Capítulo XIII

Camino de Esplà

«La duda oscurece mi existencia desde que tengo memoria, hasta el punto de ignorar qué parte de esa duda me pertenece. Crecí en la estricta observancia del Bien, un camino hermoso iluminado con la luz del sol, en donde todos los seres humanos eran como yo. Sin embargo, no era así y nunca fue de esa manera… Me sentí engañada, traicionada por aquellos a los que amé tanto, y la cólera ocupó un espacio en mi corazón. Hasta que me di cuenta de que había confundido lo que creía mentira con el más puro deseo de la Verdad. Ellos me enseñaron ese deseo como parte de mi voluntad y me dejaron, al mismo tiempo, la duda de su posible existencia entre los hombres».

ADALAIS

La lluvia arreciaba con fuerza, una cortina de agua que impedía la visión a dos simples pasos. Orbria se detuvo, empapada, con las manos extendidas ante sí. Oía el fragor de la corriente del río que subía peligrosamente de nivel, y daba las gracias a aquella providencial cuesta que la apartaba de un camino que se inundaba con rapidez. Podía intuir, más que ver, la masa oscura del pueblo de Gerri de la Sal al otro lado de las enfurecidas aguas. Se apoyó en un muro bajo de piedra, exhausta, pensando que el monasterio de Santa María debería de estar ya muy cerca, a pesar de que su vista no pudiera contemplarlo. No recordaba ningún otro lugar para guarecerse. Cerró los ojos con fuerza, concentrándose, no los necesitaba para nada en aquella situación, sino que debía hacer un esfuerzo para abrir su mente y situarse. Si la memoria no le fallaba, debía de estar casi ante el puente de piedra que comunicaba el monasterio con el pueblo, y aguzando el oído pudo oír con toda claridad el estruendo de la corriente estrellándose contra el único ojo del puente.

Respiró hondo, pausadamente, recuperando la poca energía que le quedaba, y volvió a abrir los ojos de nuevo. Sí, su mente no la engañaba, podía ver la empinada cuesta del puente, borrosa y gris, delante mismo de ella. Y en lo alto, en mitad del ángulo que conformaba el puente, una sombra oscura, con las piernas separadas y los brazos caídos a los lados. Su cabeza, echada hacia atrás, parecía balancearse de lado a lado recibiendo la lluvia que caía. Y reía… Orbria podía oír el apagado sonido de sus carcajadas. De improviso, la silueta oscura salió de su inmovilidad, sus carcajadas se transformaron en gritos y todo su cuerpo inició una extraña danza que hizo pensar a Orbria en las piruetas de un contorsionista. Los brazos del hombre golpeaban sus piernas y éstas intentaban saltar sin conseguirlo, como si estuvieran pegadas a la dura roca. La cabeza giraba sin sentido, tomando impulso, hasta golpearse con la barandilla pétrea del puente. Orbria notó que incluso había detenido su propia respiración, fascinada por aquel espectáculo inaudito, sin saber a ciencia cierta si el cansancio había hecho mella en ella y soñaba sin saberlo. Pero no se movió, no acudió en auxilio de aquella sombra, sin saber la razón de su poca caritativa conducta. Se quedó allí, paralizada, con la convicción de que el sueño la había vencido y de que la sombra en el puente intentaba transmitirle un mensaje de urgencia, un aviso que no sabía descifrar.

Gombau no tardó en llegar al pueblo de Gerri de la Sal. Una energía extraña daba velocidad a sus piernas, una fuerza que palpitaba en cada latido de su corazón y parecía elevar su alma. Se sentía eufórico, había conseguido desenmascarar al traidor Isarn, al mismo tiempo que solucionaba aquel desagradable asunto sin que le temblara el pulso. Ermengol se quedaría de piedra al comprobar que él sólo había desentrañado el misterio sin ayuda de nadie: ¡eran los muertos y no los vivos, la raíz del problema! Acard y Ermengol estaban equivocados desde el principio al creer que el infeliz de Adalbert de Gaussac era la causa de sus conflictos, pero… ¿creerían en sus palabras, confiarían en lo que acababa de descubrir?

Gombau se detuvo de golpe, el pueblo se extendía ante él. La pregunta volvió a sacudirle como un agudo dardo atravesando su mente: ¿creerían ellos que los muertos se paseaban entre los vivos en busca de venganza?… Deberían creerlo, no había otra solución que aceptar la verdad por muy desagradable que ésta fuera. Y él lo había visto con sus propios ojos, incluso había tenido que enfrentarse al espectro de Isarn para vencerlo. Era una buena noticia, sobre todo para Ermengol, aunque conocía su espíritu pragmático y la mueca de desprecio que surgiría en su semblante: «¿Y dime, Gombau, cómo se deshace uno de un muerto?». Lo preguntaría con sarcasmo, convencido de que el vino era la causa de sus palabras. Pero él ya tendría la respuesta a flor de labios, ¡había devuelto a Isarn al mundo de los aparecidos al que pertenecía, había conseguido apartarlo de la senda de los vivos de una vez por todas!… Contempló cómo el rostro de Ermengol sonreía, incrédulo, flotando en el aire a pocos centímetros de él: «¿Y cuál es el sendero que toman, Gombau, qué camino es ese que lleva de la muerte a la vida para atormentarnos?». Sacudió la cabeza con fuerza hasta que el redondo rostro de su superior desapareció entre la lluvia, borrando aquella sonrisa que tanto detestaba. ¡No tendría más remedio que creerle, estaba diciendo la pura verdad!

Consiguió con esfuerzo que los vecinos de Gerri de la Sal abrieran uno de los portones para permitirle entrar. El pueblo esperaba el ataque de los hombres de Peramea y se preparaba para el combate, pero el hecho de que Gombau se identificara como uno de los servidores de la Inquisición, calló las quejas de golpe y apartó a los centinelas, como si fuera portador de una terrible enfermedad. Avanzó en dirección al monasterio, atravesando la pequeña plaza de Sant Feliu, hacia el puente que le llevaría al otro lado del río, observando el ajetreo de los vecinos que corrían de lado a lado ensimismados en sus preparativos bélicos. Ascendió por el puente, un empinado triángulo de piedra, hasta llegar a su centro, contemplando la bajada que le llevaría al monasterio. Sentía la lluvia azotando su rostro, las ráfagas de viento que le balanceaban, y abriendo los brazos a la naturaleza se sintió un hombre feliz, completo. «¡Gombau, el vencedor de la muerte…! ¡Gombau, el único que conocía el camino para que los muertos volvieran al Infierno!». Las carcajadas sacudían su cuerpo sin que pudiera evitarlas, surgían de algún oscuro rincón de su alma, agolpadas después de tantos años de encierro: «¡Gombau, el victorioso, el vencedor de tumbas y sepulcros!».

Deseó saltar de alegría y gritar hasta perder la voz, pero algo detuvo el gesto que su mente ordenaba. Perplejo ante la negación de sus piernas a seguir su deseo, Gombau tardó unos segundos en dirigir su vista hacia el suelo. Y cuando lo hizo, su salvaje alegría se truncó en espanto, un horror incontenible que borraba cualquier atisbo de victoria. Los brazos de Isarn sujetaban sus piernas con una fuerza infernal, brazos que surgían de la piedra atrapando sus ropas, trepando y clavando los afilados huesos en sus rodillas. Gombau aulló, un grito inhumano apagado por el fragor de la tormenta. «¿Acaso es posible matar a los muertos?», susurraba el rostro sonriente de Ermengol, «¿estás seguro de haber descubierto realmente el camino que lleva a la tumba?». Los labios del dominico se curvaron en una mueca imposible que deformaba su rostro. Gombau luchó sin descanso en un intento por apartar los restos de carne y sangre que se pegaban a él, por huir de lo que más temía y odiaba, nadie iba a arrastrarlo a una tumba que no llevaba su nombre. Exhausto y casi sin fuerzas, cuando había conseguido desembarazarse de uno de los brazos de Isarn y lo pateaba con furia, sus ojos captaron nuevas sombras que se acercaban. Entre la cortina brumosa de agua, dos siluetas avanzaban con las oxidadas espadas en alto, Sanç, y el de Cortinada le contemplaban desde sus cuencas vacías, y una mueca, que parecía sugerir una sonrisa, rompía sus rostros en un trazo oscuro.

La sal era un producto importante, un bien que convertía a los hombres que la poseían en seres privilegiados y, sobre todo, ricos. Su valor no se reducía al simple papel de condimento para hombres y animales, sino que sostenía su base alimentaria permitiendo la conservación de carnes y pescados. Y no sólo eso, también era importante para la preparación del proceso de pieles y cueros. La fuente de agua salada, en el extremo norte del pueblo de Gerri, era la base de su existencia. Largos canales de madera transportaban el precioso líquido hasta los estanques de evaporación, las salinas, donde reposaban al sol desde junio a septiembre. Tal producto era lo suficientemente importante para dar nombre a la población y convertir al monasterio de Santa María, propietario feudal de la riqueza, en uno de los más poderosos de la zona. Gerri era una señoría monástica, con derechos jurisdiccionales y territoriales muy delimitados, sólo dependiente de Roma a través del monasterio de San Víctor de Marsella. Esta situación de riqueza reportaba graves problemas con sus vecinos más importantes, y sus conflictos con el obispado de Urgell y con los condes de Pallars eran incesantes. Contra viento y marea, protegido por su independencia, el monasterio de Santa María de Gerri mantenía sus privilegios y, si era necesario, los defendía con las armas.

Acard de Montcortés entró en el monasterio con paso rápido y seguro, no tenía tiempo que perder, y la situación del pueblo, sumido en la excitación guerrera, no le favorecía. Un hermano le recibió con una mirada de curiosidad, instalándole en el locutorio, al tiempo que le comunicaba la llegada de una persona de La Seu que quería hablar con él urgentemente. Acard se sentó en una silla de alto respaldo, inquieto, ignoraba hasta qué punto llegaba la traición de Ermengol e intentaba calibrar con detenimiento cuál iba a ser la reacción de sus superiores. Abstraído, casi no se dio cuenta de la entrada de un dominico que se situó a sus espaldas.

—Que Dios esté con vos, fray Acard.

—¡Y que no me sobresalte con sus pasos silenciosos! —saltó Acard, levantándose de la silla con alarma.

—Vamos, mi buen amigo, esa excitación no es buena para vos. Me alegra veros y ardía en deseos de conoceros, he oído hablar mucho de vos, fray Acard. Soy el hermano Cerviá. —El hermano Cerviá hablaba con suavidad, mostrando una sonrisa angelical.

—No son necesarias tantas ceremonias, fray Cerviá, estoy seguro de que vos tampoco podéis perder el tiempo en nimiedades. —Los rasgos de Acard se endurecieron, sin mostrar el menor rastro de simpatía.

—La cortesía nunca ha sido una menudencia, querido compañero, ayuda a soportar las penalidades con espíritu abierto y facilita la convivencia, siempre tan imprescindible en nuestra condición de hombres de Dios, ¿no os parece?

—En estos momentos creo que podríamos prescindir de ella, fray Cerviá. Los temas que me traen hasta aquí son de la máxima importancia y dudo que los circunloquios ayuden a solucionarlos. —El tono de Acard mantenía su dureza inicial.

—Bien, acaso tengáis razón. ¿Y cuál es el tema que os preocupa tanto, fray Acard? —Cerviá tomó asiento con lentitud, invitando a su compañero a hacer lo mismo con un leve gesto de su mano.

—Estoy enterado de los manejos de fray Ermengol a mis espaldas, no es necesario que disimuléis… —Acard hizo un esfuerzo por controlar su irritación, cuidando sus palabras y su tono—. Él mismo me lo ha confesado con grandes muestras de abatimiento.

—¡Alabado sea el Señor, fray Acard! —La expresión del dominico sorprendió a su interlocutor—. No sabéis la alegría que me dais, estábamos realmente preocupados por fray Ermengol. Aunque no os puedo negar que nuestra preocupación se extendía también a vos, vuestra actuación en estos últimos tiempos ha sido…, ¿cómo expresarlo? ¿Misteriosa, reservada, indescifrable?

Fray Cerviá seguía mostrando una cordial sonrisa, sus palabras no conseguían variar la expresión de su rostro. Era un hombre bajo y enclenque, sumamente delgado, con una prominente nuez que sobresalía de su largo cuello y que le daba la apariencia de un pequeño pájaro. Acard no podía disimular su asombro, esperaba una regañina en toda regla, y vacilaba en cómo reaccionar ante tanta palabra amable.

—Ermengol me ha confesado que, contraviniendo mi autoridad, había escrito al Tribunal en demanda de auxilio, que en su afán por sobresalir ha lanzado oscuras acusaciones contra mí, y que…

—Fray Acard, os ruego que os tranquilicéis antes de seguir —atajó fray Cerviá con voz melosa—. Os diré, ante todo, la causa de nuestra preocupación, y vos me responderéis para que yo pueda informar con detalle a nuestro amado superior. Supongo que sabéis que corre por lugares poco recomendables un escrito anónimo en que se os acusa de hechos espantosos.

—¡Eso es una infamia, no puedo creer que algo tan deleznable sea considerado como, como…! —estalló Acard sin contener la cólera.

—No, no…, no me entendéis, mi querido amigo —volvió a cortar fray Cerviá, dejando a Acard con la palabra en la boca—. No se trata de lo que pensáis, fray Acard, os ruego que me permitáis finalizar. Bien, supongo que estaréis de acuerdo conmigo en el hecho irrefutable de que los tiempos están cambiando, y ello nos obliga a adaptarnos, ¿comprendéis?

Fray Cerviá hizo una larga pausa, observando con detenimiento el rostro de su interlocutor. El silencio los envolvió, creando en Acard una terrible angustia que intentó disimular por todos los medios. Sabía de antemano que era una simple treta muy utilizada en el Tribunal, abandonar a la víctima al vacío de su propio silencio, sin posibilidad de respuesta. Respiró hondo, esperando la continuación del discurso de su compañero.

—Veo que lo comprendéis perfectamente, fray Acard. No es el pasado lo que nos interesa de vos, ni la verdad o la mentira de esas graves acusaciones. Pensad por un instante, os lo suplico: ¿si tuviéramos que hacer caso a esa mano anónima que os acusa, no sería indispensable empezar a elaborar una larga lista de otros muchos como vos?… Pero aunque los tiempos cambien, la Iglesia no puede perder el tiempo en hechos pasados, amigo mío, porque es evidente que hubo razones de peso para nuestra actuación. No necesitamos excusarnos ni dar explicaciones, somos los mensajeros de Dios en este mundo. Y todos sabemos que éste no es perfecto.

Acard no salía de su asombro, observaba a fray Cerviá con atención, en un intento por interpretar sus palabras.

—No os entiendo, ¿adónde queréis ir a parar? Ermengol estaba muy preocupado por esas acusaciones y… —consiguió balbucear, incapaz de terminar su discurso.

—Eso está mucho mejor, querido amigo, ahora estáis dispuesto a escuchar, cosa que me complace. —Cerviá se inclinó hasta darle una palmada en la espalda—. Bien, sabemos por fray Ermengol que tenéis en vuestro poder una lista de herejes, gente muy importante en esta zona. Y también que existe la posibilidad de encontrar ese maldito escrito, La llave de oro, que supongo comprenderéis que interesa mucho a nuestro inquisidor general. Nuestra pregunta, querido amigo, es simple: ¿qué razón habéis tenido para ocultarnos una cosa así?

Acard enmudeció de repente, su mente trabajaba veloz: ¿qué era exactamente lo que Ermengol había comunicado a sus superiores? ¿Se trataba simplemente de ponerlos al día de sus investigaciones o había llegado más lejos? La duda le corroía, disminuía su campo de actuación y limitaba su posible conducta. ¿Debía demostrar que no estaba loco?

—Sólo se trataba de una simple precaución, fray Cerviá —empezó con cautela—. Debíamos comprobar la validez de nuestras fuentes. Vos sabéis que hay personas capaces de las historias más inverosímiles a cambio de un buen montón de monedas. Empezamos nuestra investigación con toda prudencia, sin precipitaciones, aunque Ermengol…

—Decidme, fray Acard, seguid. Os escucho con atención. —Cerviá se había inclinado hacia él, tan cerca que Acard podía oler su aliento. La táctica de las constantes interrupciones parecía complacerle.

—Lamento tener que deciros esto, pero mi compañero, fray Ermengol, ha sido causa de innumerables problemas desde que empezamos con este asunto. No deseaba seguir, ni siquiera investigar la autenticidad de nuestra fuente… Eso me sorprendió, os lo confieso, Ermengol siempre había sido para mí un complemento espiritual de gran Valla. —Acard se detuvo, vacilaba, no estaba seguro de continuar. Con un profundo suspiro y con lágrimas en los ojos se decidió, era el gran papel de su vida—. Y entonces empezaron mis sospechas, fray Cerviá, terribles sospechas. Su comportamiento no hizo más que agravar mis conjeturas y aumentar mi sufrimiento.

—Os escucho, querido hermano, y os comprendo. No es nada fácil admitir que uno de nosotros se ha desviado de la senda. —El rostro de Cerviá era una máscara sonriente.

—Creo que por alguna razón que desconozco, Ermengol ha hecho un pacto con el señor de Gaussac, el propietario del texto que nos ocupa. No sabéis las muchas penalidades por las que he pasado para aceptar esta simple posibilidad. —Acard se relajó en su asiento, las cartas estaban echadas.

—¿Sabéis que Ermengol asegura que vos no estáis en vuestros cabales? —Cerviá hizo la pregunta casi sin interés, observando a Acard que asentía con la cabeza—. ¿Qué jura y perjura que habéis perdido la razón?

—Sí, lo sé, fray Cerviá… También me confesó esta horrible acusación. Pero os puedo asegurar que su arrepentimiento era sincero, fue culpa de su ambición desmesurada, de llegar a pensar que si se deshacía de mí, lograría un lugar destacado. —Las lágrimas seguían corriendo por el rostro de Acard—. Sé que es un atroz pecado, la ambición ciega nuestros sentidos, pero debemos tener misericordia, fray Cerviá, comprender las debilidades de nuestra alma y ser compasivos.

—Es posible que tengáis razón, fray Acard, pero comprenderéis que vuestro compañero ha perjudicado nuestros intereses con su conducta. Podemos ser compasivos y entender su ambición, todos nosotros podemos hacerlo. Sin embargo, es más difícil de comprender el perjuicio que nos ha causado. —Fray Cerviá se arrellanó en su silla, su sonrisa había menguado y una inesperada arruga cruzó su frente despejada—. Me ha alegrado oír vuestra explicación, reanima mi alma el comprobar que vuestra razón sigue en el mismo lugar de siempre, querido amigo… Pero, por el momento, os ruego que permanezcáis unos días aquí, en el monasterio. Tanto vos como yo, agradeceremos unos días de reflexión, un breve tiempo para poner en orden nuestras mentes.

—Sí, es posible, fray Cerviá, pero el tema que nos ocupa, La llave de oro, es de la máxima urgencia y no hay tiempo para meditaciones… El hilo de la investigación me ha llevado hasta este pueblo, hasta el mismísimo señor de Gaussac. —La emoción traslucía en las palabras de Acard.

—Calmaos, sé la razón por la que os halláis aquí. Sin embargo, he de deciros que el señor de Gaussac ya no está en Gerri de la Sal y…

—¿Cómo podéis saber una cosa así? —interrumpió Acard con la desesperación en la mirada.

—Lo sé, fray Acard, y eso es suficiente. —El gesto de su mano fue tajante, sin admitir quejas—. Permitidme deciros que en estos momentos no disponemos de los hombres necesarios, y ya he mandado aviso a La Seu para que pongan remedio a esta situación. El señor de Gaussac puede esperar, os lo aseguro, enfermo como está no avanzará con facilidad, y mucho menos a través del camino que ha escogido para la huida. Sus pasos le encaminan hacia Espía, un lugar de difícil acceso, fray Acard.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Acard, de nuevo el viejo Adalbert se escurría de entre sus manos cuando lo tenía tan cerca. Pero calló, asintiendo con la cabeza a la sugerencia de fray Cerviá y forzando una triste sonrisa. Escuchó a lo lejos sus palabras, como si se hallara a cien leguas de distancia: alguien le llevaría a su habitación para que descansara y después vendría a buscarle para los rezos. Seguía aceptando con movimientos de cabeza todo lo que aquel lejano murmullo proponía, era mucho mejor que creyera que estaba vencido, resignado. No podía quejarse, no le había ido tan mal y casi tenía convencido a Cerviá de las malas intenciones de Ermengol. Y no había sido sencillo, ignoraba la situación con que se encontraría al llegar al monasterio, pero su facilidad para la improvisación se había impuesto a cualquier obstáculo… ¿O no era así? No tenía manera de averiguarlo, y conocía muy bien el funcionamiento del Tribunal y de sus hombres. Cabía la posibilidad de que fray Cerviá le hubiera dejado hablar libremente y que disimulara su propia opinión al respecto, le tiraba de la lengua para ver qué recogía en sus redes y después decidir qué era lo más conveniente de creer. Él mismo había actuado de la misma manera en innumerables ocasiones y era consciente de que la verdad no siempre era aconsejable para los propósitos del Tribunal. Además…, ¿de qué verdad se trataba, de la de Acard o la de Ermengol?… ¡Y qué demonios importaba, cuando el de Gaussac huía con toda impunidad! Acard volvió a sentarse, con la cabeza reposando en sus manos, rechazando la oferta de un hermano que se ofrecía para llevarle a sus habitaciones. No tenía ninguna intención de acabar encerrado en una celda, ni tampoco de permanecer unos días perdiendo el tiempo en aquel maldito monasterio. Tenía sus propios planes y ni todo el Tribunal al completo lograría arruinarlos… Cuando tuviera La llave de oro en sus manos, olvidarían la peculiar manera que tenía de conseguir lo que quería, de eso estaba absolutamente convencido.

Dalmau apoyó los pies en el suelo, incorporándose con precaución de la cama. Le costaba despertarse, como si el sueño le mantuviera prisionero y no le permitiera abrir los ojos. Bostezó, dejándose llevar por la lasitud que dominaba todos sus miembros y mirando a Guillem que le estudiaba con preocupación.

—Estoy bien, muchacho, mejor que en mucho tiempo. Tengo la sensación de llevar dos días durmiendo… ¡Fíjate, ni siquiera puedo despegar los ojos!

—Es que llevas dos días durmiendo, Dalmau. Pensamos que era mejor dejarte descansar —apuntó el joven sin dejar de observarle.

—¡Por todos los santos, dos días! En toda mi existencia no había dormido tanto, me estoy convirtiendo en un holgazán, Guillem, no hubierais tenido que permitir esta desmesura. —Los ojos de Dalmau se abrieron de golpe ante la noticia.

—Lo necesitabas para poder continuar, Dalmau —terció Jacques entrando por la puerta acompañado de Ebre—. Además, durante este tiempo, este pueblo también ha dormido una extraña vela, preparándose para el entierro.

—¿Qué hay de nuevo por ahí fuera? —preguntó Guillem, apartando la vista de su anciano superior.

—Movimiento, empieza el movimiento, muchacho. Por lo que parece están despertando al mismo ritmo que Dalmau. —El Bretón dejó una bolsa, de la que sobresalía un considerable pedazo de pan, sobre la mesa—. Y forasteros, el pueblo se ha llenado de ellos en la última hora. Tienen todo el aspecto de ser hombres de armas, soldados del conde de Pallars.

—¿Se sabe algo del «problema» que nos traemos entre manos? —La voz de Dalmau bajó de tono.

—Me he encontrado a Bertrán de Térmens, a Tedball y a Orset muy cerca de aquí —explicó Guillem—. Van camino de Gerri de la Sal, tras los pasos de Acard.

—¿Y todo va de acuerdo con el plan previsto?

—Cada uno ha seguido sus instrucciones, Dalmau, creo que es lo único que saben. Mucho me temo que nadie conoce con exactitud los detalles del plan de tu hermano, simplemente se dejan llevar. —Guillem dudaba.

—Bien, si es así cómo Adalbert lo proyectó, así será…, ¿qué te ocurre? —Dalmau captaba la vacilación del joven.

—Nada, nada…, sólo que nunca me había encontrado siguiendo las indicaciones de un difunto. Es difícil, Dalmau, pueden surgir complicaciones imprevistas, hechos que Adalbert no pudiera prevenir, ¿entiendes? Y me pregunto si una de estas sorpresas no puede hacer fracasar ese maldito plan… Por ejemplo, Ermengol no estaba con Acard, no saben dónde está, y se suponía que andaban pegados el uno al otro.

—Pero nosotros sí sabemos dónde está, Guillem, en San Cristóbal, muy cerca de aquí. —Dalmau estaba convencido—. Acaso las cosas vayan de esta manera, y aunque la información esté fragmentada no significa que no exista. Es posible que Adalbert distribuyera los datos por seguridad, dándonos un fragmento a cada uno y esperando que al reunimos consiguiéramos descifrar sus intenciones. Y al mismo tiempo nos protegía, si uno de nosotros cae, poca cosa puede decir… ¿No crees?

—Toma Dalmau, es pan tierno, y estas peras están buenísimas. —Ebre, con la boca llena, había dispuesto la mesa con las viandas.

—¡Por fin una noticia feliz, Ebre, has conseguido despertarme de golpe! —Dalmau se movió como impulsado por un resorte oculto en su estómago.

—Confías mucho en tu hermano, Dalmau —insistió Guillem, sus dudas todavía eran sólidas.

—Completamente, muchacho. Le hubiera confiado mi vida sin un instante de vacilación. Adalbert siempre sabía lo que hacía y nunca se lanzaba al campo de batalla sin un perfecto plan de estrategia. Y que yo no sepa los detalles de ese plan, no disminuye lo más mínimo mi confianza en él.

Guillem pareció sorprendido por las palabras de Dalmau, la fe de su superior en las habilidades de su hermano era algo extraño. Nunca había sido una persona confiada, y el carácter de su trabajo disminuyó considerablemente tal virtud. El joven podía elaborar un informe completo al respecto, la desconfianza y los recelos de Dalmau siempre habían sido un eterno tema de discusión. Sin embargo, optó por el silencio, sentándose junto a sus compañeros para dar cuenta del abundante desayuno, tenía hambre.

—¿Y qué tenían in mente Orset y los suyos? —preguntó Dalmau.

—Ya te he dicho que iban tras Acard, camino de Gerri de la Sal. Y por lo que he entendido, todos tenemos que llegar hasta allí. —Un cierto malhumor impregnaba la respuesta de Guillem.

—Deberías dejarlo, Guillem, tú y Ebre estáis a tiempo de abandonar este maldito asunto. —Dalmau había captado la conocida hostilidad del joven cuando algo no le convencía.

—Ya hemos hablado cien veces del tema, Dalmau, no empecemos de nuevo, te lo ruego, no quiero discutir. —Guillem mordió un pedazo de hogaza—. Aunque es un tema recurrente en esta tropa tuya… Bertrán intentaba convencer a su hermano Tedball para que volviera a la Encomienda de Tredós y abandonara el asunto. Y Orset, no sé, supongo que también tendrá a alguien para convencerlo de lo mismo. ¡Por cierto, se me olvidaba, Orset me dio este remedio para ti!

—¡Magnífico, Orset siempre ha sabido cómo aliviar mis males! —exclamó Dalmau, tomando el pequeño frasco que Guillem le ofrecía—. Y bien, muchachos, ¿cuál es el siguiente paso?

—¿Qué cuál es el siguiente paso, Dalmau? —saltó Jacques con la sorpresa en el rostro—. Pero ¿no lo sabes?

—¿Qué maldito plan es este en que nadie sabe nada de nada? —estalló Guillem con un manifiesto enfado—. Dalmau, por el amor de Dios, se supone que tú eres nuestro guía en esta absurda historia.

—Si Orset y los suyos van hacia Gerri, nosotros también —respondió Dalmau sin perder la compostura, indiferente a la reacción de sus compañeros—. Bien, algo te habrá dicho Bertrán, Guillem…

El joven dejó el tazón de leche sobre la mesa con el estupor en el semblante, mirando a Jacques que le devolvía la misma mirada de sorpresa. El enfado se le pasó de golpe superado por una sensación de asombro y, por unos momentos, se quedó mudo.

—Dijo que lo mejor sería bajar a Gerri mezclados con el entierro, y que averiguáramos dónde demonios está Ermengol. Añadió que no tenía ni idea de cómo nos encontraríamos, pero que seguramente Dalmau sabría dónde…, y que no sería fácil entrar en el pueblo por la situación que posiblemente se crearía con los hombres del conde de Pallars —terminó con aire resignado.

—Bien, pues ahí lo tienes, ése es nuestro siguiente paso: llegar a Gerri de la Sal —aseveró Dalmau con convicción, sin dejar de comer.

—Guillem, Riu y yo, podemos ir hasta San Cristóbal para ver qué ocurre con fray Ermengol, ¿no os parece? Y después… —Ebre rompió el silencio con cautela. Guillem le había prohibido abrir la boca bajo las más graves amenazas, pero ni siquiera su intervención consiguió arrancar la perplejidad del rostro de sus compañeros.

La comitiva se había puesto en marcha entre redobles de tambores y el llanto desconsolado de las plañideras. El difunto jamás había conocido tantos agasajos en vida, y si hubiera existido la más remota posibilidad de contemplarlos, no habría creído que su pobre persona mereciera tanto alboroto. Había sido un campesino sin suerte, con la espalda doblada por el peso de la azada y la adversidad. Y nadie tenía la menor duda de que su muerte había sido puramente accidental, los hombres del abad de Gerri le habían confundido con uno de los soldados del conde de Pallars. La mala fortuna, que había guiado su existencia negándole cualquier posibilidad, le persiguió con saña hasta sus últimas horas.

La sencilla caja de madera, en donde hacía su último trayecto, se bamboleaba de lado a lado de forma peligrosa, llevada por soldados ebrios que a punto estuvieron de perder al difunto en un recodo del camino. Quizás el muerto, inmerso en su sueño, pensara que ni tan sólo en aquel momento la suerte le facilitaba una sencilla línea recta.

Jacques, el Bretón, sujetando con firmeza el brazo de Dalmau, meditaba perdido entre la multitud. No había sido difícil integrarse en la comitiva, había pasado la última hora observando desde su ventana cómo la muchedumbre se congregaba en la plaza de Peramea hasta desbordarla. Comprobó también que los integrantes del duelo eran una minoría: una mujer llorosa y un anciano parecían ser la única familia de aquel infeliz, y estaban atónitos ante la expectación que creaba la ceremonia fúnebre. La mayoría eran hombres del conde de Pallars, soldados o siervos, acostumbrados a defenderse del poder del monasterio de Gerri. Cuando empezaron a redoblar los tambores para iniciar el trayecto de la comitiva, Jacques tenía claro la naturaleza de aquel pequeño ejército. La caja del difunto abría la marcha, zigzagueando por el camino y, detrás de ella, la viuda y el anciano. A sus espaldas, una abigarrada multitud de hombres y mujeres enarbolando toda clase de utensilios agrícolas y armas.

Jacques y Dalmau aprovecharon el instante en que la comitiva pasaba por delante de su refugio para integrarse en ella, de la manera más disimulada posible. Aunque la prudencia no era necesaria, muy pocos entre aquel gentío conocían al pobre difunto. Como una culebra deslizándose sinuosa, la muchedumbre descendía por el camino, aunque a diferencia del reptil necesitara de un incesante clamor para avanzar.

—Dalmau, más vale que nos mantengamos en la retaguardia —murmuró el Bretón, cada vez más preocupado—. Las intenciones de esta gente están muy claras, esto tiene de entierro lo que yo de teólogo.

Jacques retrocedía lentamente hacia la cola de la comitiva, sin soltar el brazo de su amigo. El pueblo de Gerri de la Sal ya estaba a la vista, y sus salinas lanzaban destellos acuosos hacia los visitantes. No había acabado de sugerir a Dalmau la necesidad del retroceso, cuando una piedra de grandes dimensiones fue a dar en la caja del difunto. La multitud, como una sola alma, se desperdigó en todas direcciones gritando consignas y amenazas de muerte. El Bretón arrastró a Dalmau hacia un lado, evitando que fuera arrollado por cinco enfurecidas mujeres armadas con guadañas y encontrando refugio tras una roca del camino.

—Dios misericordioso, Jacques, jamás había asistido a una ceremonia fúnebre parecida —murmuró un sorprendido Dalmau.

—Entonces estás en desventaja, amigo mío, yo he visto varias en mi vida e incluso peores. —Jacques apoyó la espalda en la piedra con un suspiro—. Esperaremos, Dalmau, es posible que se cansen y se tomen un respiro para reorganizarse.

Durante un largo rato, las piedras volaron en ambas direcciones lanzadas por manos expertas, en tanto los insultos y los exabruptos seguían el mismo camino. Una patrulla de los hombres del abad, armada hasta los dientes, salió de los portones del pueblo cargando contra todo lo que se movía, y la respuesta de los soldados del conde de Pallars no se hizo esperar. Una parte de la comitiva fúnebre, compuesta por mujeres y ancianos, desfogados ya de su cólera, reemprendía el regreso dejando a los hombres de armas la solución del conflicto.

Dalmau cerró los ojos, en un esfuerzo de concentración: era improbable que en los planes de Adalbert se hubiera previsto algo semejante. Sin embargo, su hermano sabía más que nadie de la situación en que se hallaba aquella tierra, los incesantes conflictos que enfrentaban al monasterio con los hombres del conde, desde hacía tantos años que nadie recordaba su inicio. Acaso lo hubiera tenido en cuenta, y si era así, no parecía que le hubiera importado lo más mínimo… Sonrió con calidez, daría la gloria por escuchar los sarcásticos comentarios de Adalbert acerca de aquella situación. Una gota de lluvia fue a caer sobre su cabeza, resbalando por su frente. Abrió los ojos y miró al cielo, negros nubarrones se acercaban amenazadores, avisando a quien quisiera ver que la pausa terminaba. No, pensó Dalmau con aire resignado, era imposible que Adalbert hubiera podido sospechar aquel cúmulo de desastres.

Dejaron los caballos a una prudencial distancia de la iglesia de San Cristóbal. Había sido su primera discusión desde buena mañana. Ebre mantenía que era mejor dejar las monturas en Peramea, ya que la proximidad de la iglesia era evidente. Sin embargo, Guillem no quería perder el tiempo, estaba inquieto por Dalmau, y la visión de la comitiva funeraria no había hecho más que aumentar sus recelos. Se deslizaron con cautela por los alrededores sin observar ningún rastro de vida.

—Déjame ir, Guillem, me llevaré a Riu… Me haré pasar por un pastor que necesita de un merecido descanso, no me pasará nada —rogó Ebre con mirada suplicante, quería hacer las paces, rotas de buena mañana.

Guillem pensaba. No había otra manera de descubrir el paradero de Ermengol que entrar en la iglesia, y se exponía a perder un tiempo precioso si no lo hacía. ¿Y si el dominico se hubiera marchado y aquella espera era ante una iglesia vacía?… También era posible que Ermengol le conociera, incluso que fuera el misterioso dominico que había pagado tan generosamente a Gombau, el ladrón de Ponts, para apartarlo del camino. Miró a Ebre con detenimiento, calibrando las posibilidades.

—Está bien, pero sólo cinco minutos. Te doy cinco minutos para comprobar que ese hombre está ahí dentro, y luego quiero que te largues lo más rápidamente posible. ¿Entendido?

Ebre se levantó, silbando al perro, que le siguió dócilmente. Paseó con lentitud acercándose a la iglesia, sin mirar atrás, convencido de que Guillem no le perdía de vista. Entró en el recinto, percibiendo el revuelo de una sotana negra en su interior, y sin dar muestras de advertir la presencia, se arrodilló sobre las losas de piedra en actitud recogida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Una voz chillona resonó en el templo.

—Rezando, estoy rezando… —balbuceó Ebre, contemplando la figura oscura que se acercaba.

—¿Quién eres, uno de los hombres del conde?

—No, señor, cuido de las cabras y ovejas de mi padre, y con ello ya tengo bastante.

Ermengol estaba transfigurado, una forzada sonrisa deformó su congestionado rostro hasta que logró controlar sus facciones. Se acercó al muchacho estudiando su reacción, con la sospecha flotando en el aire.

—Ya veo, eres sólo un niño, aunque sé que muchos rapaces de tu edad ya andan asesinando a pobres inocentes. —Hizo una pausa, aspirando con fuerza—. ¿Ya ha salido el entierro?

—¡Oh sí, señor, casi todo el pueblo ha bajado para la ceremonia!

—¡Menuda ceremonia!… —Ermengol se detuvo de nuevo—. ¿Y has visto a un religioso como yo entre la comitiva?

—No, señor, no había nadie parecido a vos, lo hubiera visto. ¿Habéis perdido a vuestro compañero? —La pregunta surgió cargada de ingenuidad.

—¡El me ha perdido a mí, muchacho, eso es lo que ha ocurrido! Y es lo peor que le hubiera podido suceder… Bien, ¿crees que es prudente bajar hacia Gerri de la Sal, me dejarán entrar en el pueblo? —Las nerviosas manos de Ermengol buscaron el refugio de sus cabellos.

—No es fácil, señor, los hombres del abad asesinaron al pobre hombre que entierran y los ánimos están exaltados…

—¡Asesinar! ¿Qué significan tus palabras? —saltó Ermengol con furia—. Si ese hombre ha encontrado la muerte, es evidente que algún crimen cometió contra el abad del monasterio, jovencito. Te aconsejo que midas tus palabras.

—Lo siento, no quería ofenderos, señor. Yo creo que siendo quien sois, nadie os impedirá el paso hacia el monasterio. —Ebre retrocedió un paso ante la cercanía del dominico.

—Eso está mejor, pero ¿cómo sabes quien soy?

—Eso es evidente, señor, sois un hombre de Iglesia. Nadie osaría alzar su mano contra vos… Sería diferente si fuerais un hombre del abad, entonces no sé lo que ocurriría.

—Sabias palabras, muchacho. Emprenderé la marcha cuanto antes, tengo muchas cosas que solucionar y son de la máxima urgencia.

Fray Ermengol recogió con rapidez una bolsa que yacía en el suelo, se envolvió con su oscura capa y salió sin despedirse. La imprevista salida, obligó a Guillem a retroceder con velocidad, resguardándose tras la sombra de un árbol. Los cinco minutos habían pasado y temía por la seguridad de Ebre, vacilando en dirigir su vista hacia el dominico o en mantenerla clavada en la puerta de la iglesia. El muchacho apareció en el umbral, con el perro pegado a sus talones, levantando la barbilla en un gesto que señalaba la figura de Ermengol que desaparecía por el camino.