Una celda en la torre Pugatchev, en la prisión Butirki. Por la mañana.
Al levantarse el telón, Kaliayev está en la celda y mira a la puerta. Un GUARDIÁN y un PRISIONERO, que trae un cubo, entran.
EL GUARDIÁN.—Limpia. Y rápido.
(Se sitúa junto a la ventana. Foka comienza a limpiar sin mirar a Kaliayev. Silencio.)
KALIAYEV.—¿Cómo te llamas, hermano?
FOKA.—Foka.
KALIAYEV.—¿Estás condenado?
FOKA.—Así parece.
KALIAYEV.—¿Qué hiciste?
FOKA.—Maté.
KALIAYEV.—Tenías hambre.
EL GUARDIÁN.—No tan alto.
KALIAYEV.—¿Cómo?
EL GUARDIÁN.—No tan alto. Os dejo hablar a pesar de la consigna. Así que no hables tan alto. Imita al viejo.
KALIAYEV.—¿Tenías hambre?
FOKA.—No, tenía sed.
KALIAYEV.—¿Y entonces?
FOKA.—Entonces, había un hacha. Lo deshice todo. Parece que maté a tres. (Kaliayev le mira.) Bueno, barín, ¿ya no me llamas hermano? ¿Te has enfriado?
KALIAYEV.—No. Yo también maté.
FOKA.—¿A cuántos?
KALIAYEV.—Te lo diré, hermano, si quieres. Pero contéstame; te arrepientes de lo que pasó, ¿verdad?
FOKA.—Claro, veinte años es caro. Te hacen arrepentirte.
KALIAYEV.—Veinte años. Entro aquí a los veintitrés y salgo con el pelo gris.
FOKA.—¡Oh! Tal vez a ti te vaya mejor. Los jueces tienen altibajos. Depende de si están casados y con quién. Y además tú eres barín. No es la misma tarifa que para los pobres diablos. Saldrás del paso.
KALIAYEV.—No lo creo. Y no quiero. No podría soportar la vergüenza durante veinte años.
FOKA.—¿La vergüenza? ¿Qué vergüenza? En fin, son ideas de barín. ¿A cuántos mataste?
KALIAYEV.—A uno solo.
FOKA.—¿Qué dices? Eso no es nada.
KALIAYEV.—Maté al gran duque Sergio.
FOKA.—¿Al gran duque? Eh, buena la hiciste. ¡Hay que ver a estos barines! Es grave, ¿verdad?
KALIAYEV.—Es grave. Pero era necesario.
FOKA.—¿Por qué? ¿Vivías en la corte? Una historia de mujeres, ¿no? Guapo como eres…
KALIAYEV.—Soy socialista.
EL GUARDIÁN.—No tan alto.
KALIAYEV.—(más alto.) Soy socialista revolucionario.
FOKA.—¡Vaya! ¿Y qué necesidad tenías tú de ser lo que dices? No tenías más que quedarte tranquilo y todo te hubiera ido bien. La tierra se ha hecho para los barines.
KALIAYEV.—No, se ha hecho para ti. Hay demasiada miseria y demasiados crímenes. Cuando haya menos miseria, habrá menos crímenes. Si la tierra fuera libre, tú no estarías aquí.
FOKA.—Sí y no. En fin, libre o no, nunca es bueno beber un trago de más.
KALIAYEV.—Nunca es bueno. Sólo que se bebe porque se está humillado. Llegará un día en que ya no sea útil beber, en que nadie sienta vergüenza.—ni el barín, ni el pobre diablo. Todos seremos hermanos y la justicia hará transparentes nuestros corazones. ¿Sabes de qué te hablo?
FOKA.—Sí, del reino de Dios.
EL GUARDIÁN.—No tan alto.
KALIAYEV.—No hay que decir eso, hermano. Dios no puede nada. ¡La justicia es cosa nuestra! (Un silencio.) ¿No comprendes? ¿Conoces la leyenda de San Demetrio?
FOKA.—No.
KALIAYEV.—Tenía cita en la estepa con el mismo Dios, y allá iba de prisa cuando encontró a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó. El barro era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Y al terminar, San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba.
FOKA.—¿Y entonces?
KALIAYEV.—Y entonces están los que siempre llegarán tarde a la cita porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados hermanos que socorrer.
(Foka retrocede.)
KALIAYEV.—¿Qué te pasa?
EL GUARDIÁN.—No tan alto. Y tú, viejo, date prisa.
FOKA.—No me fío. Todo esto no es normal. A nadie se le ocurre hacerse meter en la cárcel por historias de santos y de carretas. Y, además, hay otra cosa…
(El guardián se ríe.)
KALIAYEV.—(Mirándolo.) ¿Qué?
FOKA.—¿Qué les hacen a los que matan a los grandes duques?
KALIAYEV.—Los cuelgan.
FOKA.—¡Ah!
(Y se va, mientras El guardián ríe cada vez más fuerte.)
KALIAYEV.—Quédate. ¿Qué te he hecho yo?
FOKA.—No me has hecho nada. Por muy barín que seas, no quiero engañarte. Uno charla, así pasa el tiempo, pero si te van a colgar, no está bien.
KALIAYEV.—¿Por qué?
EL GUARDIÁN.—(riendo.) Vamos, viejo, díselo…
FOKA.—Porque no puedes hablarme como a un hermano. Yo soy el que cuelga a los condenados.
KALIAYEV.—¿No eres tú también un forzado?
FOKA.—Precisamente por eso. Me propusieron hacer este trabajo, y por cada ahorcado me quitan un año de cárcel. Es un buen negocio.
KALIAYEV.—¿Para perdonarte tus crímenes, te hacen cometer otros?
FOKA.—Oh, no son crímenes, porque hay una orden. Y, además, eso les da igual. Si quieres saber mi opinión, no son cristianos.
KALIAYEV.—¿Y cuántas veces, ya?
FOKA.—Dos veces.
(Kaliayev retrocede. Los otros se dirigen a la puerta; El guardián empuja a Foka.)
KALIAYEV.—¿Así que eres un verdugo?
FOKA.—(en la puerta.) Bueno, barín, ¿y tú?
(Sale. Se oyen pasos, órdenes. Entra Skouratov, muy elegante, con El guardián.)
SKOURATOV.—Déjanos. Buenos días. ¿No me conoce? Yo sí le conozco. (Se ríe.) Ya célebre, ¿eh? (Le mira.) ¿Puedo presentarme? (Kaliayev no dice nada.) ¿No dice nada? Comprendo. La incomunicación, ¿eh? Debe de ser muy duro estar ocho días incomunicado. Hoy hemos suprimido la incomunicación y tendrá usted visitas. Estoy aquí para eso, además. Ya le mandé a Foka. Excepcional, ¿verdad? Pensé que le interesaría. ¿Está contento? Es bueno ver caras después de ocho días. ¿No?
KALIAYEV.—Todo depende de la cara.
SKOURATOV.—Buena voz, bien timbrada. Usted sabe lo que quiere (Una pausa.) Si he comprendido bien, mi cara no le gusta, ¿verdad?
KALIAYEV.—Sí.
SKOURATOV.—¡Qué decepción! Pero es un malentendido. Lo que pasa es que esto está muy mal iluminado. En un sótano nadie es simpático. Además, usted no me conoce. A veces una cara echa hacia atrás. Pero luego, cuando se conoce a fondo al…
KALIAYEV.—Basta. ¿Quién es usted?
SKOURATOV.—Skouratov, director del departamento de Policía.
KALIAYEV.—Un lacayo.
SKOURATOV.—Para servir a usted. Pero en su lugar yo me mostraría menos orgulloso. Tal vez llegue a sucederle lo mismo. Se comienza por querer la justicia y se acaba organizando una policía. Por lo demás, la verdad no me asusta. Voy a ser franco con usted. Usted me interesa y le ofrezco los medios de obtener la gracia.
KALIAYEV.—¿Qué gracia?
SKOURATOV.—¿Cómo, qué gracia? Le ofrezco salvarle la vida.
KALIAYEV.—¿Quién se lo ha pedido?
SKOURATOV.—La vida no se pide, querido amigo. Se recibe. ¿Nunca concedió usted gracia a nadie? (Pausa.) Piénselo bien.
KALIAYEV.—Rechazo su gracia de una vez por todas.
SKOURATOV.—Escúcheme, al menos. No soy su enemigo, a pesar de las apariencias. Admito que pueda usted tener razón en lo que piensa. Salvo en lo que se refiere al asesinato…
KALIAYEV.—Le prohíbo emplear esa palabra.
SKOURATOV.—(mirándolo.) ¡Ah! Nervios delicados, ¿eh? (Pausa.) Sinceramente, quisiera ayudarle.
KALIAYEV.—¿Ayudarme? Estoy dispuesto a pagar lo necesario. Pero no le soportaré esa familiaridad conmigo. Déjeme.
SKOURATOV.—La acusación que pesa sobre usted…
KALIAYEV.—Rectifico.
SKOURATOV.—¿Cómo dice?
KALIAYEV.—Rectifico. Soy un prisionero de guerra, no un acusado.
SKOURATOV.—Como usted quiera. Sin embargo, causó usted estragos, ¿verdad? Dejemos de lado al gran duque y a la política. Por lo menos, hubo muerte de hombre. ¡Y qué muerte!
KALIAYEV.—Arrojé la bomba contra la tiranía de ustedes, no contra un hombre.
SKOURATOV.—Sin duda. Pero fue el hombre quien la recibió. Y eso no le sentó nada bien. ¿Sabe usted, querido amigo, que cuando encontraron el cuerpo faltaba la cabeza? ¡La cabeza, desaparecida! En cuanto al resto, apenas si pudo reconocerse un brazo y una parte de la pierna.
KALIAYEV.—Yo ejecuté una sentencia.
SKOURATOV.—Tal vez, tal vez. Nadie le reprocha la sentencia. ¿Qué es una sentencia? Es una palabra que puede discutirse noches enteras. Lo que se le reprocha… no, a usted no le gustaría esa palabra…, es, digamos, un trabajo de aficionado, un poco desordenado, cuyas consecuencias, eso sí, son indiscutibles. Todo el mundo ha podido verlas. Pregúnteselo a la gran duquesa. Había sangre, ¿comprende?, mucha sangre.
KALIAYEV.—Cállese.
SKOURATOV.—Bien. Yo quería decir simplemente que si usted se obstina en hablar de la sentencia, en mantener que fue el partido y sólo él quien juzgó y ejecutó, que el gran duque fue muerto no por una bomba, sino por una idea, entonces usted no necesita la gracia. Suponga, sin embargo, que volvamos a la evidencia, suponga que fue usted el que hizo saltar la cabeza del gran duque; entonces, todo cambia, ¿verdad? En ese caso usted necesitará la gracia. Quiero ayudarle. Por pura simpatía, créame. (Sonríe.) Qué quiere usted, a mí no me interesan las ideas, me interesan las personas.
KALIAYEV.—(estallando.) Mi persona está por encima de usted y de sus amos. Usted puede matarme, no juzgarme. Sé a dónde quiere llegar. Busca un punto débil y espera de mí una actitud avergonzada, lágrimas y arrepentimiento. No conseguirá nada. Lo que yo soy no le concierne. Lo que le concierne es nuestro odio, el mío y el de mis hermanos. Está a su servicio.
SKOURATOV.—¿El odio? Otra idea. Lo que no es una idea es el crimen. Y sus consecuencias, naturalmente. Quiero decir, el arrepentimiento y el castigo. Ahí estamos en la realidad. Por eso me hice policía. Para estar en el centro de las cosas. Pero a usted no le gustan las confidencias. (Una pausa, se acerca lentamente a él.) Todo lo que quería decirle es esto.—no debería usted fingir que ha olvidado la cabeza del gran duque. Si la tuviera en cuenta, la idea ya no le serviría de nada. Se sentiría avergonzado, por ejemplo, en lugar de enorgullecerse de lo que ha hecho. Y a partir del momento en que sienta vergüenza, deseará usted vivir para reparar. Lo más importante es que usted se decida a vivir.
KALIAYEV.—¿Y si me decidiera?
SKOURATOV.—Obtendría la gracia para usted y para sus camaradas.
KALIAYEV.—¿Los ha detenido?
SKOURATOV.—No. Precisamente. Pero si se decide usted a vivir, los detendremos.
KALIAYEV.—¿He comprendido bien?
SKOURATOV.—Con seguridad. No se enoje otra vez. Reflexione. Desde el punto de vista de la causa usted no puede entregarlos. Desde el punto de vista de la evidencia, por el contrario, les hace un favor. Les evitará nuevos problemas y, al mismo tiempo, los liberará de la horca. Pero, sobre todo, obtendrá usted la paz del corazón. Desde muchos puntos de vista, es un negocio ventajoso. (Kaliayev calla.) ¿Entonces?
KALIAYEV.—Mis hermanos no tardarán en darle la respuesta.
SKOURATOV.—¡Otro crimen! Decididamente, es una vocación. Bueno, mi misión ha terminado. Mi corazón está triste. Pero veo que usted se aferra a sus ideas. No puedo separarlo de ellas.
KALIAYEV.—Usted no puede separarme de mis hermanos.
SKOURATOV.—Hasta la vista. (Hace como que sale, y volviéndose.) ¿Por qué, en este caso, perdonó usted la vida a la gran duquesa y a sus sobrinos?
KALIAYEV.—¿Quién se lo dijo?
SKOURATOV.—El informador de ustedes nos informaba a nosotros también. En parte, al menos… Pero ¿por qué les perdonó la vida?
KALIAYEV.—Eso no le interesa.
SKOURATOV.—(riendo.) ¿Le parece? Voy a decirle por qué. Una idea puede matar a un gran duque, pero difícilmente llega a matar niños. Eso es lo que usted descubrió. Entonces se plantea una cuestión.—si la idea no llega a matar niños, ¿merece que se mate a un gran duque? (Kaliayev hace un gesto.) ¡Oh, no me conteste, no me conteste! Se lo dirá usted a la gran duquesa.
KALIAYEV.—¿A la gran duquesa?
SKOURATOV.—Sí, quiere verlo. Y yo vine sobre todo para asegurarme de que esta conversación era posible. Lo es. Hasta puede hacerle cambiar de opinión. La gran duquesa es cristiana. El alma, ¿sabe?, es su especialidad.
(Se ríe.)
KALIAYEV.—No quiero verla.
SKOURATOV.—Lo siento, ella insiste. Y después de todo, usted le debe algunas consideraciones. Además dicen que desde la muerte de su marido no está en sus cabales. No hemos querido contrariarla. (En la puerta.) Si cambia de opinión, no olvide mi propuesta. Volveré. (Una pausa. Escucha.) Aquí está. ¡Después de la policía, la religión! Decididamente, le mimamos. Pero todo se relaciona. Imagínese a Dios sin las prisiones. ¡Qué soledad! (Sale. Se oyen voces y órdenes.)
(Entra la gran duquesa, que permanece inmóvil y silenciosa. La puerta está abierta.)
KALIAYEV.—¿Qué quiere?
LA GRAN DUQUESA.—(descubriéndose la cara.) Mira. (Kaliayev calla.) Muchas cosas mueren con un hombre.
KALIAYEV.—Lo sabía.
LA GRAN DUQUESA.—(con naturalidad, pero con una vocecita gastada.) Los asesinos no lo saben. Si lo supieran, ¿cómo podrían matar?
(Silencio.)
KALIAYEV.—Ya la he visto. Ahora deseo estar solo.
LA GRAN DUQUESA.—No. Necesito mirarte también. (Kaliayev retrocede. La gran duquesa se sienta, como agotada.) Ya no puedo estar sola. Antes, si yo sufría, él podía ver mi sufrimiento. Sufrir era algo bueno entonces. Ahora… No, ya no podía estar sola, callarme… Pero ¿con quién hablar? Los otros no saben. Fingen estar tristes. Lo están, una hora o dos. Después se van a comer, y a dormir… A dormir, sobre todo… Pensé que debías de parecerte a mí. Tú no duermes, estoy segura. ¿Y con quién hablar del crimen, sino con el criminal?
KALIAYEV.—¿Qué crimen? Sólo recuerdo un acto de justicia.
LA GRAN DUQUESA.—¡La misma voz! La misma voz que él. Todos los hombres adoptan el mismo tono para hablar de la justicia. Él decía.—«¡Eso es justo!», y uno debía callar. Tal vez se equivocaba, tal vez tú te equivocas…
KALIAYEV.—Él encarnaba la suprema injusticia, la que hace gemir al pueblo ruso desde hace siglos. Por ello, sólo recibía privilegios. Aunque yo me equivocara, la prisión y la muerte son mi pago.
LA GRAN DUQUESA.—Sí, tú sufres. Pero a él lo mataste.
KALIAYEV.—Murió sorprendido. Una muerte así no es nada.
LA GRAN DUQUESA.—¿Nada? (Más bajo.) Es cierto. Te trajeron enseguida. Parece que pronunciabas discursos en medio de los policías. Comprendo. Eso te ayudaría. Pero yo llegué unos segundos después. Vi. Puse en una camilla todo lo que pude encontrar. ¡Cuánta sangre! (Una pausa.) Yo llevaba un vestido blanco…
KALIAYEV.—Cállese.
LA GRAN DUQUESA.—¿Por qué? Digo la verdad. ¿Sabes qué hacía él dos horas antes de morir? Dormía. En un sillón, con los pies sobre una silla… como siempre. Dormía, y tú lo esperabas, en la noche cruel… (Llora.) Ayúdame ahora. (Él retrocede, rígido.) Eres joven. No puedes ser malo.
KALIAYEV.—No he tenido tiempo de ser joven.
LA GRAN DUQUESA.—¿Por qué te pones tan rígido? ¿Nunca tuviste compasión de ti mismo?
KALIAYEV.—No.
LA GRAN DUQUESA.—Haces mal. Eso alivia. Yo ya no tengo compasión sino de mí misma. (Una pausa.) Sufro. Debiste matarme con él, en vez de perdonarme la vida.
KALIAYEV.—No se la perdoné a usted, sino a los niños que iban con usted.
LA GRAN DUQUESA.—Lo sé… Yo no los quería mucho. (Una pausa.) Son los sobrinos del gran duque. ¿No eran culpables como su tío?
KALIAYEV.—No.
LA GRAN DUQUESA.—¿Los conoces? Mi sobrina tiene mal corazón. Se niega a dar ella misma limosna a los pobres. Tiene miedo de tocarlos. ¿No es ella injusta? Es injusta. Él, por lo menos, quería a los campesinos. Bebía con ellos. Y tú lo mataste. Ciertamente, tú también eres injusto. La tierra está desierta.
KALIAYEV.—Todo esto es inútil. Usted intenta dejarme sin fuerzas y desesperarme. No lo conseguirá. Déjeme.
LA GRAN DUQUESA.—¿No quieres rezar conmigo, arrepentirte?… Así no estaremos solos.
KALIAYEV.—Déjeme prepararme a morir. Si no muriera, entonces sí sería un asesino.
LA GRAN DUQUESA.—(se yergue.) ¿Morir? ¿Quieres morir? No. (Se acerca a Kaliayev con gran agitación.) Debes vivir y convencerte de que eres un asesino. ¿No lo mataste? Dios te justificará.
KALIAYEV.—¿Qué Dios, el mío o el suyo?
LA GRAN DUQUESA.—El de la Santa Iglesia.
KALIAYEV.—La Santa Iglesia no tiene nada que ver con esto.
LA GRAN DUQUESA.—Ella sirve a un señor que también conoció la prisión.
KALIAYEV.—Los tiempos han cambiado. Y la Santa Iglesia ha escogido entre la herencia de su señor.
LA GRAN DUQUESA.—¿Qué ha escogido? ¿Qué quieres decir?
KALIAYEV.—Se ha quedado con la gracia y dejó en nuestras manos el ejercicio de la caridad.
LA GRAN DUQUESA.—¿A nosotros? ¿A quiénes?
KALIAYEV.—(gritando.) A todos los que ustedes ahorcan. (Silencio.)
LA GRAN DUQUESA.—(con dulzura.) Yo no soy enemiga vuestra.
KALIAYEV.—(con desesperación.) Lo es, como todos los de su raza y de su clan. Hay algo todavía más abyecto que ser un criminal.—forzar al crimen a quien no ha nacido para él. Míreme. Le juro que yo no estaba hecho para matar.
LA GRAN DUQUESA.—No me hable como si fuera su enemiga. Mire. (Cierra la puerta.) Confío en usted. (Llora.) La sangre nos separa. Pero usted puede alcanzarme en Dios, en el lugar mismo de la desdicha. Por lo menos, rece conmigo.
KALIAYEV.—Me niego. (Se acerca a ella.) Sólo siento por usted compasión y acaba de conmover mi alma. Ahora me comprenderá, porque no le ocultaré nada. Ya no espero la cita con Dios. Pero al morir seré puntual en la cita que tengo con los que amo, con mis hermanos que piensan en mí en este momento. Rezar sería traicionarlos.
LA GRAN DUQUESA.—¿Qué quiere usted decir?
KALIAYEV.—(con exaltación.) Nada, sino que voy a ser feliz. Tengo que sostener una larga lucha y la sostendré. Pero cuando se pronuncie el veredicto y la ejecución esté lista, al pie del cadalso me apartaré de usted y de este mundo horrible y me dejaré llevar al amor que colma. ¿Me comprende?
LA GRAN DUQUESA.—No hay amor lejos de Dios.
KALIAYEV.—Sí. El amor por la criatura.
LA GRAN DUQUESA.—La criatura es abyecta. ¿Qué otra cosa cabe hacer sino destruirla o perdonarla?
KALIAYEV.—Morir con ella.
LA GRAN DUQUESA.—Morimos solos. Él murió solo.
KALIAYEV.—(con desesperación.) ¡Morir con ella! Los que hoy se aman, deben morir juntos si quieren reunirse. La injusticia separa, la vergüenza, el dolor, el daño que se hace a los demás, el crimen separan. Vivir es una tortura, puesto que vivir separa…
LA GRAN DUQUESA.—Dios junta.
KALIAYEV.—No en este mundo. Y mis citas son en este mundo.
LA GRAN DUQUESA.—Es la cita de los perros, con el hocico en el suelo, siempre husmeando, siempre decepcionados.
KALIAYEV.—(vuelto hacia la ventana.) Pronto lo sabré. (Una pausa.) Pero ¿no es posible imaginar que dos seres que renuncian a toda alegría, se amen en el dolor sin poder darse otra cita que la del dolor? (La mira.) ¿No es posible imaginar que la misma cuerda una entonces a esos dos seres?
LA GRAN DUQUESA.—¿Qué es ese amor terrible?
KALIAYEV.—Usted y los suyos nunca nos han permitido otro.
LA GRAN DUQUESA.—Yo también amaba al que usted mató.
KALIAYEV.—Lo he comprendido. Por eso le perdono el mal que usted y los suyos me han hecho. (Una pausa.) Ahora, déjeme.
(Largo silencio.)
LA GRAN DUQUESA.—(irguiéndose.) Voy a dejarle. Pero vine aquí para conducirle a Dios, ahora lo sé. Usted quiere juzgarse y salvarse solo. No puede hacerlo. Dios podrá, si usted vive. Pediré gracia para usted.
KALIAYEV.—Se lo suplico, no lo haga. Déjeme morir o la odiaré mortalmente.
LA GRAN DUQUESA.—(en la puerta.) Pediré gracia para usted, a los hombres y a Dios.
KALIAYEV.—No, no, se lo prohíbo. (Corre a la puerta para encontrar de repente a Skouratov. Kaliayev retrocede, cierra los ojos. Silencio. Mira a Skouratov de nuevo.) Le necesitaba.
SKOURATOV.—Aquí me tiene, encantado. ¿Por qué?
KALIAYEV.—Necesitaba despreciar de nuevo.
SKOURATOV.—Lástima. Venía a buscar la respuesta para mí.
KALIAYEV.—Ya la tiene.
SKOURATOV.—(cambiando de tono.) No, todavía no la tengo. Escuche bien. He facilitado esta entrevista con la gran duquesa para poder publicar mañana la noticia en los periódicos. El relato será exacto, salvo en un punto. Consignará la confesión de su arrepentimiento. Sus camaradas pensarán que usted los ha traicionado.
KALIAYEV.—(tranquilamente.) No lo creerán.
SKOURATOV.—Sólo detendré la publicación en caso de que usted confiese. Tiene la noche para decidirse. (Vuelve hacia la puerta.)
KALIAYEV.—(más fuerte.) No le creerán.
SKOURATOV.—(volviéndose.) ¿Por qué? ¿Nunca han pecado?
KALIAYEV.—Usted no conoce el amor de ellos.
SKOURATOV.—No. Pero sé que no se puede creer en la fraternidad toda una noche, sin un solo minuto de desfallecimiento. Esperaré el desfallecimiento. (Cierra la puerta a sus espaldas.) No se apresure. Soy paciente.
(Permanecen frente a frente.)
TELÓN