Capítulo XV

La Garra del Diablo

«Ése es un tema que sólo incumbe a unos pocos escogidos por Dios, porque es a Él, nuestra Verdad Suprema, a quien corresponde determinar tal elevado concepto. Y esos pocos gozan de su Divina Inspiración para siempre, guiando al infeliz rebaño por la única senda. Dicha Verdad no interesa a la gente simple porque sus mentes no han sido preparadas para la Revelación, incluso por su propia naturaleza tienden a la tiniebla de la Mentira. En mi larga experiencia como inquisidor, podría deciros que las almas de baja condición son las que mienten por vicio o costumbre, sin entender el error en el que viven. Y ha sido el Misericordioso quien ha puesto en nuestras manos la vara para corregir sus falsedades y enderezar sus torcidas inclinaciones. No es tarea fácil, nuestro Señor nos exige un duro trabajo como guerreros contra el Mal, y a él nos aplicamos con todas nuestras fuerzas porque ésa es su Voluntad».

ERMENGOL DE PRADES

Orset se deslizó con cautela a través de la maleza, arrastrándose por el barro. Desde allí podía observar cuanto acontecía en el monasterio de Santa María sin ser descubierto. Había una gran actividad en el sendero que llevaba hasta la iglesia, y hombres y frailes se mezclaban mostrando parecidas armas y la misma gravedad en sus semblantes. Observó con detalle las edificaciones que formaban la gran construcción monástica, buscaba el lugar exacto donde estaban ubicados los establos. Había dejado a Orbria de nuevo en el pequeño agujero, consciente de que la anciana no tenía fuerzas para avanzar y dispuesto a encontrar una solución para ayudarla. En aquel momento echaba de menos a sus fieles mulas, cómodamente instaladas en un amplio establo de Talarn y bajo los cuidados de su amigo. Pero había sido la mejor solución para ellas, ¿qué culpa tendrían de sus conflictos humanos? Ahora estaba dispuesto a robar uno de los animales del abad, costara lo que costara. Sumido en sus meditaciones, dio un respingo al contemplar en la lejanía la figura de Ermengol de Prades. El dominico salía a hurtadillas del pórtico de la iglesia, mirando subrepticiamente en todas direcciones. Con paso ligero, se perdió en una construcción que Orset ya había identificado con los establos, en tanto a sus espaldas, una silueta flaca y baja de uno de sus hermanos de religión le observaba desde el pórtico con una amplia sonrisa. Orset se movilizó, reptando con ayuda de los codos e impulsándose con sus cortas piernas, sin perder de vista los establos. Vio salir de allí a Ermengol llevando de la brida a un caballo, sin montarlo todavía, adoptando una postura disimulada al tiempo que guiaba al animal hacia el camino que transcurría bajo el monasterio. Cuando el dominico se perdió en la penumbra, Orset aceleró el paso, medio agachado, corriendo hacia los establos. Nadie pareció apercibirse de su presencia, y ni siquiera los animales que allí descansaban dieron muestras de inquietud. Escogió un pequeño burro que dormitaba en un rincón, olvidado entre los elegantes alazanes del abad, y musitó unas palabras a su oído. El animal se mostró agradecido por su presencia, siguiendo sus indicaciones dócilmente y encantado ante sus caricias. Orset se detuvo unos instantes en la puerta y, tomando una bocanada de aire, salió con paso rápido, sin correr, medio oculto tras el cuerpo del animal.

—Orbria, ya he llegado, no debes preocuparte, ya estoy aquí. —Sus palabras eran un murmullo bajo.

No hubo ninguna respuesta. Orset palpó la pared en busca de la grieta, el anochecer caía con rapidez y su vista no distinguía el lugar exacto del escondite. Finalmente, su mano reconoció el relieve de la roca, asomó su cabeza y habló en tono bajo. Pero el silencio era el único habitante del oscuro agujero. Orbria había desaparecido.

—Eso no es un puente, eso no es nada… —La voz de Ebre adoptó un tono próximo al espanto.

Dos gruesas sogas se perdían en la noche, mecidas con fuerza por el viento que surgía de las propias aguas del río, y una especie de polea lanzaba inquietantes silbidos a cada balanceo. Ebre, en cuclillas sobre una roca, temblaba de miedo.

Rodear la torre de Cartanís les había hecho perder una hora entera, obligándoles a descender hasta el río a una distancia más alejada de lo que Guillem suponía. A oscuras, con el único resplandor de una luna que empezaba a menguar, la lluvia declinaba en finas gotas heladas. Y allí no había puente ni nada parecido, sólo aquellas cuerdas que aguardaban a los desesperados que intentaran cruzar a la otra orilla.

—No te pongas nervioso, Ebre. Si lo piensas con detenimiento, esta oscuridad nos favorece, no habrá manera de ver lo que hay ahí abajo. —Guillem, con el rostro inmutable, oía el fragor de los torbellinos del agua.

—Eso no me importa, ni me tranquiliza…, aunque no lo vea, sé que está ahí. Y este río está muy rabioso, puedo oírlo. —Ebre vacilaba.

—¿Tienes una idea mejor?

Ebre negó con un violento golpe de cabeza, intentando captar las facciones de Guillem en la oscuridad.

—Escucha, chico, nos deslizaremos los dos por esa polea. Y no voy a dejarte caer, eso ya lo sabes, es la única solución, Ebre. ¿O prefieres pasar a nado? —La voz de Guillem era un murmullo seductor.

—¡No aguantará nuestro peso! —La queja era ya un chillido.

—Sí aguantará, Ebre, son cuerdas de calidad, acostumbradas a trasladar mucho peso. Vamos, chico, eres tú quien se aburre con la vida de convento. —La ironía intentaba calmar los ánimos—. Y ya sabes que puedes cambiar tu existencia y volver a los rezos en Miravet, aunque éste no sea el momento adecuado para retirarse.

Guillem empujó con suavidad al muchacho, sujetando la polea con una de sus manos. Le ordenó que se sacara el cinturón y se atara con él a su cintura, a la vez que le indicaba cómo colocar las piernas, aferradas en torno a su cadera. Sintió temblar el cuerpo de Ebre contra el suyo, como una hoja de encina sacudida por un temporal, y con un suspiro de resignación comprobó la mejor manera de asegurar sus manos en el oscilante transporte. En el momento en que se dejaba caer sobre las enfurecidas aguas, un impresionante relámpago abrió el cielo sobre sus cabezas, iluminando el vertiginoso trayecto. El agudo chirrido de la polea al deslizarse por las cuerdas atenuó el sonido del trueno, chasqueando a cada tramo en tirones irregulares que encogían el ánimo de los involuntarios viajeros. Un golpe helado atrapó las piernas de Guillem, una fría bestia que le devoraba y le atraía, y necesitó de todas sus energías para sacar sus piernas de la corriente que le arrastraba, encogiéndose a su vez y luchando con el peso de Ebre que resbalaba.

El impacto contra una roca de la otra orilla les pilló desprevenidos, sin tiempo para sujetarse en una de sus aristas, como una coz que les devolviera a la corriente. Ebre manoteaba en el aire, sólo sujeto a Guillem por el cinturón, mudo ante el horror de precipitarse en el vacío. Los gritos de Guillem en demanda de calma no fueron atendidos, mientras se impulsaba con todas sus fuerzas para llegar de nuevo hasta la roca. Finalmente, sus dedos se cerraron en torno a una anilla de metal, un soporte de hierro clavado en la roca y pegado a la piedra húmeda como si fuera parte de ella.

—¡Ya basta, Ebre! —gritó Guillem con todas sus fuerzas—. ¡Deja de moverte como un poseso, vas a conseguir que nos estrellemos contra la corriente! ¡Agárrate a ese hierro, por todos los infiernos, maldita sea!

Ebre despertaba de la pesadilla con los ojos cerrados, extendiendo una mano ciega hacia la piedra. Los exabruptos de Guillem consiguieron que el muchacho reaccionara, logrando alcanzar el soporte metálico. Ebre se movió con inseguridad, rodeando la roca y llegando a tierra firme.

—¡Por los clavos de Cristo, Ebre! —Guillem respiraba entrecortadamente—. Empieza a pensar en cambiar de trabajo, chico, vuelve a los rezos, al convento, a sembrar cizaña… ¡Por poco acabamos en mitad del río! ¿Qué demonios te ocurre?

Ebre no contestó, todavía estaba temblando por la experiencia. Se arrastró por el lodo, alejándose de las aguas, sin conseguir atrapar un solo soplo de aire y tosiendo sin parar. Guillem, a sus espaldas, daba rienda suelta a todo el vocabulario obsceno que conocía, más propio de un mercenario que de un miembro de la milicia templaría. Un nuevo relámpago estalló en el cielo, alumbrando sus empapadas siluetas y arrojando luz a sus horrorizados semblantes. Un sonido diferente, gutural, se abrió paso entre los dos, una tensa carcajada reprimida que se transformó en atronadora risa. Guillem se reía a mandíbula batiente en tanto contemplaba a su escudero.

—¡Por todos los santos, Ebre, deberías verte, pareces una gallina mojada y maloliente! —Con los brazos en jarras y chorreando agua, Guillem no podía controlar su hilaridad.

Un imperceptible temblor sacudió a Ebre, aquellas muestras del peculiar humor de Guillem siempre lograban contagiarle, a pesar de sus esfuerzos para que eso no ocurriera. Su ceño fruncido vacilaba, reacio a colaborar en el alborozo. Y cuando ya estaba a punto de sucumbir, unos angustiosos gritos que atravesaban el aire llegaron con toda claridad hasta ellos. Guillem desapareció de su vista de golpe, tragado por la oscuridad. Por unos momentos, inquietantes presagios se apoderaron del muchacho, amenazadores fantasmas que habitaban en el río se alzaban para llevarlos hasta el fondo de sus aguas y… Un nuevo grito volvió a traerlo a la realidad, alguien vociferaba su nombre acompañado de maldiciones.

Ebre se movió con cautela en la oscuridad, hacia el lugar en donde resonaban las maldiciones, asegurando el pie a cada paso para no resbalar en el barro. Guillem, con medio cuerpo sumergido en la corriente, aferraba con desesperación unos maderos que flotaban a la deriva. Remolinos de espuma cubrían su cabeza, que sólo sacaba para aullar su nombre, y después era tragada de nuevo por la violenta corriente. El asombro del muchacho fue auténtico cuando captó la presencia de dos figuras borrosas, sujetas a los troncos, extendiendo sus brazos hacia Guillem y luchando para no ser arrastrados por los furiosos remolinos.

Acard no había dejado de correr desde su huida del monasterio. Sus piernas Saqueaban a causa del ritmo que se había impuesto, sin otra obstinación que marchar tras los pasos de Adalbert de Gaussac. No había otro motivo tan poderoso como aquél para emprender la acentuada cuesta que llevaba a la cima de Espía. A lo lejos, oía los ladridos de los perros y los gritos perdidos de los hombres que los azuzaban. Sin embargo, nada de aquello le importaba, ni tampoco las graves consecuencias que su huida podía acarrearle. Una convicción más fuerte que las peores amenazas palpitaba con ferocidad en su interior. No podía dejar de pensar en aquel gélido personaje que pretendía erigirse en su juez, fray Cerviá, uno más entre aquellos que pretendían robarle la gloria de su hallazgo. Porque no había duda de lo que pretendían, ansiaban robarle La llave de oro y todo lo que significaba… Y estaban dispuestos a todo: a desacreditarle y a encerrarle en una oscura mazmorra, a convertirlo en un loco que confundía la realidad. Pero eso no sucedería, él se encargaría de demostrarles quién era en realidad Acard, evidenciaría su inteligencia ante aquella turba de codiciosos que sólo buscaban su ruina. Además, no había necesitado de mucho tiempo para descubrir que Cerviá no le creía y estaba de parte de Ermengol, aceptando su versión de los hechos sin una sombra de duda. ¡Ermengol! El pensamiento de su antiguo amigo le colmó de ira y acrecentó la velocidad de sus pasos. Su traición le hería como una flecha que le atravesara el alma de parte a parte, había confiado en él y se había dejado llevar como un ciego que precisa de un lazarillo…, y ¿qué recibía a cambio? ¡Traición y sólo traición! Ermengol nunca había merecido su afecto, el amor de hermano que siempre le había demostrado, la protección prestada día a día.

—Os suplico ayuda, buen hombre, socorredme.

Una débil voz que surgía entre la maleza resonaba entre el sonido de la llovizna. Acard se detuvo, no estaba seguro de lo que oía, la brisa que movía las ramas se convertía en murmullos apagados que no entendía. La voz resonó de nuevo, a su izquierda, esta vez con claridad. Acard vaciló, no quería perder su precioso tiempo, pero la curiosidad le guió hasta el lugar de donde procedía el susurro. Un estrecho sendero oculto por las hierbas mostraba su irregular trazado, perdiéndose en la oscuridad. Un bulto reposaba en el suelo, una silueta que permanecía sentada, gimiendo. El dominico se acercó con prudencia, tocando con la mano una tela áspera.

—¿Quién sois, qué hacéis en mitad de la lluvia? —El tono seco y desprovisto de interés se mostró sin esfuerzo.

—He resbalado, señor…, creo que me he roto algún hueso, no puedo moverme. —Entre las sombras, Acard contempló unos ojos oscuros que le miraban sorprendidos.

—¿Y qué pretendéis que haga, buena mujer? ¿A quién se le ocurre salir con este tiempo? A vuestra edad es una imprudencia hacer semejantes cosas, no puedo imaginar qué razón os ha empujado a tomar este camino con este endiablado tiempo. —Acard no cedía y se incorporó para reanudar la marcha.

—Espera, espera, sé quien eres… ¿Acaso no me reconoces, Acard?

Acard volvió a detenerse. La voz de la anciana había cambiado su tono, ya no era un lastimero gemido, sino una inflexión grave y profunda. Algo se removió en su memoria, todavía confuso.

—Nunca fuiste un hombre generoso, Acard, ya desde niño se podía contemplar en lo que te convertirías. Siempre le dije a Adalais que no confiara en ti, pero ella sentía afecto por tu persona, aunque desconozco la razón que la movía a ello.

Acard se inmovilizó, un sudor helado le recorría el cuerpo, una delgada soga húmeda que le ataba al pasado. Reconocía aquella voz.

—¿Orbria? —murmuró con el temor aprisionando su garganta.

—Veo que aún eres capaz de recordar, Acard. Has cambiado, los años no te han favorecido en nada. —Orbria se removió en el suelo, apoyando sus manos para incorporarse con lentitud.

—¿Qué haces aquí, de dónde demonios sales? —Un matiz agudo envolvió la pregunta.

—Lo mismo que tú, aunque no salga del mismo infierno del que procedes, Acard. ¿O acaso no buscas a Adalbert? —Una lenta sonrisa apareció en los labios de Orbria—. Ha muerto, Acard, has llegado tarde…, aunque su espectro baila y me muestra el camino. ¿La ves tú, danzando en la lluvia?

—¡Mientes, maldita mujer, sólo sabes mentir! —Acard encaró a la anciana, su mentón lanzado en su dirección—. Sé lo que os traéis entre manos, lo he sabido desde el principio, tu nombre encabeza una lista que está en mi poder desde hace meses. Y tu presencia aquí sólo me demuestra la verdad de mis afirmaciones.

—¿La verdad, Acard, qué sabes tú de la verdad? —Orbria reía, bajaba del sendero cojeando, apoyada en su bastón—. ¡Los ves, ahí, tras tus espaldas! Han venido a buscarme, Acard, y creo que también te buscan a ti.

—¡Pero es que te has vuelto completamente loca! —Incrédulo, Acard miró en todas direcciones, penetrando en las sombras que les rodeaban—. Tu camino pronto va a terminar, Orbria, deberías ser sólo cenizas desde hace mucho tiempo.

—¡Adalbert, Adalais, estoy aquí, esperadme! —El grito atravesó los tímpanos de Acard que se llevó las manos a la cabeza.

Orbria avanzaba por el camino con dificultad, con los ojos clavados en las tinieblas de la noche. Acard la siguió a una prudencial distancia, sin acercarse, notando cómo se erizaban los cabellos de su nuca. Se agachó con la ira en la mirada, recogiendo una piedra del suelo. No tenía tiempo que perder con aquella vieja enloquecida, ya no le servía de nada, y pronto los mastines del abad darían cuenta de ella. Su brazo derecho salió disparado con fuerza, acompañando a la piedra en un corto trayecto y dejándola libre, volando en dirección a la cabeza de Orbria. Se oyó un crujido seco y hasta la lluvia pareció detenerse de golpe. Orbria caía, girando su cabeza hacia Acard, y todo en su rostro reía sin una muestra de dolor ni sufrimiento.

Acard se acercó a ella, rebuscando en la bolsa que había caído al lado de la anciana y tirando su contenido al suelo. Con un gesto de malhumor, pateó los enseres de Orbria, recuperando un pellejo de agua del que bebió un largo trago.

—Ya no lo vas a necesitar para nada, Orbria, y a mí me servirá para llegar hasta Adalbert. —Se inclinó hacia ella hasta rozar su oreja, perdiéndose en su mirada—. Voy a encontrar a Adalbert, ¿me escuchas? Y terminaré de una vez lo que empecé hace años. Y no sólo eso, vieja loca, tu maldita Llave de oro será mía, y después de mostrarla a quien interesa, la convertiré en cenizas.

—Verás a Adalbert, Acard, puedes estar seguro. Y también verás a muchos de los que ya no tienes memoria, te lo juro. —Un delgado hilo de voz manaba de los labios agrietados de Orbria.

Ni siquiera se dio cuenta de que Acard desaparecía en un recodo, ya no le interesaba. El dolor del vacío desaparecía y entre la bruma asomaban rostros familiares: Adalbert se acercaba bailando, llevaba de la mano a la hermosa Adalais que le sonreía. Sus padres mostraban sus rostros tras las hojas bajas de un castaño, y sus pequeños bajaban corriendo por el sendero en busca de sus brazos. Orbria se levantó sin esfuerzo, el sonido de su risa atravesaba la noche, su negra melena suelta flotaba en el viento y sus pies descalzos corrían, girando y girando, en una extraña danza que sólo ella conocía.

A 1.532 metros de altura, la alargada planicie de Espía se extendía como un lagarto dormido sobre los verdes bosques de Pentina. Empezaba a amanecer, una luz blanquecina empapada de humedad lanzaba extraños destellos amarillentos, y retazos de espesa niebla envolvían árboles y piedras. La figura de un enorme caballo negro con su jinete se destacaba entre los jirones de neblina, inmóvil, atrapada ante el panorama de la sierra de Boumort. Grandes montañas se unían, descendiendo hasta los barrancos, elevándose de nuevo en un desafío que retaba al cielo, ocultas entre la niebla que formaba nubes transparentes y grises.

Un suave golpe en los flancos del animal inició un lento trote, emprendiendo el recorrido de la alargada geografía de la cima. No había una sola alma y ni tan sólo el rumor de los pájaros mostraba un signo de vida. Adalais contemplaba el lugar, la sombra oscura que salía de la bruma convertida en la pequeña ermita de Santa María de Espía. Detuvo a Betrén y desmontó, acercándose a la imagen de la mujer que sostenía a un niño en su rodilla izquierda y la miraba sin expresión.

—No hay nadie —comentó la joven dirigiéndose a la imagen, sin esperar respuesta—. Esperaba encontrar a Tedball, o quizás que Orbria llegara antes que yo. Pero nadie me dijo que encontraría compañía, sólo me indicaron un camino y me ordenaron seguirlo. Debería estar acostumbrada a la soledad, ¿sabes?… Y acaso sería lo único que te pediría si confiara en la posibilidad de que mi deseo fuera cumplido: que el dolor de esa soledad desapareciera, que una ráfaga del viento del norte se lo llevara lejos de mí. ¿O es un castigo por algún crimen que todavía no cometí?… Mira esto, contempla el paisaje que te rodea, hasta las propias rocas crecen envueltas por las raíces de los árboles, su superficie está cubierta de pequeñas plantas que se adhieren a la piedra para evitar su soledad. Y sin embargo, ni tan sólo me ofreces este frío afecto. En mi alma no existe nada, no hay fuentes ni ríos, ni rocas ni árboles, sólo esta niebla transparente y opaca a la vez que lo cubre todo.

»Me gustaría agradecerte algo, cualquier cosa que me obligara a arrodillarme ante ti en acción de gracias. Tedball me diría que agradeciera la vida, el favor de alumbrarme a este mundo… Padre, por el contrario, aseguraría que no es necesario molestar a los seres celestiales con nuestros mezquinos problemas, que debemos alejar a Dios de nuestros conflictos antes que convertirlo en un simple gallardete de nuestros intereses… —Adalais sonrió con dulzura—. Aunque sí se me ocurre algo para agradecerte en estos momentos: esa pasajera sensación de ser escuchada por alguien, a pesar de que parte de mí duda de esa posibilidad. No sólo estáis lejos de nosotros, vuestra naturaleza os hace lejanos a todo lo que nos importa, y es posible que no tengáis ninguna culpa de ello. ¿No somos nosotros mismos quienes os otorgamos tal condición?

Betrén levantó la cabeza, rebufando. Inquieto ante la tardanza de su jinete, sus patas golpeaban el suelo. Adalais se dio la vuelta para observarlo, para disfrutar del placer de su elegante estampa. Acarició las negras crines murmurando suaves palabras en su oído y montó de nuevo. Era tiempo de emprender el camino, no podía esperar más, y era posible que nadie estuviera citado en tan extraño lugar. Dirigió a Betrén hacia el oeste, buscando el camino que descendía de la cima de Espía en dirección a Solduga, un camino fantasmal perdido en la creciente neblina.

Orset trotaba por el sendero confiando en que el burro fuera capaz de adivinar su trazado. No veía nada, y no tenía otro remedio que encomendarse a los instintos del animal en plena noche. Descendía a un buen ritmo, sin notar los arañazos que las plantas con espinas causaban a sus cortas piernas, sólo sentía una creciente inquietud por la suerte de Orbria. De improviso, el animal se detuvo, vacilando, esperando a que su jinete orientase su dirección. La estrecha vereda que habían seguido hasta el momento, desembocaba en un camino más amplio que ascendía hacia la izquierda en una empinada cuesta. Orset espoleó al burro sin lograr que éste se moviera y, dada su experiencia con los animales, comprendió que algún obstáculo indefinido impedía el trayecto del animal. Descendió, sujetando la cuerda que le hacía las veces de improvisada brida, y avanzó unos pasos arrastrando los pies en busca de algún tronco caído. Su bota golpeó un bulto informe que yacía en el suelo. Palpando con las manos, Orset repasó un cuerpo inmóvil, reconociendo en sus dedos el familiar contorno de Orbria.

—¿Orset?… —Un murmullo casi inaudible brotaba del rostro ensangrentado—. Te esperaba, mi buen amigo, quería despedirme.

—¡Orbria, Orbria…, no hables! —Un sollozo quebró el silencio de la noche que desaparecía entre las primeras difusas luces. Orset abrazaba a la anciana meciéndola entre sus brazos.

—Ellos están aquí, Orset, han venido a buscarme, te dije que así sería. —Orbria intentó levantar la cabeza sin conseguirlo—. Vi a Acard, Orset, se llevó el agua. Te mentí, mi viejo amigo, perdóname… Estuve bebiendo de esa misma agua, la mezclé con la Garra del Diablo, me hacía tan feliz, Orset…

Un largo suspiro acompañó el nombre de Orset en un murmullo que se apagaba. La sonrisa quedó fijada en el semblante de Orbria y su cuerpo se relajó en los brazos de su amigo, abandonándose a sus recuerdos. Él se quedó allí, fundido con el cuerpo sin vida de la anciana, intentando ver entre las sombras los sueños de Orbria, sus sueños.

Acard ascendió por la amplia curva que daba paso a la cima de Espía, sorprendido por la rapidez con que lo había conseguido. Se sentó en una piedra y bebió un largo sorbo de agua, había sido una imprudencia huir del monasterio sin pensar en las provisiones necesarias. Sin embargo, el Creador, siempre tan previsor, había puesto en su camino a la maldita hereje de Orbria cargada con todo lo que él necesitaba, y sólo podía agradecer su divina providencia. Había sido una grata sorpresa, a pesar de que la anciana constaba en la lista de Bertrán de Térmens, Acard no había pensado ni por un momento en encontrarla. Su objetivo era Adalbert y nada variaba ese rumbo, los demás integrantes de la maldita lista podían irse al mismísimo Infierno, que era el lugar de donde procedían… ¡Y para eso estaban sus compañeros! ¿O acaso creían que iba a hacer todo el trabajo? Se sentía eufórico, lleno de energía, ni tan sólo la espesa niebla que le rodeaba lograba inquietarle. ¡Él, Acard de Montcortés, estaba a punto de culminar la obra de su vida y nada lo impediría! Se levantó de nuevo, esta vez con cautela. Aunque existía la posibilidad de que Adalbert no hubiera llegado, no quería correr el riesgo de asustar a su presa para que huyera fácilmente. Era necesario extremar la prudencia, aquella molesta neblina dificultaba su visión. Se movió con agilidad, el cuerpo inclinado hacia delante en un intento de pasar desapercibido. Oía los sonidos con una claridad estremecedora que le asombraba, nunca antes su oído había captado aquella extraordinaria variedad de murmullos: el débil aleteo de una tórtola removiendo en su nido estallaba en la mente de Acard con un estruendo ensordecedor. Estaba maravillado ante aquella nueva percepción que Dios le regalaba para llevar a cabo su tarea, porque estaba seguro de que no podía ser otra cosa que un regalo del Cielo, de la confirmación absoluta de que nuestro Señor en persona estaba a su lado. Acard nunca había dudado de su capacidad para desentrañar los misteriosos caminos que Dios ponía a su alcance.

De improviso, su recién descubierta percepción notó una vibración especial, el suelo temblaba a causa del galope de un caballo. El ruido acompasado, largo, como un golpeteo regular que estremecía cada brizna de tierra comunicándole su mensaje. Aún estaba lejos, pensó con una sonrisa, el tiempo suficiente para encontrar un cómodo escondite entre la niebla que se pegaba a sus huesos. Avanzó despacio, con seguridad, alguien le había dicho que existía una pequeña ermita en la cima, ¿y qué mejor lugar para ocultarse de miradas indiscretas? Vio la construcción de piedra difuminada entre los retazos transparentes, como si el Señor abriera una puerta entre la niebla y le mostrara el camino. Extendió una mano hasta tocar la fría textura, siguiendo una invisible línea grabada en la piedra, hasta llegar a la pequeña puerta y entrar. Dentro se respiraba un vaho helado que surgía de la roca, y breves nubes translúcidas parecían haberse colado en su interior. La imagen de una mujer que sostenía a un niño le miraba con la indiferencia tallada en sus rasgos. Acard dejó que su espalda resbalara en el muro hasta sentarse, empezaba a notar el cansancio, y en sus enrojecidos ojos apareció una especie de bruma lechosa que le impedía ver con nitidez. Se los restregó con fuerza, ya le había sucedido una vez durante el trayecto, pensando que una repentina ceguera nublaba su vista. Sin embargo, como en la anterior ocasión, la recuperó y se dio cuenta de que la imagen había variado su postura inicial. Acard hubiera jurado que uno de los brazos de María reposaba en su regazo, pero en aquel preciso instante aquel brazo parecía elevarse, la mano cambiaba su gesto y sus dedos se cerraban, con la excepción del índice que se alzaba paulatinamente hacia él. El niño, sentado en las rodillas de la madre, giraba su cabeza con un crujido seco. Los ojos de Acard parpadearon hasta quedar abiertos, fijos ante la maravilla que acontecía. El suelo donde reposaba tembló ligeramente, obligándole a incorporarse alarmado y a dirigir sus pasos hacia la puerta. La imagen de María abandonó su postura sedente, levantándose de golpe, en tanto el niño gateaba con rostro angelical hacia él, deteniéndose para señalar el suelo con una sonrisa. Las grandes lajas de piedra que cubrían el suelo de la ermita empezaron a separarse con un peculiar ruido, expeliendo finas volutas de humo por sus hendiduras abiertas. Acard retrocedía con el terror marcando cada una de sus facciones, sus pies vacilaban ante la presión que subía del suelo y removía cada piedra con breves chasquidos humeantes. María volaba hacia él, sin tocar el pavimento, con el dedo acusador extendido, en tanto el suelo reventaba en medio de llamaradas rojizas. Cien brazos ascendían por las grietas, los dedos arañando la tierra húmeda que se deshacía en medio de un olor nauseabundo. María llegó hasta Acard abriendo sus brazos, aprisionándole en un abrazo que le ahogaba, mientras el niño le observaba con atención, jugando con las llamas y sonriendo en la madera que le daba forma. Acard lanzó un aullido salvaje, el fuego lamía sus pies y prendía en su hábito sin que pudiera liberarse. A través de la puerta, la niebla entraba en formas alargadas y cien rostros sobresalían de ella, riendo, imitando los gritos de Acard que se revolvía entre las llamas. Sentía cada palmo de su piel ardiendo, en un fuego que carecía de humo para no ahorrarle el sufrimiento. Cuando el calor reptaba ya por su rostro y quemaba sus cabellos, Acard descubrió que la gracia divina le había abandonado. Dios, en sus múltiples quehaceres, estaba ocupado en asuntos más graves.

—¡Dios misericordioso! ¿Qué es esto? —La voz de Tedball estaba teñida de espanto.

Bertrán y Tedball habían pasado parte de la noche acurrucados bajo el tronco de una encina, helados y tiritando, en espera de las primeras luces del alba. Los gritos les despertaron de golpe, con un temor supersticioso que les envolvía al mismo ritmo que la niebla. Eran chillidos que parecían surgir de las profundidades de un abismo, una voz rota en mil notas disonantes que recorrían los agudos más intensos. Bertrán se movilizó de inmediato, mirando la pálida cara de su hermano, y emprendió una veloz carrera hacia el lugar de donde procedían los gritos. Tedball le siguió, sin perder de vista la silueta de la espalda que le precedía. Ambos entraron en la ermita casi al mismo tiempo, unidos por una helada sensación de miedo que les atenazaba la garganta. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, el miedo se convirtió en pánico, haciéndoles retroceder temblando.

—¡Dios mío, Bertrán, Dios mío! —Tedball parecía incapaz de encontrar otra palabra—. ¿Quién es? ¿Qué ha sucedido?

Bertrán, con la espalda pegada al muro, no podía apartar los ojos del panorama que se ofrecía a su vista. Un cuerpo horriblemente retorcido se hallaba en el suelo, su piel convertida en el más negro carbón; sus manos sobresalían de la masa carbonizada como si fueran parte de otro ser, pálidas y rosadas, sin rastro del fuego infernal que había acabado con aquella vida. Bertrán se inclinó con un gesto contenido de repugnancia, sacó un pañuelo y cogió un objeto que pendía del cuello del cadáver: un gran medallón dorado con las enseñas de la Inquisición brillaba en su mano.

—¿Acard? —musitó en una pregunta que no encontró respuesta—. Pero, pero ¿cómo, qué…?

El recinto de la pequeña ermita aparecía en perfecto orden, la imagen de Nuestra Señora sentada en su trono, con el Niño en su rodilla, les contemplaba con expresión enigmática. Bertrán buscó los restos del fuego inútilmente, no había rastros de madera quemada por ningún lado, ni aparecían manchas ni tizne que diera explicación al suceso.

—Creo que lo han quemado en otro lugar y han traído sus restos hasta aquí, no tengo otra explicación. —Bertrán no parecía convencido.

—Más bien parece que una lengua de fuego se haya cebado en él, ¡por todos los santos!… —Tedball cayó de rodillas, incapaz de entender lo que sus ojos veían—. ¿Bertrán, crees que…?

—No, rotundamente no, nadie de nuestro grupo sería capaz de esto, Tedball. ¡Ni lo pienses siquiera!

En el exterior se oían unas voces discutiendo. Bertrán despertó de la pesadilla en que se hallaba sumido, incapaz de seguir hablando, incapaz de la más breve oración por aquellos restos carbonizados. En su memoria, los restos despedazados de sus hermanos menores volvían a su lugar. Cada trozo retornaba al sitio que le correspondía y daba forma a las familiares siluetas que se recomponían lentamente, sin esfuerzo. No se movió hasta que pudo contemplarlos con toda claridad, sus jóvenes y ágiles cuerpos montando en sus caballos, los mismos animales que Tedball había adiestrado con tanta paciencia. Observó cómo se alejaban entre la niebla, escuchando sus risas, el gesto de despedida de sus manos.

Y entonces reaccionó, la voz de Guillem de Montclar se oía con toda nitidez. Dejó a su hermano y dio la espalda a lo que quedaba de Acard de Montcortés en silencio, pensando en la pequeña comitiva que se había puesto en marcha hacía meses. Llegaba la hora del encuentro.

Un burro de andar cansino atravesaba la niebla como un espectro, avanzando sin rumbo fijo. Su frío hocico topó con la espalda de Ebre, mordiéndole una mano con un airado rebuzno y dando un susto de muerte al muchacho. Aquel clima desagradaba a Ebre, que no soportaba el frío ni aquel ambiente en donde parecía un ciego incapaz de percibir la más mínima sombra. La niebla calaba sus huesos en una lenta avanzadilla gélida que reptaba por su interior, helándole por dentro, sin que taparse con tres vueltas de su capa solucionara nada. Tiritaba sin cesar y sus dientes habían iniciado una especie de baile desenfrenado, chasqueando los unos contra los otros, en un movimiento compulsivo totalmente ajeno a su voluntad. Y estaba cansado desde el principio, los días de descanso en la Encomienda de Gardeny no habían servido sino para llenar su estómago. Pensó que existía la posibilidad de que Guillem tuviera razón, de que no sirviera para aquel «trabajo», como el joven lo llamaba. Pero ¿qué demonios de trabajo era aquél?… En muchas ocasiones, Guillem sabía menos que él, o ambos no sabían nada de nada. Era como andar entre aquella niebla helada que no permitía ver más que lo que tenías ante las narices, siempre temiendo que apareciera un espectro de forma difusa para acabar con tu vida. Ebre estaba deprimido y aburrido, desde el inicio de aquel viaje no habían hecho más que seguir a Dalmau como dos perros guardianes, y su única distracción, Riu, había desaparecido en las cercanías de Cartanís. Acaso habría encontrado a un nuevo amo, o peor…, quizás un caballo lo hubiera pateado, o un soldado borracho hubiera acabado con él. Su cabeza estaba llena de malos presagios, y su espíritu supersticioso no veía más que las garras de los muertos surgiendo de la bruma para arrastrarlo a tumbas líquidas. En realidad, cuando había acudido a la llamada de Guillem en el río, estaba convencido de que aquellas siluetas oscuras que se amarraban a los troncos eran pérfidos seres de agua dispuestos a ahogarles. Ver a Dalmau y a Jacques el Bretón, en estado lamentable, arrastrarse fuera de la corriente había sido una grata sorpresa. ¿Qué demonios pretendía toda aquella gente rondando por todos lados, perdiéndose y vagando como ánimas en pena en busca de quién sabe qué? Porque la verdad, era que nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que buscaban en medio de aquel desierto brumoso que los envolvía… Ni siquiera Guillem tenía la más remota idea de lo que se llevaban entre manos.

Cuando el burro apareció a su espalda y le lanzó un mordisco en la mano, Ebre pegó un chillido que retumbó entre las montañas, alargándose en un eco interminable. Y si algo consiguió, fue contagiar su pánico a aquella pequeña tropa desorientada.

—¡Qué sucede ahora, Ebre! ¡Ebre! ¿Dónde demonios estas? —La voz alarmada de Guillem resonó en la planicie de Espía, unida a la del Bretón.

—¡Un burro, un maldito burro me ha mordido! —contestó el muchacho, atónito ante el pelaje lanudo del animal que le contemplaba entre rebuzno y rebuzno—. Ha surgido de golpe, entre la niebla, me ha asustado.

—Soy yo, no os asustéis, no pasa nada…, soy Orset. —Una agotada voz surgió de los traseros del animal, el enano salía de la niebla con dificultad.

—¡Orset, viejo amigo! —Dalmau estaba feliz—. Creí que te habíamos perdido. Aunque si he de confesarte la verdad, todos andamos un poco extraviados… ¿Y Orbria, sabes algo de Orbria?

Los ojos de Orset se llenaron de lágrimas, sin contestar, señalando el cuerpo que yacía atravesado sobre el animal. Dalmau se llevó las manos a la cabeza, conteniendo el llanto, acercándose y abrazando a Orset.

—¡El Señor la tenga en su gloria, Orset, ya no sufrirá más! ¿Cómo ha sucedido?

—Fue Acard, el condenado Acard… —musitó Orset, y pasó a contar a la pequeña concurrencia los hechos que habían desembocado en la muerte de su amiga. Todos le escucharon en silencio, congregados en torno al animal, intentando comunicar un poco de calor a sus cuerpos.

—Ese hombre ya no perjudicará a nadie más. —La voz tronó a su derecha, grave y sin inflexión.

Bertrán avanzaba hacia ellos con el rostro demudado y pálido. Y a sus espaldas se abrió una estrecha rendija entre la niebla, mostrándoles la ermita de Santa María de Espía, sus piedras casi grises fundidas con el color blanquecino que predominaba.

—Acard ha muerto. ¿Alguno de vosotros tiene algo que ver con su muerte? —La pregunta contenía el mismo aire gélido que los envolvía.