Otro piso, pero en el mismo estilo. Una semana después. De noche. Silencio. Dora se pasea de un extremo a otro.
ANNENKOV.—Descansa, Dora.
DORA.—Tengo frío.
ANNENKOV.—Ven a echarte aquí. Tápate.
DORA.—(siempre caminando.) La noche es larga. ¡Qué frío tengo, Boria!
(Llaman. Un golpe, luego dos. Annenkov va a abrir. Entran Stepan y Voinov que se acerca a Dora y la besa. Ella le estrecha en sus brazos.)
DORA.—¡Alexis!
STEPAN.—Orlov dice que podría ser esta noche. Todos los suboficiales que no están de servicio han sido convocados. De modo que estará presente.
ANNENKOV.—¿Dónde te encontrarás con él?
STEPAN.—Nos esperará a Voinov y a mí en el restaurante de la calle Sophískaia.
DORA.—(que se ha sentado, agotada.) Será esta noche, Boria.
ANNENKOV.—Aún no está perdido todo, la decisión depende del zar.
STEPAN.—La decisión dependerá del zar si Yanek ha pedido gracia.
DORA.—No la ha pedido.
STEPAN.—¿Por qué iba a ver a la gran duquesa sino para pedir gracia? Ella hizo decir por todas partes que Yanek se había arrepentido. ¿Cómo saber la verdad?
DORA.—Sabemos lo que dijo delante del Tribunal y lo que nos ha escrito. Yanek dijo que lamentaba no disponer sino de una sola vida para arrojarla como un desafío a la autocracia. El hombre que dijo eso, ¿puede mendigar gracia, puede arrepentirse? No; quería, quiere morir. No se reniega de un acto como el suyo.
STEPAN.—No debió ver a la gran duquesa.
DORA.—Él es su único juez.
STEPAN.—Según nuestra regla, no debía verla.
DORA.—Nuestra regla es matar, nada más. Ahora es libre, libre por fin.
STEPAN.—Todavía no.
DORA.—Es libre. Tiene derecho a hacer lo que quiera, ahora que va a morir. ¡Porque morirá, alegraos!
ANNENKOV.—¡Dora!
DORA.—Sí. ¡Si obtuviera gracia, qué triunfo! Sería la prueba, ¿no es cierto?, de que la gran duquesa dijo la verdad, de que él se arrepintió y traicionó. Si muere, por el contrario, le creeréis y podréis seguir queriéndole. (Les mira.) Vuestro amor sale caro.
VOINOV.—(acercándose a ella.) No, Dora. Nunca hemos dudado de él.
DORA.—(caminando de un extremo a otro de la habitación.) Sí… Tal vez… Perdonadme. ¡Pero qué importa, después de todo! Vamos a saberlo esta noche… Ah, pobre Alexis, ¿qué has venido a hacer aquí?
VOINOV.—A reemplazarlo. Lloré, estaba orgulloso al leer su discurso en el proceso. Cuando leí. «La muerte será mi suprema protesta contra un mundo de lágrimas y de sangre»… me eché a temblar.
DORA.—Un mundo de lágrimas y de sangre… Dijo eso, es cierto.
VOINOV.—Lo dijo… ¡Ah, Dora, qué valor! Y al final su gran grito.—«Si he estado a la altura de la protesta humana contra la violencia, que la muerte corone mi obra con la pureza de la idea». Entonces decidí venir.
DORA.—(escondiendo el rostro en sus manos.) Él quería la pureza, sí. ¡Pero qué atroz coronación!
VOINOV.—No llores, Dora. Ha pedido que nadie llore su muerte. Oh, le comprendo tan bien ahora. No puedo dudar de él. He sufrido por haber sido cobarde. Y después arrojé la bomba en Tiflis. Ahora no me diferencio de Yanek. Cuando me enteré de su condena, sólo tuve una idea.—ocupar su sitio, ya que no había podido estar a su lado.
DORA.—¿Quién puede ocupar su sitio esta noche? Estará solo, Alexis.
VOINOV.—Debemos sostenerlo con nuestro orgullo, como él nos sostiene con su ejemplo. No llores.
DORA.—Mira. Tengo los ojos secos. ¡Pero orgullosa, no, nunca más podré estar orgullosa!
STEPAN.—Dora, no me juzgues mal. Deseo que Yanek viva. Necesitamos hombres como él.
DORA.—Él no lo desea. Y debemos desear que muera.
ANNENKOV.—Estás loca.
DORA.—Debemos desearlo. Conozco su corazón. Así se sentirá apaciguado. ¡Oh, sí, que muera! (Más bajo.) Pero que muera rápido.
STEPAN.—Me voy, Boria. Ven, Alexis. Orlov nos espera.
ANNENKOV.—Sí, y no tardéis en volver.
(Stepan y Voinov se dirigen a la puerta. Stepan mira a Dora.)
STEPAN.—Vamos a enterarnos. Cuídala.
(Dora está junto a la ventana. Annenkov la mira.)
DORA.—¡La muerte! ¡La horca! ¡La muerte una vez más! ¡Ay, Boria!
ANNENKOV.—Sí, hermanita. Pero no hay otra solución.
DORA.—No digas eso. Si la única solución es la muerte, no vamos por buen camino. El buen camino es el que conduce a la vida, al sol. No se puede tener siempre frío.
ANNENKOV.—Eso también conduce a la vida. A la vida de los demás. Rusia vivirá, nuestros nietos vivirán. Recuerda lo que decía Yanek.—«Rusia será hermosa».
DORA.—Los demás, nuestros nietos… Sí. Pero Yanek está, en la cárcel y la cuerda es fría. Quizá ha muerto ya para que los otros vivan. ¡Ay, Boria!, ¿y si los otros no vivieran? ¿Y si muriera por nada?
ANNENKOV.—Calla. (Silencio.)
DORA.—Qué frío hace. Y eso que estamos en primavera. Hay árboles en el patio de la cárcel, lo sé. Él ha de verlos.
ANNENKOV.—Espera a saber. No tiembles así.
DORA.—Siento tanto frío que tengo la impresión de estar ya muerta. (Una pausa.) Todo esto nos envejece tan rápidamente. Nunca ya seremos niños, Boria. Con el primer crimen, huye la infancia. Arrojo la bomba y en un segundo, ¿sabes?, transcurre toda una vida. Ay, en adelante podemos morir. Hemos dado ya la vuelta al hombre.
ANNENKOV.—Entonces moriremos luchando, como lo hacen los hombres.
DORA.—Habéis ido demasiado rápido. Ya no sois hombres.
ANNENKOV.—La desdicha y la miseria también iban rápidas. Ya no hay lugar para la paciencia y la maduración en este mundo. Rusia tiene prisa.
DORA.—Lo sé. Nos hemos hecho cargo de la desdicha del mundo. El también se había hecho cargo. ¡Qué valor! Pero a veces me digo que es un orgullo que será castigado.
ANNENKOV.—Es un orgullo que pagamos con nuestra vida. Nadie puede ir más lejos. Es un orgullo al que tenemos derecho.
DORA.—¿Estamos seguros de que nadie irá más lejos? A veces, cuando escucho a Stepan, siento miedo. Quizá lleguen otros que fundarán su autoridad en nosotros para matar y que no pagarán con sus vidas.
ANNENKOV.—Eso seria una cobardía, Dora.
DORA.—¿Quién sabe? Tal vez eso sea la justicia. Y entonces nadie se atreverá ya a mirarla de frente.
ANNENKOV.—¡Dora! (Ella calla.) ¿Estás dudando? No te reconozco.
DORA.—Tengo frío. Pienso en él que no ha de permitirse temblar para que no crean que tiene miedo.
ANNENKOV.—¿Entonces no estás ya con nosotros?
DORA.—(se lanza hacia él.) ¡Oh, Boria, estoy con vosotros! Llegaré hasta el fin. Odio la tiranía y sé que no podemos hacer otra cosa. Pero yo elegí esto con el corazón gozoso y ahora continúo con el corazón triste. Esa es la diferencia. Somos prisioneros.
ANNENKOV.—Rusia entera está en prisión. Haremos volar sus muros en pedazos.
DORA.—Dame la bomba y ya verás. Avanzaré en medio de la hoguera y sin embargo mi paso será firme. Es fácil, es mucho más fácil morir de sus contradicciones que vivirlas. ¿Has amado, por lo menos, has amado, Boria?
ANNENKOV.—He amado, pero hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.
DORA.—¿Cuánto tiempo?
ANNENKOV.—Cuatro años.
DORA.—¿Cuántos hace que diriges la organización?
ANNENKOV.—Cuatro. (Una pausa.) Ahora mi amor es para la organización.
DORA.—(caminando hacia la ventana.) ¡Amar, sí, pero ser amada!… No, hay que seguir en marcha. Uno quisiera detenerse. ¡En marcha! ¡En marcha! Uno quisiera tender los brazos y dejarse llevar. Pero la cochina injusticia se nos pega como el engrudo. ¡En marcha! Estamos condenados a ser más grandes que nosotros mismos. Los seres, los rostros, eso es lo que uno quisiera amar. ¡El amor más bien que la justicia! No, hay que seguir en marcha. ¡En marcha, Dora! ¡En marcha, Yanek! (Llora.) Pero para él, se acerca el fin.
ANNENKOV.—(tomándola en sus brazos.) Será agraciado.
DORA.—(mirándolo.) Bien sabes que no. Bien sabes que no estaría bien. (Él aparta la mirada.) Tal vez está saliendo ya al patio. Toda esa gente de pronto silenciosa, apenas él aparece. Con tal de que no tenga frío. Boria, ¿sabes cómo ahorcan?
ANNENKOV.—En el extremo de una cuerda. ¡Basta, Dora!
DORA.—(ciegamente.) El verdugo salta sobre los hombros. El cuello está saliendo. ¿No es terrible?
ANNENKOV.—Sí. En cierto sentido. En otro sentido, es la felicidad.
DORA.—¿La felicidad?
ANNENKOV.—Sentir la mano de un hombre antes de morir. (Dora se arroja a un sillón. Silencio.) Dora, habrá que marcharse en seguida. Descansaremos un poco.
DORA.—(enajenada.) ¿Marcharse? ¿Con quién?
ANNENKOV.—Conmigo, Dora.
DORA.—(le mira.) ¡Marcharse! (Mira hacia la ventana.) Llega el alba. Yanek ha muerto ya, estoy segura.
ANNENKOV.—Soy tu hermano.
DORA.—Sí, eres mi hermano. Todos sois mis hermanos y os quiero. (Se oye la lluvia. Amanece. Dora habla en voz baja.) ¡Pero qué horrible gusto tiene a veces la fraternidad!
(Llaman. Entran Voinov y Stepan. Todos permanecen inmóviles, Dora vacila pero se recobra con un visible esfuerzo.)
STEPAN.—(en voz baja.) Yanek no ha traicionado.
ANNENKOV.—¿Orlov pudo verlo?
STEPAN.—Sí.
DORA.—(avanzando firmemente.) Siéntate. Cuenta.
STEPAN.—¿Para qué?
DORA.—Cuéntalo todo. Tengo el derecho de saber. Exijo que lo cuentes. Con detalles.
STEPAN.—No sabré hacerlo. Y además ahora hay que marcharse.
DORA.—No, hablarás. ¿Cuándo le avisaron?
STEPAN.—A las diez de la noche.
DORA.—¿Cuándo lo ahorcaron?
STEPAN.—A las dos de la mañana.
DORA.—¿Y durante cuatro horas esperó?
STEPAN.—Sí, sin decir ni una palabra. Y después, todo se precipitó. Ahora se acabó.
DORA.—¿Cuatro horas sin hablar? Espera un poco. ¿Cómo iba vestido? ¿Tenía puesto el capote?
STEPAN.—No. Estaba todo de negro, sin abrigo. Y llevaba un sombrero negro.
DORA.—¿Qué tiempo hacía?
STEPAN.—Noche cerrada. La nieve estaba sucia. Y después, la lluvia la convirtió en un barro pegajoso.
DORA.—¿Temblaba?
STEPAN.—No.
DORA.—¿Miró a Orlov?
STEPAN.—No.
DORA.—¿Qué miraba?
STEPAN.—A todo el mundo, dice Orlov, sin ver nada.
DORA.—¿Qué más, qué más?
STEPAN.—Deja, Dora.
DORA.—No, quiero saber. Su muerte, por lo menos, es mía.
STEPAN.—Le leyeron la sentencia.
DORA.—¿Qué hacía entre tanto?
STEPAN.—Nada. Una vez solamente sacudió la pierna para quitarse un poco de barro que le manchaba el zapato.
DORA.—(con la cabeza en las manos.) ¡Un poco de barro!
ANNENKOV.—(bruscamente.) ¿Cómo lo sabes? (Stepan calla.) ¿Le preguntaste todo eso a Orlov? ¿Por qué?
STEPAN.—(apartando la mirada.) Había algo entre Yanek y yo.
ANNENKOV.—¿Qué?
STEPAN.—Yo le envidiaba.
DORA.—¿Qué más, Stepan, qué más?
STEPAN.—El padre Florenski fue a presentarle el crucifijo. Él se negó a besarlo. Y declaró.—«Ya le dije que he terminado con la vida y estoy en regla con la muerte».
DORA.—¿Cómo estaba su voz?
STEPAN.—Exactamente igual. Sin la febrilidad Y la impaciencia que le conocíais.
DORA.—¿Parecía feliz?
ANNENKOV.—¿Estás loca?
DORA.—Sí, sí, estoy segura. Parecía feliz. Porque sería demasiado injusto que habiéndose negado a ser feliz en la vida para prepararse mejor al sacrificio, no hubiera recibido la felicidad al mismo tiempo que la muerte. Era feliz y marchó con calma a la horca, ¿no es cierto?
STEPAN.—Alguien cantaba en el río con un acordeón. Caminó. Unos perros ladraron en ese momento.
DORA.—Entonces subió…
STEPAN.—Subió. Se hundió en la noche. Se veía vagamente el sudario con que lo cubrió de arriba abajo el verdugo.
DORA.—Y después, y después…
STEPAN.—Ruidos sordos.
DORA.—Ruidos sordos. ¡Yanek! Y luego…
(Stepan calla.)
DORA.—(con violencia.) Y luego, te digo. (Stepan guarda Silencio.) Habla, Alexis. ¿Luego?
VOINOV.—Un ruido horrible.
DORA.—¡Ah! (Se lanza contra la pared.)
(Stepan desvía la cabeza. Annenkov, sin un gesto, llora. Dora se vuelve, les mira pegada a la pared.)
DORA.—(con voz cambiada, enajenada.) No lloréis. ¡No, no, no lloréis! Ya veis que es el día de la justificación. Algo se eleva en esta hora que es nuestro testimonio de rebeldes.—Yanek ya no es un asesino. ¡Un ruido terrible! Bastó un ruido terrible para retornar a la alegría de la infancia. ¿Recordáis su risa? Reía sin motivo a veces. ¡Qué joven era! ¡Ahora debe de estar riendo, con la cara pegada a la tierra! (Se dirige hacia Annenkov.) Boria, ¿eres mi hermano? ¿Dijiste que me ayudarías?
ANNENKOV.—Sí.
DORA.—Entonces haz eso por mí. Dame la bomba. (Annenkov la mira.) Sí, la próxima vez. Quiero arrojarla yo. Quiero ser la primera en arrojarla.
ANNENKOV.—Sabes que no queremos mujeres en primera línea.
DORA.—(con un grito.) ¿Soy yo una mujer, ahora?
(La miran. Silencio.)
VOINOV.—(despacito.) Acepta, Boria.
STEPAN.—Sí, acepta.
ANNENKOV.—Era tu turno, Stepan.
DORA.—Me la darás, ¿verdad? La arrojaré. Y más tarde, en una noche fría…
ANNENKOV.—Sí, Dora.
DORA.—(llorando.) ¡Yanek! ¡Una noche fría, y la misma cuerda! Todo será más fácil ahora.
TELÓN