Primavera de 1272
«Sabéis, mi buen Señor, que sólo miento por necesidad, sin mala intención. Y siendo así, que la mentira es parte esencial de mi voluntad de sobrevivir, no creo que sea ofensa digna de molestaros. Y también es cierto, Dios misericordioso, que si tal talento me habéis regalado, peor pecado fuera rechazarlo. Y ello me lleva a pensar que no sería exacto tenerme por mentiroso, sino más bien por virtuoso del engaño. Y decidme, entonces, mi buen Dios, ¿acaso la virtud es pecado?».
MARTÍ DE BIOSCA
El camino ascendía en una abrupta cuesta de difícil acceso, elevándose en una marcada pendiente sobre las aguas del río Segre. Los resoplidos de Martí de Biosca se acentuaron, irregulares, el aire que intentaba atrapar se negaba a entrar en sus pulmones. Se detuvo un instante para recuperar el resuello en tanto miraba en todas direcciones, sin lograr advertir el más mínimo indicio de sombra. El sendero se empinaba en grandes curvas cerradas, trepando por la piedra, arañando cada palmo de terreno que la montaña era reacia a facilitar. Era la única vía que, deslizándose al compás del río, comunicaba las tierras de la Cerdaña con la ciudad de la Seu d'Urgell, aprisionada por las imponentes masas montañosas de los Pirineos y la sierra del Cadí.
Martí de Biosca levantó los ojos, las fuerzas le abandonaban y el paisaje en el que estaba inmerso no mejoraba sus ánimos. Exhausto, se sentó en una piedra baja, casi a ras del suelo, observando con inquietud el pequeño derrumbe que la había situado allí, temiendo que en cualquier momento la escarpada muralla pétrea cayera sobre él y lo aplastara. Sin embargo, no se movió, el cansancio superaba cualquier sensación de temor. Aquel mes de mayo era extrañamente insoportable, el calor del mediodía abrasaba y el ambiente era seco y estéril, como si a cada inspiración un torrente de ceniza ardiendo le atravesara la garganta. Aunque no era menos cierto que la noche anterior había traspasado todos los límites de la prudencia, la cena había sido excesiva y su medida de vino sobrepasó los niveles razonables. Y después…, bien, no podía negar que la moza había valido la pena. Notó una ligera vibración entre sus muslos, su miembro viril parecía despertar con precisión ante el recuerdo, mucho más sensible que su embotada mente. Cerró los ojos, la intensidad de la luz del mediodía quemaba sus párpados hinchados e impedía que recordara con claridad aquellos grandes pechos, la calidez del bajo vientre de la mujer que cabalgaba sobre él con el conocimiento de largos años de experiencia. A pesar del esfuerzo de concentración, su mente se obstinaba en tomar un atajo independiente a su memoria: «No, no era una joven de grandes pechos —le susurraba una voz encerrada en su cerebro—, era una vieja reseca igual que el aire que respiras, marchita y ajada, el vino la convirtió en tu deseo, una infeliz vieja hambrienta que intentó robarte la bolsa».
Martí de Biosca se levantó de un salto, con una agilidad impropia de su exceso de peso, su redonda cara expresaba un manifiesto gesto de repugnancia. Era un hombre bajo, cosa que acentuaba aún más su obesidad, y, a unos metros de distancia, su imagen recordaba la forma de un tonel en movimiento. Parado en medio del camino, con expresión desorientada, era la patética representación de un ser extraviado incapaz de encontrar su destino. De repente, unas desagradables arcadas interrumpieron su instante de vacilación, obligándole a inclinarse aferrado al muro rocoso, con el cuerpo estremecido por violentos espasmos que le sacudían de lado a lado. Abstraído en su malestar, no percibió el ligero movimiento de una oscura silueta que retrocedía con rapidez, ocultándose hasta volver a la invisibilidad.
Un tanto recuperado, rescató su bastón del suelo y se apoyó en él respirando con fuerza. Nunca hubiera tenido que aceptar aquel encargo, pensó, ni por todo el oro del mundo, pero estaba demasiado borracho para rechazar la oferta, la considerable bolsa que bailaba ante sus embotados ojos. Y no podía olvidar que aquella semana había gastado mucho más de lo que poseía de forma estúpida e irresponsable: una semana instalado en aquella posada de Pont de Bar, harto de andar y de huir, dispuesto a pasar unos días que se fueron alargando gracias a la buena comida y al excelente vino. Fue entonces, en aquel preciso momento, cuando se le acercó el forastero, cojeando, con una beatífica sonrisa en el rostro. Y le había creído, desde luego, estaba tan borracho que hubiera confiado en el mismísimo Lucifer. ¿Y por qué no hacerlo ante el brillo de las monedas? Era un encargo sencillo, sin complicaciones, simplemente tenía que hacer llegar un paquete a su destino. El forastero le había explicado que había sufrido un accidente, una aparatosa caída del caballo, con tan mala fortuna que se había roto el pie y se veía obligado a volver a casa. Llevaba un paquete que debía ser entregado con urgencia, y aquel estúpido percance alteraba todos sus planes…, pero ¿acaso sería posible que, a cambio de una generosa recompensa, le pudiera hacer aquel favor?
Martí de Biosca respiró hondo, todavía apoyado en su bastón, llegado a aquel punto de la historia, su memoria flaqueaba: ¿a quién debía entregar el paquete? ¿Era a un hermano del forastero o a un sobrino? Era una boda, de eso estaba seguro, el paquete contenía un obsequio para los novios y debía llegar a tiempo a la ceremonia…, pero los vapores del vino habían construido un espeso muro, una impenetrable niebla que le impedía recordar los detalles con claridad. ¡Al menos no había olvidado el lugar donde debía hacerse la entrega! Pero ¿a quién? Aquella misma mañana había pagado al posadero una considerable cuenta para saldar sus deudas y, sin pensárselo dos veces, emprendió la marcha con un optimismo poco realista que iba disolviéndose a medida que avanzaba el día. A sus espaldas, el pequeño pueblo escalonado en la falda de la montaña desaparecía entre la bruma matinal, y sólo el perfil de la iglesia y del castillo, en lo alto de la población, parecían despedirle con un bostezo de aburrimiento. El pueblo en donde había muerto san Ermengol, según le contó el posadero, aquel obispo de Urgell que murió ahogado mientras supervisaba las obras del puente que daba nombre a la población: Pont de Bar. «¡Malos presagios!», pensó Martí de Biosca, como si el espectro del santo dignatario eclesiástico, fallecido hacía ya más de ciento cuarenta años, pudiera alzarse de las aguas y arrastrarlo a su tumba líquida.
Volvió a iniciar el ascenso con un brusco movimiento, rechazando el mensaje de dolor que le enviaban sus hinchadas piernas. Lo mejor sería no preocuparse, olvidar los espectros fantasmales y concentrarse en el viaje, ya recordaría el nombre del destinatario del paquete en cuanto dejara de dolerle la cabeza. No quería pensar en nada. Aunque sí había algo importante sobre lo que era imprescindible reflexionar sin perder un minuto. Era necesario encontrar un refugio seguro, a salvo de alimañas y salteadores, no era prudente acampar al aire libre, y mucho menos en aquel estrecho camino que se precipitaba hacia el río y… «¡Comida!», pensó con espanto. Sólo llevaba una pequeña provisión a fin de no cargar con un peso excesivo, un envoltorio que le había facilitado el posadero para que se alimentara durante aquella jornada. Martí de Biosca siempre confiaba en que el buen Señor pusiera en su camino comodidad y facilidades, en la absoluta creencia de que ésa era la única obligación de la Divinidad hacia él, no pedía mucho más. Era un plan que casi nunca le había fallado, un sólido pilar de su fe, aunque era bien cierto que se ocupaba con esmero de que así ocurriera. Por esta razón, llevaba un tiempo disfrazado de fraile franciscano, siempre en busca de compañeros inexistentes. Dios auxiliaba al que era capaz de imaginar la ayuda exacta que necesitaban de él, y era innegable que Martí de Biosca sabía interpretar la voluntad divina en la medida de sus necesidades. ¿Quién iba a sospechar de un pobre franciscano? Era una representación sencilla que sólo necesitaba de un hábito andrajoso y polvoriento, poco más. La gente estaba encantada de recibirle, de alimentarle, felices de cooperar en la salvación de sus almas a través de la virtud de la caridad, nadie le hacía preguntas incómodas ni ponía en duda sus intenciones. Era una idea digna de un artista como él, una representación a la medida de su talento, aunque los problemas se habían acumulado en los últimos meses. Y no podía culpar al Señor de sus desgracias, él era el único y exclusivo responsable de sus males, de su precipitada huida de la Cerdaña, en donde vivía a cuerpo de rey desde hacía meses. Aquello le había complicado la vida de mala manera y él odiaba las complicaciones; a lo único que aspiraba era a llevar una existencia pacífica siempre que los demás acarrearan con los gastos, nada más… ¡Era su maldita e irrefrenable inclinación a las hembras lo que siempre lo estropeaba todo! Y desde su nueva identidad de fraile franciscano se hacía imposible de excusar, no había explicación que convenciera a nadie. Evidentemente, ya no podía enmendar sus errores y era inútil recriminarse aquella absoluta falta de prudencia. No había gozado de otra opción que la huida, aquella gente le hubiera colgado del primer árbol, y era bien cierto que no existía explicación teológica posible al hecho de que le pillaran desnudo y encima de la hija del carpintero, en el centro exacto de un pajar.
Volvió a detenerse, sus pulmones eran incapaces de atrapar un solo soplo de aire. El sendero, lejos de ofrecerle facilidades, tenía un aspecto cada vez más abrupto y empinado, estrechándose en una delgada cornisa que caía en picado sobre las tumultuosas aguas. Por un momento, la desesperación hizo mella en él. Desconocía por completo aquella zona, el hostil paisaje en el que no se apreciaban señales de vida, y el tiempo pasaba, pronto caería la noche sin un techo bajo el que guarecerse. Un repentino ruido entre unos matorrales altos encendió todas las alarmas en su mente, girándose con el espanto reflejado en su redondo rostro y resbalando a causa del brusco movimiento. Se aferró a una reseca mata de tomillo al tiempo que su bastón caía, rebotando en la piedra hasta precipitarse por el despeñadero. Martí de Biosca se paralizó, con la mirada fija en los saltos enloquecidos de su bastón que giraba sobre sí mismo en una extraña danza hasta hundirse en un remolino espumoso. A los pocos segundos, contempló cómo el cayado reaparecía, flotando, empujado por la corriente en un apresurado viaje de destino incierto. Despertó de la pesadilla con los ojos muy abiertos, las oscuras bolsas de sus ojeras todavía temblando y, casi sin moverse, levantó la mirada hacia lo alto, al lugar en donde el matorral había dado señales de vida. El silencio dominaba el entorno, sin respuestas ni murmullos. Se enderezó con dificultad, recuperando el equilibrio y arrastrándose con precaución hacia un recodo que se abría a su izquierda, alejándose de la proximidad del abismo. Con un suspiro de alivio, observó cómo el camino se ensanchaba y, a pesar de seguir en línea ascendente, la cuesta era más suave y estaba protegida a ambos lados por espesos matorrales que formaban un túnel vegetal. Se dejó caer en medio del sendero, el redondo cuerpo pegado a la tierra húmeda, al cobijo de la inesperada sombra. Se quedaría allí, pensó, no se movería hasta exhalar el último suspiro, todo su cuerpo se negaba a continuar, además…, ¿qué prisa tenía? ¿Qué demonios podía ocurrir si no entregaba jamás aquel maldito paquete? ¿Quién iba a enterarse?…
Martí de Biosca nunca había tenido problemas con su conciencia, sus necesidades se imponían siempre, sin escrúpulos ni culpabilidades. Quizás por ello, experimentó una agradable e inesperada sensación de tranquilidad, un sentimiento de sosiego que se extendía por todo su cuerpo. Por fin la luz penetraba lentamente en su mente, la niebla del vino levantaba su espeso velo y le permitía adivinar lo que la voluntad divina señalaba. Ante todo, descansar. Si Dios hubiera deseado de él un excelente andarín, le hubiera proporcionado otro cuerpo, otras piernas, otros pulmones… Pero no era así, meditó. Descansaría un buen rato y después desandaría el camino aprovechando la bajada, volvería a la posada de Pont de Bar, acaso a la mujer de grandes pechos… ¿Y el maldito paquete? ¡Lo tiraría al río! Sería la mejor manera de desembarazarse de tan molesta carga. Una corta y tímida carcajada asomó entre sus carnosos labios, volvía a escuchar los consejos divinos con diáfana claridad, una suave voz interior que no cesaba de susurrarle la mejor manera de solucionar sus problemas. Y si se encontraba con aquel forastero, ¿qué iba a decirle?… En realidad, aquel hombre era un incauto imprudente, no estaban los tiempos para confiar en desconocidos, y mucho menos en desconocidos con varias copas de más. Posiblemente, había sido el disfraz de franciscano el que le había permitido confiar en él, pero ¿tenía alguna culpa de que el forastero confiara más en las apariencias que en su intuición? Rotundamente no, susurró la voz que habitaba en las profundidades de su cabeza. ¿Y si seguía en la posada?… Inconscientemente, Martí de Biosca ya tenía el esbozo de una posible respuesta, una increíble historia que sólo necesitaba redondear con algún detalle: «¡Oh, Dios misericordioso, qué terrible tragedia, casi pierdo la vida! Resbalé en un peligroso paso de montaña y quedé sostenido en el abismo, convencido de que había llegado mi última hora, señor… Mi bolsa cayó en las negras aguas y ni siquiera recuerdo cómo logré salvarme». Su voz expresaba una honda desesperación, un gemido controlado y medido que consiguió convencerle. Sí, era una buena representación, aunque era harto improbable que volviera a encontrarse con aquel hombre. Según le había dicho, partía aquella misma mañana, en dirección contraria, aprovechando la salida de unos comerciantes que transportaban sal y que se habían ofrecido a facilitarle el retorno a casa. No había razón por la que preocuparse.
Se tranquilizó al instante, incorporándose, era un buen momento para reponer fuerzas y descansar de sus penalidades, comería y dormiría un buen rato antes de emprender el regreso. Investigó en su bolsa, tirando el paquete del forastero a un lado del camino, hasta extraer una generosa hogaza de pan y un pringoso trozo de asado de la noche anterior. La boca se le hacía agua ante aquella visión memorable, y cuando estaba a punto de dar un buen mordisco a la carne, una repentina inquietud se adueñó de su estómago: ¿y el ruido en el matorral? ¿Habría alguien vigilando sus movimientos, posibles ladrones esperando un momento de descuido?… ¿Acaso un jabalí?… ¿Y si sólo era una estúpida perdiz hurgando en su nido? Una suave fragancia se desprendía del asado llenando sus fosas nasales, la saliva inundaba su boca reseca y áspera hasta llegar a la comisura de los labios. Escuchó durante unos segundos, con la cabeza ladeada, sólo el fragor de las aguas girando en sus concéntricos torbellinos rompía la aparente calma. Se encogió de hombros, todo era producto de su fértil imaginación, de su cansancio y, sobre todo, de la resaca de la noche anterior que le impedía pensar con claridad. ¿Qué demonios importaba, perdices o gorriones, o lo que fuera? Abrió la boca y arrancó un considerable pedazo de carne, masticando con deleite en tanto su rostro expresaba una satisfacción absoluta y las inquietantes preguntas se alejaban de su mente, dejando un mínimo espacio en blanco. Después de registrar de nuevo su bolsa, inútilmente, y de maldecir al posadero por lo escaso de la provisión, decidió que había llegado el momento de echar una cabezadita, una hora, quizás dos. Tenía tiempo de llegar a la posada, todo el penoso esfuerzo del ascenso se convertiría ahora en un alegre y cómodo paseo cuesta abajo y… Sus pensamientos se detuvieron bruscamente, sustituidos por sonoros ronquidos que se alzaron compitiendo con el estrépito de las aguas del río.
Despertó sobresaltado, cubierto de sudor, una excitación extraña recorría sus pulmones y una violenta presión parecía empujar sus ojos desde dentro, como si alguien se hubiera quedado encerrado tras sus órbitas oculares y clamara por escapar. Se incorporó de golpe, sentado en medio del camino, con el cuerpo rígido y envarado. Una neblina lechosa fluía de las pequeñas piedras que tapizaban el sendero, formando espirales transparentes que ascendían hacia él envolviéndole en anillos brumosos. Parpadeó varias veces, asombrado ante el prodigio, alzando sus manos en un intento por capturar una de las volutas blanquecinas que se acercaba sinuosamente hacia su nariz. La fina espiral retrocedió, desconfiada, alejándose de su mano y danzando en curvas imposibles, transformándose. Martí de Biosca, atónito, contempló cómo un contorneado y níveo brazo salía de la neblina, una piel translúcida y suave, como una serpiente que deseara hechizarlo con su danza. Y tras el brazo, un rostro de increíble belleza que le sonreía. Las facciones del falso franciscano tenían una expresión perpleja, sus dilatadas pupilas brillaban encendidas, era la mujer más hermosa que había visto en su vida y, lejos de rechazarle, le rogaba que se acercara a ella. Se levantó ágilmente, comprobando que su cuerpo carecía de peso y que sus cortas piernas desaparecían envueltas en la bruma que lo abrazaba. Nunca se había sentido tan feliz, tan ligero, con la sensación de flotar en medio del paraíso prometido. Y eso era exactamente lo que estaba ocurriendo, volaba, sus pies no tocaban el suelo y la felicidad embargaba su alma, cada poro de su piel gritaba de alegría incontenible. Vestida de niebla azulada, la mujer murmuraba palabras dulces, suplicándole que se acercara, que la besara, que permaneciera con ella hasta el final de los tiempos. Y Martí de Biosca flotaba hacia la hermosa aparición, sin el menor asomo de duda o incertidumbre.
Sólo notó una imperceptible chispa de iluminación, un destello de luz que intentaba abrirse paso entre el vaho azul, aquella lejana voz interior que parecía gritar algo ininteligible. Sin embargo, la leve percepción de peligro desapareció en el mismo momento en que Martí de Biosca, arrebatado en su delirio, se precipitó por el escarpado barranco, sin deseo alguno de despertar de su sueño, volando tras la niebla que abría sus brazos para recibirle, aquel rostro de infinita belleza que le rogaba que se hundiera en las aguas, que olvidara.
Después del estruendo que su voluminoso cuerpo produjo al caer en la corriente, el silencio volvió al lugar que le correspondía.
Una silueta contemplaba el río desde un recodo del camino, observando el inesperado viaje que el falso franciscano emprendía, aquel rostro redondo y sonriente abrazado a un grueso tronco que la corriente arrastraba golpeando las rocas a su paso. Cuando hombre y madero desaparecieron de su vista, la silueta volvió lentamente al sendero y recogió el paquete tirado en el suelo, en medio de los restos de asado, lo guardó en su bolsa y reemprendió el viaje canturreando en voz baja.
Guillem de Montclar dio un rápido salto, retrocediendo, hasta que su espalda encontró la fría textura de la pared. El veloz recorrido de la daga, dibujando un semicírculo perfecto, trazó una fina línea roja en su camisa a la altura del pecho. El inesperado movimiento provocó la alarma entre los clientes del mesón que, entre gritos y maldiciones, se alejaron de los combatientes en medio de una lluvia de fragmentos de loza. El estrépito de jarras y platos estrellándose contra el suelo resonaba en toda la amplia estancia, junto al ruido inconfundible de los bancos y sillas que se desplazaban de lugar. Un rumor creciente de juramentos estalló en la cabeza de Guillem, en tanto todo su cuerpo se ponía en tensión y los músculos de sus brazos marcaban líneas entrecruzadas que destacaban en su camisa. Había sido un error bajar la guardia, confiarse en exceso, desatendiendo la insistente señal de peligro que su intuición le aconsejaba. El hambre y el cansancio habían impuesto sus propias reglas, anulando los principios básicos de la profesión a la que pertenecía y olvidando, por unos pocos minutos, que un espía goza de muy poco tiempo de paz. Un error imperdonable, pensó un tanto irritado. Ni tan sólo cuando uno cree haber finalizado con éxito un trabajo es capaz de predecir que realmente ha terminado, no finaliza nunca…, y él estaba obligado a tenerlo muy presente.
Se quedó unos segundos apoyado en la pared, estudiando la situación y sin perder de vista la afilada hoja ni el gesto hostil de su agresor. El hombre esperaba su reacción, con las piernas separadas, el brazo extendido marcando el territorio del cuchillo, equilibrando el peso de su cuerpo en un balanceo constante. Guillem envolvió lentamente su brazo derecho en la oscura capa que colgaba de su hombro, mirando con ironía al desconocido, al tiempo que intentaba situar aquel rostro en la geografía de su memoria sin conseguirlo. Podía jurar que no lo había visto en su vida, aunque fuera un tipo vulgar, muy parecido a muchos otros que se habían cruzado en su camino. Era pequeño y nervudo, de tez pálida, casi transparente, señal inequívoca de que había pasado un tiempo alejado de la luz del sol, posiblemente dentro de una mazmorra. Toda la energía de aquel sujeto emanaba de unos ojos rasgados, mínimos, encerrados en unas cuencas reducidas, aunque el acerado brillo de su mirada de reflejos ocres no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones. Y era inútil negar su capacidad de disimulo e improvisación, había logrado sorprenderlo hasta el punto que ni tan sólo se había apercibido de su llegada. Guillem sintió una profunda irritación, aquel imbécil le había desconcertado con su inesperado ataque, y no le gustaban las sorpresas. Sabía que la herida que le había causado era superficial, se había apartado a tiempo, pero el intenso escozor en su pecho no hacía más que aumentar su enfado.
—No me parece la mejor manera de iniciar una conversación, «amigo». —Las palabras del joven eran un murmullo ronco y amenazante.
—No tengo ninguna intención de conversar con vos, «hermano», las palabras me aburren. —Era una voz aguda, un tanto nerviosa ante la pasividad de su contrincante.
Una torva sonrisa se extendió en el rostro de Guillem, sin que sus ojos perdieran de vista la reluciente hoja que lo amenazaba. De improviso, casi sin moverse, de una brutal patada lanzó la mesa que los separaba contra el sicario de ojos rasgados. Por unos momentos, la sorpresa paralizó a su atacante que intentó zafarse sin conseguirlo, la sólida mesa de pino se estrelló contra su estómago lanzándole al suelo, mientras la daga se escurría de sus dedos y se perdía entre la confusión de bancos revueltos. Rápido como un reptil, el hombre trató de escabullirse del peso de la vieja madera, mirando en todas direcciones en busca de su arma. Fue un gesto poco prudente, olvidó una regla de principiantes que consistía en no perder jamás de vista al contrincante. La urgencia por recuperar su arma, movilizó todos sus miembros, arrastrándose hacia la izquierda, allí donde la daga parecía esperarle.
Los parroquianos observaban la escena a una prudencial distancia, sin intervenir, cuchicheando las incidencias de la pelea al tiempo que las apuestas cambiaban de dirección. Los ojos rasgados del hombre brillaron de excitación, su espalda encorvada en un esfuerzo final, con los engarfiados dedos de su mano a pocos centímetros de la empuñadura del arma, arañando el pavimento de tierra pisada. Incluso logró acariciar el tosco mango de la daga, cuando un terrible alarido torció sus facciones en una mueca de dolor, todo su cuerpo retorcido en una contorsión imposible. La bota negra de Guillem de Montclar estaba destrozando su mano, sin parecer preocupado por ello.
Hubo un murmullo general de desencanto, no era lugar que ofreciera demasiadas distracciones y las peleas cortas apenas conseguían romper la monotonía del aburrimiento. Sin mediar palabra, los clientes volvieron a sus mesas, levantado bancos y sillas, reanudando su interrumpida conversación con gesto de hastío. Ni tan sólo alzaron la mirada ante la aparición de un nuevo forastero que, con la sorpresa en la cara, entraba en aquel momento.
—¡Por todos los santos, Guillem, estás herido! —Ebre, el joven escudero, estaba lívido ante la visión de la sangre que manchaba la camisa de Guillem—. ¿Qué está sucediendo?
Guillem de Montclar no se dignó contestar, simplemente lanzó una mirada cargada de advertencias al joven. Apartó la bota de la mano del infeliz, agarrándolo por el cuello de la camisa, indiferente a sus continuos aullidos de dolor y lo arrastró hacia la puerta de salida, deteniéndose un breve segundo ante el sorprendido posadero.
—Y bien, maestro…, ¿tenéis algún lugar tranquilo en vuestro palacio, en donde este amigo y yo podamos continuar nuestra alegre conversación? —En su mirada había un destello de ironía.
—El establo, creo que el establo os servirá, caballero… —balbució el posadero con los ojos abiertos como platos—. Es un lugar tranquilo a estas horas, dudo mucho que alguien se atreva a molestaros.
Guillem agradeció la información con un ligero movimiento de cabeza, continuando su marcha hacia la salida, sin soltar a su presa, aparentemente ajeno a los dos escalones que hicieron rebotar el cuerpo de su atacante que volvió a retorcerse de dolor. Había sido una jornada agotadora, pensó, cabalgando de sol a sol sin detenerse, con la única idea de llegar a la ciudad de Lleida lo antes posible. Guillem y Ebre estaban exhaustos y, lo que era peor, hartos del cansancio y del hambre, el único motivo por el que habían decidido pararse en aquel lugar. Sabían que era una parada necesaria, el sueño nunca fue un buen compañero en su trabajo, impedía pensar con claridad. Guillem suspiró mientras seguía arrastrando a aquel imbécil ante la indiferencia general, sin soltarlo, pensando en los posibles motivos de aquel ataque. ¿Un ladrón? Ésa era una idea harto improbable, ni al ladrón más estúpido se le habría ocurrido atacarle ante una concurrencia tan nutrida. ¿Un loco? Bien, el mundo empezaba a llenarse de ellos, y cada día era más difícil captar la diferencia entre los que se creían cuerdos y los que negaban estar trastornados. ¿Quién demonios era aquel sujeto impresentable? La mente de Guillem trabajaba a toda velocidad buscando una razón creíble. Hacía sólo quince días había dado por terminada su última misión, no había dejado ningún cabo suelto, pero… esa seguridad jamás existía. Ser espía de la poderosa Orden del Temple no era garantía de una existencia tranquila y ordenada, era algo que sabía desde su más tierna infancia, para ello había sido instruido y educado desde los catorce años por el mejor maestro, Bernard Guils. Era algo difícil de olvidar. De golpe, en tanto se aproximaba al establo arrastrando a su estridente carga, recordó las únicas palabras que éste había pronunciado después de la primera agresión. Se había dirigido a él llamándole «hermano» y recalcando la palabra con sarcasmo. Y no eran buenas noticias. Sin duda alguna, significaba que conocía su verdadera identidad, su condición de caballero templario. Pero ésa era una información restringida, difícil de obtener, del anonimato dependía tanto su vida como su trabajo, nadie podía reconocerle como a un miembro de la milicia. Los parroquianos de la posada hubieran jurado que aquel joven, vestido con sencillez pero con ropas de calidad, no podía ser otra cosa que un comerciante de alguna ciudad en busca de mercancía interesante. El disfraz era parte importante de su trabajo, de sus falsas identidades, y no representaba un buen augurio que aquel malnacido supiera lo que no debía. Era una señal de peligro que había que solucionar con la máxima urgencia si deseaba mantener su cabeza unida al resto del cuerpo.
—Bien, maldito asno, a pesar de que la charla no te interese, no tendrás otro remedio que empezar a hablar conmigo. —Guillem arrojó sin contemplaciones al desconocido sobre un montón de paja—. Y para empezar, podrías decirme quién diablos eres.
—Ya te gustaría, «hermano», pero no teng… —El hombre se interrumpió bruscamente cuando un grueso leño fue a estrellarse contra su frente.
Guillem se giró con lentitud, moviendo los labios en un monólogo silencioso. Ebre, que había entrado tras él, aguantó la feroz mirada de su superior sin pestañear, balanceando otro grueso tronco en su mano.
—¿Crees que es la mejor manera de empezar, Ebre, arreándole un leñazo como presentación? —Guillem masticaba las palabras, controlando su enfado.
—Es que estoy cansado, tengo hambre. —Los ojos del joven escudero parecían hacer esfuerzos para mantenerse abiertos—. Ese hombre no hablará fácilmente, Guillem, nos hará perder el tiempo…, además, te ha herido.
—¿Y aliviará tu hambre una lluvia de leños sobre su cabeza? ¿Eso es lo que te he enseñado en un largo año, con sus doce meses completos, lo que ha logrado incrustarse en tu cerebro de mosquito, Ebre? ¿Crees que atravesarle el cráneo es la solución? —Guillem hablaba lentamente, haciendo largas pausas entre las preguntas—. Francamente, si el alumno indica la calidad del maestro, este desgraciado va a pensar que, como instructor, no valgo ni el peso de la paja sobre la que está.
Un fragor de aguas torrenciales, procedente del estómago del joven escudero, hizo innecesaria la respuesta. Guillem fijó la vista en el techo del establo en actitud resignada, girándose hacia el hombre que gemía con la cabeza entre las manos.
—¿Puedes entenderlo tú?… Esta juventud no da para más, sólo piensa en comer, comer, comer. No les importa lo mucho que te esfuerces en su educación. —Guillem se había acercado lo suficiente para provocar un movimiento de defensa en el desconocido, que intentó retroceder cubriéndose con las manos—. ¡Por los clavos de Cristo, no seas exagerado! Deberías hacerme caso y responder a mis preguntas. Ahí donde lo ves, este crío es peligroso con el estómago vacío y yo estoy cansado y harto. Si quieres seguir callado, ése será tu problema, yo sólo tengo que apartarme y dejar que el lanzador de leños siga con su distracción… Veamos, lo intentaré una vez más y luego me largaré a dormir, ¿a qué viene eso de «hermano» y qué demonios significa?
—Me dijeron que vos sois un miembro de la milicia del Temple —susurró el hombre con la voz entrecortada, mirando de reojo a Ebre.
—Te dije que sólo hablaría a las malas, Guillem, ¿lo ves? —Ebre se sentó sobre un taburete de ordeñar, arrastrando otro leño de tamaño considerable.
—O cierras la boca, Ebre, o te tragarás el tronco. —La fría mirada de Guillem dejó mudo a su escudero—. Bien, veamos si puedo continuar sin interrupciones. ¿Tengo yo aspecto de templario, quién demonios te ha dicho tamaña tontería?
—Un hombre… —respondió escuetamente el ladrón, sin atreverse a levantar la vista.
—¡Dios misericordioso, los cielos se han abierto, un hombre! Y yo que me temía que tenías largas charlas con una mula. Pero la respuesta es tan inútil como un plato vacío, amigo mío, tendrás que esforzarte un poco más. Aunque es posible que este maldito crío tenga razón y sólo seas capaz de reaccionar a base de jarabe de palo. —Una sombra de hastío cruzó por las facciones de Guillem.
—No lo sé a ciencia cierta, quiero decir que no lo conozco, es un hombre peligroso, ¿sabéis? Me ofreció una buena bolsa y me pagó por adelantado. Eso es todo, y… —La voz temblaba en una cadencia irregular, con pequeños gemidos realzando las pausas.
Guillem hizo el gesto de marcharse, extendiendo un brazo hacia Ebre que saltó como impulsado por un resorte, blandiendo el grueso leño.
—¡No, por favor, no podéis hacer eso, es una barbaridad! ¡Os juro que os digo la verdad, no conocía de nada a ese hombre! —La mirada de terror inundó las estrechas rendijas donde se escondían sus ojos.
—¿Barbaridad, has dicho barbaridad, hijo de mala madre? ¡Intentas matarme y me hablas de barbaridad por un simple leñazo! —Guillem estaba realmente enfadado—. ¡Pero de qué maldito agujero sales tú, perro sarnoso! Verás, la cosa es muy simple, o me dices lo que deseo saber, o me importa un rábano lo que esta criatura hambrienta haga contigo.
—Es un maldito mercenario, Guillem, escoria pagada, nos está engañando. —Ebre no estaba dispuesto a que pasara su momento de gloria.
—¡Magnífico, eso sí es realmente bueno! No sé lo que me enfurece más, Ebre, si este idiota con aires de matasiete o tus ínfulas de ciencia infusa… ¡Es que alguien te ha preguntado, por todos los infiernos! ¿Acaso sabes algo que yo desconozca? Eres una especie de colegio teológico al completo, chico… —El ronco vozarrón de Guillem resonó en las paredes del establo. Ebre retrocedió ante el estallido de mal humor de su superior, refugiándose de nuevo en el taburete en absoluto silencio—. ¿Qué? ¿Puedo continuar o crees que un plato del grasiento estofado maloliente es más interesante que averiguar lo que pretende este hijo de Satanás?
Los gritos de Guillem quedaron flotando entre los dos, uno frente al otro, como un muro de cansancio y enojo en una particular guerra de voluntades, que se saldó con el rostro enfurruñado de Ebre, con los brazos cruzados sobre el pecho y la boca apretada en una fina línea.
—Os lo juro por lo más sagrado, caballero, no sé quién era el que me pagó para atacaros. —La débil voz se dejó oír, recordando con ello su presencia—. Sólo que…
—¡Qué! —El grito de Guillem resonó como una coz.
—Era un hombre de religión, un hombre de Iglesia. Bien, al menos vestía como tal, creo que era un hábito de dominico… Le encontré en el pueblo de Ponts, señor, yo sólo estaba allí de paso, ¿sabéis? —El hombre parecía haber captado la creciente irritación en el ambiente, cosa que facilitaba la conversación—. Bueno, en realidad, intenté robarle la bolsa, ésa es mi profesión.
—¡Profesión! ¿Y desde cuándo robar se ha convertido en profesión? —ladró Guillem.
—No quiero discutir, señor, sólo intento explicaros cómo sucedió. Veréis, yo intenté robarle y él me pilló, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y me amenazó con las peores penas del Infierno. Me asusté mucho, la verdad…, y cuando intentaba entregarme al alguacil, me propuso un negocio. Me aseguró que sería muy sencillo, dijo que no tenía que matar a nadie, desde luego, sólo asustaros… Bien, en realidad, heriros lo suficiente pora dejaros inútil durante un tiempo. ¡Os lo juro por la Santa Madre! Me contó que vos erais un renegado de vuestra orden, que merecíais un escarmiento. ¡Era una buena bolsa, mucho mejor que volver a la mazmorra!
—¿Cómo te llamas? —Guillem se había acercado a Ebre con cara de malas pulgas, haciéndole retroceder instintivamente hasta que cayó del taburete con expresión perpleja.
—Gombau, señor…
—¡Gombau, el ladrón de Ponts, bonito nombre! Bien, amigo Gombau, ahora me explicarás con detalle todo lo que recuerdes de ese hombre de Iglesia, tal como tú dices. Cómo era, cómo hablaba, cómo vestía, incluso el olor que desprendía. En fin, un sencillo ejercicio de memoria. Y tú, Ebre, lárgate a comer.
El joven escudero se levantó del suelo de un salto. Su figura alta y desgarbada de adolescente vacilaba, el hambre y el leño en su mano entablaron un desigual combate, en que inevitablemente venció la necesidad. Abandonando el madero con gesto de enfado, dio media vuelta corriendo hacia la salida.
Durante media hora, Guillem escuchó sin interrumpir el desordenado relato del ladrón. Sentado en el taburete que había ocupado Ebre, prestó atención a cada palabra, a cada vacilación, luchando por mantener los ojos abiertos y la mente despejada. No había nada en el relato que clarificara los hechos, ni tampoco que permitiera perfilar los rasgos del misterioso dominico y le proporcionara una identificación posible. No tenía ni la más remota idea de quién era aquel personaje que pagaba tan generosamente por mantenerlo apartado de la acción.
—Bien, Gombau, estoy realmente cansado y dudo que puedas añadir algo interesante. Que tengas dulces sueños… —El seco crujido retumbó entre las cuatro paredes del establo, turbando a los pocos caballos que había. Guillem, con el leño de Ebre en la mano, se quedó mirando el cuerpo inerte del ladronzuelo—. Espero que duermas un par de días y que el dolor de cabeza te mantenga alejado de mí una buena temporada. Y si no es así, amigo mío, acaso la próxima vez no tengas tanta suerte, en el fondo creo que soy bastante rencoroso, detesto las sorpresas…