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Eran casi las cinco de la tarde, pero Hollis y Maya todavía no habían regresado. Vicki se sentía como una Arlequín protegiendo al Viajero que yacía en el camastro, ante ella. Cada pocos minutos tocaba el cuello de Gabriel con los dedos. El joven tenía la piel tibia, pero no había señales de pulso.

Vicki se sentó a unos metros de él y allí permaneció leyendo unas viejas revistas que había encontrado en un armario. Trataban de moda, ropa y maquillaje, de cómo conseguir pareja o separarse de ella y del modo de llegar a ser un experto en materia de sexo. A Vicki le produjo vergüenza ajena leer alguno de los artículos, de modo que se los saltó rápidamente mientras se preguntaba si se sentiría incómoda llevando ropa ceñida que resaltara su figura. Seguramente Hollis la encontraría más atractiva, pero por otro lado podía convertirse en una de las chicas que lo único que conseguían era un cepillo de dientes por estrenar y un paseo en coche de vuelta a casa. El reverendo Morganfield siempre hablaba de las desvergonzadas mujeres modernas y de las rameras de la calle.

«Desvergonzadas —pensó—. Desvergonzadas». La palabra podía sonar tanto como una caricia o como el siseo de una serpiente.

Arrojó las revistas a un cubo de basura, salió fuera y contempló la falda de la colina. Cuando retornó al dormitorio, Gabriel tenía la piel muy pálida y fría. Quizá el Viajero había entrado en un dominio peligroso. Podía haber encontrado la muerte a manos de demonios o fantasmas hambrientos. El miedo la invadió como una voz que ganara fuerza en su interior. Gabriel se estaba quedando sin fuerzas. Se moría. Y ella no podía salvarlo.

Le desabrochó la camisa, se inclinó sobre su cuerpo y pegó el oído a su pecho esperando escuchar el latido del corazón. De repente oyó un sordo zumbido, pero comprendió que provenía de fuera del edificio.

Abandonando el cuerpo de Gabriel, salió al exterior y vio que un negro helicóptero descendía hacia la zona de terreno despejado que había al lado de la piscina. Del aparato saltaron varios hombres con cascos equipados con viseras protectoras y chalecos antibalas que les daban el aspecto de robots.

Vicki volvió corriendo al dormitorio, rodeó a Gabriel con los brazos e intentó levantarlo, pero le resultó demasiado pesado para ella. El camastro cayó de lado, y no tuvo más remedio que dejar el cuerpo en el suelo. Seguía sosteniendo al Viajero cuando un individuo alto que llevaba un chaleco antibalas entró corriendo en la estancia.

—¡Suéltelo! —ordenó apuntándola con su rifle de asalto.

Vicki no se movió.

—¡Retírese y ponga las manos tras la cabeza!

El dedo del sujeto empezó a apretar el gatillo, y Vicki esperó la bala. Moriría junto al Viajero, igual que León del Templo había muerto por Isaac Jones. Después de tantos años, la Deuda iba a ser pagada.

Un instante después, Shepherd entró en el dormitorio. Con su cabello rubio peinado en punta y su traje a medida, su aspecto era tan elegante como siempre.

—Ya basta —ordenó—. Nada de esto es necesario.

El hombre alto bajó el rifle, y Shepherd asintió. A continuación se acercó a Vicki como si llegara tarde a una fiesta.

—Hola, Vicki, te hemos estado buscando. —Se inclinó sobre el cuerpo del Viajero, le cogió la espada y le palpó la arteria carótida con los dedos—. Parece que el señor Corrigan ha cruzado a otro dominio. Está bien, tarde o temprano, tendrá que regresar.

—Usted había sido un Arlequín —le espetó Vicki—. Es un pecado trabajar para la Tabula.

—La palabra «pecado» está un poco anticuada. Claro que las chicas Jonesie siempre habéis sido un poco anticuadas.

—Es usted basura —replicó Vicki—. ¿Entiende la palabra «basura»?

Shepherd la obsequió con una sonrisa benevolente.

—Mire, Vicki, piense en esta situación como en un juego particularmente complicado donde yo he escogido el bando ganador.