59

Maya apuntó con su escopeta al hombre que llevaba puesta la bata blanca.

—¡No! —intervino Vicki rápidamente—. Es el doctor Richardson, un científico amigo que nos está ayudando a escapar de aquí.

Maya sopesó rápidamente la situación y llegó a la conclusión de que Richardson estaba asustado y era inofensivo. Ya se ocuparía de él si le entraba el pánico una vez en los túneles. Gabriel estaba vivo. Eso era lo único que importaba.

Mientras Hollis les contaba cómo habían conseguido entrar en el centro de investigación, Maya se acercó al cuerpo de Shepherd. Pisó la sangre que goteaba entre las grietas del cemento, se arrodilló ante el cadáver y recuperó su cuchillo. Shepherd había sido un traidor, pero ella no se alegraba de haber acabado con él. Se acordó de lo que él le había dicho en el almacén de recambios para coches: «Somos iguales, Maya. Ambos fuimos educados por gente que creía en una causa perdida».

Cuando regresó con el grupo, vio que Hollis discutía con Gabriel mientras que Vicki se interponía entre los dos, como intentando lograr que llegaran a un compromiso.

—¿Qué problema hay? —preguntó la Arlequín.

—Habla con Gabriel —le contestó Hollis—. Está empeñado en que busquemos a su hermano.

La idea de volver a entrar en el centro de investigación pareció aterrorizar a Richardson.

—Tenemos que marcharnos de inmediato. Estoy seguro de que los vigilantes ya nos estarán buscando.

Maya cogió a Gabriel del brazo y lo llevó aparte de los demás.

—Tienen razón. Es peligroso que nos quedemos. Puede que consigamos volver en otra ocasión.

—Sabes que esa ocasión no se va a presentar —contestó Gabriel—. Y, aunque volviéramos, Michael ya no estaría aquí. Se lo llevarán a cualquier otra parte, con más guardias y más vigilancia. Ésta es mi única oportunidad.

—No puedo permitir que lo hagas.

—Tú no me controlas, Maya. Yo tomo mis propias decisiones.

Maya tenía la sensación de que ella y Gabriel estaban unidos igual que dos escaladores que treparan un acantilado. Si cualquiera de ellos resbalaba y caía, arrastraría al otro con él. Ninguna de las lecciones de su padre la había preparado para una situación como aquélla.

«Piensa en un plan —se dijo—. Arriesga tu vida, no la suya».

—De acuerdo. Tengo una idea —repuso intentando mantener un tono lo más sosegado posible—. Tú te marchas con Hollis, que te sacará de aquí, y yo te prometo quedarme y buscar a tu hermano.

—Aun suponiendo que lo encontraras, Michael no confiaría en ti. Siempre ha desconfiado de todo el mundo. Sin embargo, a mí me escuchará. Sé que lo hará.

Gabriel la miró a los ojos, y durante una fracción de segundo, Maya sintió el vínculo que los unía. Presa de la desesperación, la Arlequín intentó tomar la decisión correcta, pero resultaba imposible. En ese momento, ya no intervenían las decisiones, sino el destino.

Corrió hacia Richardson y le arrancó de la bata la tarjeta de identificación.

—¿Esto me abrirá todas las puertas de por aquí?

—Más o menos la mitad.

—¿Dónde está Michael? ¿Sabe dónde lo retienen?

—Normalmente lo tienen en una suite vigilada de una serie de habitaciones que hay en el bloque de administración. En este instante, nos encontramos en el extremo norte del centro de investigación. Administración se halla al otro lado del cuadrilátero, en su lado sur.

—¿Y cómo llegamos allí?

—Utilicen los túneles y manténganse alejados de los corredores elevados.

Maya sacó unos cartuchos del bolsillo y empezó a cargar la escopeta.

—Volved al sótano —le dijo a Hollis—. Llévate a los dos por el conducto de ventilación. Gabriel y yo volvemos por Michael.

—No lo hagas —repuso Hollis.

—No tengo alternativa.

—Ordénale que venga con nosotros. Oblígale.

—Eso es lo que haría la Tabula, Hollis. Nosotros no nos comportamos así.

—Gabriel quiere ayudar a su hermano. Vale. Eso lo entiendo, pero sólo conseguiréis que os maten a los dos.

Maya cargó un cartucho en la recámara, y el seco ruido resonó en la desierta zona de aparcamiento. Maya nunca había oído a su padre decir «gracias». Se suponía que los Arlequines no debían estar agradecidos a nadie. No obstante, deseaba decir algo a la única persona que había luchado a su lado.

—Buena suerte, Hollis.

—Eres tú la que vas a necesitarla. Echa un rápido vistazo y sal pitando de aquí.

Unos minutos más tarde, ella y Gabriel caminaban por el túnel de hormigón que pasaba por debajo del cuadrilátero. El aire era caliente y estaba enrarecido, y se oía correr el agua por las negras cañerías adosadas a la pared.

Gabriel no dejaba de mirarla de refilón. Parecía incómodo, casi culpable.

—Lamento todo esto. Sabes que mi intención era que te marcharas con Hollis.

—Ha sido elección mía, Gabriel. No protegí a tu hermano estando en Los Ángeles. Ahora tengo otra oportunidad.

Llegaron al edificio de administración, al otro lado del cuadrilátero, y la tarjeta del doctor Richardson les permitió subir por la escalera y llegar al vestíbulo. Maya también la utilizó para entrar en uno de los ascensores y subir hasta el tercer piso. Los dos caminaron rápidamente por los enmoquetados corredores mirando en despachos y salas de reuniones vacías.

Maya se sintió rara sosteniendo su escopeta al tiempo que miraba entre máquinas de café, archivadores y pantallas de ordenador con salvapantallas de angelitos volando por un cielo azul. Se acordó del empleo que había tenido en la empresa de diseño londinense. Allí había pasado horas sentada en un blanco cubículo con la foto de una isla tropical pinchada en la pared. Todos los días a las cuatro en punto una gorda mujer bengalí pasaba empujando su carrito con el té. En esos momentos, aquella vida se le antojaba tan distante como cualquiera de los dominios.

Cogió una papelera de un despacho, y los dos volvieron a los ascensores. Cuando llegaron al segundo piso, dejó la papelera atrancando la puerta. Despacio, empezaron a caminar por el pasillo. Cada vez que llegaban a una puerta y la abría, Maya obligaba a Gabriel a mantenerse dos metros por detrás de ella.

Los pasillos estaban iluminados con plafones empotrados que proyectaban un tipo especial de sombra en el suelo. Al final del corredor, una de las sombras parecía algo más oscura.

«Podría ser cualquier cosa —se dijo Maya—, quizá un fluorescente fundido».

Al dar un paso más, la sombra empezó a moverse. Maya se volvió hacia Gabriel y le indicó silencio llevándose un dedo a los labios. Le señaló un despacho privado y le hizo un gesto para que se ocultara tras el escritorio; luego, volvió a la esquina y miró por el pasillo. Alguien había dejado un carrito de conserje cerca de uno de los despachos, pero su propietario había desaparecido.

Maya llegó al final del corredor, se asomó unos centímetros a la esquina y retrocedió de un salto cuando los tres hombres le dispararon con sus armas. Los proyectiles perforaron la pared y dejaron la puerta llena de astillas.

Escopeta en mano, Maya corrió por el pasillo y abrió fuego sobre la espita del rociador antiincendios del techo. El dispositivo se abrió, y la alarma de incendio empezó a sonar. Un miembro de los Tabula se asomó a la esquina y disparó furiosamente en su dirección. La pared que tenía al lado pareció explotar mientras grandes pedazos de yeso se desparramaban por la moqueta. Cuando Maya respondió a los disparos, el hombre retrocedió tras la esquina.

El agua brotaba del rociador mientras Maya permanecía de pie en el pasillo. Cuando estaba en peligro, la visión de la mayoría de la gente se restringía.

«Mira a tu alrededor», se ordenó Maya que alzó la vista. Levantó la escopeta y disparó dos veces al plafón que había encima del carrito. La pantalla de plástico se hizo añicos y un agujero apareció en el cielo raso.

Maya insertó la escopeta en el cinturón y se subió al carro. Metió los brazos por el agujero y se agarró a una cañería de agua. Con una sola y rápida patada empujó el carro por el pasillo y se aupó al falso techo. Lo único que oía era la alarma antiincendios y el agua que brotaba del rociador. Sacó la escopeta del cinturón, rodeó la cañería con las piernas y se quedó colgando boca abajo igual que una araña.

—¡Preparaos! —gritó una voz—. ¡Ahora!

Los Tabula salieron al pasillo al tiempo que disparaban.

—¿Adónde ha ido?

—Tened cuidado —dijo una tercera voz—. Podría estar en cualquier despacho.

Maya se asomó al agujero y vio a uno, dos, tres mercenarios de la Tabula pasar bajo ella pistolas en mano.

—Aquí Pritchett —dijo la tercera voz, que sonaba como si estuviera hablando por radio—. La hemos visto en el segundo piso, pero se ha ido. Sí, señor. Estamos comprobando cada…

Sujetándose a la cañería con las piernas, Maya asomó por el agujero. Estaba boca abajo, y el negro cabello le caía suelto. Vio las espaldas de los tres individuos y disparó a la más cercana.

El retroceso de la escopeta la lanzó hacia atrás, y aprovechó el impulso para soltarse, dar una voltereta en el aire y aterrizar sobre sus pies en medio del pasillo. El agua le caía en la cabeza, pero hizo caso omiso mientras disparaba contra el segundo justo cuando éste se daba la vuelta. El tercer mercenario seguía sosteniendo el móvil cuando las postas le atravesaron el pecho. Dio contra la pared y quedó tirado en el suelo.

La alarma seguía sonando con su agudo y penetrante sonido. Maya apuntó con la escopeta y la hizo saltar en pedazos. El rociador dejó de escupir agua, y ella se quedó contemplando los tres cuerpos del suelo. Quedarse en aquel edificio resultaba demasiado peligroso. Tenían que volver a los túneles. De nuevo vio que las sombras de las paredes cambiaban. Entonces, un hombre desarmado apareció al final del pasillo. Incluso prescindiendo del parecido familiar, Maya supo que se trataba de un Viajero. Bajó la escopeta de inmediato.

—Hola, Maya. Soy Michael Corrigan. Todos los de aquí te tienen miedo, pero yo no. Sé que estás aquí para protegerme.

La puerta de un despacho se abrió tras Maya, y Gabriel salió al corredor. Los dos hermanos se encontraron cara a cara, con Maya en medio.

—Ven con nosotros, Michael. —Gabriel forzó una sonrisa—. Estarás a salvo. Ya no tendrás a nadie dándote órdenes.

—Tengo unas cuantas preguntas que hacer a nuestra Arlequín. Es una situación extraña, ¿verdad? Si me fuera con vosotros dos sería como compartir la novia.

—No tiene nada que ver, Michael —dijo Gabriel—. Maya sólo está aquí para protegernos.

—Pero ¿qué ocurre si tiene que elegir? —Michael dio un paso adelante—. ¿A quién salvarías, Maya? ¿A Gabriel o a mí?

—A los dos.

—Vivimos en un mundo lleno de peligros. Quizá eso no sea posible.

Maya miró a Gabriel, pero éste no le indicó lo que debía decir.

—Protegeré a quien haga de este mundo un lugar mejor.

—Entonces, ése soy yo. —Michael dio un paso más—. La mayoría de la gente no sabe lo que quiere. Quiero decir que puede que deseen una gran casa o un coche nuevo, pero están demasiado asustados para decidir el rumbo de sus vidas. Así pues, nosotros lo haremos en su lugar.

—La Tabula te ha contado todo eso, pero no es cierto —replicó Gabriel.

Michael meneó la cabeza.

—Te estás comportando igual que nuestro padre, llevando una vida discreta, ocultándote bajo una piedra. Cuando éramos niños odiaba toda aquella palabrería sobre la Red. El poder nos ha sido concedido a los dos, pero tú no quieres utilizarlo.

—El poder no viene de nuestro interior. Lo cierto es que no.

—Crecimos como una familia de chiflados, sin electricidad, sin teléfono. ¿Te acuerdas del modo en que la gente nos señalaba cuando llegábamos a la ciudad en coche? No tenemos por qué vivir de ese modo, Gabe. Podemos tener el mando, encargarnos de todo.

—Las personas tienen derecho a controlar sus propias vidas.

—¿Cómo es que aún no te has dado cuenta, Gabe? No es difícil. Haces lo que es mejor para ti y al demonio con el resto del mundo.

—Eso no hace que seas más feliz.

Michael miró a Gabriel y sacudió la cabeza.

—Hablas como si tuvieras todas las respuestas. —Michael levantó las manos como si fuera a bendecir a su hermano—. Sólo puede haber un Viajero…

Un hombre con el pelo gris cortado muy corto y gafas con montura de acero apareció por una esquina del vestíbulo y los apuntó con una pistola automática. Gabriel creyó que había perdido a su familia para siempre. Se sintió traicionado.

Maya apartó a Gabriel de un violento empellón en el momento que Boone disparaba. La bala alcanzó a Maya en la pierna derecha y la lanzó contra la pared. La muchacha cayó de bruces al suelo. Tenía la sensación de que la había dejado sin aire.

Gabriel apareció y la cogió en brazos. Corrió unos metros y se lanzó con ella al ascensor mientras Maya intentaba zafarse. «Sálvate tú», deseaba decirle, pero sus labios eran incapaces de articular las palabras. Gabriel apartó de una patada la papelera que bloqueaba las puertas y apretó con furia los botones. Disparos. Gente gritando. Las puertas se cerraron y empezaron a descender hacia la planta baja.

Maya perdió el conocimiento y, cuando abrió los ojos, vio que se encontraban en el túnel. Gabriel estaba apoyado con la rodilla en el suelo, abrazándola con fuerza. Oyó que alguien hablaba y comprendió que Hollis también estaba con ellos. Apilaba frascos de productos químicos que había cogido del laboratorio de investigación genética.

—Todavía me acuerdo de mi época del laboratorio del colegio del pequeño símbolo rojo. Todo este material puede ser peligroso si se pone cerca del fuego —dijo Hollis abriendo la espita de una bombona verde—. Oxígeno puro. —Cogió una botella de cristal y derramó un poco de líquido transparente en el suelo—. Y esto es éter líquido.

—¿Algo más?

—Es todo lo que necesitamos. Larguémonos de aquí.

Gabriel llevó a Maya hasta la puerta de incendios del final del corredor. Hollis encendió el soplete de gas, ajustó la siseante llama y lo arrojó tras de sí. Entraron en un segundo túnel. Unos segundos más tarde, se oyó un fuerte ruido y la onda expansiva abrió de golpe la puerta cortafuegos.

Cuando Maya abrió de nuevo los ojos, estaban bajando por la escalera de emergencia. De repente se escuchó una explosión mucho más fuerte, como si el edificio hubiera recibido el impacto de una bomba enorme. La luz se apagó, y ellos se abrazaron en la oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Maya intentó seguir consciente, pero entraba y salía como de un sueño. Recordaba oír la voz de Gabriel, que le ataban una cuerda bajo los brazos y la subían por el conducto de ventilación. Después se vio tumbada en la hierba, mirando el cielo estrellado. Oyó más explosiones y el aullido de las sirenas de la policía, poco de eso importaba. Maya sabía que se estaba desangrando mortalmente. Notaba como si el frío terreno le estuviera chupando la vida.

—¿Puedes oírme? —le preguntó Gabriel—. Maya…

Ella deseó hablarle, decirle unas últimas palabras, pero alguien le había robado la voz. Un negro líquido apareció en los bordes de su campo de visión y empezó a extenderse y a oscurecerse igual que una gota de tinta en agua clara.