Peramea
«La misericordia de Dios no engaña, su piedad no traiciona ni abandona. Y de ella emana la Verdad que nos hace fuertes, dispuestos a sacrificar nuestra vida en aras de su permanencia. Es por ello por lo que la herejía es el supremo engaño, el mismo Lucifer con sus ropas más engalanadas canta en nuestro oído, y sus palabras son sólo profunda envidia ante nuestro resplandor. Aquellos que le escuchan han dejado de ser hombres, son peores que la bestia más inmunda y según esta condición deben ser tratados. No me tiembla la mano al empuñar la espada de luz como Gabriel, y tal como haríamos con la culebra que obstaculiza nuestro camino, partimos, rompemos, destrozamos la alimaña hasta matar su propio recuerdo. Y ahí, en ese acto sublime, reside la misericordia divina que guía nuestra mano».
ACARD
Rápido, rápido…, hay que salir de aquí! ¡Ebre, deja a los caballos sueltos, saldrán de aquí antes que nosotros!
Jacques el Bretón, con Dalmau cargado a sus espaldas, trepaba por el camino, o por lo que quedaba de él. La lluvia formaba una espesa cortina de agua que impedía cualquier atisbo de visibilidad, ríos de barro bajaban con la fuerza de un torrente, impregnándolos de una segunda capa de piel líquida y marrón, como si fueran seres espectrales surgidos de una tumba. El ruido del barranco era ensordecedor, las aguas habían rebasado el camino marcado por las piedras y anegaban la pequeña Encomienda de Susterris elevando su nivel a una velocidad de vértigo. La idea de huir a través del barranco fue abandonada, la fuerza de las aguas al despeñarse de roca en roca era brutal y cien imprevistas cataratas surgían de la piedra arrastrando todo lo que encontraban. Cuando un considerable tronco, arrastrado por la corriente, se estrelló contra la puerta del establo haciéndola añicos y atravesó el lugar como una flecha, Guillem no perdió el tiempo, ya lo habían perdido bastante. Maldiciendo y mascullando insultos, se organizaron con la rapidez de un gamo, con la única idea de salir de aquel infierno de agua que pretendía barrerlos.
Era tarde para lamentaciones y reproches, y si bien era cierto que los acontecimientos eran previsibles, no había duda de que abstraídos en sus propios problemas se habían dormido en los laureles. Los hermanos del Hospital les habían avisado múltiples veces, e incluso habían insistido en que se marcharan con ellos ante el peligro que se avecinaba. No era la primera vez que la Encomienda de Susterris sufría la acometida de las aguas. Sin embargo, con la peregrina idea de que había tiempo de sobras, Jacques y Guillem siguieron con su discusión sin prestar oídos a los buenos consejos.
El camino era un lodazal viscoso, un río de barro que corría marcando su propia dirección. Jacques, con Dalmau a cuestas, abría la comitiva empujado por Guillem, en tanto Ebre cerraba la marcha pegado a tierra, con las manos arañando el barro que se deshacía. Los caballos, asustados, pasaron veloces a su lado, sus cascos rozando su cabeza, en una huida precipitada. Un sonido atronador detuvo su laborioso avance durante un instante. Guillem, con expresión, alarmada, agarró del cuello a Ebre que resbalaba cuesta abajo. Los gritos de Jacques eran un murmullo ininteligible, un aviso desesperado, mientras su brazo Ubre sé movía frenéticamente indicándoles que le siguieran. Guillem, con Ebre fuertemente agarrado por el pescuezo, se desplazó rápidamente hacia la izquierda, siguiendo las indicaciones del Bretón y buscando un soporte sólido a sus pies. Cuando levantó la vista quedó horrorizado. Entre la masa gris de la lluvia, una sombra opaca y oscura se abalanzaba hacia él con un fragor que hacía temblar el suelo. Gateó a toda velocidad, intuyendo un estrecho sendero que le alejaba del desplome, y gritando a Ebre como un poseso. El muchacho, con el espanto reflejado en sus facciones, imitaba a su maestro movilizando toda la fuerza de sus brazos y piernas. Casi sin respiración, notó cómo su cuerpo salía disparado a toda velocidad, volando por los aires en dirección a Guillem, hasta quedar empotrado bajo su pecho. Lo último que pudo contemplar fueron las manos de su superior, agarrotadas alrededor de una gruesa raíz, las venas azules sobresaliendo en sus puños. Después, una lluvia de piedras y lodo pasó como un vendaval sobre sus cabezas con un ruido ensordecedor, cegándole y golpeándole, la ira de Dios precipitándose sobre sus delgadas espaldas.
Orset estaba desorientado, aún le temblaban las piernas por el miedo sufrido durante su última entrevista con Acard. Había entrado en aquella casa convencido de que saldría cargado de cadenas y grilletes y de que Acard intentaría cobrarse la cuenta pendiente… Sin embargo, nada de eso había sucedido. Estaba maravillado, aunque eso no impedía que su corazón anduviese enloquecido, golpeando su pecho con un ritmo desbocado. Las primeras gotas de lluvia se habían convertido en un aguacero torrencial que le impedía ver a dos palmos de sus narices. «Si no es Acard, será esta lluvia la que acabará ahogándome de una maldita vez», pensó, detenido en mitad de la nada. Ni tan sólo sabía dónde se encontraba, ni qué dirección tomar. «Lo primero que debo hacer es tranquilizarme, no dejarme llevar por el pánico», reflexionó. Respiró profundamente, intentado que los latidos de su corazón dejaran de sacudir su pequeño cuerpo. Tampoco podía quejarse, estaba convencido de que los dominicos habían creído su inverosímil historia, y era una suerte que fray Ermengol ya hubiera llegado… Sin él hubiera sido muy complicado convencer a Acard. Ermengol no se creería, ni por un momento, que Bertrán fuera un traidor, no se correspondía con el concepto de traición que el fraile tenía en la cabeza, pensaría simplemente que Bertrán era un avaricioso. Orset se admiraba ante la capacidad de Adalbert de Gaussac de conocer los más profundos sentimientos humanos, de saber con tanta precisión lo que anidaba en el alma de sus enemigos.
«Ermengol es inteligente, Orset, no debes olvidarlo». El enano recordaba las palabras del señor de Gaussac, de aquellos ojos que reflejaban una tristeza sin fin: «Nunca subestimes a tus enemigos, es un error que puede costarte muy caro. Ermengol es la cabeza de Acard, Orset, sin él ese infeliz no sería nada, y por eso debemos tratar con respeto esa inteligencia. Se creerá tu historia sin más explicaciones porque Bertrán no es un traidor, ¿entiendes? Nada en él sugiere la traición. Pero es un hombre duro, fuerte, y Ermengol admira esas cualidades, cree que él mismo las posee. Se inclinará a pensar que la codicia es el peso que mueve la balanza, que un hombre como Bertrán de Térmens sólo puede tener el vicio de la avaricia o de la ambición, acaso como él. Y no creas que Ermengol los tenga como vicios ruines y merecedores de castigo, ése sería otro error que no debes cometer, porque no es de dinero ni de oro de lo que hablamos, sino de poder. Fray Ermengol admira esa capacidad innata de poder y de autoridad, y a buen seguro será lo primero que perciba en Bertrán».
Adalbert poseía todo el conocimiento y la sabiduría sobre los seres humanos y de aquello que les afligía. El recuerdo de sus palabras actuó como un calmante para Orset y notó cómo su corazón volvía a latir con un ritmo pausado. Había sido un padre para él y lo había protegido del desprecio de los otros, le había enseñado que la estatura nada tenía que ver con la bondad de los hombres ni con su Valla. Había guiado su vida con mano segura, siempre atento a sus progresos. Fue él quien captó de inmediato la capacidad de Orset para remediar los males del cuerpo, su fascinación por las plantas y por los sanadores que, de vez en cuando, paraban en la casa para ofrecer sus remedios. Fue él quien le envió al convento de los franciscanos para que le instruyeran, después de enterarse de que allí vivía el mejor conocedor de los secretos de las plantas y sus poderes curativos, y siguió paso a paso su instrucción como si de un hijo se tratara. Y más tarde, cuando la tragedia ya estaba consumada y su mundo había desaparecido tragado por las llamas, Adalbert le había rogado que estudiara con atención las plantas que producían el ensueño y la pesadilla, que investigara con detenimiento las dosis adecuadas y sus consecuencias en los seres humanos. Sí, el señor de Gaussac siempre sabía de lo que hablaba y lo que quería. Y él obedeció con una confianza ciega, sin necesitad de preguntas ni explicaciones. Fue entonces cuando se encontró con el «Reig Bord», una seta muy especial y fácil de hallar, de la que había oído hablar a sus maestros franciscanos: tenía la capacidad de trasladar a su consumidor a otro mundo, de convertir sus sueños en pesadillas y de elevarle a las alturas más recónditas del alma. Muchos, en el devenir de los siglos, la habían utilizado para traspasar el umbral y para ver lo que nadie podía contemplar. La hermosa Amanita muscaria, el «Reig Bord» como lo denominaban sus maestros franciscanos, era llamada así por su capacidad de atraer a los insectos, con su llamativo sombrero de un rojo intenso punteado de blanco. Él mismo la había probado con la guía de su maestro, el bueno de fray Redom, aspirando aquel humo penetrante que surgía del recipiente metálico para entrar en sus fosas nasales, aquel vapor que le había transformado en una majestuosa águila que sobrevolaba un paisaje eterno, elevándose por encima de cumbres vertiginosas, sin desear volver. Orset se había convertido en un experto, hasta el punto en que decidió cambiar el nombre de la seta por otro que consideró más apropiado: la «Garra del Diablo», la bautizó, acaso intuyendo las intenciones de Adalbert de Gaussac.
«Ellos siempre han creído tener el poder de volver locos a los hombres, Orset, y no hay duda de que lo consiguieron en más de una ocasión y seguirán haciéndolo. Pero olvidan, siempre olvidan, que la locura es también parte de su patrimonio, y que sólo hace falta un leve empujón para que el sueño se transforme en pesadilla. Acaso haya llegado el momento, Orset, de mostrarles que esa locura también anida en el fondo de sus corazones y que sus actos darán forma a sus sueños. Y que no existe palabra que defina ni excuse el horror de su demencia».
La lluvia empapaba a Orset sin que éste hiciera nada para evitarla. Necesitaba oír la voz grave y suave de Adalbert en su mente, sentir su cálida mano sobre su hombro, todo aquello que siempre le había procurado seguridad y paz. Perdido en sus recuerdos, el enano navegaba por su memoria con una amplia sonrisa en su rostro de rana, inmóvil: acababa de recordar la naturaleza del vino que había en su bota. Aquel maldito esbirro sediento de Gombau no tardaría en soñar, algo le arrastraría a los infiernos sin tener en cuenta su voluntad, y muy pronto la Garra del Diablo le zarandearía entre sus poderosas fauces.
—¿Qué es lo que sucede, Gombau, para qué demonios me has llamado? Si he de serte sincero, después de tanto tiempo, no me parece adecuado remover viejas historias pasadas.
Isarn, uno de los antiguos integrantes de la cuadrilla de Acard, mostraba una expresión hosca y recelosa. No le gustaba Gombau, nunca le había gustado, y eso aumentó su desconfianza. Ni siquiera sabía la razón por la que estaba allí. Se había detenido innumerables veces en el camino con la voluntad de regresar, de no acudir a la cita, pero algo que no podía describir le arrastraba. Acaso era un sencillo instinto de supervivencia… Si Gombau le había encontrado con tanta facilidad, ¿qué impedía que los buitres de la Inquisición se abalanzaran sobre él? Aquella posibilidad helaba sus huesos y le estremecía: ¿por qué en aquel preciso momento? Acababa de ser nombrado capitán de la guardia de un barón, que ascendía en la escala social a una rapidez inusitada, era un trabajo inmejorable. Hacía mucho tiempo que había cambiado su nombre y nadie conocía su verdadera identidad. Se había alejado, como si de la peste se tratara, de aquel territorio fronterizo en donde alguien pudiera reconocerle y exigirle cuentas. Los años habían contribuido a mejorar su anonimato, cubriendo de blanco su larga melena rubia y llenando de surcos su rostro afilado y pálido. Sin embargo, más bien parecía que sus esfuerzos por desaparecer habían sido baldíos y la dura realidad se imponía. Gombau le había encontrado, de eso no había la menor duda.
—¿Y Fulck?… Todavía no ha llegado. Pensé que os encontraríais en el camino. —Gombau no se molestó en responder a la pregunta de Isarn.
—Y quedamos para encontrarnos, Gombau, pero no se presentó. Por esa razón me retrasé, estuve casi dos días esperándole. ¿Puedes explicarme qué demonios está pasando de una vez por todas?
—No seas impaciente, todo a su tiempo… ¿No viste nada que te hiciera sospechar de un «desgraciado accidente», algo que le hubiera ocurrido al pobre Fulck y que explicara su ausencia? —Gombau empinó la bota y tragó un buen sorbo de vino, ofreciéndosela a su compañero.
—¿Un accidente?… ¿De qué infiernos estás hablando? —Fulck negó con la cabeza, no era momento de beber.
Gombau lanzó una estridente carcajada ante el rostro perplejo del viejo mercenario, sus ojos brillaban en un destello metálico. Estaban en el patio que había ante la casa, resguardados de la lluvia por la frágil protección de un olivo medio abandonado. Gombau iba a responder, cuando un violento manotazo hizo volar la bota de vino a unos metros de distancia y dejó una marca rojiza en sus dedos. Fray Ermengol, empapado, le miraba con furia.
—¡Se puede saber a qué estás aguardando, maldito imbécil, o es que esperas a terminar borracho como una cuba! —La indignación sonaba en su voz—. ¿Dónde está Fulck?
—Buenos días, fray Ermengol, aunque no se puede decir que el tiempo acompañe. —Isarn hizo notar su presencia, el dominico ni siquiera le había saludado—. No sé dónde pueda estar Fulck, no apareció a su cita conmigo.
Una risita aguda, surgida de la garganta de Gombau, hizo retroceder un paso a fray Ermengol. Sus redondas mejillas se alargaron en un gesto de disgusto, los ralos cabellos grises pegados a ambos lados de su cabeza, empapados, le daban un aire sucio y desaseado.
—No le veo la gracia, Gombau, esa afición al vino te hará perder la cabeza, o lo poco que queda de ella. —Ermengol se giró hacia el nuevo visitante con los labios apretados—. ¿Te ha puesto al corriente de la situación?
Isarn negó con la cabeza, aún esperaba un simple saludo de bienvenida que el dominico no parecía dispuesto a ofrecerle. Le observó con atención, inclinándose levemente, la cabeza del fraile sólo le llegaba al mentón. Comprobó que había envejecido mucho, aunque sus ojos conservaban la misma intensidad del pasado, aquella mirada distante y fría que cortaba la respiración. «Ojos de animal muerto», como solía decir Fulck, y tenía toda la razón.
—Alguien anda detrás de la vieja cuadrilla con malas intenciones, Isarn —le informó Ermengol a toda prisa—. Y casi todos están muertos: Martí de Biosca, el canónigo Verat, el pobre imbécil de Vidal, Sanç, y el de Cortinada. ¡Todos muertos!
Ermengol había puesto especial cuidado en la última frase: «to-dos-mu-er-tos», deteniéndose en cada sílaba y estudiando la reacción de su interlocutor. La expresión de Isarn no cambió un ápice, ni su cuerpo experimentó la menor alteración. Miró de reojo a Gombau, que seguía con su risa incoherente, y se mantuvo en silencio.
—Y posiblemente, Fulck ya esté en los brazos del Todopoderoso, no hay otra explicación a su ausencia —siguió Ermengol—. El resultado es que quedamos sólo cuatro y todos estamos aquí ahora. ¿Qué te parece?
—Sanç y Arnau de Cortinada están en Sicilia —afirmó Isarn cambiando de posición, su recelo aumentaba—. Estuve con ellos la noche antes de que su nave partiera, y gozaban de un estado de salud envidiable, no tenían intención alguna de regresar.
—Pero no les viste embarcar, amigo mío, ni tampoco que estuvieran en la nave cuando ésta partió, ¿no es cierto?… —Gombau se puso al lado de Ermengol, escupiendo sus palabras muy cerca del rostro de Isarn—. De lo que no hay duda es que emprendieron un largo, larguísimo viaje. Hace poco nos visitaron, pobres infelices, y te puedo asegurar que su aspecto no era en * absoluto saludable.
—Alguien desenterró sus cadáveres y los trajo aquí, Isarn, los sentó a nuestra mesa, no fue una visita muy agradable, te lo aseguro —atajó Ermengol con el rostro crispado.
—¿Y quién me asegura que no fuisteis vosotros mismos los que acabaron con su vida? —La pregunta salió disparada, cortante, Isarn mantenía la mirada clavada en Gombau. El estupor se reflejó en los rostros que le escuchaban.
—¿Y por qué demonios íbamos a hacer una cosa semejante? ¡Por Belcebú, es que te has vuelto loco, eran nuestros compañeros, o es que lo has olvidado! —Gombau se había despertado de golpe, la sonrisa desapareció de su cara—. También podría pensar que fuiste tú quien decidió eliminarles y aligerar su bolsa…
—¡Basta, callad de una vez y entremos en la casa! Te pondremos al corriente de todo, Isarn, no tenemos tiempo que perder. —La voz de Ermengol resonó con un chillido agudo.
Fray Ermengol corrió bajo la lluvia y se detuvo en el portal, agitando sus brazos con nerviosismo en dirección a los dos hombres. Durante unos largos segundos nadie se movió, contemplándose unos a otros, atrapados en un tiempo perdido que parecía volver con una furia devastadora. Gombau fue el primero en reaccionar, cogió a su compañero del brazo y le empujó en dirección a la casa. Isarn, sin ninguna expresión, se dejó arrastrar. En su mente iban tomando forma unas imágenes precisas, unas siluetas que durante largo tiempo había intentado desterrar de su cabeza. Sentía que se movían como sombras, todavía difusas, pugnando por delimitar sus contornos y hacerse visibles. Eran los espectros de sus víctimas, lo sabía, con sus insoportables gritos y alaridos, sus brazos alargándose hacia él, atrapándole en formas de pesadilla. Siempre habían conocido el lugar exacto de su madriguera, no había escondite que ellos ignoraran. Y él era un pobre infeliz por creer lo contrario, por esperar una redención que no existía.
Si alguien se hubiera atrevido a desafiar la tormenta en la corta distancia entre Tremp y Talarn, el día en que Orset voló por los aires, las habladurías se hubieran desbordado como el río, y aquel extraño prodigio hubiera sido adjudicado al mismísimo diablo. Sin embargo, la lluvia había obligado a casi todo el mundo a buscar refugio en sus casas y nadie pudo contemplar la maravilla. Orset se hallaba perdido, con los ojos cerrados y la atención puesta en la voz de Adalbert de Gaussac que le susurraba al oído. Ni tan sólo oyó los cascos de un caballo, que se acercaba con rapidez provocando la vibración del suelo. Aunque más tarde comentaría que pensó que se trataba del retumbar de los truenos que sacudían la tierra bajo sus pies. Alguien que le escuchaba, propagó el rumor de que el diablo andaba pegando coces en aquel infausto día en que las aguas casi ahogaron las almas de los pobres infelices.
Un brazo surgió de la espesa cortina de agua con una claridad deslumbradora, en el exacto momento en que un rayo partía el cielo oscuro en dos mitades geométricas. Primero se extendió horizontalmente, para luego inclinarse casi hasta el suelo, sujetando al enano a una velocidad que cualquier habitante del pueblo hubiera calificado de demoníaca. Impulsado por el golpe y sostenido por una mano fantasmal, Orset cabalgó sobre la lluvia un tiempo indeterminado hasta desaparecer en un vaho transparente, como si fuera una puerta a otro mundo.
—Sécate de una vez, Orset, estás chorreando. —Tedball miraba al enano con un aire de incredulidad—. Pero… ¿qué demonios hacías plantado en mitad del camino y bajo esa lluvia torrencial? ¿No habrás tomado ese hierbajo tuyo, esa maldita Garra del Diablo?
Orset se envolvió en las mantas y se acercó al fuego, tan cerca que casi podía sentir cómo se abrasaban las plantas de sus pies. Estaba tiritando y hasta aquel momento ni siquiera se había dado cuenta de ello. Paseó la mirada por la cueva adonde le habían llevado, una gruta amplia y muy adecuada a su estatura, a pesar de que Tedball y Bertrán tenían que inclinarse para no chocar con el techo. Sonrió con satisfacción.
—Ese mercenario de Acard me robó el pellejo de vino… —susurró, sin dignarse contestar a las insinuaciones de Tedball.
—¿Tu vino especial para viajes de ultratumba, Orset? —inquirió Bertrán de Térmens con ironía, al tiempo que se acomodaba a su lado, junto al fuego.
—¡Lo que nos faltaba!… Y tampoco era previsible que el cielo se abriera para ahogarnos a todos, esa maldita tormenta puede alterar nuestros planes. —Tedball paseaba con nerviosismo, con la cabeza ladeada en un ángulo forzado y sus cabellos rozando el techo de la cueva.
—Vamos, vamos, cálmate Tedball y siéntate con nosotros, vas a perder esa hermosa melena que aún conservas. —Bertrán estiró las largas piernas y se frotó las manos—. Todo va bien, debemos adaptarnos a los pequeños cambios sin impaciencias.
—Estaba allí, parado en mitad de la lluvia, porque oí la voz de Adalbert —siguió Orset, como si no escuchara a sus compañeros—. Y no era gracias a la Garra del Diablo, Tedball, esta vez no… Eran recuerdos, gratos recuerdos que venían en mi ayuda. Estaba asustado y desorientado, todavía me temblaban las piernas y esperaba que de un momento a otro Acard apareciera y terminara conmigo.
—Y en lugar del malvado y pérfido Acard, apareció el largo brazo del caballero Tedball para salvarte de tus espantos. —Bertran rió—. ¡Dios Bendito, Orset, fue un auténtico milagro que nuestros caballos no te aplastaran! Te fue de muy poco, muchacho, tienes suerte de que Tedball posea una vista mejor que la mía y me lanzara un grito de advertencia. De lo contrario, en estos momentos serías picadillo para los buitres.
—¿Cómo fue tu entrevista con Acard? —interrumpió Tedball, sentándose a su vez junto a ellos.
—Adalbert diría que excelente, aunque yo estaba demasiado asustado para valorarlo. —Orset apartó los pies del fuego con una pequeña exclamación, se estaba quemando—. Pero sí, creo que Ermengol se tragó el anzuelo con sedal incluido. Me despidieron con prisa, querían salir cuanto antes hacia Gerri de la Sal tras la pista de Adalbert, pero esa tormenta…, no sé, estarían locos si emprendieran el viaje.
—Tan locos como nosotros, Orset —exclamó Tedball con un suspiro—. ¿Sabes dónde estamos? Muy cerca del monasterio de Gerri, amigo mío, esta cueva nos permite una vista magnífica del camino. Nadie va a pasar por aquí sin que nosotros sepamos de su presencia.
—No me extraña, es uno de los puntos indicados por Adalbert —contestó Orset, sin perder la sonrisa.
—Adalbert ha muerto. —La gravedad de la afirmación se diluyó entre las paredes de piedra, y Tedball apoyó su cabeza entre las manos.
Ni Bertrán ni Orset parecieron sorprendidos por la noticia, y sólo el rostro del enano expresó consternación y una profunda tristeza que conmovió su pequeño cuerpo.
—Sí, era de temer, su corazón estaba exhausto de dolor y de sufrimiento. —Orset contemplaba las llamas—. Intuía que su fin estaba cerca. Se despidió de mí hará cosa de un mes, y ni siquiera estaba interesado en las medicinas que le entregué para aliviarle, aunque poca cosa más podía hacer por él.
—Esperábamos esa noticia hace tiempo. —Bertrán estaba abstraído, su mente volaba lejos, perdida en recuerdos que se perfilaban con nitidez.
Hacía sólo tres meses que Adalbert de Gaussac había aparecido por la Encomienda templaría del Mas-Déu, en el Rosellón, con la única compañía de aquel impresionante rocín negro. No fue una sorpresa para Bertrán de Térmens, esperaba aquella visita y se alegraba de ella. Durante años había sido informado por Adalbert de aquel extraño plan que crecía día a día, tejiendo sus hilos con una paciencia infinita. A su vez, Bertrán, había tenido tiempo para pensar detenidamente. En más de una ocasión, había viajado a la Vall d'Aran, a Tredós, para discutirlo con Tedball, su hermano de religión y de sangre, ambos pertenecían al Temple desde muy jóvenes, acaso influenciados por los mismos fantasmas familiares. Habían analizado el problema desde los puntos de vista más inauditos, debatiendo de forma constante y enfrentándose a su pesar. Las arraigadas creencias religiosas de Tedball eran un obstáculo, y el asombro ante la postura de su hermano crecía a cada argumento que éste intentaba razonarle. Sus vidas, aunque parecidas y tanto tiempo unidas, habían transcurrido por derroteros diferentes. Y aunque su decisión fue firme en un momento dado de su existencia, acaso sus motivos fueran desiguales. Ambos habían ingresado en la Orden del Temple con un año de diferencia: Bertrán marchó a Tierra Santa en busca de pelea, y lo único que Tedball solicitó fue que le enviaran a una Encomienda para dedicarse a aquello que sabía hacer mejor y que más amaba, cuidar de los animales. Ya desde la infancia y ante el asombro de su familia, Tedball pasaba gran parte de su tiempo con sus animales, con los que incluso mantenía largas conversaciones. Su especial dedicación había sido motivo de bromas y chanzas por parte de sus hermanos, más entusiasmados en el arte de la espada y el combate. Sin embargo, logró ganarse su respeto y su admiración. Tedball conseguía de cualquier bestia cosas imposibles de lograr por otro ser humano, y cuando sus hermanos necesitaban comprar un nuevo caballo, siempre era Tedball el encargado de elegir y domar al nuevo potro.
Bertrán agradecía el silencio de sus compañeros, un silencio que parecía crecer en las paredes rocosas de la cueva, cada uno perdido en sus pensamientos sin que ello incomodara a nadie. Pensaba en sus hermanos… Sus hermanos pequeños, Artal y Eimeric de Palau, habían entrado al servicio de Adalbert muy jóvenes, y en su compañía se habían convertido en unos excelentes soldados. Habían seguido al señor de Gaussac en aquella guerra feroz, combatiendo por sus tierras y sus derechos, sus legítimos derechos.
Bertrán se removió inquieto, el recuerdo de aquella guerra y sus consecuencias todavía le producían escalofríos. A pesar de estar curtido en cien batallas en Palestina, el horror de la carnicería en las tierras occitanas lograba erizarle la piel. Y él entonces estaba muy cerca, en la Encomienda del Mas-Déu, en el Rosellón, convaleciente de una grave herida, una situación privilegiada para contemplar el espanto. Había hecho desde allí lo que había podido, muy poco si lo comparaba con las dimensiones monstruosas de la matanza. Sus hermanos menores habían acudido a él para despedirse, huían con Adalbert y su familia para encontrar un lugar seguro… «Como si existiera un lugar parecido», pensó Bertrán, endureciendo los contornos de su boca en un gesto de amargura. Ellos creían poder encontrarlo y desde allí reorganizarse, volver a la batalla para expulsar al francés de sus tierras… Todavía mantenían la esperanza, cuando a Bertrán no le quedaba ni rastro de ella, sólo un profundo rencor que le atenazaba la garganta. Sus ojos estaban hartos de aquel espectáculo de sangre y de lágrimas, sólo deseaba que el horror se detuviera y que ellos pudieran huir de él. Vio sus rostros jóvenes, ocultos en un lugar protegido de su memoria, su sonrisa que se imponía al desastre: «Venceremos, Bertrán, ya lo verás, pronto volveremos a casa». ¡A casa!… Bien que lo había visto, no había duda. Adalbert llegó dos semanas después al Mas-Déu, enfermo y cubierto de sangre, balbuceando palabras ininteligibles y devorado por la fiebre. Lo escondió en la Encomienda y cuidó de él, sin preguntar lo obvio, pensando que el hombre estaba a las puertas de la muerte. Pero algo hizo vivir a Adalbert, una furia soterrada que latía con desesperación y que movía su corazón en un ritmo constante, sin aflojar la presión. Una furia que lentamente se expresaba en palabras y le transmitía su poder.
Tedball se amarraba a la justicia como un náufrago se sostiene en un triste madero. Necesitaba motivos, causas que compensaran la brutalidad de los hombres, que explicaran la sinrazón. Sin embargo, Bertrán no necesitaba respuestas, la bondad innata del corazón de su hermano no era parte de su herencia familiar. Lo había pensado con detenimiento, no podía negarlo, reflexionando sobre las consecuencias de sus actos… Sobre todo las consecuencias que debería asumir de forma irremediable, cosas en las que Tedball no hubiera perdido ni cinco segundos.
Bertrán amaba al Temple, era su vida y así había querido que fuera, y su único temor era perder aquella existencia. Pero la duda fue breve y no permitió que se alargara, siempre había sido demasiado práctico para perderse en filosofías. Sin embargo, su hermano Tedball…, él era un hombre bueno y generoso, sin rastro de malicia, sus motivos habían sido siempre profundamente espirituales y aquellos acontecimientos habían perturbado su ánimo siempre sereno. Era lo único que preocupaba a Bertrán, arrastrar a su hermano a aquella locura y perturbar su espíritu sin remedio. Se levantó pausadamente y puso una mano en la espalda de su hermano.
—Voy a preparar algo de comer, Tedball, un poco de carne seca. Y creo que Orset aún tiene ese excelente pan de cebada.
—Mientras no le haya puesto algo de esas repugnantes setas de pesadilla… —contestó lacónico Tedball, provocando la carcajada del enano.
Peramea se hallaba en un extremo, dominando el Pía de Corts, en una breve planicie entre dos considerables peñascos, y de ahí procedía el nombre del pueblo: «Petra Media». En su parte septentrional, se alzaba el gran castillo de los condes de Pallars, edificado sobre la roca y presidiendo el lugar. La población estaba rodeada de murallas, formada en muchos tramos por las propias casas de los vecinos, defendida y aprisionada al mismo tiempo.
Guillem se removió en su camastro, le dolían todos los huesos y su mano palpó con delicadeza su rodilla derecha. La caída sobre una puntiaguda piedra y el dolor que se extendía hasta su cerebro, casi le convencieron de que se había partido la pierna en el momento más inadecuado, aunque sólo su rodilla había recibido el golpe. Estaba hinchada y tumefacta, mostrando una gama de color del morado al negro. Abrió los ojos con dificultad, cada día le costaba más despertarse. Entre la penumbra de la habitación, vio a sus compañeros todavía durmiendo: el Bretón acompañaba el sueño con sonoros ronquidos; Ebre parecía una serpiente enroscada y su cabeza desaparecía entre sus piernas; Dalmau respiraba con dificultad, boca arriba, tal como le habían dejado.
Habían tardado cinco largos días en llegar hasta allí, adaptando la marcha al estado de salud de Dalmau y a la lluvia incesante. Ni siquiera recordaba cómo habían salido del cañón de Susterris con vida, después de que media montaña hubiera caído sobre sus pobres huesos. El viaje había sido complicado y difícil, con innumerables paradas, y hasta llegar a La Pobla de Segur, Dalmau fue transportado por Jacques casi sin sentido. Y no sólo la tormenta y la salud de su compañero habían representado un obstáculo…, el Bretón andaba convencido de que Acard y el resto de su cuadrilla emprenderían también el mismo trayecto, y se obstinó en elegir los peores atajos, evitando las poblaciones y obligándoles a una vigilancia que rayaba en la demencia. En La Pobla de Segur descansaron un día porque Guillem pensó que Dalmau no podría seguir, su rostro macilento hacía temer lo peor. Sin embargo, en el transcurso de veinticuatro horas, tuvo lugar una recuperación casi milagrosa, y una voluntad inexplicable levantó al anciano de su postración. En sus ojos, brillantes a causa de la fiebre, se leía una determinación difícil de definir. Dalmau no abandonaría aquel maldito asunto aunque estuviera agonizando, pensó el joven, una fuerza sobrenatural le mantenía vivo, un sentimiento de culpa profundo que cubría cada palmo de su piel. Después de descansar durante todo aquel día, fue el primero en levantarse y preparar la marcha, andando a buen paso hasta el desfiladero de Collegats. A partir de allí, y a consecuencia del desbordamiento de ríos y barrancos por la lluvia, se desviaron para evitar la peligrosa garganta. Ascendieron por la sierra de Perecalc, y por el pueblo del mismo nombre, atravesando en la oscuridad Cortscastell, temerosos de que Acard estuviera pasando la noche allí. El último tramo hasta Peramea fue una pesadilla. A pesar de su férrea voluntad, el cuerpo de Dalmau le abandonaba, incapaz de seguir el ritmo de sus pensamientos. Tuvieron que alternarse para prestarle ayuda, hasta que el Bretón volvió a cargárselo a las espaldas, inmune a sus quejas y protestas. Guillem se adelantó, embozado en la capa, para buscar en el pueblo un lugar para descansar sin que nadie les molestara. La visión de una abultada bolsa de monedas hizo el milagro con un vecino que, según decía, tenía que asistir a la vela de un pariente.
—Ya que tengo que asistir al velatorio y después al entierro, podéis quedaros en mi casa, es un buen trato —exclamó ante el sonido de las monedas—. Dentro de tres días tendremos que bajarlo a Gerri de la Sal para enterrarlo. ¿Sabéis que no tenemos cementerio en el pueblo?… Hemos de bajar a nuestros muertos hasta allí. Pero eso sí, tenemos nuestro propio terreno y ellos el suyo, aquí nadie quiere ser enterrado junto a un vecino de Gerri.
Guillem asintió sin mucha convicción, no tenía intención de oír una larga lista de agravios comparativos entre pueblos vecinos. Cerró el pacto y contempló cómo el hombre y su mujer desaparecían tras haber dispuesto un pequeño hatillo con las cosas necesarias. Después fue a recoger a sus amigos, ocultos en las cercanías, y una vez instalados, volvió a salir en busca de información para calmar al Bretón, convencido de que la Inquisición les pisaba los talones. Se dirigió sin vacilar hacia una de las torres de defensa, en las murallas, los centinelas siempre eran una fuente inagotable de noticias.
—¡Menudo tiempo de perros! Deberían felicitaros por estar ahí, bajo esa lluvia infernal —exclamó con aire distraído y una débil sonrisa.
—No os lo podéis imaginar, llevo tres días amarrado a esta torre, podría dormirme de pie y nadie se enteraría. Y parece que no hay un miserable relevo… ¿Sois forastero? —El centinela era un hombre muy joven, casi un niño. Las constantes escaramuzas del conde de Pallars atraían a hombres de toda la comarca pasa luchar en sus filas.
—He venido para luchar en las huestes del conde, amigo mío, los soldados de fortuna como yo tenemos que aprovechar las ocasiones —dijo Guillem apoyándose en la muralla—, y parece que hay movimiento.
—Se está preparando algo gordo, tenéis razón —asintió el joven centinela—. Hace tres días, los hombres del abad de Gerri nos atacaron en Cartanís y dudo que nuestro conde deje pasar una cosa así. Tendréis trabajo de sobra por estas tierras…
—¡Eso suena bien, las trifulcas siempre llenan mi bolsa! —admitió Guillem—. Cuando os he visto, he recordado las aburridas guardias que me he visto obligado a hacer, demasiadas para mi gusto. La gente tiene la mala costumbre de presentarse a horas intempestivas…
—¡Cuánta razón lleváis! Aunque las dos últimas noches han sido tranquilas, creo que ya hay más gente forastera dentro del pueblo que fuera, y se rumorea que por ahí rondan los inquisidores, ¡Dios nos libre de ellos! Dicen que se han quedado en la iglesia de San Cristóbal, ya sabéis, en el camino de Pujol, muy cerca de aquí. De todas maneras, llevamos varios días en que los rumores son cada vez más disparatados, yo creo que es por la lluvia y por el entierro que se está preparando.
El aburrido y soñoliento centinela inició una larga explicación acerca del difunto, asesinado según él por los hombres del abad. ¡Se iba a montar una buena en el entierro!, aseguró. Guillem le dejó hablar con expresión atenta, aunque su mente tomaba un camino diferente y se detenía en la historia que le había contado el Bretón. Estaba dispuesto a ayudar a Dalmau en lo que fuera, no tenía ninguna duda de ello ni le causaba el menor escrúpulo. Se lo debía, había sido mucho más que un buen amigo, un maestro que se convirtió en un sólido soporte en tiempos muy duros para él. Después de escuchar un largo rato al centinela, se despidió con un cordial saludo, y con su complicidad salió fuera de las murallas. Necesitaba respirar el aire de aquella mañana, aprovechar la pausa en que la lluvia se había detenido silenciosamente, aunque no por mucho tiempo. El cielo era gris, cargado de humedad, y unos nubarrones oscuros avanzaban por el norte, señales claras de que la tormenta sólo se había retirado para recuperar fuerzas.
Dalmau creía que el Temple quería vigilarle porque no se fiaban de él, que los antecedentes de su familia, de su hermano, marcaban su nombre. Sin embargo, Guillem dudaba de que estuviera en lo cierto. Si la teoría de Dalmau fuera cierta, estaba muy claro que no le hubieran encargado aquella misión, no a él. Le conocían demasiado bien, y aquel trabajo era lo suficientemente ambiguo como para tratarlo de cien maneras diferentes. Ellos sabían perfectamente que Guillem no tendría la más mínima vacilación en situarse al lado de Dalmau, y que su lealtad estaría por encima de cualquier otra consideración. Y no olvidarían lo que en realidad era, un simple espía, un hombre de armas… El espíritu religioso de Guillem jamás entraba en contradicción con su trabajo, porque así había sido instruido desde muy joven. Ese mismo trabajo que le alejaba de la paz de las Encomiendas y de la rutina de los rezos, siempre disfrazado y andando a la brega contra los enemigos de la orden. Ellos lo sabían. Guillem estaba convencido de que sus órdenes, un tanto confusas y casi siempre dudosas, se referían más a la protección que a la vigilancia. El Temple no deseaba que Dalmau emprendiera aquel camino solo, y a pesar de que la orden no pudiera inmiscuirse públicamente en el asunto, siempre había otros métodos a los que recurrir…, él, por ejemplo. Si La llave de oro existía, o si se trataba de una simple treta, era algo que debería descubrir en el camino, porque lo prioritario era Dalmau y su extraño viaje. Aparte de estas consideraciones, Guillem entendía a la perfección los motivos del señor de Gaussac, y posiblemente mucho mejor que Dalmau.
Un siseo agudo y molesto le despertó de sus pensamientos. Sin darse cuenta, se había adentrado por un estrecho camino perdido entre la vegetación, aunque todavía podía ver la silueta del castillo de Peramea. Se puso en guardia, observando a su alrededor y esperando la aparición de alguna alimaña molesta por su presencia. Un nuevo silbido dirigió su vista a la derecha del camino, un enano le estaba haciendo señas medio oculto por un matorral. Se acercó lo suficiente hasta que el siseo tomó la forma de su nombre: «¿Sois el de Montclar, Guillem de Montclar?».