En el mismo lugar, a la misma hora, dos días después.
STEPAN.—¿Qué hace Voinov? Ya debería estar aquí.
ANNENKOV.—Necesita dormir. Y todavía tenemos una media hora por delante.
STEPAN.—Puedo ir en busca de noticias.
ANNENKOV.—No. Hay que limitar los riesgos. (Silencio.) Yanek, ¿por qué no dices nada?
KALIAYEV.—No tengo nada que decir. No te preocupes. (Llaman.) Ahí está.
(Entra Voinov.)
ANNENKOV.—¿Has dormido?
VOINOV.—Sí, un poco.
ANNENKOV.—¿Toda la noche?
VOINOV.—No.
ANNENKOV.—Era necesario. Hay medios.
VOINOV.—Lo intenté. Tenía demasiado cansancio.
ANNENKOV.—Te tiemblan las manos.
VOINOV.—No. (Todos le miran.) ¿Por qué me miráis? ¿Uno no puede estar cansado?
ANNENKOV.—Se puede estar cansado. Pensamos en ti.
VOINOV.—(Con súbita violencia.) Había que haberlo pensado anteayer. Si hubiéramos arrojado la bomba hace dos días, no estaríamos cansados ahora.
KALIAYEV.—Perdóname, Alexis. He complicado las cosas.
VOINOV.—(en voz más baja.) ¿Quién dice eso? ¿Por qué más difíciles? Estoy cansado, nada más.
DORA.—Ahora todo irá rápidamente. Dentro de una hora habrá acabado todo.
VOINOV.—Sí, habrá acabado. Dentro de una hora… (Mira a su alrededor. Dora se le acerca y te coge la mano. El abandona su mano, luego la retira con violencia.) Boria, quisiera hablar contigo.
ANNENKOV.—¿A solas?
VOINOV.—A solas.
(Se miran. Kaliayev, Dora y Stepan salen.)
ANNENKOV.—¿Qué pasa? (Voinov calla.) Dímelo, por favor…
VOINOV.—Me da vergüenza, Boria. (Silencio.) Me da vergüenza. Debo decirte la verdad.
ANNENKOV.—¿No quieres arrojar la bomba?
VOINOV.—No podré arrojarla.
ANNENKOV.—¿Tienes miedo? ¿No es más que eso? Eso no es para avergonzarse.
VOINOV.—Tengo miedo y me da vergüenza tener miedo.
ANNENKOV.—Pero anteayer estabas alegre y animoso. Cuando saliste te brillaban los ojos.
VOINOV.—Siempre he tenido miedo. Anteayer había juntado todo mi valor, nada más. Cuando oí rodar el carruaje a lo lejos, me dije.—«¡Vamos! Es cosa de un minuto». Apretaba los dientes. Tenía todos los músculos tensos. Iba a arrojar la bomba con tanta violencia como si tuviera que matar al gran duque con el choque. Esperaba la primera explosión para hacer estallar toda la fuerza acumulada en mí. Y entonces, nada. El carruaje llegó hasta mí. ¡Qué rápido corría! Me dejó atrás. Comprendí que Yanek no había arrojado la bomba. En ese momento me traspasó un frío terrible. Y de golpe me sentí débil como un niño.
ANNENKOV.—No era nada, Alexis. La vida refluye en seguida.
VOINOV.—Hace dos días que la vida no vuelve. He mentido hace un rato, no dormí anoche. Me latía con demasiada fuerza el corazón. ¡Ay!, Boria, estoy desesperado.
ANNENKOV.—No debes estarlo. Todos nos hemos sentido como tú. No arrojarás la bomba. Un mes de descanso en Finlandia y volverás con nosotros.
VOINOV.—No. Es otra cosa. Si no lanzo la bomba ahora, no la arrojaré nunca.
ANNENKOV.—¿Cómo?
VOINOV.—No estoy hecho para el terrorismo. Ahora lo sé. Más vale que os deje. Militaré en los comités, en la propaganda.
ANNENKOV.—Los riesgos son los mismos.
VOINOV.—Sí, pero se puede actuar cerrando los ojos. No se sabe nada.
ANNENKOV.—¿Qué quieres decir?
VOINOV.—(febrilmente.) No se sabe nada. Es fácil asistir a reuniones, discutir la situación y transmitir después la orden a ejecutar. Se arriesga la vida, claro, pero a ciegas, sin ver nada. En cambio, estar en pie cuando cae la noche sobre la ciudad, en medio de la multitud de los que aprietan el paso para encontrar la sopa caliente, los hijos, el calor de una mujer, estar en pie y mudo, con el peso de la bomba en la mano, y saber que dentro de tres minutos, dentro de dos minutos, dentro de unos segundos te precipitarás al encuentro de un carruaje resplandeciente, eso es el terror. Y ahora sé que no podré empezar de nuevo sin sentirme vacío de sangre. Sí, me da vergüenza. He apuntado demasiado alto. Tengo que trabajar en mi puesto. Un puesto muy pequeño. El único del que soy digno.
ANNENKOV.—No hay puesto pequeño. La prisión y la horca están siempre al final.
VOINOV.—Pero no se ven como se ve al que vamos a matar. Hay que imaginarlas. Por suerte, yo no tengo imaginación. (Se ríe nerviosamente.) Nunca llegué a creer realmente en la policía secreta. Es raro en un terrorista, ¿eh? Al primer puntapié en el vientre creeré. Antes, no.
ANNENKOV.—¿Y una vez en la cárcel? En la cárcel se sabe y se ve. Ya no hay olvido.
VOINOV.—En la cárcel no hay decisión que tomar. ¡Sí, es eso, no tomar más decisiones! No tener que decirse.—«Vamos, te toca a ti; tú, tú tienes que decidir el segundo en que vas a abalanzarte». Ahora estoy seguro de que si me detienen, no intentaré evadirme. Para evadirse todavía se necesita inventiva, hay que tomar la iniciativa. Si no te evades, son los demás los que se quedan con la iniciativa. Ellos cargan con todo el trabajo.
ANNENKOV.—Trabajan para colgarte, a veces.
VOINOV.—(Con desesperación.) A veces. Pero me será menos difícil morir que llevar mi vida y la de otro en la mano y decidir el momento en que precipitaré esas dos vidas en las llamas. No, Boria, la única manera que tengo de redimirme es aceptar lo que soy. (Annenkov calla.) Hasta los cobardes pueden servir a la revolución. Basta con encontrarles su puesto.
ANNENKOV.—Entonces todos somos cobardes. Pero no siempre tenemos ocasión de comprobarlo. Haz lo que quieras.
VOINOV.—Prefiero marcharme en seguida. Me parece que no podría mirarles a la cara. Pero tú se lo dirás.
ANNENKOV.—Yo se lo diré. (Se le acerca.)
VOINOV.—Dile a Yanek que él no tiene la culpa. Y que le quiero como os quiero a todos.
(Silencio. Annenkov le besa.)
ANNENKOV.—Adiós, hermano. Todo terminará. Rusia será feliz.
VOINOV.—(huyendo.) Oh, sí. ¡Que sea feliz! ¡Que sea feliz! (Annenkov se dirige a la puerta.)
ANNENKOV.—Venid. (Entran todos con Dora.)
STEPAN.—¿Qué pasa?
ANNENKOV.—Voinov no arrojará la bomba. Está agotado. No sería seguro.
KALIAYEV.—Tengo yo la culpa, ¿verdad, Boria?
ANNENKOV.—Me ha dicho que te quiere.
KALIAYEV.—¿Volveremos a verle?
ANNENKOV.—Tal vez. Por ahora nos deja.
STEPAN.—¿Por qué?
ANNENKOV.—Será más útil en los Comités.
STEPAN.—¿Lo ha pedido él? ¿Así que tiene miedo?
ANNENKOV.—No. Lo he decidido yo.
STEPAN.—¿A una hora del atentado, nos privas de un hombre?
ANNENKOV.—A una hora del atentado he tenido que decidir solo. Es demasiado tarde para discutir. Ocuparé yo el lugar de Voinov.
STEPAN.—Me corresponde a mí por derecho.
KALIAYEV.—(a Annenkov.) Tú eres el jefe. Tu deber es quedarte aquí.
ANNENKOV.—Un jefe tiene a veces el deber de ser cobarde. Pero a condición de que se ponga a prueba su firmeza, llegado el caso. Estoy decidido. Stepan, tú me reemplazarás el tiempo que haga falta. Ven, tienes que conocer las instrucciones.
(Salen. Kaliayev se sienta. Dora se le acerca y le tiende una mano. Pero cambia de opinión.)
DORA.—Tú no tienes la culpa.
KALIAYEV.—Le hice daño, mucho daño. ¿Sabes qué me dijo el otro día?
DORA.—Repetía sin cesar que era feliz.
KALIAYEV.—Sí, pero me dijo que no había felicidad para él fuera de nuestra comunidad. «Estamos nosotros, decía, la organización. Y después no hay nada. Es una orden de caballería». ¡Qué lástima, Dora!
DORA.—Volverá.
KALIAYEV.—No. Me imagino lo que yo sentiría en su lugar. Yo estaría desesperado.
DORA.—Y ahora, ¿no lo estás?
KALIAYEV.—(con tristeza.) ¿Ahora? Estoy con vosotros y soy feliz como lo era él.
DORA.—(lentamente.) Es una gran felicidad.
KALIAYEV.—Es una felicidad muy grande. ¿No piensas como yo?
DORA.—Pienso como tú. Entonces, ¿por qué estás triste? Hace dos días tu rostro estaba resplandeciente. Parecía que ibas a una gran fiesta. Hoy…
KALIAYEV.—(levantándose, con gran agitación.) Hoy sé lo que no sabía. Tenías razón, no es tan sencillo. Yo creía que era fácil matar, que bastaba la idea, y el valor. Pero no soy tan grande y ahora sé que no hay felicidad en el odio. Tanto mal, tanto mal, en mí y en los demás. El crimen, la cobardía, la injusticia… Oh, tengo, tengo que matarlo… ¡Pero llegaré hasta el fin! ¡Más lejos que el odio!
DORA.—¿Más lejos que el odio? No hay nada.
KALIAYEV.—Está el amor.
DORA.—¿El amor? No, no es eso lo que hace falta.
KALIAYEV.—Oh, Dora, cómo puedes decir eso, a mí, que conozco tu corazón…
DORA.—Hay demasiada sangre, demasiada violencia. Los que aman de verdad a la justicia no tienen derecho al amor. Están erguidos como lo estoy yo, con la cabeza alta, con los ojos fijos. ¿Qué pinta el amor en esos corazones orgullosos? El amor curva dulcemente las cabezas, Yanek. Nosotros tenemos la nuca rígida.
KALIAYEV.—Pero nosotros amamos a nuestro pueblo.
DORA.—Lo amamos, es cierto. Lo queremos con un vasto amor sin apoyo, con un amor desdichado. Vivimos lejos de él, encerrados en nuestras habitaciones, perdidos en nuestros pensamientos. Y el pueblo ¿nos quiere? ¿Sabe que le queremos? El pueblo calla. ¡Qué silencio, qué silencio…!
KALIAYEV.—Pero eso es el amor; darlo todo, sacrificarlo todo sin esperanza de reciprocidad.
DORA.—Tal vez. El amor absoluto, la alegría pura y solitaria es lo que me quema, sí. En ciertos momentos, sin embargo, me pregunto si el amor no es otra cosa, si puede dejar de ser un monólogo, y si no hay respuesta a veces. Me lo imagino, ¿sabes?.—el sol brilla, las cabezas se curvan dulcemente, el corazón abandona su orgullo, los brazos se abren. ¡Ay!, Yanek, si una pudiera olvidar, aunque sólo fuera por una hora, la miseria atroz de este mundo y dejarse llevar. Una sola hora de egoísmo, ¿te lo imaginas?
KALIAYEV.—Sí, Dora, eso se llama ternura.
DORA.—Lo adivinas todo, querido, eso se llama ternura. Pero ¿la conoces de verdad? ¿Amas a la justicia con ternura? (Kaliayev calla.) ¿Amas a nuestro pueblo con ese abandono y esa dulzura o, por el contrario, con la llama de la venganza y de la rebeldía? (Kaliayev sigue callado.) Ya lo ves. (Se le acerca; en tono muy débil.) Y a mí, ¿me amas con ternura?
(Kaliayev la mira.)
KALIAYEV.—(después de un silencio.) Nadie te querrá nunca como yo te quiero.
DORA.—Lo sé. Pero ¿no es preferible querer como todo el mundo?
KALIAYEV.—No soy cualquiera. Te quiero como soy.
DORA.—¿Me quieres más que a la justicia, más que a la organización?
KALIAYEV.—No te separo de la organización y la justicia.
DORA.—Sí, pero contéstame; te lo ruego, contéstame. ¿Me quieres en la soledad, con ternura, con egoísmo? ¿Me querrías si fuera injusta?
KALIAYEV.—Si fueras injusta y pudiese quererte, no te querría a ti.
DORA.—No contestas. Dime esto solamente; ¿me querrías si yo no estuviera en la organización?
KALIAYEV.—¿Dónde estarías, entonces?
DORA.—Recuerdo el tiempo en que estudiaba. Reía. Era hermosa entonces. Me pasaba las horas paseando y soñando. ¿Me querrías ligera y despreocupada?
KALIAYEV.—(vacila; en voz muy baja.) Me muero de ganas de decirte que sí.
DORA.—(lanzando un grito.) Entonces di que sí, querido, si lo piensas y si es cierto. Sí, frente a la justicia, delante de la miseria y del pueblo encadenado. Sí, sí, te lo ruego, a pesar de la agonía de los niños, a pesar de los ahorcados y de los azotados hasta la muerte…
KALIAYEV.—Calla, Dora.
DORA.—No, que una vez por lo menos hable el corazón. Espero que me llames, a mí, a Dora, que me llames por encima de este mundo envenenado de injusticia…
KALIAYEV.—(brutalmente.) Calla. Mi corazón sólo me habla de ti. Pero, dentro de un instante, no deberé temblar.
DORA.—(enajenada.) ¿Dentro de un instante? Sí, me olvidaba… (Se ríe como sí llorara.) No, está muy bien, querido. No te enojes, no he sido razonable. Es el cansancio. Yo tampoco hubiera podido decirlo. Te quiero con el mismo amor un poco fijo, en la justicia y las prisiones. El verano, Yanek, ¿recuerdas? Pero no, es el eterno invierno. No somos de este mundo, somos justos. Hay un calor que no es para nosotros. (Apartándose.) ¡Ay, piedad para los justos!
KALIAYEV.—(mirándola con desesperación.) Sí, ésa es nuestra parte, el amor es imposible. Pero mataré al gran duque, y habrá entonces una paz tanto para ti como para mí.
DORA.—¡La paz! ¿Cuándo la encontraremos?
KALIAYEV.—(con violencia.) Al día siguiente.
(Entran Annenkov Y Stepan. Dora y Kaliayev Se alejan uno del otro.)
ANNENKOV.—¡Yanek!
KALIAYEV.—En seguida. (Respira profundamente.) Por fin, por fin…
STEPAN.—(acercándosele.) Adiós, hermano, estoy contigo.
KALIAYEV.—Adiós, Stepan. (Se vuelve hacía Dora.) Adiós, Dora. (Dora se le acerca. Están muy cerca uno del otro, pero no se tocan.)
DORA.—No, adiós, no. Hasta la vista. Hasta la vista, querido. Nos encontraremos.
(Él la mira. Silencio.)
KALIAYEV.—Hasta la vista. Yo… Rusia será hermosa.
DORA.—(con lágrimas.) Rusia será hermosa.
(Kaliayev se persigna delante del icono.)
(Sale con Annenkov. Stepan se dirige a la ventana. Dora no se mueve; sigue mirando a la puerta.)
STEPAN.—Qué erguido camina. Me equivoqué, ¿sabes?, al no confiar en Yanek. No me gustaba su entusiasmo. Se persignó, ¿lo viste? ¿Es creyente?
DORA.—No practica.
STEPAN.—Sin embargo, tiene un alma religiosa. Eso es lo que nos separaba. Yo soy más áspero que él, bien lo sé. Para los que no creemos en Dios, o tenemos toda la justicia o la desesperación.
DORA.—Para él, la justicia misma es desesperante.
STEPAN.—Sí, un alma débil. Pero la mano es fuerte. El vale más que su alma. Lo matará, es seguro. Eso está bien, está muy bien. Destruir.—eso es lo que hace falta. Pero ¿no dices nada? (La observa.) ¿Le quieres?
DORA.—Hace falta tiempo para querer. Apenas tenemos tiempo bastante para la justicia.
STEPAN.—Tienes razón. Hay demasiado que hacer; es necesario destruir este mundo de arriba abajo… Después… (En la ventana.) Ya no los veo, han llegado.
DORA.—Después…
STEPAN.—Nos amaremos.
DORA.—Si seguimos con vida.
STEPAN.—Otros se amarán. Da lo mismo.
DORA.—Stepan, di.—«el odio».
STEPAN.—¿Cómo?
DORA.—Esas dos palabras, «el odio», pronúncialas.
STEPAN.—El odio.
DORA.—Está bien. Yanek las pronunciaba muy mal.
STEPAN.—(después de un silencio y caminando hacia ella.) Comprendo.—me desprecias. Pero ¿estás segura de que tienes razón? (Un silencio; con violencia creciente.) Estás todos ahí regateando lo que hacéis en nombre del innoble amor. ¡Pero yo no amo a nadie y odio, sí, odio a mis semejantes! ¿Qué me importa a mí su amor? Lo conocí en la cárcel, hace tres años. Y hace tres años que lo llevo encima. ¿Quieres que me enternezca y que arrastre la bomba como una cruz? ¡No! ¡No! He ido demasiado lejos, sé demasiadas cosas… Mira… (Se desgarra la camisa. Dora hace un movimiento hacia él. Retrocede ante las marcas del látigo.) ¡Son las marcas! ¡Las marcas de su amor! ¿Me desprecias ahora?
(Ella se le acerca y le besa bruscamente.)
DORA.—¿Quién podría despreciar al dolor? Te quiero también.
STEPAN.—(la mira sordamente.) Perdóname, Dora. (Una pausa. Se aparta.) Tal vez sea la fatiga. Años de lucha, la angustia, los chivatos, el presidio… y para terminar esto. (Muestra las marcas.) ¿Dónde iba a encontrar yo fuerzas para amar? Por lo menos me quedan para odiar. Es preferible eso a no sentir nada.
DORA.—Sí, es preferible.
(Él la mira. Dan las siete.)
STEPAN.—(volviéndose bruscamente.) Va a pasar el gran duque.
DORA.—(se dirige a la ventana y se pega a los cristales. Largo silencio. Y después, a lo lejos, el carruaje. Se acerca, pasa.) Si está solo…
(El carruaje se aleja. Una terrible explosión. Sobresalto de Dora, que esconde la cabeza en las manos. Largo silencio.)
STEPAN.—¡Boria no arrojó la bomba! Yanek ha triunfado. ¡Ha triunfado! ¡Oh pueblo! ¡Oh alegría!
DORA.—(cayendo en lágrimas sobre él.) ¡Nosotros lo hemos matado! ¡Nosotros lo hemos matado! He sido yo.
STEPAN.—(gritando.) ¿A quién hemos matado? ¿A Yanek?
DORA.—Al gran duque.
TELÓN