Al día siguiente, por la noche. En el mismo lugar.
(Annenkov mira por la ventana. Dora está junto a la mesa.)
ANNENKOV.—Están en sus puestos. Stepan ha encendido su cigarrillo.
DORA.—¿A qué hora debe pasar el gran duque?
ANNENKOV.—De un momento a otro. Escucha. ¿No es una calesa? No.
DORA.—Siéntate. Ten paciencia.
ANNENKOV.—¿Y las bombas?
DORA.—Siéntate. No podemos hacer nada más.
ANNENKOV.—Sí. Envidiarles.
DORA.—Tu puesto está aquí. Eres el jefe.
ANNENKOV.—Soy el jefe. Pero Yanek vale más que yo, y es él quien tal vez…
DORA.—El riesgo es el mismo para todos. Para el que arroja y para el que no arroja.
ANNENKOV.—El riesgo es al fin el mismo. Pero por el momento Yanek y Alexis están en la línea de fuego. Sé que no debo estar con ellos. Sin embargo, a veces tengo miedo de aceptar con demasiada facilidad mi papel. Es cómodo, después de todo, verse obligado a no arrojar la bomba.
DORA.—¿Y aunque así fuera? Lo esencial es que hagas lo que debes, y hasta el fin.
ANNENKOV.—¡Qué tranquila estás!
DORA.—No estoy tranquila.—tengo miedo. Hace tres años que estoy con vosotros, dos años que fabrico bombas. He ejecutado todo y creo que no he olvidado nada.
ANNENKOV.—Por supuesto, Dora.
DORA.—Bueno, pues hace tres años que tengo miedo, ese miedo que apenas la abandona a una en el sueño y que se recupera fresco por la mañana. De modo que he tenido que acostumbrarme. He aprendido a estar tranquila en el momento en que tengo más miedo. No hay de qué enorgullecerse.
ANNENKOV.—Al contrario, enorgullécete. Yo no he dominado nada. Sabes que echo de menos los tiempos de antes, la vida brillante, las mujeres… Sí, me gustaban las mujeres, el vino, aquellas noches interminables.
DORA.—Me lo sospechaba, Boria. Por eso te quiero tanto. Tu corazón no ha muerto. Y es preferible que desee todavía el placer a ese horrible silencio que se instala a veces en el mismo lugar del grito.
ANNENKOV.—¿Qué estás diciendo? ¿Tú? No es posible.
DORA.—Escucha…
(Dora se yergue bruscamente. Ruido de carruaje, luego silencio.)
DORA.—No. No es él. Me late el corazón. Ya ves, todavía no he aprendido nada.
ANNENKOV.—(se dirige a la ventana.) Atención. Stepan hace una señal. Es él. (Se oye, en efecto, el lejano rodar de un carruaje que se acerca cada vez más, pasa bajo las ventanas y comienza a alejarse. Largo silencio.)
ANNENKOV.—Dentro de unos segundos… (Escuchan.)
ANNENKOV.—Qué largo se hace.
(Dora hace un ademán. Largo silencio. Se oyen campanas a lo lejos.)
ANNENKOV.—No es posible. Yanek ya hubiera arrojado la bomba. El coche debe de haber llegado al teatro. ¿Y Alexis? ¡Mira! Stepan vuelve sobre sus pasos y corre hacia el teatro.
DORA.—(abalanzándose hacia él.) Han detenido a Yanek. Lo han detenido, con seguridad. Hay que hacer algo.
ANNENKOV.—Espera. (Escucha.) No. Se acabó.
DORA.—¿Cómo ha sucedido)? ¡Yanek detenido sin haber hecho nada! Estaba dispuesto a todo, lo sé. Quería la prisión y el proceso. ¡Pero después de haber matado al gran duque! ¡No así, no, no así!
ANNENKOV.—(mirando hacia afuera.) ¡Voinov! ¡Rápido!
(Dora va a abrir. Entra Voinov, con semblante descompuesto.)
ANNENKOV.—Alexis, pronto; habla.
VOINOV.—No sé nada. Yo esperaba la primera bomba. Vi que el coche daba la vuelta y no pasaba nada. Perdí la cabeza. Creí que en el último momento habías cambiado nuestros planes, vacilé. Y entonces corrí hasta aquí…
ANNENKOV.—¿Y Yanek?
VOINOV.—No lo he visto.
DORA.—Lo han detenido.
ANNENKOV.—(que sigue mirando hacia afuera.) ¡Ahí está!
(El mismo juego escénico. Entra Kaliayev con el rostro bañado en lágrimas.)
KALIAYEV.—(delirante.) Hermanos, perdonadme. No pude.
DORA.—(se le acerca y le coge la mano.) No es nada.
ANNENKOV.—¿Qué ha pasado?
DORA.—(a Kaliayev.) No es nada. A veces, en el último momento todo se derrumba.
ANNENKOV.—Pero no es posible.
DORA.—Déjalo. No eres el único, Yanek. Schweitzer tampoco pudo la primera vez.
ANNENKOV.—Yanek, ¿te ha dado miedo?
KALIAYEV.—(sobresaltándose.) Miedo, no. ¡No tienes derecho a…!
(Llaman con la señal convenida. A una señal de Annenkov, Voinov sale. Kaliayev está postrado. Silencio. Entra Stepan.)
ANNENKOV.—¿Y?
STEPAN.—Iban niños en el carruaje del gran duque.
ANNENKOV.—¿Niños?
STEPAN.—Sí. El sobrino y la sobrina del gran duque.
ANNENKOV.—El gran duque iría solo, según Orlov.
STEPAN.—Estaba también la gran duquesa. Era demasiada gente, supongo, para nuestro poeta. Por fortuna, los soplones no vieron nada.
(Annenkov habla a Stepan en voz baja. Todos miran a Kaliayev, que alza los ojos hacia Stepan.)
KALIAYEV.—(enajenado.) Yo no podía prever… Niños, niños sobre todo. ¿Has mirado a los niños? Esa mirada grave que tienen a veces… Nunca he podido sostener esa mirada… Un segundo antes, sin embargo, en la oscuridad, en el rincón de la placita, yo me sentía feliz. Cuando las linternas de la calesa comenzaron a brillar a lo lejos, mi corazón empezó a palpitar de alegría, te lo juro. Latía cada vez más fuerte a medida que aumentaba el ruido. Hacía el mismo ruido en mí. Me daban ganas de saltar. Creo que estaba riéndome. Y decía.—«Sí, sí…». ¿Comprendes? (Aparta la mirada de Stepan y recobra su actitud abatida.) Corrí hacia el coche. En ese momento los vi. Ellos no reían. Estaban muy erguidos y miraban al vacío. ¡Qué aire tan triste tenían! Perdidos en sus trajes de gala, con las manos sobre los muslos, el busto rígido a cada lado de la portezuela. No vi a la gran duquesa, sólo a ellos. Si me hubieran mirado, creo que habría arrojado la bomba. Para apagar por lo menos esa mirada triste. Pero seguían mirando hacia adelante. (Alza los ojos hacia los otros. Silencio. Más bajo, todavía.) Entonces no sé qué pasó. Mi brazo se debilitó. Me temblaban las piernas. Un segundo después era ya demasiado tarde. (Silencio. Mira al suelo.) Dora, ¿he soñado? Me pareció que las campanas sonaban en ese momento.
DORA.—No, Yanek, no soñaste.
(Apoya la mano en el brazo de Kaliayev. Este alza la cabeza y los ve a todos mirándole. Se levanta.)
KALIAYEV.—Miradme, hermanos; mírame, Boria, no soy un cobarde, no me he echado atrás. No los esperaba. Todo ocurrió demasiado rápidamente. Aquellas dos caritas serias y en mi mano ese peso terrible. Había que arrojarlo sobre ellos. Así. Directo. ¡Oh, no! No pude.
(Desplaza su mirada de uno a otro.)
KALIAYEV.—En otro tiempo, cuando conducía el coche, en mi casa, en Ucrania, iba como el viento, no temía nada. Nada en el mundo, salvo atropellar a un niño. Me imaginaba el choque, la cabeza frágil golpeando el suelo… (Calla.) Ayudadme (Silencio.) Quería matarme. He vuelto porque pensé que debía rendiros cuentas, que vosotros sois mis únicos jueces, que me diréis si tenía razón o no, que no podíais equivocaros. Pero no decís nada. (Dora se le acerca hasta tocarlo. Él les mira; con voz abatida.) Propongo esto.—Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y arrojaré solo la bomba a la calesa. Sé que no fallaré. No tenéis más que decir, yo obedeceré a la organización.
STEPAN.—La organización te había ordenado que mataras al gran duque.
KALIAYEV.—Es verdad. Pero no me había pedido que asesinara niños.
ANNENKOV.—Yanek tiene razón. Eso no estaba previsto.
STEPAN.—Debía obedecer.
ANNENKOV.—Yo soy el responsable. Tenía que estar todo previsto para que nadie pudiera dudar acerca de su tarea. Lo único que debemos decidir es si dejamos escapar definitivamente esta ocasión o si ordenamos a Yanek que espere a la salida del teatro. Alexis, ¿qué dices?
VOINOV.—No sé. Creo que yo hubiera hecho lo mismo que Yanek. Pero no estoy seguro de mí. (Más bajo.) Me tiemblan las manos.
ANNENKOV.—¿Dora?
DORA.—(con violencia.) Yo hubiera retrocedido, como Yanek. ¿Puedo aconsejar a los demás lo que yo misma no podría hacer?
STEPAN.—¿Os dais cuenta de lo que significa esta decisión? Dos meses de vigilancia, de terribles peligros corridos y evitados, dos meses perdidos para siempre. Igor detenido por nada. Rikov colgado por nada. ¿Y habrá que empezar de nuevo? ¿Otra vez largas semanas de vigilancia y astucia, de tensión incesante, antes de encontrar otra ocasión propicia? ¿Estáis locos?
ANNENKOV.—Dentro de dos días, el gran duque volverá al teatro, lo sabes.
STEPAN.—Dos días en que corremos el riesgo de que nos pesquen, tú mismo lo dijiste.
KALIAYEV.—Voy.
DORA.—¡Espera! (A Stepan.) ¿Tú podrías, Stepan, con los ojos abiertos, tirar a quemarropa sobre un niño?
STEPAN.—Podría, si la organización lo ordenara.
DORA.—¿Por qué cierras los ojos?
STEPAN.—¿Yo? ¿He cerrado los ojos?
DORA.—Sí.
STEPAN.—Entonces fue para imaginarme mejor la escena y contestar con conocimiento de causa.
DORA.—Abre los ojos y comprende que la organización perdería su poder y su influencia si tolerara, por un solo momento, que nuestras bombas aniquilaran niños.
STEPAN.—No tengo bastante corazón para esas tonterías. El día en que nos decidamos a olvidar a los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará.
DORA.—Ese día la humanidad entera odiará a la revolución.
STEPAN.—Qué importa, si la amamos lo bastante para imponerla a la humanidad entera y para salvarla de sí misma y de su esclavitud.
DORA.—¿Y si la humanidad entera rechaza la revolución? ¿Y si el pueblo entero, por el que luchas, se niega a que maten a sus hijos? ¿Habrá que castigarlo también?
STEPAN.—Si es necesario, sí, hasta que comprenda. Yo también amo al pueblo.
DORA.—El amor al pueblo no tiene ese rostro.
STEPAN.—¿Quién lo dice?
DORA.—Yo, Dora.
STEPAN.—Eres una mujer y tienes una idea desdichada del amor.
DORA.—(con violencia.) Pero tengo una idea justa de lo que es la vergüenza.
STEPAN.—Yo también tuve vergüenza, una sola vez, y por culpa de los demás. Cuando me azotaron. Porque me azotaron. ¿Sabéis lo que es el látigo? Vera estaba a mi lado y se suicidó en señal de protesta. Yo he seguido viviendo. ¿De qué había de tener vergüenza, ahora?
ANNENKOV.—Stepan, aquí todo el mundo te quiere y te respeta. Pero cualquiera que sean tus razones, yo no puedo dejarte decir que todo está permitido. Cientos de nuestros hermanos han muerto para que se sepa que no todo está permitido.
STEPAN.—Nada de lo que pueda servir a nuestra causa está prohibido.
ANNENKOV.—(con ira.) ¿Está permitido entrar en la policía y hacer doble juego, como lo proponía Evno? ¿Tú lo harías?
STEPAN.—Sí, si fuera necesario.
ANNENKOV.—(levantándose.) Stepan, olvidaremos lo que acabas de decir en consideración a lo que has hecho por nosotros y con nosotros. Pero recuerda esto.—se trata de saber si dentro de un instante hemos de lanzar bombas contra esos dos niños.
STEPAN.—¡Niños! Es la única palabra que tenéis en la boca. Pero ¿es que no comprendéis nada? Porque Yanek no mató a esos dos, miles de niños rusos seguirán muriendo de hambre durante años. ¿Habéis visto morir de hambre a los niños? Yo sí. Y la muerte por una bomba es un placer comparada con ésa. Pero Yanek no los ha visto. Sólo vio a los dos perros sabios del gran duque. ¿No sois hombres? ¿Vivís sólo en el momento presente? Entonces elegid la caridad y curad tan sólo el mal de cada día, no elijáis la revolución que quiere curar todos los males, los presentes y los por venir.
DORA.—Yanek está conforme en matar al gran duque, ya que su muerte puede anticipar el día en que los niños rusos no se mueran de hambre. Eso no es fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá que ningún niño se muera de hambre. Hasta en la destrucción hay un orden, hay límites.
STEPAN.—(Violentamente.) No hay límites. La verdad es que vosotros no creéis en la revolución. (Todos se levantan, menos Yanek) Vosotros no creéis. Si creyerais totalmente, completamente, en ella, sí estuvierais seguros de que con nuestros sacrificios y nuestras victorias llegaremos a construir una Rusia liberada del despotismo, una tierra de libertad que acabará por cubrir el mundo entero, si no dudarais de que entonces el hombre, liberado de sus amos y de sus prejuicios alzará al cielo la cara de los verdaderos dioses, ¿qué pesaría la muerte de dos niños? Admitiríais que os asisten todos los derechos, todos, ¿me oís? Y si esta muerte os detiene es porque no tenéis seguridad de estar en vuestro derecho. No creéis en la revolución. (Silencio. Kaliayev se levanta.)
KALIAYEV.—Stepan, me avergüenzo de mí y sin embargo no dejaré que sigas. Acepté matar para abatir el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez se instala, hará de mí un asesino cuando trato de ser un justiciero.
STEPAN.—Qué importa que no seas un justiciero si se hace justicia aun por medio de asesinos. Tú y yo no somos nada.
KALIAYEV.—Somos algo y bien lo sabes, ya que aún hoy hablas en nombre de tu orgullo.
STEPAN.—Mi orgullo es cosa mía. Pero el orgullo de los hombres su rebeldía, la injusticia en que viven, es cosa de todos nosotros.
KALIAYEV.—Los hombres no viven sólo de justicia.
STEPAN.—Cuando les roban el pan, ¿de qué podrían vivir, sino de justicia?
KALIAYEV.—De justicia y de inocencia.
STEPAN.—¿Inocencia? Tal vez la conozco. Pero decidí ignorarla y hacérsela ignorar a millares de hombres para que un día adquiera un sentido más grande.
KALIAYEV.—Hay que estar muy seguro de que llegará ese día para negar todo lo que hace que un hombre consienta en vivir.
STEPAN.—Yo estoy seguro.
KALIAYEV.—No puedes estarlo. Para saber quién de los dos, tú yo, tiene razón, se necesitará quizá el sacrificio de tres generaciones, varias guerras, revoluciones terribles. Cuando esta lluvia de sangre se haya secado sobre la tierra, tú y yo llevaremos ya mucho tiempo confundidos con el polvo.
STEPAN.—Otros vendrán entonces, y los saludo como a hermanos.
KALIAYEV.—(gritando.) Otros… ¡Sí! Pero yo amo a los que viven hoy en la misma tierra que yo, y es a ellos a quienes saludo. Por ellos lucho y consiento en morir. Y por una ciudad lejana, de la que no estoy seguro, no iré a golpear el rostro de mis hermanos. No iré a aumentar la injusticia viviente por una justicia muerta. (Más bajo pero con firmeza.) Hermanos, quiero hablaros francamente y deciros por lo menos esto que podría decir el más simple de nuestros campesinos.—matar niños es contrario al honor. Y si alguna vez, en vida mía, la revolución llegara a separarse del honor, yo me apartaría de ella. Si lo decidís, iré dentro de un instante a la salida del teatro, pero me arrojaré bajo los caballos.
STEPAN.—El honor es un lujo reservado a los que tienen carruajes.
KALIAYEV.—No. Es la última riqueza del pobre. Tú lo sabes, y también sabes que hay un honor en la revolución. Por él aceptamos morir. Ese es el honor que te alzó un día bajo el látigo, Stepan, y el que te hace hablar aún hoy.
STEPAN.—(gritando.) Cállate. Te prohíbo que hables de eso.
KALIAYEV.—(arrebatado.) ¿Por qué había de callarme? Te dejé decir que yo no creía en la revolución. Eso equivalía a decirme que soy capaz de matar al gran duque por nada, que soy un asesino. Te lo dejé decir y no te pegué.
ANNENKOV.—¡Yanek!
STEPAN.—No matar bastante, a veces, es matar por nada.
ANNENKOV.—Stepan, aquí nadie comparte tu opinión. La decisión está tomada.
STEPAN.—Entonces me inclino. Pero repetiré que el terror no es para los delicados. Somos homicidas y hemos elegido serlo.
KALIAYEV.—(fuera de sí.) No. Yo elegí morir para que el crimen no triunfe. Elegí ser inocente.
ANNENKOV.—¡Yanek, Stepan, basta! La organización ha decidido que el asesinato de esos niños es inútil. Hay que proseguir la vigilancia. Debemos estar dispuestos a empezar de nuevo dentro de dos días.
STEPAN.—¿Y si los niños siguen con él?
KALIAYEV.—Esperaremos una nueva ocasión.
STEPAN.—¿Y si la gran duquesa acompaña al gran duque?
KALIAYEV.—No la perdonaré.
ANNENKOV.—Escuchad.
(Ruido de un coche. Kaliayev se dirige irresistiblemente hacia la ventana. Los otros esperan. El coche se acerca, pasa bajo las ventanas y desaparece.)
VOINOV.—(mirando a Dora, que se dirige hacia él.) Hay que volver a empezar, Dora…
STEPAN.—(con desprecio.) Sí, Alexis, volver a empezar… ¡Pero hay que hacer algo por el honor!
TELÓN