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Maya fue a Las Vegas con la moto de Gabriel oculta en la parte trasera de la furgoneta. Vio docenas de carteles que anunciaban diferentes casinos hasta que al fin divisó un grupo de rascacielos surgiendo del horizonte. Tras pasar ante varios moteles en las afueras de la ciudad, decidió alojarse en el Frontier Lodge, un complejo de diez habitaciones construidas para parecer cabañas de troncos. Los grifos de la ducha estaban manchados de cardenillo y el colchón estaba hundido. A pesar de todo, Maya escondió la espada debajo de él y durmió durante doce horas seguidas.

Sabía que los casinos disponían de cámaras de vigilancia y que alguna de ellas estaría conectada a los ordenadores de la Tabula. Nada más despertarse sacó una jeringuilla y se inyectó el producto deformante en los labios y bajo los ojos. La droga le dio un aspecto gordo y abotargado, como el de una mujer que tuviera problemas con la bebida.

Condujo hasta un centro comercial y compró ropa llamativa y barata: un pantalón pirata, una camiseta rosa y sandalias; luego, entró en una tienda donde una mujer vestida de vaquera vendía maquillaje y pelucas sintéticas. Maya le indicó una rubia que había en una cabeza de maniquí tras el mostrador.

—Ése es el modelo Rubia Champán, cariño. ¿Quieres llevártelo puesto o te lo envuelvo?

—Me lo llevo puesto.

La dependienta asintió.

—A los hombres les encanta este color. Se chiflan con las rubias.

Ya estaba lista. Condujo hasta el centro, dejó la furgoneta en el aparcamiento trasero del París Las Vegas y entró en el vestíbulo por los accesos de aquella parte. El hotel era un centro de diversión que pretendía ofrecer una versión de la Ciudad de las Luces. Tenía una torre Eiffel en pequeño y una serie de edificios cuyas pinturas de fachada imitaban al Louvre y a la Ópera de París. Contaba con bares y restaurantes y una enorme sala de juego donde los clientes jugaban al blackjack o a las máquinas tragaperras.

Maya se paseó por los alrededores hasta otro hotel y vio gondoleros que paseaban en sus embarcaciones a turistas por canales que no llevaban a ninguna parte. Al margen de los colores, el hotel Venice se parecía en todo al París. Ninguna de las salas de juego tenía reloj o ventanas. Uno podía estar allí y en ninguna parte al mismo tiempo. Cuando Maya entró en los casinos, su fino sentido del equilibrio le reveló algo que la mayoría de turistas pasaba por alto: el suelo estaba ligeramente inclinado, de modo que la gravedad empujaba de un modo imperceptible a los clientes desde el vestíbulo hacia la zona de juego.

Para casi todo el mundo, Las Vegas era un destino donde uno podía beber en exceso, apostar y contemplar a mujeres exóticas quitándose la ropa. Sin embargo, ese emporio del placer era un espejismo en tres dimensiones. Las cámaras de vigilancia observaban las veinticuatro horas del día, los ordenadores seguían las apuestas de cada cliente y un regimiento de guardias de seguridad con sus banderitas norteamericanas cosidas en las mangas de sus uniformes se encargaban de que no ocurriera nada imprevisto. Ése era el objetivo de la Tabula: una apariencia de libertad y la realidad del control.

En un entorno tan vigilado, iba a resultar complicado burlar a las autoridades. Maya había pasado toda su vida evitando la Gran Máquina, pero en ese instante iba a tener que poner en alerta todos sus sentidos para escapar sin ser capturada. Estaba segura de que los programas de búsqueda de la Tabula husmeaban en la Gran Máquina a la caza de distintos tipos de información, incluido el uso de la tarjeta de crédito de Michael. Si la tarjeta había sido dada como perdida, quizá tuviera que enfrentarse entonces con guardias de seguridad que nada sabrían de la Tabula. Los Arlequines procuraban no hacer daño a los ciudadanos ni a los zánganos; pero, a veces, la supervivencia lo hacía necesario.

Después de comprobar el resto de hoteles del paseo, decidió que el hotel New-York, New-York era el que le brindaba más opciones de huida. Pasó casi toda la tarde en la tienda del Ejército de Salvación donde adquirió dos maletas usadas y ropa de hombre. Compró también un conjunto de aseo y lo completó con un bote de espuma de afeitar, un tubo medio gastado de dentífrico y un cepillo de dientes que había frotado en la pared de cemento de la cabaña. El detalle final era el más importante: mapas de carreteras con marcas de lápiz que indicaban un viaje de costa a costa con Boston, en Massachusetts como destino final.

Gabriel había dejado su casco, guantes y cazadora en la furgoneta. De vuelta en su cabaña del motel de carretera, Maya cogió su ropa de ir en moto y se la puso. Tuvo la impresión de que la piel de Gabriel, su presencia, la envolvía. En Londres había conducido una escúter, pero el bólido italiano era una máquina grande y potente. Tenía problemas para hacerla girar, y los engranajes rascaban cada vez que cambiaba de marcha.

Esa noche dejó la moto en el aparcamiento del hotel, entró en el casino del New-York, New-York y utilizó una cabina telefónica de pago para hacer la reserva de una suite. Veinte minutos más tarde, se acercó al mostrador de recepción cargando sus dos maletas.

El recepcionista era un joven musculoso con el pelo rubio cortado muy corto. Por el aspecto tendría que haber estado dirigiendo un campamento de verano en Suiza.

—Espero que disfruten de un fin de semana divertido —comentó, y luego les pidió algún documento de identificación.

Maya le entregó su pasaporte falso y la tarjeta de crédito de Michael Corrigan. Los números pasaron de la terminal a un ordenador central y de allí a algún otro superordenador en alguna parte del mundo. Maya observó atentamente el rostro del recepcionista, por si aparecía alguna señal de tensión si en la pantalla se reflejaba el aviso de «tarjeta robada». Estaba dispuesta a mentir, a escapar, incluso matar si era necesario, pero el joven sonrió al tiempo que le entregaba la tarjeta llave. Cuando Maya entró en el ascensor tuvo que meter la tarjeta en la ranura para marcar el número del piso. Ahora el ordenador del hotel sabía exactamente dónde estaba: en el ascensor que subía a la planta catorce.

La suite de dos habitaciones tenía un televisor panorámico. Los muebles y los sanitarios eran mucho más grandes que los habituales en los hoteles británicos. Los norteamericanos eran personas muy corpulentas, pensó Maya. Pero había algo más que eso: un deseo consciente de sentirse agobiada por el tamaño de las cosas.

Maya escuchó gritos y luego un fuerte retumbar. Cuando abrió las cortinas, vio una montaña rusa en la azotea de un edificio a unos ciento cincuenta metros de la ventana. Sin hacer caso de la distracción, abrió los grifos de la bañera y el lavabo, utilizó una pastilla de jabón, y empapó varias toallas. En la sala, dejó los mapas de carreteras y un lápiz en la mesa. Había una bolsa con las servilletas pringosas y los recipientes sucios de un restaurante de comida rápida junto al televisor. Con sus acciones, Maya estaba construyendo una pequeña historia que sería leída e interpretada por los mercenarios de la Tabula.

Ya habían transcurrido unos veinte minutos desde que el número de la tarjeta de crédito había sido registrado por la Gran Máquina. Volvió al dormitorio, abrió las maletas y guardó parte de la ropa en los cajones. Vaciló, metió la mano en el bolso y sacó la pequeña pistola automática alemana que había cogido de la maleta en Resurrection Auto Parts.

El arma era la prueba definitiva de que ella había estado en el hotel. La Tabula nunca estaría dispuesta a creer que una Arlequín abandonara un arma a sabiendas. Si la policía descubría la pistola comprobaría que la tenía registrada en su banco de datos, y los ordenadores de la Tabula que husmeaban en internet la localizarían de inmediato.

Maya estaba revolviendo las sábanas cuando oyó un leve clic en la otra habitación. Alguien había introducido una llave de tarjeta en la cerradura y estaba abriendo la puerta.

Su mano derecha acarició el estuche de la espada. La dominaba el deseo Arlequín de atacar, atacar siempre y destrozar cualquier amenaza a su seguridad; no obstante, eso no la ayudaría en su objetivo, en este caso, confundir a la Tabula con informaciones falsas. Miró a su alrededor y vio la ventana corredera que daba a la terraza. Desenfundó el estilete y se acercó a las cortinas. Tardó dos segundos en cortar dos tiras de tela.

El suelo del cuarto contiguo crujió cuando el intruso caminó lentamente por la moqueta. Quien fuera que estuviera en la salita se detuvo unos segundos, y Maya se preguntó si estaría haciendo acopio de valor antes de atacar.

Con las tiras de tela en la mano, Maya abrió la corredera y salió a la terraza. El cálido aire del desierto la rodeó. Las estrellas todavía no habían aparecido, pero los neones multicolores centelleaban en la calle. No tenía tiempo de confeccionar una cuerda. Ató ambas tiras a la barandilla y saltó por encima.

Las cortinas estaban hechas de fino algodón y no podían soportar su peso. Una se desgarró y rompió. Maya se balanceó en el aire mientras se sujetaba a la otra tira y seguía descendiendo hasta el piso inferior. Oyó una voz más arriba. Quizá la habían visto.

No tenía tiempo para pensar o tener miedo. La Arlequín se aferró a la barandilla y se encaramó al balcón. Una vez más desenfundó el estilete y vio que se había cortado la palma de la mano. «Condenado por la carne, salvado por la sangre». Abrió la ventana corredera y atravesó corriendo la desierta habitación.