, nunca lo haces. —La confianza del muchacho fluía en cada una de sus palabras.
Guillem se dio la vuelta con un nudo en la garganta, contemplando a sus ensimismados compañeros. Dalmau le sonreía, con una mano alzada en señal de despedida. Un color marfileño avanzaba por su piel y sus ojeras parecían crecer a cada paso, devorando los suaves rasgos de su rostro.
Gombau se deslizaba por el camino como una serpiente que buscara el calor de la tierra quemada por el sol. Veía a Ermengol correr delante de él, con los hábitos volando como en un concierto de cuervos en busca de carroña, dejando fragmentos de su negra sotana en las zarzas del camino. El sicario no tenía prisa, quería disfrutar de la cacería como en tiempos pasados, jugando al gato que se entretiene con su víctima antes del último zarpazo. Ermengol se lo merecía, no hubiera sido justo acabar con él sin el placer que ambos compartían por las batidas… Aunque tenía que aceptar que el papel de Ermengol en aquellos momentos había cambiado, y acaso no fuera todo lo feliz que el momento exigía… ¡Qué maravillosos recuerdos! Gombau suspiró con satisfacción, ¡habían sido la mejor cuadrilla al servicio de la Iglesia! Pero la muerte había cambiado aquella inmejorable relación, sus compañeros siempre la habían temido, incapaces de aceptar el simple hecho de morir. ¡Eran los mejores preparando tumbas y los peores en ocuparlas! Eso es lo que ocurría, se negaban a admitir su propia naturaleza mortal.
Se agazapó rápidamente tras un seco matojo, Ermengol se había detenido derrumbándose en el suelo. Gombau soltó una contenida carcajada, el maldito fraile tenía hasta el alma exhausta y no podía con ella, jamás en su vida había corrido tanto y tan desesperadamente. Pero podía esperar, ya había aprendido lo suficiente acerca de los muertos que se negaban a morir, aunque era un hecho sorprendente que un espectro sintiera el cansancio… Gombau pensó unos momentos, era una duda importante y a buen seguro una maldita treta para engañarle. Sin poder contenerse ante la evidencia de su reflexión, soltó una espeluznante carcajada que resonó como un trueno, al observar cómo su antiguo compinche se levantaba de un salto y emprendía su loca carrera. No había duda posible, los espectros nunca sentían el más mínimo cansancio, no estaba en su naturaleza.
Guillem, cómodamente instalado en la gran peña de La Espluga, a varios metros de altura, vio pasar a fray Ermengol como una exhalación. Había inspeccionado la gran cueva de arriba abajo, encontrándose con el único clamor del rebaño de ovejas y con la convicción de que sus escasos habitantes estarían atareados en sus propias labores del campo. La pequeña iglesia de Santa Coloma, incrustada en un lado de la balma de piedra, se había convertido en la mejor torre vigía. Desde allí observó cómo sus compañeros se dirigían en dirección al Barranco del Infierno, aquella impresionante garganta que cortaba la montaña en un tajo decidido. Iban uno tras otro en ordenada fila, con Ebre convertido en lazarillo de Dalmau, que se inclinaba hacia el suelo como si no pudiera con su propio peso. A los escasos veinte minutos de espera, apareció la silueta del dominico corriendo por el estrecho camino, como si le persiguieran mil demonios enfurecidos. ¿Perseguido?… Guillem no pudo evitar una mueca de asombro, se suponía que aquel fraile les perseguía a ellos, ¿de quién huía aquel hombre? Perplejo, no pudo dejar de admitir que en aquella historia todo se resumía en imprevistas sorpresas que nadie podía vaticinar, hasta llegar al increíble punto en que un honorable miembro de la Inquisición corría como un loco, solo y sin la más mínima precaución. Controló sus deseos de seguir tras él y sacudirlo hasta que soltara toda la información que pudiera serle útil, cosa que representaba cualquier cosa por estúpida que fuera. Sin embargo, pudo más su curiosidad y su instinto de supervivencia: ¿quién demonios era el perseguidor? Su sorpresa fue aún mayor cuando, tras los pasos del dominico, apareció un hombre que parecía bailar en el camino, con dos manos putrefactas colgando del cuello. ¡Gombau, el ladrón de Ponts, el hombre que había intentado asesinarle y que decía estar al servicio de un fraile predicador! Guillem se giró de golpe, con la espalda apoyada en la peña, en un intento de controlar su estupefacción. Nunca había intervenido en un caso que le procurara tanta confusión. ¿Qué hacía aquel ladronzuelo persiguiendo a fray Ermengol de Prades? ¿Qué demonios pintaba en aquel turbio asunto?
Después de una pendiente interminable que parecía llevarla hasta el mismo centro del Infierno, Adalais desembocó en una enorme gruta natural. El agua caía en una cascada por un estrecho canal que partía la cueva en dos mitades casi simétricas. La roca mostraba un color rojizo con amplias vetas negras que dibujaban extraños trazos metálicos. La luz de la tea iluminó las paredes, mostrando soportes de hierro colocados ordenadamente, y en cada uno de ellos había su correspondiente antorcha. Adalais las prendió con deliberada lentitud, y la amplia estancia rocosa pareció resplandecer sin prisas, recuperando una claridad antigua, centelleando en la oscuridad las franjas metálicas de las vetas adheridas a la piedra. Contempló entonces que lo que le había parecido un estrecho canal de agua que descendía de las alturas, se convertía, al final de la cueva, en un pozo considerable por el que caía con estrépito el agua acumulada. Saltó al otro lado del estrecho canal, alejándose del fragor que se precipitaba por el oscuro boquete, y continuó su ritual encendiendo todas las teas que encontró hasta el final de aquella hilera interminable. Fue entonces, cuando se dio la vuelta y contempló la cueva en toda su inmensidad, cuando entendió por fin las intenciones de su padre.
Un enorme túmulo de piedra blanca se hallaba en el centro de aquella parte de la cueva, sostenido por cuatro impresionantes leones que abrían sus fauces en una advertencia callada. Una mujer de piedra yacía sobre la tapa del sepulcro, dormida, con los ojos cerrados y una enigmática sonrisa en su rostro pétreo. Su belleza se recortaba delicadamente en cada suave rasgo, que un anónimo escultor había tallado con admiración evidente. Adalais se acercó lentamente, sobrecogida, hasta quedar a pocos palmos de la mujer de piedra, sin poder apartar la vista de aquel semblante tan familiar. Como si fuera un espejo de agua sobre el que se reflejara, Adalais admiró su propio rostro. Entre las blancas manos de la imagen, un escudo protegía su pecho y las relucientes armas de los Gaussac resplandecían, devolviendo destellos de piedra a las preguntas que lanzaban las antorchas.
Ermengol no tuvo más remedio que detenerse, no había otra opción que entrar en el cauce del barranco y seguirlo en su infernal descenso. El barro le cubría casi por completo, a causa de sus continuadas caídas en el enfangado camino que le había llevado hasta allí. Las carcajadas de Gombau se oían muy cerca, a sus espaldas, y la brisa llevaba el rumor de sus pasos irregulares. El agua helada paralizó sus piernas, como un augurio que encogía su cuerpo y lo empequeñecía hasta desaparecer. Ermengol respiró con fuerza, intentando controlar el terror que le dominaba, arrastrando las rodillas en un movimiento mecánico que alteraba la corriente. Miró a sus espaldas en un vano intento de hallar una vía de escape que le llevara lejos de aquel lugar, lejos de aquel maldito asesino que buscaba su perdición. Pero sólo encontró la recortada silueta del sicario que le contemplaba con una ancha sonrisa, los brazos en jarras, en tanto las mustias manos de Acard oscilaban en su pecho. Retrocedió paso a paso, en una dura pugna con el agua que retenía sus piernas, a la vez que parecía empujarlo.
Gombau saltó al barranco lanzando espuma líquida sobre su antiguo superior, sin dejar de observar todas sus reacciones. Saltaba a su izquierda simulando cortarle el paso con aspavientos, o a la derecha, lanzándole muecas obscenas.
—Has de volver a tu tumba, Ermengol, no lo entiendes. No debes pasearte entre los vivos confundiéndolos… ¿Qué vas a conseguir con eso? Yo te lo diré: nada, no conseguirás nada, tu mundo ya no es éste, acéptalo, el tiempo de tus correrías ha terminado y todos aquellos que lo formaban han desaparecido de la faz de la tierra.
—Gombau, tranquilízate, cometes un error imperdonable. —Ermengol hablaba con suavidad, alargando las sílabas, en un último intento de supervivencia, controlando el temblor que le sacudía—. Yo no estoy muerto, ¡mírame! Mi corazón palpita al igual que el tuyo, y ambos deseamos lo mismo.
—¡Lo único que yo deseo es devolverte al lugar que te corresponde, porque sólo así conseguiré seguir vivo!… Y ése no es exactamente tu deseo, Ermengol, sólo quieres llevarme al infierno del que procedes. —El sicario mezclaba sus gritos con palabras lentas y susurrantes.
Ermengol retrocedía, con lágrimas en los ojos, su mirada dividida entre el hombre que le amenazaba y el precipicio que se abría a sus pies, muy cerca. El barranco caía en picado, sus aguas crecidas por las lluvias; y de su fondo surgían remolinos de espuma que rugían como bestias malheridas. En el filo del abismo, el dominico vacilaba por la fuerza de la corriente sin nada a lo que pudiera sujetarse, y ni tan sólo su fe parecía una soga lo bastante fuerte. Un destello imperceptible iluminó su mirada, abrió los brazos extendiéndolos, sintiendo cómo el frío le entumecía cada retazo de piel.
—Está bien, Gombau, acércate… ¡Ven a por mí! Muéstrame el camino de mi tumba. Pero antes he de confesarte algo que te asombrará y que debes saber: has descubierto nuestro plan y con él nuestra auténtica naturaleza, eres un hombre inteligente y sabes que estamos muertos, pero ¿acaso conoces cuál es la verdadera razón por la que hemos vuelto? —Ermengol hizo una larga pausa, estudiando a su contrincante con una sonrisa. Gombau frunció el ceño, la risa había cesado de golpe, y entonces Ermengol continuó—: Es una razón poderosa, Gombau, y sólo sabes una pequeña parte. Cierto es que hemos venido a buscarte, aunque no por el motivo que presupones. No hemos sido nosotros los que hemos huido de la muerte, sino tú… ¡Tú también estás muerto, Gombau, por esa única razón hemos venido a buscarte!
Gombau lanzó un alarido escalofriante, arrojándose contra Ermengol con la rabia en el rostro. El impacto los lanzó al vacío, y durante unos pocos segundos pareció que emprendían el vuelo, abrazados con una fuerza irresistible. Pero fue una sensación pasajera, pronto ambos cayeron en un interminable trayecto, diez metros más abajo, estrellándose contra la corriente con un estruendo que rebotó en las paredes del estrecho desfiladero.
Guillem dudó un instante, con la mirada perdida en el fondo, acercándose al abismo por el que habían desaparecido. Una cabeza sobresalió de la corriente, aullando y braceando con desesperación. No podía identificar a su dueño, la distancia era demasiado grande para reconocer de quién se trataba y, al mismo tiempo, Guillem no podía arriesgarse a que uno de ellos saliera con vida. Dalmau debía morir en paz, sin que nadie amenazara su destino. Con una profunda inspiración se lanzó al vacío, como una rígida flecha que apuntara con sus pies al remolino que se formaba más abajo. Un frío glacial cubrió su cuerpo, nadando y pateando con desesperación para encontrar una bocanada de aire puro, en tanto la corriente le golpeaba de lado a lado y el agua, convertida en un martillo sólido, le machacaba, arrastrándole hacia una roca de considerables dimensiones. En un esfuerzo sobrehumano, su rostro sobresalió del agua aspirando todo el aire posible, para luego esfumarse en un remolino que desaparecía en la piedra.
Adalais se incorporó sobresaltada, un grito apagado parecía resonar en algún lugar de la cueva. Había perdido la noción del tiempo, incluso creía haberse quedado dormida, sumida en un sueño donde su madre le mostraba un camino secreto. Se levantó y cogió una de las antorchas, avanzando hacia el pozo por el que se despeñaban las oscuras aguas, y sólo entonces percibió una abertura muy cerca de él. Entró con la tea extendida ante ella, con una sensación extraña, como si siguiera soñando y una mano blanca guiara sus pasos. Era un pasadizo bajo que la obligaba a andar inclinada, con una suave pendiente que giraba a la izquierda en una curva cerrada. Salió a un recinto húmedo que le permitió incorporarse, alumbrando un lago subterráneo del que no veía los contornos, sólo el sonido del agua resbalando en todas direcciones, como una melodía improvisada que cambiaba de notas con rapidez.
De entre la neblina blanca que cubría parte de la superficie, un hombre surgía del agua con un grito interminable. El cabello castaño ondeaba hacia atrás chorreando gotas líquidas, mecido por una brisa invisible, dejando al descubierto un rostro de facciones cuadradas y atractivas. El cuello bronceado emergía en medio de la blanca neblina, y sus ojos del tono de la tierra húmeda la miraban fijamente, sin ver, perdidos más allá de su presencia. Adalais reconoció al hombre de su sueño y un grito salió de su garganta, al mismo tiempo que un puñal se elevaba de las aguas a espaldas del desconocido. Una mano amarillenta que flotaba en el aire, con el metal del arma lanzando destellos plateados convertidos en haces de niebla.
Su grito provocó la reacción del hombre que se giró con inusitada rapidez, deteniendo con su brazo la trayectoria del puñal y desapareciendo en un torbellino de aguas revueltas. Adalais contuvo la respiración, corriendo hacia el lugar en donde el sonido del agua parecía girar y girar formando círculos concéntricos. De repente, las aguas se abrieron lanzando su espuma gris, y el cuerpo del hombre de su sueño se alzó hasta la cintura, con la respiración entrecortada y jadeante. Nadó hacia ella, ganando la orilla con esfuerzo y sobresalió del agua, clavando la vista en sus ojos. Su rostro aparecía ensangrentado, una fina línea roja atravesaba una de sus mejillas deteniéndose en el labio. Adalais estaba paralizada, sin saber el límite que separaba la realidad del sueño, de su sueño.
—¿Quién sois?… Me habéis salvado la vida —murmuró el joven, todavía jadeando.
Adalais no contestó, su mirada se perdía en las ondulaciones del lago subterráneo en donde había aparecido un cuerpo humano, girando cabeza abajo, su mano todavía empuñaba una daga. Otro bulto oscuro se acercaba flotando, como si no pudiera resistir la distancia que los separaba. El rostro perplejo de Ermengol contemplaba el techo de la cueva, con las manos extendidas a los lados y sus opacos ojos aún mostrando el horror ante la evidencia de su caída. Guillem siguió la mirada de la mujer, fascinado por los giros de los dos hombres, atrapados en un mismo círculo que tomaba velocidad. En pocos segundos, desaparecieron tragados por las aguas.
—Me llamó Guillem de Montclar, señora, y busco al señor de Gaussac.