Capítulo XIV

Monasterio de Santa María

«Nunca había pensado en ello. Guillem dice que soy un maldito mentiroso, pero sé que bromea y no tiene razón. Acaso alguna vez se me escapa una pequeña mentirijilla, para huir del castigo o de las obligaciones más pesadas. Y también por miedo, cuando estoy muy asustado. No sé cuál es la razón, pero parece que la verdad se me atragantara en la garganta y no quisiera salir. Sin embargo, sé que no está bien, porque tuve buenos maestros en Miravet y ellos me hicieron ver que no existe mentira que sea pequeña. Frey Beson me insistía mucho, y me decía que el engaño sólo sirve para traicionar a aquel que lo utiliza. Al principio no lo entendía, no sabía descifrar el sentido de sus palabras, pero ahora creo que lo comprendo. Sé que intentaba decirme que el mentiroso siempre se miente a sí mismo. Y tenía razón».

EBRE

El pueblo de Gerri de la Sal aún se hallaba enzarzado en su combate, en medio de un ruido ensordecedor, cuando Ermengol apareció al final del camino de Peramea. El temor a la batalla campal que se desarrollaba ante sus ojos dominó a la urgencia, y el dominico se apresuró a buscar un escondite seguro, en espera del momento más oportuno para entrar en el pueblo. Estaba exasperado y asustado a partes iguales, y una rabia creciente ascendía en oleadas por su pecho, ahogándole. ¿Dónde; estaría Acard? Sabía de antemano que había cometido un fallo imperdonable, se había precipitado de manera harto imprudente, y lo único que había conseguido era estropearlo todo. Su único poder residía en dominar a Acard y en hacerlo de forma adecuada, sin que se diera cuenta, tejiendo una invisible tela de araña que lo inmovilizaba. Pero en el último momento y cuando estaba a punto de conseguir su meta, sin que pudiera explicárselo, una fuerza interior desconocida había estallado dentro de él sin previo aviso. Era el recuerdo de una piel suave que flotaba bajo sus dedos y que volvía una y otra vez para torturarlo. Aquella maldita bruja de Adalais de Gaussac le había envuelto en el mismo hechizo de Acard… ¡Y éste mentía y mentía sin descanso, inmune a su propia responsabilidad, cargando el peso de su espanto a sus espaldas! ¿Por qué razón juraba que había huido en el preciso momento en que la justicia caía sobre la bruja? ¿Por qué se obstinaba en falsear la verdad?

Ermengol respiraba con dificultad, la cólera formaba un cuerpo sólido y compacto en medio de su pecho que pugnaba por sobresalir haciendo estallar sus pulmones. Su mente divagaba atrapando el recuerdo de aquel rostro perfecto, de aquella sonrisa helada que le contemplaba, de sus propias manos acariciando la textura de seda de su piel… ¡No, no eran sus manos sino las de Acard! Se levantó de un salto, atónito, ajeno al peligro al que se exponía. Por un instante había confundido el fragor de la batalla que se desarrollaba ante él con gritos lejanos que chillaban en su cabeza: «¡Vamos Ermengol, atraviesa a esa infernal criatura, demuéstrale que un fraile es un hombre mejor que nosotros, adelante Ermengol!». Eran las voces de Isarn y de Gombau, de Sanç y del de Cortinada, como un coro de ultratumba que quisiera atraerlo al abismo. Aquellas estúpidas risotadas le volvían loco, y rebotaban en las paredes de su cráneo con un sonido estremecedor. Ermengol, de pie en el camino, lanzó un aullido inhumano que heló la sangre de los combatientes, como un animal herido que buscara en la huida la única posibilidad de redención. Corrió hacia los portones del pueblo de Gerri como una flecha, atravesando el campo de batalla, con un alarido sostenido que se alimentaba del aire encerrado en algún rincón de su cuerpo. Las espadas alzadas se detuvieron en el aire, las dagas se inmovilizaron en los puños que las sostenían, y azadas y guadañas oscilaron de lado a lado mecidas por una brisa extraña que salía de la garganta de Ermengol.

Dalmau y Jacques, refugiados tras la roca, oyeron el grito que se elevaba muy por encima del estrépito de las espadas. En sus rostros apareció un gesto de alarma, ambos eran hombres de armas y no ignoraban que aquel largo chillido no tenía nada que ver con la refriega que transcurría a las puertas del pueblo. Era un sonido agudo, que penetraba en el cerebro como un puñal afilado y se perdía en el eco de las montañas que lo devolvían con indiferencia. Jacques se levantó con rapidez, tapándose la cabeza con la empapada capa, para situarse en un lugar estratégico que le permitiera averiguar la procedencia del alarido. Más abajo, ante los portones cerrados del pueblo, el tiempo se había detenido, y lo único que alteraba aquella inmovilidad eran las gruesas gotas de lluvia que arreciaban. Los hombres, enemistados durante años por problemas que sólo atañían a sus amos, se habían paralizado de golpe. Sus armas iniciaban un lento declive, atraídas hacia la tierra, como si ésta estuviera harta de la sangre mezclada en el agua. Uno de los hombres del abad se inclinó hacia un herido que gemía, lo cargó a sus espaldas y, sin una vacilación, se dirigió hacia una de las puertas cerradas. En un aviso que nadie había ordenado, los demás le imitaron recogiendo muertos y heridos, dividiendo sus caminos en direcciones contrarias como si nunca hubieran existido bandos enfrentados. Ni siquiera los capitanes de ambos lados se atrevieron a dar una orden contraria, conscientes de que la cortina de agua que caía sobre sus cabezas impedía saber con certeza contra quién se luchaba.

—Es el momento exacto, Dalmau… —susurró el Bretón al oído de su compañero—. No sé por qué razón se han detenido, pero bienvenido sea. Están abriendo las puertas para recoger a sus heridos y muertos, apóyate en mí, pensarán que somos unos de tantos en este desastre. ¡Vamos, muchacho, levanta ese ánimo!

—¡Orbria, Orbria despierta!

Orset sacudía a la anciana que parecía estar en trance, con los ojos abiertos y una expresión de asombro en el rostro.

—Le he visto, Orset, he visto a Adalbert bailando sobre el puente… —susurró en voz muy baja—. Me hacía señas, me saludaba moviendo los brazos.

—Orbria, no hay nadie en el puente, nadie, ¿me oyes? —Un gesto de preocupación se instaló en la frente del enano—. Sólo ha sido una visión, una pesadilla.

—¡Orset, mi buen amigo, por fin nos encontramos! —Los ojos de la anciana le miraban sin ver.

—Estás calada hasta los huesos y sabes que no es bueno para tu salud, Orbria. ¿Qué estás haciendo aquí, a quién demonios esperas?… ¡Por todos lo santos, muchacha! Hubieras tenido que detenerte, resguardarte de la lluvia y esperar a que amainara… Vamos, buscaremos un buen refugio, debes descansar, yo cuidaré de ti.

—Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba «muchacha», Orset, ya estoy vieja para tal palabra… —Una débil risa asomó a sus labios.

Orset arrastró a la anciana con suavidad, mirando en todas direcciones con prevención, estaban muy cerca del monasterio… ¡El milagro era que no la hubieran descubierto antes, parada delante del puente como si estuviera paralizada! Pensó rápidamente, variando el rumbo, no podía conducir a Orbria por aquel camino, no estaba en condiciones. Se orientó hacia el este, buscando la cuesta que llevaba al pueblo de Bresca y alejándose de Santa María. Creía recordar que había un atajo muy cerca que los llevaría hasta el lugar de encuentro señalado, aunque aquel trayecto representaba un duro esfuerzo para la anciana. Pero no le quedaba otro remedio, debían alejarse de allí a toda prisa a pesar de la lluvia, no había tiempo para divagaciones.

—¿Adónde me llevas, Orset, vamos a bailar bajo la lluvia? —Orbria tenía dificultades y arrastraba los pies al andar.

—¡Maldita sea, Orbria, no me has hecho caso, nunca lo haces!

Orset empezaba a desesperarse ante la evidencia de que su compañera no podía avanzar. Sus diminutos ojos rasgados percibieron una forma oscura, una oquedad en una roca del camino que ofrecía un frágil refugio. Empujó a Orbria hacia el fondo del pequeño agujero y la abrazó en un intento de comunicarle el poco calor que le quedaba. Era inútil continuar sin poder ver el más mínimo trazo del sendero.

—Y te he hecho caso, Orset, hasta hace muy poco. —Orbria se dejaba mecer por su viejo amigo—. Pero no podía seguir, mis piernas no me obedecían y tenía miedo de no poder llegar hasta ti. Me detuve un segundo en el camino de Arboló, me tomé tu medicina y…

—Y añadiste polvo de la Garra del Diablo… ¿Por qué, Orbria, por qué? —interrumpió el enano con una mueca de tristeza—. Llegamos a un acuerdo, confié en ti y te proporcioné lo que querías, cosa que nunca hubiera tenido que hacer… Me juraste que no lo utilizarías para ti, Orbria, y te creí. Me has engañado, muchacha.

—No te enfades, Orset, te lo suplico. —Las lágrimas inundaron su hermoso y cansado rostro—. Estaba muy cansada y no sentía nada, sólo ese vacío oscuro que me devora por dentro, amigo mío, y que cada vez se me hace más insoportable… Me ahoga, Orset. Entonces pensé en Adalais, en mis padres y en mis pobres hijos… En ocasiones, su recuerdo me ayuda a seguir. Sólo quería estar con ellos, no tenía fuerzas para nada más. Y tienes razón, me tomé un poco de ese polvo que me diste, sólo un pellizco, pensé que me ayudaría a seguir, no era capaz de dar un nuevo paso.

—Orbria, Orbria… —Orset abrazó a su vieja amiga con fuerza, con una sensación de temor que crecía en su interior.

—Vi a Adalbert con toda claridad, Orset, me indicaba el camino. —La anciana no le escuchaba—. Ya te lo he dicho, bailaba sobre el puente, bajo la lluvia.

—Adalbert ha muerto, Orbria, sólo viste a la Garra del Diablo tomando su forma y mostrándote lo que tú querías ver. —Orset hablaba con dulzura.

—No, lo vi, te lo aseguro… Y si es cierto lo que dices y Adalbert está muerto, es que ha vuelto de su tumba para ayudarnos.

—Nadie vuelve del sepulcro, Orbria, lo sabes perfectamente. —Orset se asomó al exterior, la lluvia caía suavemente—. Vamos, muchacha, sólo un esfuerzo más y todo se habrá acabado.

—También vi a Adalais, es tan parecida a su madre… —Orbria temblaba, todo su cuerpo vibraba en una melodía extraña—. Por un momento, creí que ella había vuelto, que mi hermana venía a buscarme. Estoy tan confundida, Orset, la cabeza me da vueltas. Y a pesar de mi cansancio, no siento el dolor en mis huesos, viejo amigo, no siento ningún dolor.

Orset ayudó a la anciana, cogiendo su mano y guiándola por el estrecho sendero. El enano no podía evitar que las lágrimas asomaran a su rostro, los años habían castigado duramente a Orbria, y temía arrastrarla a un abismo del que no podría salir. Aunque unos años mayor que él, Orbria había sido para Orset una compañera imprescindible, y juntos habían crecido compartiendo las más íntimas confidencias. Orbria nunca le había visto como a un enano, un ser deformado por algún capricho de la naturaleza, nunca había percibido que hubiera una diferencia en él que lo apartara de los simples mortales. Y Orset se había transformado a través de los ojos de Orbria: un muchacho bajito, de ojos oscuros y andar peculiar. Ella le comunicaba algo que le otorgaba normalidad, a pesar de ser consciente de sus limitaciones, su mirada le convertía en alguien valioso y amado. Orset, a su vez, todavía la contemplaba como aquella muchacha alegre que amaba bailar y bailar durante un día entero, descalza y con su larga melena negra al viento, que reía con sus bromas y corría para atraparlo en sus juegos. «Orset es bajito», decía Orbria ante cualquier comentario impertinente, «y tiene muchas ventajas, nunca lo encuentro cuando se esconde».

Orset mostró una triste sonrisa, pasando una mano por su rostro para secar las lágrimas mezcladas con las gotas de lluvia. Acaso ella tuviera razón, y el único refugio que les quedara fuera la memoria, su feliz memoria de tiempos mejores. Comprendía aquel poderoso sentimiento que anidaba en ella, lo entendía y lo temía porque le hacía sentir una profunda nostalgia, un horror creciente que provocaba que el odio creciera en él. Orbria quería volver a lo que ya no existía y su deseo poseía la fuerza de un huracán, pero al contrario que Orset, en ella no existía la más pequeña brizna de odio. No, Orbria había perdido demasiado, incluso el deseo de venganza había desaparecido devorado por su cansancio, y la desaparición de sus hijos había representado un mazazo sin solución. Su aparente fuerza era una coraza que no necesitaba con Orset, él entendía su dolor, era parte de él, su viejo amigo era el descanso que tanto anhelaba.

Ebre, con la lengua fuera, corría detrás de Guillem por el estrecho sendero, seguidos por un incansable Riu. No habían escogido el camino de Peramea a Gerri por temor a cruzarse con Ermengol, con la convicción de que éste sólo tenía un destino: el monasterio de Santa María. Allí se suponía que el resto de sus compañeros ya se harían cargo de él, si es que habían llegado, aunque se tratara de una simple conjetura bastante discutible. En realidad, parecía que nadie supiera con exactitud lo que tenía que hacer, ni cómo llevarlo a cabo. Guillem habló con una mujer, una de las pocas que había quedado en el pueblo de Peramea, a causa de una visible cojera. Quería saber todos los caminos, atajos o veredas existentes en el lugar y que los llevaran en dirección a Gerri. Y sin una palabra de explicación había empezado a correr, gritando a Ebre que no perdiera el tiempo, abandonando a los caballos en un prado del pueblo. Y no habían perdido el tiempo hasta el momento, atravesando a toda velocidad Lleras, una pequeña aldea situada hacia el Mediodía, subiendo y bajando cuestas que se confundían entre la maleza. Guillem no se detuvo hasta que pudo contemplar el peñón de Cartanís y la torre que guardaba el camino, con la respiración entrecortada, las manos apoyadas en las rodillas y sin poder decir ni una sola palabra. Ebre se dejó caer de bruces en el suelo, en aquel momento, el lecho de puntiagudas piedras le parecía el mejor lugar del mundo.

—Creo que hay un puente, Ebre, o quizás una pasarela… —Guillem rebufaba como un caballo a punto de reventar—. Sólo hemos de pasar el río. Rodearemos Cartanís y volveremos atrás. No sería conveniente topar con los hombres del de Pallars, ni con los del abad, sólo nos faltaría encontrarnos en medio de una escaramuza, o que nos confundieran con lo que no somos. Una vez hecho todo esto, con un poco de suerte, nos encontraremos en el camino adecuado.

—¿Todo esto?… —Ebre miraba a Riu con fascinación. Lejos de parecer agotado, el perro movía rabiosamente la cola de lado a lado, a la expectativa, como si un olor invisible le resultara familiar—. Estoy a punto de morir de agotamiento, Guillem…, ¿adónde demonios vamos?

—Allí, y no digas palabrotas, chico… —Fue la corta respuesta del joven, señalando hacia arriba. Su mano, con el dedo extendido, se perdía en lo alto de una cima que se elevaba al otro lado del río.

El atardecer se reflejaba en la montaña, una claridad extraña y borrosa que atravesaba la niebla de la cumbre mostrando un verde uniforme y brillante.

—Y bien, fray Ermengol… ¿Qué nuevas me traéis?

Cerviá paseaba entre los huertos del convento de Santa María, admirando cada fruto y deteniéndose para palpar hortalizas y vegetales. Su delgado cuerpo se inclinaba con facilidad hacia judías y tomates, calabacines y pimientos, con breves exclamaciones de placer. Sus palabras eran la única indicación de que la presencia de Ermengol no era un simple espejismo.

—Me he retrasado, fray Cerviá, pero la situación… Supongo que sabéis que el pueblo está en armas. —Por un momento, Ermengol creyó posible que su hermano no tuviera la más mínima idea de lo que sucedía en el exterior.

—¡Ah, sí…! Algo me han comentado. Los hombres del abad están muy enfadados, por supuesto. Pero, decidme, ¿hay alguna nueva noticia de lo que nos atañe?

—Veréis, fray Acard ha desaparecido. —Ermengol no salía de su asombro ante la indiferencia de su hermano.

—¿Desaparecido?… ¡Oh no, no, mi querido amigo! No debéis inquietaros, vuestro compañero está aquí, en Santa María. —Una corta carcajada salió de los labios de Cerviá—. Y está perfectamente, por lo que he visto. Además, dentro de muy poco arribaran nuestros refuerzos tal como os dije, y el abad ha sido tan amable de prestarnos a sus perros, unos mastines formidables. Pronto empezará la cacería, fray Ermengol, no debéis preocuparos.

—¿Habéis hablado con Acard, os habéis dado cuenta de su estado? —La angustia teñía la pregunta de un tono lúgubre.

—Desde luego que he hablado con él, fray Ermengol. —Un gesto de perplejidad apareció en la mirada de Cerviá—. Y tengo que deciros que vuestras sospechas me parecen un tanto exageradas, la cabeza de Acard parece reposar en el lugar de siempre. Venid, sentaos y aprovechad esta pausa de la lluvia. ¿No creéis admirable este aroma de humedad que impregna la tierra?

—¿Y qué os ha dicho para convenceros tan fácilmente? —Ermengol hacía esfuerzos por controlar su nerviosismo, un molesto escalofrío recorría su espalda.

—Lo contrario que vos, naturalmente. —Una sonrisa se extendió en el seco semblante de fray Cerviá—. ¿Qué os esperabais? Cuando dos de nuestros hermanos entran en el pantanoso terreno del conflicto, sucede siempre lo mismo, fray Ermengol, deberíais saberlo. Y nosotros, pobres hijos del Creador, debemos escuchar con paciencia, separar el grano de la paja… Un trabajo arduo y difícil, vos lo sabéis.

—¿Estáis insinuando que no creéis en mis palabras? —Un hilo de voz apagado salió de la boca de Ermengol.

—¡No, por la misericordia de Dios, nadie os llama mentiroso! Es demasiado pronto para saberlo, ¿no creéis? En estos momentos, fray Ermengol, es imposible averiguar la verdad de vuestras afirmaciones o las de fray Acard. Sólo puedo constatar que existen dos versiones antagónicas: vuestro hermano asegura que vuestra ambición os ha convertido en un traidor; vos, por el contrario, mantenéis que él se ha vuelto loco. ¿No es así? Os suplico que me corrijáis si me equivoco.

Ermengol empezó a sudar, no conocía de nada a fray Cerviá, pero sabía perfectamente el mecanismo que éste ponía en práctica. Seguiría el manual paso a paso, con absoluta frialdad, y se entrevistaría con ambos hasta la saciedad, sin descanso. Y después los confrontaría, cara a cara, durante el tiempo que hiciera falta… Si algo poseía la Inquisición en cantidad, era tiempo. ¿Cómo convencerlo de que la verdad estaba de su parte?

—Pero fray Cerviá… ¿Qué va a pasar con Adalbert de Gaussac, con La llave de oro, con…?

—Mi querido amigo, nos sobran hombres preparados, a Dios gracias. Ninguno de nosotros es imprescindible, por eso nos vemos obligados a ser seres especialmente humildes, obedientes a la voluntad de nuestros superiores. ¿Cómo podríais llevar a cabo vuestro trabajo en esta situación? Eso sería imposible en estos momentos, fray Ermengol, os habéis enemistado con vuestro compañero, con el único soporte que os puede guiar.

Al igual que Acard, necesitáis de la meditación. Y nosotros, infelices jueces, precisamos de la inspiración divina para averiguar dónde se esconde la verdad.

—¿Dónde está Acard, fray Cerviá?… Creo que debería hablar con él. —Ermengol recuperó una pequeña parte de su aplomo. Necesitaba hablar con Acard, convencerlo, de lo contrario quedaría atrapado en las mismas redes que había tejido con tanta delicadeza.

—¿De verdad deseáis verlo, qué podéis conseguir de un loco? Porque vos así lo consideráis, creéis que ha perdido la razón, es la base de vuestra acusación, querido hermano. —Cerviá le observó con el mismo interés que contemplaba una de las hortalizas—. Bien, os complaceré, desde luego, no veo que haya perjuicio en vuestro deseo, fray Ermengol.

Cerviá se apartó lentamente, atravesando con el mismo paso las huertas que rodeaban Santa María. Una vez dentro del monasterio, solicitó a uno de los frailes que llevaran a su presencia a fray Acard. Ermengol le seguía con el rostro desencajado.

—Espero, fray Ermengol, que guardéis las formas. Si la verdad os acompaña, recordad que nunca ha sido beneficioso mentar la locura a un trastornado, os ruego prudencia, y sobre todo caridad cristiana. —Las palabras de Cerviá tenían un ligerísimo tono irónico que Ermengol no pareció captar.

El fraile encargado del recado volvía a toda prisa, un cierto asombro asomaba a sus ojos.

—Lo siento, fray Cerviá, no encuentro a fray Acard. Estaba en el locutorio, y no ha querido moverse de allí a pesar de mis ruegos por llevarle hasta una de las celdas. He mirado en la iglesia, en el claustro y…

—Os lo agradezco, hermano. —Fray Cerviá, en cambio, no estaba sorprendido. Su sonrisa perdió intensidad y en su mirada apareció un brillo extraño—. Y bien, querido fray Ermengol, ¿adónde creéis que ha ido vuestro compañero de religión?

La fuente de Comacalent brotaba de un sencillo caño de madera, escondida en una acentuada vuelta del camino de ascenso a la cima de Espía. Altos árboles y una espesa maleza, alimentada por las últimas lluvias, protegían la intimidad del lugar, y el sonido del agua creaba un espacio circular que invitaba a la reflexión.

Bertrán caminaba a largos pasos por el reducido espacio, apartando a manotazos los arbustos que le impedían la agitada marcha. Su alto y flexible cuerpo en movimiento contrastaba con la pasividad de su hermano, Tedball, que sentado en una piedra observaba sus frenéticas andanzas.

—Cálmate, Bertrán, todavía no hay razón de la que preocuparse. —Su intención era tranquilizar a su hermano, aunque consiguió todo lo contrario.

—¡Calma, maldita sea Tedball, algo va condenadamente mal!

—Todavía es pronto, no creo que Adalais se demore mucho. Y los demás estarán al caer, Bertrán. Olvidas que la situación en Gerri habrá…

—¿Adalais?… ¿Qué tiene que ver esa chica en todo esto? —interrumpió Bertrán, volviendo al lado de su hermano en dos zancadas.

—¡Qué pregunta más estúpida, está claro que ella tiene mucho que ver en todo esto…, es la hija de Adalbert! —Tedball clavó la vista en Bertrán, parecía incómodo.

—Creí que estaba fuera de este asunto, nadie me dijo ni una palabra de ella. Escúchame Tedball, todo esto no tiene ni pies ni cabeza, algo va mal, muy mal. ¿Cuáles eran tus instrucciones exactas? —Bertrán se acomodó al lado de su hermano, la inquietud le dominaba.

—¿Mis instrucciones? —Tedball vacilaba. Repentinamente, se dio cuenta de que ignoraba por completo la función de su hermano en el plan, y también desconocía el papel que jugaban todos los demás—. Bien, en realidad, mis obligaciones tienen que ver más con la muerte que con la existencia de Adalbert. Me rogó que cuando le llegara la hora, me hiciera cargo de su cadáver y le procurara el final que él deseaba. También me dijo que me encontrara contigo en un lugar determinado… Te ayudé a cavar, ¿recuerdas? A desenterrar a esos dos desgraciados.

—¿Y…? —Bertrán esperaba.

—Y nada más, eso fue todo. Adalais me comunicaría su muerte y traería su cuerpo hasta Tredós. Yo me encargaría de trasladarlo y de organizar la ceremonia de su entierro. Desde luego, me dijo que en el camino me encontraría con vosotros, especialmente contigo y con Orset, ya te lo he dicho… Ésa es la única vez que Adalbert vino a verme para hablar conmigo, y ya entonces parecía muy enfermo.

—¡Dios todopoderoso, Tedball, y no se te ocurrió comunicarme esta simple información! —Bertrán se levantó de un salto, encarándose a su sorprendido hermano—. ¿Para eso llevamos los últimos dos años discutiendo de temas tan oscuros, de la justicia, la venganza, la verdad?… ¡Por todos los demonios que habitan en el Infierno!

—No te alteres ni me grites, Bertrán, ni sueltes blasfemias. Yo estaba convencido de que sabías perfectamente lo que yo tenía que hacer… Si hemos de ser sinceros, Adalbert habló mucho más contigo que conmigo, nunca me explicó nada de Acard o de Ermengol, eso me lo contaste tú. Y por cierto, ¿cuáles son tus instrucciones?

Tedball abandonó su sillón de piedra para acercarse a su hermano. Bertrán tenía la mirada perdida en algún punto de la masa vegetal que los rodeaba, una profunda arruga cruzaba su frente como un canal que la partiera en dos. Tedball insistió en su pregunta sin hostilidad.

—Dime, Bertrán, ¿qué se supone que tenías que hacer?

—Tenía que partir hacia La Seu… —murmuró con voz ronca—. Después de engañar a Martí de Biosca y de emponzoñar su vino con la Garra del Diablo. Tras contemplar cómo se despeñaba por el barranco, seguí el camino y me encontré con Orbria. Allí, en La Seu, también me encargué de alterar el vino del canónigo Verat, y Orbria lo hizo con el notario Vidal… Y luego ya lo sabes, me encontré contigo, desenterramos los cuerpos de los malditos sicarios y los llevamos hasta la casa donde se encontraba Acard. Después recuperamos a Orset y… —Bertrán enmudeció.

—¡Dios santo, Bertrán!… ¿Y qué debíamos hacer llegados a este punto? —inquirió Tedball con el rostro ceniciento.

—Mis instrucciones han terminado, pensé que Orset o tú sabríais qué demonios había qué hacer a continuación. Durante estos años, Adalbert pasaba por la Encomienda del Mas-Déu y hablaba conmigo, pero no planteó nunca nada concreto, más bien parecía que se sentía solo y con ganas de hablar… Hace unos meses, apareció Orset para decirme que Adalbert estaba muy enfermo, me entregó un frasco de Garra del Diablo y me mandó a La Seu. Dijo que ésas eran las instrucciones de Adalbert, que el «plan» se ponía en movimiento.

—¿Y qué instrucciones tiene Orset? —Tedball sintió un oscuro presentimiento que le helaba el alma.

—No lo sé, Tedball, no tengo la menor idea. Me limité a seguirlo, sin preguntar. —Los dos hermanos se miraron fijamente, paralizados por la duda.

—¿Y qué vamos a hacer con Acard y Ermengol? —Tedball parecía lanzar la pregunta al aire, sin esperar respuesta.

Bertrán dio un fuerte puntapié a una piedra, reemprendiendo sus agitadas andanzas, con las manos en la espalda y la cabeza gacha. Nada de lo que había oído tenía sentido, y temía el momento de las respuestas si llegaba la hora de interrogar a los integrantes de aquella extraña ceremonia. ¿Qué demonios pretendía Adalbert?… Un segundo después, oyó por boca de su hermano la misma pregunta instalada en su mente.

—Dime, Bertrán, ¿qué es lo que Adalbert pretendía?

—Sólo me comentó que le gustaría «volverlos locos por el camino», eso me dijo la última vez que lo vi. Parecía convencido de que sólo la locura podía llevar a alguien a cometer tantas atrocidades, y que el problema residía en que eran incapaces de asumir su propia demencia. Peor todavía, que creían estar cuerdos…. Ese día habló mucho acerca de la enajenación de esa gente, parecía obsesionado, como si me hablara desde una distancia enorme. Tuvo al pobre Orset durante años buscando algo adecuado, hasta que encontró la Garra del Diablo. Sin embargo, no lo sé con certeza, Tedball, siempre creí que deseaba encontrar algo de justicia, a pesar de que él siempre hablaba de la locura…

—¿Justicia? —Tedball intentó una media sonrisa—. No, tranquilízate Bertrán, no voy a empezar un largo discurso acerca de conceptos morales o religiosos. Estaba pensando en esa frase de Adalbert: «Volverlos locos por el camino». Ésa es una extraña manera de equilibrar la balanza, ¿no te parece?

—Ahora soy yo quien no entiende nada… ¿De qué hablas, de qué demonios de balanza? —De golpe, un repentino cansancio se apoderó de Bertrán.

—Sólo sé que ese camino del que hablaba Adalbert, quizás sea parte de mis obligaciones. Debemos emprender la marcha, Bertrán, y sin perder tiempo. —Tedball se incorporó desentumeciendo sus brazos.

—¡Te has vuelto loco, hay que esperar a los demás! —saltó su hermano sin poder contenerse.

—¿Esperarlos era parte de tus instrucciones? —Tedball seguía con su triste sonrisa—. Me temo que no, Bertrán, por lo que me has dicho, tú ya has cumplido la parte del trato, ahora sólo tienes que seguirme o regresar al Mas-Déu, ésa es otra de tus posibilidades…

—¡Y eso qué significa! —Bertrán estaba confuso, por primera vez en su vida se sentía perdido.

—Sólo sé lo que Adalbert me permitió conocer, tal como hizo contigo y con los demás. —Tedball puso una mano en la espalda de su hermano—. Piensa un poco, muchacho, las instrucciones que te dieron han sido cumplidas, ¿qué se supone que debes hacer ahora? ¿Por qué razón sigues ahí, esperando algún designio divino? Si la idea de Adalbert era enloquecer a esa gente, juraría que ya has puesto tu granito de arena, Bertrán, y es probable que nos hayamos convertido en involuntarios sembradores de semillas de locura. Y ahora, mi querido hermano, lo único que nos falta es dejar crecer esa semilla.

—Sigo sin entenderlo, Tedball. —Bertrán le miraba desorientado.

—Porque eres un hombre de acción, muchacho, y tu idea de justicia acaso no sea la misma que la que impulsaba a Adalbert. Eres tú quien siempre ha exigido un tributo de sangre por el asesinato de nuestros hermanos, quien clamaba venganza en silencio… Tú has comprendido las palabras de Adalbert en el sentido que más necesitabas y, sin embargo, eso no cambia el secreto de sus intenciones. —Tedball le hablaba con dulzura—. Eres un buen hombre, Bertrán, mucho mejor de lo que te crees. Pensaste que Adalbert quería lo mismo que tú. Y no creo que te equivocaras en descifrar su deseo, sino en la manera de llevarlo a cabo. ¿Entiendes?

—No, no entiendo nada. —Bertrán seguía cabizbajo—. Y no creo que debamos dejar a los otros abandonados a su suerte.

—¡Nadie va a abandonar a nadie, por los santos celestiales, Bertrán! Pero ignoras en qué dirección Adalbert ha llevado a los demás, no puedes saberlo, ni tan sólo puedes asegurar que sus instrucciones sean llegar hasta aquí, con nosotros. Orset nos ha dejado para encontrar a Orbria, Adalais no aparece y nuestros compañeros del Temple no están aquí… ¿No crees que acaso tengan instrucciones diferentes?

Bertrán dudaba, las palabras de su hermano estaban cargadas de razón. Se daba cuenta de que no sabía más de lo que ya había hecho, y después de cumplir con su parte se sentía vacío, decepcionado. Hizo un esfuerzo por recordar las palabras exactas de Adalbert, de su plan…, pero ¿qué sabía de aquel extravagante plan? Nada. Sólo que una pequeña comitiva se había puesto en marcha siguiendo unas pautas marcadas, encontrándose y dividiéndose, sin que nadie conociera su destino final. Era algo irónico, pero la locura que sembraban parecía haber contagiado sus propias conductas… Todos ellos se habían lanzado a un camino sin conocer su destino final, ni tan sólo sabían qué era lo que se exigía de ellos. Asentía lentamente con la cabeza, como si una delgada compuerta se abriera en su mente y aportara un resquicio de luz. De golpe, todo su cuerpo se tensó, el sonido de unos ladridos cercanos movilizó sus músculos.

—Los locos nos persiguen, Bertrán, creo que ha llegado el momento de ponernos en marcha —murmuró Tedball con sarcasmo—. Y lamento decirte que ésta es una parte del plan que desconozco por completo, aunque me temo que nuestras semillas están creciendo a toda velocidad.

—¡Te has vuelto completamente loco, Jacques!

—¡Maldita sea, Dalmau, cállate y ayúdame! —La voz del Bretón tronó.

Dalmau y Jacques habían logrado entrar en Gerri de la Sal mezclados entre un grupo de heridos. En los portales de la plaza de Sant Feliu, junto a la iglesia, se había instalado una especie de hospital de urgencia para atender a los hombres del pueblo que, cubiertos de sangre, avanzaban con dificultad. Los soldados y frailes del abad continuaban en silencio hacia el puente, camino del monasterio. En un acuerdo tácito, cada cual cuidaba de sus propios heridos. El Bretón, arropado en su capa, arrastraba a su compañero en dirección al puente de piedra y, tras pasarlo, cambiaba de dirección para alejarse del monasterio. El río estaba creciendo rápidamente y empezaba a inundar el camino de la ermita de Arboló. Con cautela, llegaron a un terreno elevado donde se extendían una parte de las salinas. El Bretón inició una actividad frenética arrastrando un par de gruesos troncos, cuidadosamente apilados en un rincón, y arrancando largas tiras de hiedra. Sus movimientos eran rápidos y eficaces, y, en breve tiempo, una peculiar embarcación se hallaba dispuesta casi al nivel de la orilla.

—Te lo repito, te has vuelto completamente, loco. No tengo intenciones de ahogarme en esta ruina. ¿Es que no has visto que el río está a punto de desbordarse? —A Dalmau le temblaba la voz.

—¡Pues que se desborde, maldita sea, por todos los diablos…! ¡Y el que no lo entiende eres tú y tus condenados líos! —Jacques era inmune a los despectivos comentarios de Dalmau—. ¿Es que no comprendes que es nuestra única salida? No podemos pasar cerca del monasterio, Dalmau, ¿no has oído los ladridos?… Esa gente ha soltado a sus perros, animales y humanos, y empiezan una bonita cacería. ¿Y quién crees que será su pieza favorita?… Sin lugar a dudas, alguno de tu grupo de conspiradores, o Guillem, o Ebre.

—No es necesario que andes gritándome, Jacques, todavía no estoy sordo. Pero me parece una auténtica locura meterse ahí, en esos troncos medio podridos, con el río rugiendo como una bestia inmunda. —Dalmau seguía a distancia de la improvisada embarcación.

—Pues verás, muchacho, si tienes otra genial idea te escucharé con toda atención. Pero si no es así, más vale que te calles y «embarques» en esta ruina, como la llamas. Porque se suponía que al llegar aquí, tus amigos estarían esperando para llevarnos a ninguna parte… ¡Qué maldito plan de los demonios es ése, Dalmau! —El vozarrón de Jacques se imponía al fragor del aguacero.

—Nunca dije que hubiera alguien esperando, ¡y deja de gritar! Yo sólo tengo que llegar a Espía, Jacques, ésas son mis instrucciones, no sé nada más. —Dalmau, poco acostumbrado a hablar a gritos, empezaba a perder la voz.

—¡Pues sube de una condenada vez, es la única manera de adelantarnos a esos malditos perros! —aulló el Bretón fuera de sí—. Nos dejaremos llevar por este mar embravecido, Dalmau, hasta pasar el monasterio. Ya anochece y nadie va a fijarse en nosotros… Después, intentaremos aproximarnos a la orilla de nuevo y seguiremos adelante.

—Nos ahogaremos sin remedio —balbució Dalmau, con la vista en las negras aguas que subían de nivel.

—¡Pues que así sea si nuestro Creador opina que ha llegado nuestra hora, Dalmau! Y te aseguro que será mucho mejor que pasar un par de días, o el resto de nuestra vida en una mazmorra de la Inquisición.

Dalmau puso un pie en los troncos, resignado y con el rostro lívido. Los maderos se balancearon hasta hacerle perder el equilibrio y caer de bruces sobre ellos. Jacques no permitió que se levantara, colocándose en la misma posición y pasando uno de sus fuertes brazos sobre su espalda, ambos acostados sobre su estómago y agarrados con fuerza a la hiedra que sujetaba los dos maderos. De un puntapié, el Bretón se lanzó a la corriente que pronto los atrapó en sus rápidos, girando vertiginosamente y ocultando un agudo alarido de Dalmau. En unos instantes, desaparecieron tragados por el crepúsculo.