Ciudad de Sort
«Lo único que me mantiene viva es la posibilidad de cumplir mi destino. Y no me engaño al respecto, sé que trazaron mi camino y le dieron forma sin contar con mi opinión ni con mis sentimientos. La Verdad de todo ello ha dejado de importarme hace tiempo, me la arrebataron con tantas otras cosas. En cuanto a la justicia, sería hipócrita de mi parte escudarme tras una palabra que considero inexistente. Prefiero hablar de venganza, sin excusas, ahora ya no las necesito, ni siquiera mi alma se incomoda ante esta realidad. He vivido para la venganza desde que tengo memoria, es lo único que tuvieron a bien dejarme, lo único que tengo».
ORBRIA
Atizó el fuego con desgana, su mente se negaba a dormir y a ofrecerle el privilegio del descanso. Orbria se había levantado de su jergón refugiándose cerca de la chimenea, hacía demasiados años que el insomnio le impedía conciliar el sueño. Y cuando se lo permitía era peor, las terribles pesadillas enloquecían su mente sin poder despertar, atrapada en un tiempo fijado en su memoria sin remedio. Lo había intentado con todas sus fuerzas, de eso estaba segura, había pensado que aún existía una posibilidad para el olvido, para la redención. Se había casado con un buen hombre que la amaba, un hombre que conocía el vacío que existía en su corazón y que lo comprendía. Ella había intentado complacerle, ayudarle y ser una buena esposa, y el nacimiento de sus hijos había conseguido que algo en su interior vibrase, una calidez desconocida y agradable, un recuerdo antiguo casi olvidado. Sin embargo, involuntariamente, había transmitido su condena a sus vástagos, la sentencia inapelable de la huida como única forma de vida y sus consecuencias: tres de sus cinco hijos habían muerto a causa de ello, el hambre y la miseria fueron los peores enemigos. El cuarto tuvo aún peor suerte que la muerte, encerrado en una mazmorra y encadenado sin saber nunca la razón… El quinto huyó a la Lombardía y hacía años que ignoraba si seguía con vida. Su pobre marido no pudo resistir aquel dolor que no cesaba, la impotencia ante aquel desastre había acabado con su existencia.
Sí, se había equivocado al creer que tenía otra posibilidad, otro futuro. Lo único que consiguió fue arrastrar a su nueva familia de horror en horror, en una condena de por vida que sólo le pertenecía a ella. El fuego lanzó chispas en todas direcciones, respondiendo a los golpes del atizador, reviviendo el recuerdo de tantas hogueras clavado en su retina. Incluso era capaz de notar aquel olor especial, la humareda acre impregnada de carne y sangre, el tono oscuro que ascendía entre las llamas. Orbria aspiró hondo, ya no sentía el miedo atroz de sus recuerdos, su olfato ya no rechazaba el aroma del cuerpo de sus seres amados carbonizados. «¿Para qué huir?», meditó sin apartar la vista del fuego. La huida había finalizado y el miedo se fue con ella, ambos entrelazados en una danza sin fin, lejos. Ya no sentía nada, acaso un leve sentimiento de alivio, un grito de agradecimiento de sus pobres huesos acostumbrados a una pesada carga que ya había abandonado a un lado del camino.
Se giró lentamente al oír unos golpes en la puerta, sin prisa. En su rostro no había la menor expresión de temor ni de duda.
—Está abierto, entrad seáis quien seáis. No me obliguéis a hacer el esfuerzo de levantarme, soy una vieja dolorida.
La puerta se abrió despacio, asomando un rostro que, a pesar de esperarlo, consiguió que su cansado corazón experimentara una sacudida. Orbria sonrió al visitante con una mirada de reconocimiento.
—Eres tan parecida a tu madre, por un momento he creído que eras una aparición. Y aunque jamás nos hemos visto, te hubiera reconocido entre una multitud.
—A mí me pasa lo mismo, tía Orbria. Padre me habló tanto de ti que, a pesar de que no estuvieras a mi lado, siempre noté tu presencia. —Adalais se acercó al fuego, tomando las manos de Orbria durante un largo rato.
—Es cosa de familia, los presentimientos… Aunque Adalbert me dijo que siempre te asustaron. —Orbria le indicó un taburete a su lado—. Sin embargo, créeme, son un don del cielo si sabes utilizarlos. Por ejemplo, hace poco he sabido que tenías problemas para llegar hasta aquí, lo he notado con una certeza absoluta, pero algo en mi interior me murmuraba que no debía preocuparme. Alguien te ha seguido, ¿no es cierto?
—¡Los problemas! Nací con ellos, tía Orbria. Y sí, tienes razón, pero más que perseguirme, me estaban esperando… Reconozco que ha sido una espera inútil, ese desgraciado ya no tendrá la posibilidad de esperar a nadie más. —Adalais se sacó el sombrero empapado, sacudiendo la larga melena roja.
—Tu madre hacía lo mismo, ese preciso gesto. Le encantaba la lluvia, ¿lo sabías? Corríamos como liebres bajo el agua hasta que tu abuela salía con una escoba y nos hacía entrar en la casa. —Orbria lanzó una pequeña carcajada, mirando a la joven con afecto—. No dejes que los malos recuerdos ahoguen a los buenos, pequeña.
—Hemos de salir pronto, tía Orbria, en cuanto amanezca. Pensé que podríamos disfrutar de un breve tiempo para nosotras, pero las cosas están empeorando. —Adalais fue incapaz de responder a la sonrisa de Orbria.
—Naturalmente, que las cosas empeoren indica que todo va bien. No hay que olvidar, Adalais, que somos nosotros quienes forzamos el empeoramiento. —Orbria observó la expresión de pesadumbre en su sobrina—. Niña, ¿no has pensado en dejar todo este asunto? Estás a tiempo, percibo tu angustia, tu temor y, sobre todo, la duda.
—¿Tú no has dudado nunca, tía Orbria?
—¡Demasiadas veces, Adalais, es una novedad dejar de hacerlo como ahora! Debes ser generosa contigo misma, permitir que la duda aflore y que se manifieste, es la única manera de contemplarla cara a cara y que eso te permita tomar una decisión. Ocultarla no te valdrá de nada, sólo ensombrecerá tu vida y la de todos los que tomen parte en ella.
—¿Crees que lo que vamos a hacer es de algún modo justo, tía Orbria? —La voz de la joven era un hilo delgado que obligó a Orbria a inclinarse hacia ella.
—¿Justo? No lo sé, Adalais, aunque he de confesar que ignorarlo no representa nada para mí… —Orbria volvió su mirada al fuego—. Acaso sólo desee que las largas sombras desaparezcan y me dejen morir en paz, a la luz del sol y lejos de la penumbra. Tedball podría responderte a tan grave cuestión, todavía es un hombre muy religioso, preocupado por la razón de sus actos, y su fe es como una roca en medio de la tempestad. En cuanto a mí, esas cosas dejaron de tener importancia al mismo ritmo que pasaban los años. No sé qué significa la justicia, Adalais, esa palabra carece de significado, todo aquello que llevaba su nombre me ha arrebatado lo que más he amado. ¿Cómo podría contestar a tu pregunta?… Dejé de hablar con Dios, no quería molestarle ni que él me molestara a mí. Y desde ese momento, arranqué de mi cabeza cualquier palabra que tuviera parecido con la justicia, o lo justo y lo injusto, ya no me pertenecía. Claro que Tedball te dará otra respuesta, como yo sólo puedo ofrecerte la mía, y eso no siempre complace a todos, Adalais. Debes buscar tu propia respuesta en el fondo de tu corazón.
—No existe, tía Orbria, en mi corazón no hay nada, sólo un desierto de sombras y muerte.
—¡Desde luego que lo hay, Adalais, está la duda! —Orbria retomó una de las manos de la joven—. Y eso no es nada malo de lo que avergonzarse.
—Tengo la sensación de que decepciono a mi padre y a la memoria de mi madre con tantas dudas inútiles, tía Orbria. Que traiciono todo aquello por lo que murieron. —Gruesas lágrimas cayeron por las mejillas de la joven—. Que mi duda es una deserción de todo lo que ellos amaron.
—¡No puedes pensar así, pequeña! Tu padre te educó bien, y eso significa que te permitió la libertad de escoger… Eso representa la duda, Adalais, la capacidad de elegir entre dos o más caminos. Tienes ese derecho, y tu opción nunca representará una traición para nadie, debes comprenderlo. Adalbert siempre lo supo, se esforzó por conocer nuestra alma, y su plan contempla todas las posibilidades para cada uño de nosotros, incluidas nuestras dudas y vacilaciones.
—Pero tú no dudas ahora, tía Orbria… —Adalais levantó el rostro, su cuerpo inclinado al calor del fuego.
—No debes comparar tus emociones con las de nadie, Adalais, son de tu exclusiva propiedad. Mis razones son diferentes a las tuyas, al igual que los motivos que nos impulsan a cada uno de nosotros. Eso nos hace fuertes en cierto sentido, porque sólo hay un minúsculo punto que nos une en la frágil línea recta que formamos, ¿lo entiendes? Ese punto casi invisible sostiene nuestra debilidad, nuestra duda, todos nos aferramos a él de diferentes maneras.
—¿Quieres decir que todos cargamos con pesos diferentes, y que esa carga la determinamos nosotros mismos? ¿Qué no hay una sola respuesta que nos sirva a todos, ni una memoria común que nos una? —Adalais asentía con la cabeza a cada pregunta, como si comprendiera la respuesta sin que ésta se manifestara.
—Sólo ese punto perdido en el cielo, Adalais —susurró Orbria a su oído—. Un punto que después se dividirá en tantos caminos como tantos somos en esta historia. Y si alguien no atraviesa ese punto, no cambiará ni su existencia ni su intensidad, así está planeado y así sucederá.
—Gracias, tía Orbria. Padre siempre aseguraba que tú tenías respuestas a preguntas que todavía nadie había hecho. —Adalais sonrió por primera vez, una sonrisa ancha que iluminó su rostro—. En muchas ocasiones, ante el asombro de algunas de mis demandas, siempre respondía: «Eso sólo lo sabe Orbria».
Una carcajada atravesó la estancia, Orbria reía dando palmadas con las manos, aspirando el aroma de un buen recuerdo. Adalais, contagiada por aquella risa fresca, no podía dejar de sonreír.
—¿Lo ves, pequeña? La fuerza de un buen recuerdo es la energía de la Madre Tierra que compensa a quien sabe oír. Nunca rechaces ese tesoro, no permitas que las sombras lo capturen y lo conviertan en parte de las tinieblas. Porque aunque éstas existan en nuestra vida, todavía somos capaces de escuchar las risas de aquellos que nos precedieron y de reír con ellos.
—Tienes razón, tía Orbria…, pero me cuesta oírlos. —Adalais volvía al gesto abatido, su sonrisa se esfumó.
—Sí, no es fácil, niña. Sin embargo, debemos hacer ese esfuerzo, no podemos convertir a nuestros seres amados en espectros sin rostro, robándoles la alegría de vivir que poseyeron. Porque, no lo olvides, gozaron también de su parte de felicidad. —Orbria la miró detenidamente, hablando con suavidad.
—No puedo imaginarme a padre feliz, sólo veo su hermoso rostro roto por el dolor, tía Orbria… —Adalais contuvo un sollozo.
—Lo comprendo, sólo te fue dada la pena de verlo así. Pero eso es sólo una parte de la realidad, Adalais… Adalbert fue un hombre de una alegría desbordante, su entusiasmo nos arrastraba a todos y nos hacía reír. Amó mucho a tu madre, esos dos se amaron desde el día en que nacieron con una fuerza irresistible. Y, a su manera, vivieron esa felicidad con toda la intensidad de que fueron capaces… —Orbria hizo una pausa para tomar aire, una triste sonrisa se dibujaba en su rostro—. No borres esa parte de su vida, Adalais, que también fue suya. No los conviertas en lo que nunca fueron, tristes y desesperados, no confundas su final con toda su existencia. Abre una ventana en tu imaginación y otórgales el derecho a ser felices, como en un tiempo lo fueron. ¡Libéralos del dolor, Adalais, permite que se reencuentren en el lugar en que ambos están ahora!
Un sollozo sacudió a la joven, su rostro se inundó de las lágrimas tanto tiempo encerradas. Orbria la atrajo hacia sí, abrazándola con fuerza, murmurando en voz muy baja.
—Contempla la felicidad de ese encuentro tan esperado, Adalais. Yo puedo verlo con toda claridad, oigo sus risas, siento la alegría de Adalbert en cada poro de mi piel. Escúchalos, mi pequeña, ahora ya nadie podrá causarles dolor…
Unos fuertes golpes en la puerta sobresaltaron a fray Acard inclinado ante un montón de pergaminos. Su irritada mirada se dirigió hacia Ermengol, al otro lado de la mesa, también alterado por la inesperada interrupción. Desde el día anterior hablaban poco, casi nada, inmersos en un montón de trabajo que les había llegado a través de un mensajero. Desde el Tribunal de La Seu, una misiva firmada por el propio inquisidor, Pere de Cadireta, les conminaba a un retorno rápido. De lo contrario, añadía, exigía ser informado acerca de su extraña conducta. «Extraña» era una palabra subrayada con intención. Aquella carta había acentuado el mutismo entre los dos religiosos, y la distancia entre ellos había tomado proporciones abismales. Acard mostraba un enfado visible en sus gestos, destacando con su postura la irritación que sentía ante las opiniones de Ermengol. Éste, por su parte, prefería la máscara de la indiferencia, e incluso sus ralos cabellos grises siempre en rebelión, caían a sus lados como hilos indolentes.
—Una especie de enano deforme quiere hablar con vos, fray Acard. —Gombau interrumpió la labor de sus superiores.
—¿Un qué…? —exclamó Ermengol perplejo.
—¡El maldito Orset, no puede ser nadie más! —La furia volvió al rostro de Acard, que se encendió como una brasa—. ¿Cómo se atreve?
—Dice que es de la máxima urgencia hablar con vos, fray Acard, aunque no os puedo decir cómo demonios sabía dónde os podía encontrar. —Gombau intentaba mantenerse al margen, las peleas entre sus superiores no eran nada nuevo, y, quizás porque conocía el mecanismo de la disputa, prefería mantener una prudencial distancia.
—Pero… ¿de quién está hablando? —Ermengol parecía no entender nada.
—Te hablé de ese maldito enano, Ermengol —rezongó Acard con los labios apretados, rompiendo el largo silencio entre ellos—. Aunque es posible que ni siquiera me oyeras, cosa que últimamente resulta habitual en exceso.
—Bien, Gombau…, si este personaje desea hablar con fray Acard, no le hagamos esperar. —Ermengol se dirigió a su esbirro intencionadamente, haciendo oídos sordos a las insinuaciones de Acard.
—¡Pero es que te has vuelto loco! —estalló Acard sin poder contenerse—. ¡No tengo ninguna intención de recibir a ese sapo retorcido!
—Acard, tranquilízate de una vez, te lo suplico. —Ermengol dedicó un ligero movimiento de cabeza hacia Gombau, que se retiró de la puerta—. Veamos, tu compañero de viaje parece que no ha tenido grandes problemas para encontrarte, cosa de por sí bastante inquietante, ¿no te parece?… En teoría nadie debe saber nuestro escondrijo, con la única excepción de nuestro superior. Al menos averiguaremos cómo lo ha descubierto y es posible que ello nos ayude a perfeccionar nuestra forma de actuar.
Ermengol no pudo evitar la ironía en sus palabras, pero no estaba dispuesto a ceder ante el malhumor de su compañero. Había mucho que perder en todo aquel asunto, a pesar de que Acard se negara a aceptarlo. Pero esa había sido siempre su función, ser la parte ausente en la inteligencia de Acard, el complemento necesario e imprescindible para evitar que todo se derrumbara sobre sus cabezas. Enrolló cuidadosamente el pergamino en el que estaba trabajando y apartó a un lado el resto. Después, se dedicó a ordenar los pliegues de su hábito con todo cuidado y, como último gesto dedicado a Acard, escondió con la mano un amago de bostezo.
Gombau volvió a entrar en la estancia, y sólo cuando se apartó a un lado, dejó ver al visitante que le seguía. Orset, con cara compungida y alarmada, apareció ante los dominicos. Su pequeña estatura había decrecido, si es que ello era posible, gracias a su actitud encogida y temerosa, con la mirada baja y clavada en las baldosas de la habitación.
—Gracias, Gombau, puedes volver a tus quehaceres. —Ermengol se expresó en términos bruscos, esperando a que su esbirro desapareciera de su vista—. Y bien, maese Orset, estamos sorprendidos… ¿Cómo nos habéis encontrado?
—He preguntado en el pueblo, enseguida me han indicado cómo llegar hasta aquí —contestó el enano con auténtica ingenuidad.
Ermengol lanzó una mirada cargada de advertencias a su compañero, que se mantuvo en un prudente segundo plano.
—¿Cómo que lo habéis preguntado, a quién…? —logró murmurar Acard.
—En la entrada del pueblo, fray Acard. Pregunté a un hombre, un leñador que se dirigía a Talarn cargado como una de mis mulas y no que tuvo inconveniente en señalarme la casa adonde debía dirigirme.' ¿Por qué, he hecho algo malo, señor? —La voz de Orset adoptó un tono lastimero.
—No, desde luego que no habéis hecho nada malo, amigo mío —terció Ermengol ante el rostro congestionado de Ácard—. ¿Habéis preguntado por fray Acard?
—No, señor. —Un leve asomo de ironía se filtró en la respuesta de Orset—. He preguntado por los hombres de la Santa Inquisición, señor. E incluso con las señas que me ha ofrecido el leñador me he desorientado, entonces he preguntado a una mujer que llevaba una cesta de huevos y ella me ha concretado la casa… Soy un poco lento en cuanto a orientaciones, ¿sabéis?
—Creí que no sería necesario que os volviera a ver, Orset, por lo que supongo que lo que os trae aquí debe de ser importante. —Acard no disimulaba la rabia contenida ante la visita.
—A buen seguro será importante, fray Acard, estoy seguro de que nuestro visitante no tiene intención de hacernos perder el tiempo. —Ermengol cambió ligeramente de posición, encarando su silla hacia el recién llegado y adoptando su tono más cortés.
—¡Oh sí, naturalmente, no os molestaría si no fuera así! Pero es que fray Acard me insistió mucho durante el viaje que os debía transmitir cualquier sospecha, por pequeña que fuera. —Orset los miraba con los ojos muy abiertos—. Claro que yo no sabría determinar la importancia de esas cosas, pero fray Acard dijo que estuviera muy atento, que la herejía utiliza sutilezas incomprensibles.
—E hizo bien en avisaros, maese Orset, cualquier ayuda nos es de suma importancia, ya sabéis que corren malos tiempos. —Ermengol lució una amplia sonrisa, transmitiendo confianza—. El demonio anda suelto y se resiste a ser vencido. Decidme, ¿qué es lo que ha motivado vuestras sospechas?
—Veréis, señor…
—Ermengol, mi nombre es fray Ermengol —replicó en tanto lanzaba una mirada de reojo hacia Acard.
—Bien, fray Ermengol, es una historia muy simple. No sé si fray Acard os ha explicado que me dedico a la venta de remedios, hierbas, ungüentos, pócimas, jarabes… —Orset se detuvo ante el gesto de Acard que movía los brazos con nerviosismo—. Remedios en general. Viajo de pueblo en pueblo y atiendo a aquellos que recurren a mí. Cuando fray Acard y yo nos separamos, como bien sabe, yo me dirigí a Talarn donde tengo una buena clientela. Un viejo amigo mío, me presta la entrada de su casa y el porche para que pueda organizar mi pequeño negocio. Claro que yo, a cambio, procuro por la salud de toda su familia y…
—¡Queréis ir al grano y dejaros de rodeos! —exclamó Acard exasperado.
—Os ruego disculpéis a fray Acard, amigo mío, es el cansancio de esos agotadores viajes, ya sabéis. —Ermengol lanzó una nueva mirada de advertencia a su compañero, que éste ni siquiera captó—. Continuad, os lo ruego.
—No tiene importancia, fray Ermengol, sé que mi carácter molesta a fray Acard, soy yo quien debe disculparse. Me cuesta encontrar el hilo de una conversación y en ocasiones peco de pesado e incoherente, lo siento, os lo aseguro. —Orset se tomó tiempo para una pausa, observando a sus interlocutores—. Lo que os quiero contar pasó durante el ejercicio de mis atribuciones, y si no hubiera sido por la ayuda de mi amigo…, ese que me deja su casa…, yo ni me hubiera dado cuenta. Veréis, vino un hombre para pedirme consejo acerca de un enfermo, me dijo que un compañero suyo estaba muy mal y que necesitaba ayuda. Explicó que estaba preso de unas fiebres violentas, que todo su cuerpo sudaba y que era incapaz de tomar alimento. Yo, claro está, le avisé de que era muy difícil saber lo que le aquejaba sin ver al paciente. Pero él me juró que era imposible trasladarlo, que existía el peligro de que muriera en el viaje, y me suplicó que le diera un remedio que aliviara a su pobre amigo. Ante su visible sufrimiento no me pude negar, a pesar de desconocer los detalles, o sea, que pensé en preparar una mezcla de hierbas para la fiebre. Me retiré a la entrada de la casa, donde siempre instalo mi pequeño taller y me apresuré a preparar el remedio, cuando mi amigo, el que…
—Sí, sí, ya lo he entendido, el que os presta su casa —interrumpió fray Ermengol con impaciencia.
—Exacto. Pues ese amigo se acercó a mí con la buena intención de advertirme. «Es un maldito hereje, Orset, anda con cuidado», me susurró en voz baja. ¡Dios misericordioso! Me empezaron a temblar las piernas, señor, no sabía qué hacer. Preparé rápidamente las hierbas y se las entregué sin decir una sola palabra, y ni tan sólo acepté su dinero.
Orset se detuvo de nuevo, respirando con fuerza, sin dejar de observar la reacción que causaban sus palabras. Acard se había incorporado de golpe, rígido sobre su silla, su malhumor había dado paso al interés.
—¿Y ya está? —murmuró cortante—. ¡Lo dejasteis ir sin más!
—Sí, fray Acard… ¿Qué podría haber hecho? —gimoteó Orset—. Aunque después hablé con mi amigo, quería saber cómo había averiguado la naturaleza herética de aquel hombre.
—¿Y os aportó la respuesta? —Ermengol era la suavidad hecha persona.
—Sí, desde luego, mi amigo es una persona muy respetada por todos. Lo sabía de cierto por las compañías que ese hombre acostumbraba. Me dijo que servía a un señor occitano, huido de sus tierras y que se escondía por estos lugares. Y él creía que el enfermo era ese caballero…
—¡Y os dijo su nombre! —Acard levantó la voz.
—Creo que sí, aunque tendréis que perdonarme, estaba tan nervioso y asustado, y mi mente es tan lenta… Era algo así como Dassac o Fressac, o…
—¡Por todos los cielos, Orset! ¿Cómo podéis olvidar algo tan sumamente importante? —Acard se levantó de la silla provocando un revuelo del hábito—. ¡No sería Gaussac, Gaussac!
—Es posible, fray Acard. —Orset retrocedió unos pasos—. Sonaba a algo parecido.
—Calma, calma, vamos a tranquilizarnos. —Ermengol también se había levantado lentamente, interponiéndose entre Acard y el enano—. Es comprensible vuestro nerviosismo, amigo mío. Nosotros, aun acostumbrados a tratar con la peste herética, no podemos evitar el temblor de nuestra alma ante su presencia. Tranquilizaos, comprendo vuestro temor, maese Orset, no importa que vuestra memoria flaquee, pero ¿os acordáis del hombre que acudió en busca de vuestro auxilio?
—¡Oh sí, de él me acuerdo perfectamente! —estalló Orset con júbilo—. Lo estuve observando con mucha atención.
—Ése es un dato muy importante, nos haríais un gran favor si pudierais describirlo con detalle. ¿Podréis hacerlo? —Ermengol exhibía una sonrisa tensa.
Acard retrocedió hasta su silla, sentándose en el filo y dejando a Ermengol vía libre para continuar el interrogatorio.
Sus gritos sólo lograban asustar al enano y ponerle más nervioso de lo que estaba, impedían que su memoria se liberara. No había duda de que Ermengol era más paciente y siempre hallaba lo que andaba buscando, a pesar de sus impertinentes opiniones.
—Adelante, maese Orset, os escuchamos —insistió Ermengol con delicadeza.
—Era un hombre alto, muy alto… —empezó Orset cerrando los ojos—, más alto que vos. El pelo lacio le caía a los lados, largo y negro, aunque se veían algunas canas. Y tenía unos ojos muy raros que cambiaban de color, a veces verdes, a veces ocres o amarillos. Hablaba con una voz grave y potente a pesar de poseer un tono muy bajo.
La sonrisa se congeló en el rostro de Ermengol, una rigidez imprevista parecía tirar de ambas comisuras de los labios. Se giró lentamente, clavando la vista en Acard, en una pausa larga.
—¿Os ha servido, fray Ermengol? —Orset murmuró la pregunta con reverencia.
—¿Y ese amigo vuestro recordaría el nombre que os dijo? —inquirió sin volverse, abstraído en la contemplación de Acard—. ¿Creéis que nos lo diría?
—Sin ninguna duda, fray Ermengol, odia a los herejes tanto como vos.
—Os estamos profundamente agradecidos, maese Orset, vuestra información es muy valiosa. Ojalá mucha gente colaborara con nosotros como vos. —Ermengol le miró por encima de su hombro, la sonrisa volvía a su rostro en toda su plenitud—. ¿Vais a emprender un nuevo viaje?
—No, señor, aún no, esta semana estaré en Talarn, allí tengo mucho trabajo. Esa pobre gente me necesita, pensad que sólo los visito una vez al año y sus enfermedades deben aguardar.
—Es un trabajo digno, el vuestro, aliviar el cuerpo de los males de la carne, maese Orset, tan parecido al nuestro, que alivia las penas del alma. —Ermengol se volvió hacia el enano, acercándose con la mano extendida—. Os repito nuestro agradecimiento, si necesitamos algo más de vos sabremos dónde encontraros.
Era una despedida, y Orset inclinó la cabeza en un saludo disponiéndose a salir de la habitación. Cuando llegó a la puerta, lanzó una exclamación y se volvió hacia los dos dominicos.
—He recordado que cuando me interesé por los males del hombre y me dijo que era peligroso trasladarle, le pregunté si el viaje que mencionaba era muy largo. —Orset vacilaba, como si rebuscara en su memoria—. Me contestó que no, que estaban en Gerri de la Sal, un pueblo cercano, y que esperaría unos días para ver si su amigo se reponía.
—¡Eso es magnífico, Orset! Gracias a vos, sabemos por dónde empezar a buscar. Creedme, vuestra ayuda ha sido de gran valor, nos pondremos a trabajar inmediatamente.
La satisfacción por el elogio inundó el rostro del enano que volvió a despedirse con un cabezazo y desapareció por la puerta. El nerviosismo de Acard era patente, sus manos empezaron a temblar causando un sonido intermitente sobre la madera.
—¡Dios Santo, Ermengol! ¿Me estoy volviendo loco o ese infeliz nos estaba describiendo a Bertrán de Térmens?
—No, no estás loco Acard, yo también creo que la descripción se ajusta a Bertrán, pero… —Ermengol vacilaba.
—¡Pero qué, maldita sea, siempre has insistido en tus sospechas acerca de Bertrán! —gritó Acard, levantándose e iniciando un frenético paseo por la estancia—. No has hecho más que recelar de él desde el principio, de repetir una y otra vez que no nos fiáramos de sus intenciones. Y ahora que tenemos pruebas irrefutables de que es un maldito traidor, ¿qué te ocurre?
—No te precipites, Acard, vamos a pensar con calma. Es cierto que te he prevenido acerca de sus intenciones, de sus reales intenciones. —Ermengol se pasó una mano por la frente, las reacciones airadas de su compañero le impedían pensar con claridad—. Tranquilízate, te lo ruego, tus arranques de cólera no aportan ninguna solución, hay que pensar con calma. ¡Calma, Acard!… Siempre he contado con que Bertrán es, amigo mío, un mercenario, alguien que acecha siempre tras la oportunidad que contribuya a acrecentar su fortuna. Eso no le convierte en un traidor, simplemente su avaricia puede ser mayor de lo que había pensado.
—Sin embargo, no has dejado de sospechar y de marearme con tus recelos, y… —Acard se calló ante el gesto perentorio del dominico, de su brazo extendido en demanda de silencio.
—Si sigues así, no vamos a solucionar nada, tus gritos no me impresionan, Acard, déjalos para gente como Orset. Escucha con atención, nunca te dije que Bertrán fuera un traidor, sólo te avisé repetidas veces de que era una equivocación precipitarse en todo este asunto, que debíamos estudiar detenidamente su propuesta. Pero, como siempre, no me hiciste caso y ahora hay que arreglar el entuerto.
—No te entiendo, Ermengol, no sé qué quieres decir. —Acard había rebajado ostensiblemente el gesto y el tono de voz, pero aún mantenía un cierto desafío. Se acercó a su compañero con los hombros alzados en un interrogante, en tanto Ermengol continuaba con sus reflexiones.
—Escúchame… Bertrán tiene el vicio de hacer las cosas a su manera, sin dar más explicaciones que las justas. En mi última entrevista con él, quedó claro que había captado mucho más de nuestras intenciones que nosotros de las suyas, tu precipitada marcha lo puso en aviso, Acard, ¿no lo entiendes?… Empezó a pensar que ese libro, La llave de oro, representaba para nosotros el objetivo principal. Y ahora te pregunto: ¿qué haría un hombre como él ante una información tan interesante?
—Sigo sin entenderte, Ermengol. ¿Qué ganaría él en el caso de que se hiciera con el libro? No tiene ni idea de lo que representa y no le serviría de nada.
—Te equivocas. Y no sólo eso, has subestimado a Bertrán, y creo que yo también a pesar de tenerlo presente. No es un hombre estúpido, Acard, hace sus cálculos de manera muy inteligente. Y antes de servirnos en bandeja de plata ese libro, ¿no crees que le resultaría más rentable vendérnoslo? ¿Hacer un intercambio beneficioso, mucho más beneficioso de lo que estabas dispuesto a pagarle? —Ermengol se paró a un palmo de Acard con gesto hosco.
—¿Vendernos el libro? —Acard estaba asombrado—. ¡Eso es imposible! El poder del Tribunal le seguiría hasta el mismísimo Infierno, no se atrevería.
—Ahí está otro de tus errores. —Ermengol parecía satisfecho ante la incredulidad de su compañero—. Bertrán no te tiene miedo, Acard, ni a ti ni a todos los tribunales que existan sobre esta tierra. Te dije que era un hombre peligroso, porque alguien que no tiene miedo representa el peor peligro… Te diré lo que pienso, creo que se ha apoderado del libro por su cuenta y riesgo, y que ha conseguido capturar a Adalbert de Gaussac. No me negarás que es un buen punto de partida.
—¡Entonces hay que detenerlo! —bramó Acard casi convencido.
—Sí, en eso llevas razón. El hecho de que Adalbert esté enfermo retrasará sus planes, o sea, que en cuanto consigas calmarte, lo mejor será emprender el viaje —cortó secamente Ermengol.
Acard acusó el golpe, el sarcasmo de su compañero siempre conseguía herir su susceptibilidad. Ermengol era el único que se atrevía a hablarle en aquel tono, a regañarle, y no había duda de que lograba frenar su carácter. Sus palabras representaban siempre un baño de inmersión en las frías aguas de un río helado, del que Acard salía completamente congelado. Asintió con un movimiento brusco, intentado disimular la furia que le quemaba las entrañas, y desapareció en su habitación para prepararse para el viaje.
Orset apresuró el paso, consciente de la mirada inquisitiva y curiosa que Gombau le lanzaba desde la puerta de la casa. Sus cortas piernas se movían con rapidez, sin correr, no quería llamar la atención del esbirro con una huida precipitada. Sentía el miedo en los latidos de su pequeño corazón, aún podían atraparle. Acard tenía tiempo de dar una orden y vengarse de sus continuas impertinencias en el viaje, de encerrarle en la más lóbrega mazmorra. Sabía que si sucedía así, nunca saldría a la luz del sol. Procuró dejar de pensar y concentrar todas sus fuerzas en mantener el ritmo de sus piernas sin tropezar.
—¿Qué demonios tiene que explicar un bicho como tú a fray Acard? —Gombau se había puesto a su altura con tres simples zancadas, la curiosidad brillaba en su maliciosa mirada.
—¿Y por qué razón tendría que contárselo a un soldado como tú? —Orset se detuvo de golpe, controlando el temblor de su voz—. He acompañado a fray Acard en todo el viaje que nos ha traído hasta aquí, y me he limitado a cumplir sus órdenes.
El esbirro vacilaba, de buena gana habría agarrado a aquel ser de pesadilla y le hubiera dado una buena paliza. Al menos sería algo divertido, algo que rompiera aquella monotonía en que le tenían sus superiores en medio del desierto de aquel maldito pueblo. Pero las palabras del enano le detuvieron: ¿compañero de viaje de Acard? ¿Cumplir sus órdenes? Era muy propio de Acard utilizar a la gente más extraña para sus propios intereses. Gombau no quería arriesgarse, ya era malo que Ermengol y Acard no se pusieran de acuerdo, pero peor sería si los dos volcaran su furia en él.
—¿Qué es eso que llevas ahí? —preguntó, señalando la cintura del enano.
—Una bota de vino, del mejor vino. Yo mismo lo preparo cada año.
—Es más grande que tú… ¿Y para qué te ha de servir tanto vino en tan breve cuerpo? —Gombau soltó una seca carcajada—. Creo que te aligeraré de este peso y te haré un favor, ¿no te parece?
—Por supuesto, os la regalo con sumo placer. —Orset le entregó el pellejo de vino con una sonrisa—. Pero andad con cuidado, ya os he dicho que es del mejor, capaz de llevaros hasta vuestros más lejanos sueños.
Gombau le arrebató la bota con brusquedad, empujándole con el puño cerrado y haciéndole caer al suelo. Después dio media vuelta y desapareció en la casa. Orset se levantó con dificultad, dándose impulso con los brazos y sacudiéndose el polvo de su camisa. El miedo había conseguido cubrir su pequeño cuerpo de un sudor fío que le hizo temblar, pero no perdió el tiempo en reflexiones y esta vez corrió todo lo que le permitían sus cortas piernas.