Gerri de la Sal
«Verdad y mentira son palabras que tienen una íntima relación, no sobrevivirían la una sin la otra, y están tan profundamente ligadas que hasta su significado las une. Acaso también lo estén la Justicia y la Venganza, porque aunque pretenden anunciar hechos diferentes, nunca he visto una sentencia que no contenga un peso razonable de represalia. En cuanto a la venganza como acto, siempre acostumbra a diferenciarse en relación con quien la comete. Será justicia para el poderoso, siempre ruin venganza para el villano o el infeliz. Dalmau podría hablaros durante horas, perdido en su voluntad de encontrar significado a simples palabras. Yo soy un hombre de hechos y me limito a adaptarme a la realidad de mis convicciones. Con esta sencilla norma me basta».
JACQUES EL BRETÓN
El Pallars Sobirà es una tierra regada por mil ríos que descienden de sus altas montañas formando múltiples brazos, como las venas y arterias de un cuerpo sabiamente repartidas. Durante siglos, sus gentes agradecieron la hostilidad de una geografía complicada para la conquista, rodeados de sus altos picos protectores y sus caminos siempre difíciles de transitar. El río Noguera Pallaresa parte esta tierra en dos mitades, abriéndose a los lados en afluentes y barrancos y dando paso a pequeños valles encerrados en su silencio. Su entrada, a través del espectacular desfiladero de Collegats, corre hermanada con las turbulentas aguas del río hasta la barrera de los Pirineos.
Incluso sus leyendas están impregnadas de la savia líquida que las alimenta, como la mítica ciudad de Pallars que, según la tradición, está hundida en el fondo del lago de Montcortés. Dicen algunos, que en los días sin sol, al asomarse a sus aguas, se pueden contemplar grandes edificios olvidados, calles y templos perdidos en el tono verde de sus aguas.
La última subida desde el pueblo de Baro a la ermita de Nuestra Señora de Arboló, había dejado exhausta a Orbria. Podía contemplar a lo lejos, el brillo del agua en las salinas de Gerri lanzando destellos minerales. De nuevo empezaba a llover y Orbria se levantó la capucha de su capa. A pesar de que la intensidad de la lluvia había disminuido, se sentía completamente calada hasta los huesos. La humedad parecía atravesar todo su cuerpo, y un crujido seco y desagradable surgía de sus rodillas a cada paso.
—Nos están siguiendo, tía Orbria. No tengo ni idea de cuántos pueden ser. —Adalais se encasquetó su viejo sombrero, ocultando su melena roja—. Tengo la sensación de no hacer nada más que robar la vida a esos malditos sicarios, nunca se acaban.
—Dijiste que eran tres. En el puerto de la Bonaigua, ¿recuerdas? A uno lo mató Betrén y los otros se separaron. —Orbria cerró los ojos—. Y uno encontró su fin en Sort… Según mis cuentas, Adalais, queda sólo uno.
—Eso es una pura conjetura, tía Orbria, no puedes saberlo. Quizás en Sort hubiera más hombres de Acard, no sé, están por todas partes.
—Sí, sí lo sabes, y yo también. Podría ser, tienes razón, pero no es probable. Acard no ha tenido tiempo de movilizar a nadie, te olvidas que desea llevar este asunto como algo particular, casi en secreto. No pedirá auxilio al primer obstáculo, teme que los hombres del Tribunal le arrebaten la gloria, y ni tan sólo tenemos constancia de que en La Seu sepan algo de sus triquiñuelas.
Orbria se levantó y miró hacia el camino que quedaba a sus espaldas. Después, con lentitud, buscó refugio en el pequeño porche de la ermita, indicando a Adalais que se acercara.
—Escucha, adelántate. Yo me quedaré un rato a descansar, necesito que mis pobres huesos se tranquilicen, estoy demasiado cansada para seguir. —Levantó los hombros en un gesto de indiferencia ante el estupor de la joven.
—¡Cómo que vas a descansar, acabo de decirte que nos siguen! —exclamó la joven, con el asombro brillando en sus ojos.
—Adalais, llevan años siguiéndome, muchos más de los que tú tienes. No debes preocuparte, estoy acostumbrada a estos menesteres, déjame en paz y sigue el camino. Me vendrá bien reposar unos minutos, te repito que estoy cansada y mis piernas se niegan a seguir… —Orbria hizo un movimiento con las manos, alejando a la joven—. Nos veremos en el lugar acordado, confía en mí.
—Te dejaré a Be tren.
—¡Ni hablar! —atajó Orbria con un grito—. No sabría qué hacer con él y acabaría haciéndome caer en este estrecho camino. Vete, Adalais, hazme caso y no discutas, sé de lo que estoy hablando.
La joven vacilaba, temía por la vida de la anciana. Sin embargo, observó el rostro alargado, los serenos ojos que le devolvían la mirada con una tranquilidad pasmosa, y se decidió. Tomó por las bridas al corcel negro y dio la vuelta, desapareciendo a paso lento en un recodo del camino. Orbria contempló su marcha con un suspiro de alivio, los esbirros de Acard eran la última de sus preocupaciones. Abrió su hatillo y dispuso en el banco, a su lado, una hogaza de pan y un trozo de queso tierno acompañado de la bota de vino y un racimo de uvas. Mordisqueó con desgana el pan, esperando, con la vista clavada en el panorama que se abría a sus ojos. La ermita de Nuestra Señora de Arboló estaba situada sobre un peñasco de considerable altitud que caía en picado sobre las aguas del río, formando una pequeña garganta donde el agua giraba vertiginosamente en forma de embudo. Una pequeña fortificación, que parecía abandonada, cerraba el conjunto. Seguía lloviznando, gotas heladas que se precipitaban desde algún cielo nevado, un espacio blanquecino y distante que nunca se mostraba. Durante media hora, Orbria se dedicó a estudiar con atención todo lo que la rodeaba, hasta que un esperado murmullo la hizo sonreír. Un hombre avanzaba por el camino, envuelto en una capa marrón, con los cabellos mojados y una expresión de cautela.
—Buenos días, buena mujer —saludó el desconocido—. ¡Hace un tiempo de mil demonios!
—Malo para viajar, tenéis toda la razón. Y mucho más para una vieja como yo… pero ¡qué le vamos a hacer! Tengo a mi pobre hermana enferma en Arcalís, no puede ni levantarse de la cama y sus piernas ya no pueden sostenerla. Y tanto viaje va a acabar conmigo… ¿Queréis comer alguna cosa?
—Bien, os lo agradezco. —El hombre miraba el trozo de queso con expresión hambrienta, sin que por ello dejara de observar el camino—. No sé, mi mujer se ha adelantado hace un rato, ¿sabéis?… Una joven con el pelo rojo, ¿acaso la habéis visto pasar por el camino?
—¡Oh sí, claro que la he visto, y hace un buen rato! Una joven muy agraciada, por cierto, tenéis mucha suerte. —Orbria cortó un trozo de queso y lo paladeó—. Os espera un largo viaje, buen hombre, vuestra mujer me preguntó cuál era el lugar apropiado para cruzar el río. Por lo que me explicó, creo que os habéis equivocado de camino y, con este tiempo, no os envidio, la verdad.
—¿Qué queréis decir?
—Bien, el barranco de Ancs queda en el otro lado del río… Y con este tiempo, el viaje al pueblo ha de ser una pesadilla, ¡Dios nos asista! Es una suerte que yo no lleve esa dirección, mis pobres piernas no resistirían aquella cuesta. —Orbria lanzó un profundo suspiro—. Le aconsejé que retrocediera, hay un pequeño puente a unos diez minutos en dirección contraria. Pero no me hizo el menor caso, y eso que parecía que llevaba mucha prisa. Tuve la impresión de que estaba muy enfadada… ¿Habéis tenido una pelea de enamorados? Espero que perdonéis la curiosidad de esta vieja.
—¡Oh, no, no, nada de eso!… Pero es posible que nos hayamos equivocado de camino, con este tiempo es fácil. —El hombre se sentó al lado de Orbria y aceptó un buen trozo de queso—. ¿Y queréis decir que si retrocedo hasta el puente del que me habláis, llegaría antes?
—Antes que ella, por supuesto —contestó Orbria con una sonrisa—. Y le daríais una agradable sorpresa. El camino a Ancs es muy pesado, os lo aseguro, no iría a ese pueblo ni que allí estuviera el remedio a mi enfermedad.
—No es una mala idea, os lo agradezco. Este queso es exquisito, de muy buena calidad, sois muy amable al ofrecérmelo. ¿Lo hacéis vos misma?
—No, no, soy muy torpe en estos menesteres. Mi hermana es la culpable de esta delicia, es una excelente cocinera, aunque ahora con su enfermedad no tiene ánimos para nada. Tomad, llevaos el pellejo de vino, os hará mejor servicio a vos, yo casi estoy en casa. Creo que aprovecharé que llueve poco para hacer el tramo final… ¡Ya he descansado demasiado! Y tomad, os suplico que os llevéis lo que queda de comida, vuestra mujer agradecerá un poco de alimento después de tanto viaje, os deseo suerte buen hombre, y que Dios os acompañe.
Orbria se levantó sin prisas, arregló su gastada capa y se apoyó en el bastón. Se despidió del esbirro con la mejor de sus sonrisas y emprendió el camino conteniendo la respiración, esperando oír en cualquier momento los pasos del hombre detrás de ella. No había sido una mala historia, pensó, un poco improvisada y sin demasiado tiempo para fiorituras, pero los hombres de Acard no se destacaban por su inteligencia. Siguió caminando lentamente, exagerando su cojera y controlando el deseo de girarse y contemplar el resultado de su engaño. Se detuvo y volvió a aspirar con fuerza, como si le fallasen las piernas, aprovechando un saliente de la roca del camino para apoyarse. Entonces dirigió su mirada distraída hacia Arboló y no vio a nadie, ni allí ni en el camino que seguía. No pudo evitar soltar una corta carcajada, le resultaba difícil aceptar que hubiera sido tan fácil, demasiado fácil. Y no estaba acostumbrada a las soluciones sencillas.
Se quedó allí un buen rato, a la espera, aprovechando la pausa de la lluvia que había vuelto a interrumpir su constante goteo. El rostro de Orbria expresaba una gran placidez, sus rasgos relajados la hacían parecer más joven y el pelo suelto, veteado en gris, se esparcía por sus hombros liberado de la prisión del pañuelo. Recordaba a su hermana mayor, Adalais, su risa fresca y contagiosa, los años de travesuras en la casa paterna… Aquel cuerpo espigado tan parecido al de su hija, la madre de Folquet, con la mirada perdida siempre en sueños. El recuerdo de Adalais viva, de Adalais riendo y bailando, de sus confidencias al anochecer. Ése era el mundo en donde Orbria deseaba vivir, el mundo del que hablaba con Orset, el único amigo que sabía perfectamente a qué se refería, su pequeño amigo que había nacido con la buena estrella de no crecer nunca.
—Cuando llegue el momento, Orset, deseo volver a mi mundo, al lugar donde fui tan feliz. Y tú tendrás que ayudarme, preparar la exacta dosis de Garra del Diablo para mí… y dejar que me vaya. —Orbria se lo había pedido hacía unos meses.
—Vamos, Orbria, sabes muy bien que eso podría llevarte hasta la pesadilla, a momentos precisos a los que nunca desearíamos volver —discutía Orset.
—No, no lo entiendes, Orset, yo ya vivo en esa pesadilla. Y tú siempre dices que la Garra del Diablo nos lleva a nuestro propio interior, que pasea por nuestra alma y sólo nos muestra lo que hay en ella —insistía Orbria con obstinación—. Sabes que dentro de mí sólo existen los tiempos felices… y quiero volver a ellos antes de morir. Es lo único que me queda, Orset, mi memoria, allí poseo un terreno propio para seguir viviendo.
Su buen amigo la contemplaba con la inquietud en la mirada, intentado descifrar sus sentimientos. Siempre habían estado muy unidos, compartiendo una existencia de dificultades, y no necesitaban hablar para comprenderse. Orset, el hijo de Garsenda, aquella mujer siempre tan afectuosa con todos, lista para descubrir sus necesidades y atenderlas. Orbria todavía sentía el aroma que desprendía, a pan recién hecho y a tortas de centeno, a romero y flores frescas.
Se incorporó de nuevo, sacudiéndose invisibles motas de tierra de su capa. Era tiempo de reemprender el viaje, los recuerdos ya habían proporcionado la fuerza que necesitaba y pronto vería a Orset. Adalais la estaría esperando con la inquietud en su ánimo y no quería hacerla sufrir inútilmente.
—No hay tiempo que perder, Acard. Debemos trasladarnos a Gerri de la Sal inmediatamente, sólo nos faltaría encontrarnos en medio del tumulto de ese entierro que están preparando… —Ermengol recogía los papeles que había sobre la mesa.
—¿Qué le ocurre a ese estúpido de Gombau? —Como era habitual, Acard parecía no escuchar a su compañero—. Creo que ha estado bebiendo en exceso, es como si se encontrara a cien leguas de distancia. No sé si es prudente fiarse de él, ni tampoco de Isarn. ¿Has observado cómo no nos pierde de vista?… Más bien parece que nos esté vigilando.
—Acard, olvídate de ellos y escúchame con atención. Los ánimos de los vecinos de Peramea están encrespados, los hombres del abad han matado a uno de los suyos, y es necesario partir antes de que empiecen a movilizarse. En cuanto a Gombau, creo que tienes razón, bebe demasiado, aunque nunca lo había visto en ese estado… —Ermengol hizo una pausa, Acard no estaría contento con sus noticias. Inspiró con fuerza antes de continuar—: He escrito al inquisidor general y le he explicado parte del asunto, a grandes trazos, desde luego, sin detalles que nos perjudiquen. Y no he comentado nada de nuestras sospechas acerca de esas muertes y…
—¿Qué estás diciendo? —le interrumpió Acard con un grito, su semblante estaba deformado por la ira—. ¡Pero cómo te atreves a tomar una decisión sin contar con mi autorización, te has vuelto loco, Ermengol, completamente loco! En cuanto lo sepan se abalanzaran sobre nosotros como buitres carroñeros. ¿Sabes cuántos de nuestros hermanos darían la mitad de su fortuna por saber lo que nosotros sabemos?
—Necesitamos ayuda, Acard, y con urgencia. —Ermengol empujó con suavidad a su compañero que le cortaba el camino—. Vamos, amigo mío, estamos metidos en problemas, en graves problemas, y estamos solos. Era la única solución posible y tú lo sabes. No podemos confiar en Gombau, ni tampoco en Isarn… ¡Los tiempos han cambiado, Acard!
—¿Por qué crees que siempre llevas razón, Ermengol? —Su figura alta y delgada se elevaba como una sombra amenazadora—. ¿Por qué consideras que mi opinión no vale nada? ¿Has pensado en cómo me siento con tus constantes alardes de superioridad?
—No es momento para discusiones, Acard. Debemos partir de inmediato y refugiarnos en el monasterio de Santa María de Gerri, y allí esperaremos a los hombres que nos mande el Tribunal. Este asunto se ha terminado para nosotros, está tomando unas dimensiones que nos sobrepasan, amigo mío. Lo he pensado detenidamente y no tiene ningún sentido seguir como hasta ahora.
El sonido cristalino del agua se impuso al repentino silencio de los dos hombres. Las fuentes que manaban debajo de la misma iglesia de San Cristóbal entonaban una melodía con un solo compás que se repetía incansable. Los acusados rasgos de fray Acard se endurecieron, sus pómulos se elevaron hasta casi rozar el borde inferior del ojo. Dio dos pasos en dirección a Ermengol, situándose muy cerca de él.
—No, Ermengol, esto no se ha acabado —siseó entre dientes.
—Acard… —Ermengol retrocedió ante la cercanía del aliento de su compañero, buscando nuevos argumentos que le convencieran.
—No. —La simple negación sonó como un trueno en la iglesia—. Este asunto no se ha acabado, Ermengol, aunque nuestra relación tenga que pasar por ese duro trance.
—Amigo mío, no lo entiendes, tu vida peligra —intentó defenderse Ermengol—. ¡Se nos ha escapado de las manos, Acard! Estamos solos, sin ninguna protección, y muchos de nuestros hermanos han encontrado la muerte en momentos como éste, pensando que su valor era suficiente para enfrentarse a sus enemigos. Ha llegado la hora de confiar en el inquisidor, Acard, es el único capaz de sacarnos de esto.
—Tienes miedo, eso es lo único que te ocurre, temes perder tu miserable pellejo. —Acard soltó una seca carcajada que resonó en las paredes de la iglesia—. Llevamos demasiado tiempo juntos, Ermengol, y ha sido un error permitir que pensaras que eras tú quien llevabas las riendas, la mente calculadora que todo lo soluciona, el que todo lo ve y todo lo escucha. No, ¿me oyes? Cien veces no. Ahora soy yo quien te dirá lo que hay que hacer.
—Este asunto ha nublado tu mente desde que oíste el nombre de Adalbert de Gaussac. —Ermengol se negaba a dejarse intimidar, en su frente aparecieron unas marcadas arrugas, profundos surcos que la atravesaban de parte a parte—. Nunca fue un asunto del Tribunal, Acard, ¿no es cierto? Es algo tuyo, la continuación de tu venganza particular, y no te detendrás hasta darle muerte. Tu odio te ciega y no te permite ver la realidad, porque olvidas que lo más probable es que sea él quien acabe contigo.
—O sea, que según tu parecer, La llave de oro es una simple excusa, algo sin importancia… Sin embargo, no pensabas así cuando comenzamos todo esto. Dime, ¿qué es lo que te ha hecho cambiar, Ermengol, qué causa te empuja a actuar de esta manera? —Acard escupía sus preguntas con el rostro congestionado—. ¿Por qué razón me traicionas?
—Eso es una estupidez, sólo me limito a proteger tus espaldas como siempre he hecho, no lo olvides. —Ermengol intentó llegar a la puerta, pero las manos de su compañero agarraron su hábito.
—Es la soberbia quien habla por tu boca, Ermengol, ése es tu peor vicio. ¿Proteger mis espaldas?… —Acard temblaba a causa de la risa—. ¿Por eso te has pegado a la sombra de mi hábito durante todo este largo tiempo? ¿Por eso nunca has dado un paso para librarte de mí y me has seguido hasta las puertas del Infierno? No, no, no, amigo mío, has sido tú quien ha buscado mi protección, no te equivoques, por mucho que andes voceando tu superioridad y conspirando a mis espaldas. ¿Acaso crees que ignoro tus manejos con Gombau…, esos continuos cuchicheos de comadrejas?
—¡No sé de qué me estás hablando! —Ermengol había empalidecido.
—Desde luego que lo sabes, no tengo la menor duda. —Acard se sentó en uno de los bancos de la iglesia, estudiando el blanco semblante de Ermengol—. Has pensado que podrías manejar muchas cartas en una sola mano, siempre convencido de estar por encima de todos los demás. ¿Con quién has hecho un trato, Ermengol, y desde cuándo? ¿Con nuestros queridos hermanos del Tribunal o con el propio inquisidor?… ¿O has llegado al límite y has pactado con Adalbert?
—¡Te has vuelto loco, Acard, completamente loco! —Las palabras de Ermengol carecían de fuerza y su cuerpo parecía desplomarse, encogerse sobre sí mismo. Sus manos buscaron el soporte de un banco de la iglesia.
—¿Ésa será la acusación, la locura…, una locura que has compartido desde hace tantos años? ¡Qué pérdida de tiempo, Ermengol! —Acard seguía riendo, sus ojos lanzaban destellos de malicia.
—No lo entiendes, Acard, yo nunca te he traicionado, sólo que… —Ermengol vaciló—. Quería apartarte de este maldito asunto, ésa es la única verdad. Estábamos a punto de conseguirlo todo, Acard, ¡todo por lo que hemos luchado! Hasta que apareció Bertrán de Térmens con su maldita lista y el nombre de La llave de oro y… Fue el principio del fin, debes entenderlo, el riesgo era demasiado elevado para los dos, podemos perderlo todo.
—¿El riesgo para quién? —Acard no soltaba a su presa—. ¿Para el pobre e inteligente fray Ermengol, siempre al servicio de las causas nobles? Y ya que Acard está tan sumamente loco, que ha perdido todo atisbo de buen juicio, ¿quién quedará para llenar ese vacío en nuestra fiel causa, quién podrá mantener el peso insoportable de la batalla contra la herejía? ¡Ermengol, por supuesto, Ermengol es el único que puede confortar y sostener a nuestro gran inquisidor! ¡A quién me has vendido, maldita sanguijuela del demonio!
—Sólo les dije que estabas cansado, Acard, exhausto. Y lo entendieron… —balbuceó Ermengol—. Ésta es una batalla desigual y lo saben, la herejía tiene muchos caminos para mermar nuestras convicciones y agotar nuestro ánimo, ¿cuántos de nuestros hermanos han sufrido esa espantosa sensación? Son muchos años, Acard, debes entenderlo, y esa circunstancia nubla nuestro entendimiento y no nos permite discernir. Tu obsesión por Adalais de Gaussac te ha tenido encarcelado durante mucho tiempo y…
—¡Adalais de Gaussac está muerta, Ermengol! —interrumpió Acard a gritos—. ¿De qué demonios me estás hablando?
—¿De verdad crees que está muerta?… Porque por lo que yo sé, está presente aún en todas tus pesadillas. —Ermengol se levantó, alisando los pliegues de su hábito en un gesto habitual en él, después sus manos acariciaron los cabellos de sus sienes—. Adalais y su hermoso rostro, Acard, su mirada dulce y soñadora, aquella sonrisa que iluminaba la oscuridad y era capaz de penetrar en la penumbra, el grácil cuerpo de contornos tan suaves, ¿la recuerdas no es cierto?
—Por lo que puedo ver, Ermengol, no la recuerdo tan bien como tú. —Acard se plantó ante su compañero con la inquietud en su gesto—. El único que durante años no ha dejado de mencionaría has sido tú, y no hablas de mis pesadillas, sino de las tuyas…
—¡Todo lo que he hecho ha sido para apartarte de su espectro, Acard! —El tono de Ermengol ascendió en un grito agudo y extraño—. Esa bruja consiguió hechizarte y transformarte en lo que nunca habías sido, atormentó tu existencia desde el mismísimo umbral de la muerte y sigue haciéndolo, Acard, día a día… Y cuando creí que todo había terminado, apareció el maldito Bertrán con su historia, arrastrándonos al pasado… ¡Era Adalais desde el fondo de su tumba, Acard, para llevarnos hasta ella!
Los agudos chillidos resonaron en la nave de San Cristóbal, ocultando el sonido de sus fuentes. Acard, con el asombro en el semblante, contemplaba a su compañero con estupor. Se desplomó en el banco de la iglesia con un gemido, apoyando la cabeza en sus manos.
—¡No podía contemplar impasible tu sufrimiento, Acard! —seguía chillando Ermengol—. ¡El recuerdo de aquella noche infernal estaba acabando contigo, gritabas cada noche susurrando su nombre y tus alaridos rompían el silencio, mi silencio!… ¡No podías olvidar cómo tomaste su destrozado cuerpo y lo lanzaste al fuego en medio de risotadas, Acard, lo volteaste cien veces y lo tiraste a las llamas!
Ermengol paseaba arriba y abajo, frotándose las manos al tiempo que intentaba alisar las solitarias guedejas grises que colgaban a los lados de su cara, con la mirada perdida y vidriosa. Acard contemplaba el nervioso movimiento, y una certeza imposible se abrió paso con fuerza en su mente. Finalmente sólo pudo balbucir, en voz muy baja.
—Fuiste tú, Ermengol… Yo vacilé hasta el último momento, huí de allí incapaz de soportar aquella orgía de sangre. ¡Fuiste tú!… Yo sólo podía ver a la niña con quien había jugado en mi infancia, sus ojos suplicantes… Tú me explicaste con detalle lo sucedido y no has dejado de hacerlo en todos estos años. Dios misericordioso, ¿quién va a protegerte ahora, Ermengol?
—Tus mentiras son una infamia que no me afecta. —El tono de Ermengol cambió repentinamente, su voz pausada se impuso de nuevo, un tono controlado que arrastraba las palabras—. Pero no me importa, Acard, en el Tribunal ya saben lo que tienen que saber. Ahora partiremos hacia el monasterio de Gerri, allí estaremos bien, lejos del peligro. Gombau se ha adelantado en compañía de Isarn, nos estarán esperando.
Acard se levantó lentamente, sin dejar de observar aquella calma forzada que mostraba su viejo compañero, el dique que había alzado en breves segundos para contener el inconsciente que pugnaba por huir. No contestó, cogió la capa y se la puso sin prisas. Después, sin una palabra, salió de la iglesia. Ermengol exhibió una sonrisa extraña, sus labios se curvaron hacia el mentón en tanto sus ojos giraban en sus órbitas. Después siguió recogiendo sus papeles, sacudido por una risa intermitente que movía su cuerpo en una extraña danza.
La intención de Gombau de husmear en el pueblo de Peramea fue rápidamente interrumpida por un vecino convencido de que el esbirro era un espía del monasterio. Gombau no insistió, asustado ante el ánimo hostil de aquellos hombres que crecía peligrosamente. Por nada del mundo quería llamar su atención. Lanzó un silbido, avisando a Isarn, y ambos tomaron el camino que llevaba a la población vecina de Gerri de la Sal. Gombau no se encontraba bien, llevaba unos días en que un mareo intermitente le atacaba de golpe, sin previo aviso. Una especie de niebla aparecía ante sus ojos como si estuviera a punto de quedarse ciego, y una sensación helada se instalaba en la boca de su estómago. Tomó un breve trago de la bota de vino, el líquido le calmaba, y ahora no estaba Ermengol para arrebatársela de un manotazo. ¡El maldito Ermengol!… Últimamente aquel hombre estaba muy extraño, su conducta había cambiado, aunque Gombau no podía decir con precisión en qué sentido. Quizás eran sus órdenes contradictorias, o su discurso en ocasiones incongruente y confuso. No tenía manera de averiguarlo, pero estaba harto de sus superiores, inquieto por no saber lo que estaba pasando en realidad. En tanto Ermengol le ordenaba una cosa, Acard contraatacaba con la orden contraria… ¡Qué demonios les pasaba! Y no eran momentos para la disputa, de eso estaba convencido, el de Gaussac les estaba pisando los talones y Gombau era capaz de percibir su mortal presencia. ¿Y qué decir de aquella extraña obsesión de Ermengol con la señora de Gaussac?… Gombau no podía comprender aquella obstinación de su superior, siempre obcecado en poner en boca de Acard sus propios pensamientos. De lo que sí estaba seguro, era que aquel comportamiento les estaba perjudicando a todos. Siempre había admirado a Ermengol, un hombre al que jamás le temblaba el pulso en las situaciones más difíciles y que tenía una seguridad envidiable. Muy al contrario que Acard, que sólo hablaba, hablaba, hablaba…, y cuando llegaba el momento de la verdad huía como un conejo asustado. Fray Ermengol tenía la intención de cargar sus «errores» en la espalda de Acard, nunca había sido hombre de grandes lealtades. Gombau lo sabía y estaba de acuerdo, era un plan coherente y fácil. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando una mano anónima había hecho llegar al inquisidor general informaciones peligrosas acerca de la vieja cuadrilla de Acard. Al principio, Gombau sospechó que había sido el propio Ermengol, pero empezaba a tener sus dudas… Aquella mano anónima no se había detenido simplemente en enviar su veneno al Tribunal de la Inquisición, sino que se ampliaba lanzando sus blasfemias en todas direcciones: la información había llegado al mariscal del rey y a las órdenes militares, formando una tupida red de murmuraciones, como una espesa tela de araña. No era que tales «difamaciones» faltaran a la verdad, sino que se presentaban mucho peores, si es que ello era posible. Fray Ermengol no había tenido otro remedio que encauzar la responsabilidad de aquellas atrocidades hacia Acard, y había sido una solución brillante, pero… Gombau movió la cabeza de lado a lado, vacilando, era preocupante que Ermengol se tomara el asunto tan al pie de la letra, porque una cosa era cargarle el muerto al infeliz de Acard y otra muy diferente creérselo a pies juntillas. En ocasiones parecía que fray Ermengol deliraba, con aquellos ojos extraviados, explicándole detalladamente una realidad que no existía. Y Gombau lo sabía, había estado allí, por ejemplo en el maldito asunto de Gaussac… Las meditaciones de Gombau se vieron repentinamente interrumpidas, Isarn le estaba hablando.
—Esta historia no tiene ni pies ni cabeza, Gombau. Si el de Gaussac está vivo, y si llevas razón en lo que está haciendo… ¿Qué impide que fray Acard movilice a todo el Tribunal para darle caza? No lo entiendo, nada de esto tiene sentido.
Gombau salió de su ensimismamiento con esfuerzo, clavando la vista en su antiguo compinche, y retrocedió un paso, alarmado. En el rostro de Isarn, muy cerca del labio, una enorme pústula se abría rompiendo la carne. Con un grito involuntario y la boca desencajada, le llamó la atención señalando con su dedo la repugnante herida. Isarn lo miró asombrado, pasándose la mano por la cara.
—¿Qué demonios te ocurre? ¡Estás sudando como un cerdo! —El gesto de Isarn era hostil.
Al tiempo que hablaba, una parte de su boca estalló en otra llaga purulenta y en sus manos aparecieron manchas azuladas y grises. Gombau lanzó un alarido, retrocediendo, mientras en el rostro del viejo mercenario no cesaban de abrirse grandes boquetes sanguinolentos, sin que él pareciera notarlo.
—¡Gombau! ¿Qué demonios te ocurre?… ¿Estás enfermo? —La voz de Isarn atronó en los oídos del sicario, encerrada en una caverna que multiplicaba sus ecos.
La mano de Gombau corrió ligera en busca de su daga. Ante sus ojos, Isarn se descomponía y un penetrante e infecto olor a muerte le envolvió sin remedio. ¡Estaba muerto!, pensó con espanto, ¡cómo Sanç, y el de Cortinada, surgía de la tumba para arrastrarlo al abismo!… Sus recelos y sospechas no eran producto de la animadversión que sentía hacia él, sino de la realidad: ¡estaba muerto y los había engañado a todos! ¿Cómo era posible un prodigio parecido, cómo había podido huir de la muerte y hacerse presente, tangible a sus manos? Un brazo descompuesto se alzó ante su rostro, los pedazos de carne colgaban inertes y el olor era irrespirable, un brazo que parecía acercarse a él. Gombau, presa del espanto, sacó la daga de su escondite y asestó un golpe seco, apartándose con rapidez. La expresión de Isarn, desfigurada, mostró un atisbo de sorpresa y se llevó las manos al pecho abierto. Su mano se alzó en un gesto de defensa, unos huesos afilados que intentaban detenerlo. Gombau, enloquecido ante lo que sus ojos veían, le acuchillaba una y otra vez sin detenerse, golpeando la carne viva que se negaba a regresar a su sepulcro.
—¡Vuelve al infierno del que has salido, maldito espectro de Satanás! —Los gritos resonaban en el camino, incesantes, repitiéndose una y otra vez.
El agotamiento le impuso una pausa, temblando y sudoroso contempló los restos desperdigados que una vez habían pertenecido al viejo mercenario. Nadie iba a arrastrarle a un sepulcro que no era el suyo, ni tan sólo aquella turba de muertos que se alzaban entre los vivos para acabar con su vida. Un nuevo alarido de terror rompió el aire cargado de humedad. Gombau, con los ojos desorbitados, retrocedía de espaldas buscando la huida. Un brazo se arrastraba hacia él, un brazo huérfano de su soporte que se acercaba con esfuerzo, solitario, con los dedos de la mano aferrados al polvo del camino, señalándole. El pecho roto de Isarn experimentó una sacudida y se levantó de golpe, cubierto enteramente de sangre, como una especie de títere movido por manos espectrales, sentado, girando la cabeza en un círculo perfecto hasta detenerse ante los enloquecidos ojos de Gombau. El tajo en que se había convertido su boca se abrió para lanzar una demoníaca carcajada, que lanzó a Gombau hacia una desenfrenada carrera cuesta abajo, gritando y chillando, en un alarido que rebotaba de roca en roca, como si la piedra pudiera captar el significado del mensaje.
En el camino de Peramea a Gerri de la Sal, unos arbustos se movieron al compás de la brisa. La expresión ceñuda de Guillem de Montclar, con la boca abierta por la sorpresa, asomaba tras el verde de la mata. A su lado, aunque unos centímetros más abajo, el rostro impasible de Orset contemplaba la escena. Dos cabezas más emergieron del verde salpicado de flores violeta, Bertrán y Tedball se miraron en un mudo interrogante.
—Por todos los santos… —murmuró Guillem, incapaz de otra expresión más ingeniosa.
—Había visto esa misma mirada en Martí de Biosca, Orset, pero… —Bertrán buscaba la expresión correcta, sus rasgos parecían de piedra—. Bien, Martí parecía estar en un sueño paradisiaco, a punto de elevarse al séptimo cielo, pero esto, esto… No tengo manera de describirlo.
—¡Es terrible! ¿Qué demonios ha visto Gombau para ser capaz de semejante carnicería, Orset? —balbució Tedball, aún llevado del horror de la escena.
—Los deseos de Martí de Biosca era muy simples, Bertrán.
Podría jurar que lo único que anhelaba era una mujer hermosa con la que yacer eternamente. O acaso vivir en unas bodegas celestiales para siempre… —Orset habló pausadamente, pensando cada palabra, no estaba impresionado ante la carnicería que había contemplado—. Gombau es un asesino, toda su existencia es un mar de sangre y horror, quizás le asuste la muerte…, su muerte, para ser más exactos. No lo sé, muchachos, y tampoco tengo interés en averiguar lo que ha visto.
—¿Y todo lo que hemos contemplado es producto de esa Garra del Diablo de la que estás hablando? —Guillem se incorporó sobre la hierba, apoyándose en un codo.
Orset se limitó a asentir con la cabeza. A pesar de conocer las propiedades de aquella seta, había quedado asombrado por sus efectos. Bertrán le había contado la muerte de Martí de Biosca, y también la del canónigo Verat. Orbria tendría que darle los detalles de la agonía del notario Vidal… No había duda de que tenía un poder extraordinario. Y entonces recordó las palabras de su buen maestro franciscano: «La Amonita muscaria es un bien de la tierra al que debemos tratar con respeto, Orset, un gran respeto. La razón de que el buen Dios lo pusiera en nuestras manos es un misterio que todavía no me explico. Tiene el poder de mostrarnos el alma y lo que hay en su interior… Y dime, Orset, ¿quién de entre nosotros tiene el coraje suficiente de contemplarla, de enfrentar nuestras buenas obras con los malos pensamientos que siempre se ocultan en algún rincón oscuro? Esa parte que queda en la penumbra, es aquello con lo que peleamos toda nuestra existencia para que no salga a la luz. Su visión puede enloquecer al alma que se cree más pura, amigo mío. Respeto, mucho respeto, porque hay cosas que jamás deben exponerse a la luz del día». Orset reflexionaba, con la vista clavada en los restos de aquel hombre, uno de los mercenarios que había acabado con la vida de su madre, Garsenda. No sentía piedad por él ni por la forma en que había muerto, sin embargo, no podía evitar un sentimiento de temor. Las palabras de su maestro franciscano resonaban en sus oídos y, aunque él mismo con su ayuda había probado una brizna de la Garra del Diablo, jamás hubiera supuesto que pudiera provocar una reacción como la sufrida por Gombau. Aquel hombre se había convertido en la representación de la locura.
—Y ¿cuándo le diste esa pócima? ¿Cuánto tiempo tarda en actuar? —Guillem insistía en sus preguntas.
—No tenía intenciones de darle nada, todavía no… —Orset le miró con sus rasgados ojos oscuros—. Pero me robó el pellejo de vino, y yo sólo quería largarme de allí. Era una disolución muy ligera… No estoy seguro de lo que tarda la Garra del Diablo en hacer su efecto, no siempre actúa de la misma forma, depende siempre del individuo que la toma. Y es diferente en todas las ocasiones en que la hemos probado, nadie experimenta la misma sensación, ¿sabes? Mi intuición me dice que muestra aquello que más temor nos produce, y acaso tenga algo que ver con los recuerdos que deseamos olvidar.
—Deberíamos seguir, no tenemos mucho tiempo que perder si Guillem ha de ir en busca de Dalmau y de los suyos. —El sentido práctico de Bertrán difuminó el asombro todavía presente en los semblantes.
—¿Y cómo lo preparas?… —Guillem volvió a la carga, su curiosidad se imponía—. ¿Siempre lo mezclas con el vino?
—Con cualquier cosa, Guillem, el secreto está en la cantidad que se utiliza —respondió Orset con seriedad—. Y quise asegurarme, comprenderás que no había tenido la oportunidad de hacer grandes experimentos. Sólo tenía las indicaciones de mi maestro y, básicamente, me explicó su utilización ritual por parte de antiguas culturas. Había leído que lo usaban para ver más allá, traspasar el umbral de la conciencia y poder contemplar a Dios…
—¡Menuda blasfemia, Orset! —saltó Tedball con un gesto de enfado.
—Las costumbres de otros nunca son una blasfemia, Tedball, sólo una diferencia, lo cual no es exactamente igual. —El enano parecía molesto—. Y como tú, conozco a algunos que creen ver a Dios matando a sus semejantes y…
—¡Callaos de una vez, vuestras eternas polémicas es lo último que quiero escuchar! —Bertrán los miró, furioso—. Déjalo de una vez, Tedball, vuelve a Tredós y olvídate de todo esto, yo me ocuparé.
Antes de que Tedball pudiera contestar a su hermano, una mano le tapó la boca y lo arrastró al suelo. Guillem avisó a los otros y todos volvieron a desaparecer entre la maleza, el sonido de los cascos de un caballo se acercaban. Cuatro pares de ojos observaban entre las matas, con el cuerpo pegado a tierra, sin perder de vista el camino. La figura alta y rígida de Acard se destacaba sobre su montura, sujetando las riendas con fuerza ante el relincho asustado del animal que levantaba sus patas delanteras, encabritado ante el obstáculo que se encontraba desperdigado en mitad del camino. El caballo dio varias vueltas, mientras Acard intentaba recobrar el control, sin apercibirse todavía de la causa del incidente. El dominico desmontó con la estupefacción en el rostro, contemplando los restos de su antiguo mercenario desperdigados en mitad del camino. Una exclamación se escapó de su garganta, en tanto retrocedía mirando a ambos lados del camino, buscando las riendas de su caballo. Su rostro expresaba una mezcla de estupor y pánico, a partes iguales, como si el espectáculo que se ofrecía a sus ojos fuera un fragmento de pesadilla que escapara de la realidad. Finalmente, atrapó las riendas, arrastrando al animal por el borde del camino, lejos de aquel ser irreconocible que había sido parte de su cuadrilla. Ni siquiera pasó por su mente el sencillo acto de piedad de santiguarse, de murmurar una corta plegaria por el alma de aquel infeliz. Acard, con el semblante demudado, montó de nuevo espoleando al animal e iniciando una loca carrera por el peligroso camino de bajada. Los faldones de su hábito volaban, ondeando, como si cien pájaros negros emprendieran la huida en un frenético revuelo de alas.
—¿Y dónde demonios está Ermengol?
La voz grave y pragmática de Bertrán interrumpió el silencio, sin que sus compañeros pudieran responderle. Incapaces de reaccionar, todavía se hallaban pegados a tierra, sus miradas perdidas en el recodo por donde había desaparecido Acard de Montcortés.