42

Tras su enfrentamiento en el edificio de apartamentos de Michael, Hollis regresó a su escuela de artes marciales de Florence Boulevard e impartió las últimas clases del día. Al terminar, se dirigió a sus dos mejores alumnos —Marco Martínez y Tommy Wu— y les dijo que les traspasaba la escuela. Marco podía encargarse de los cursos superiores y Tommy de los novatos. Les planteó la posibilidad de que se repartieran los gastos durante el primer año y después decidieran si deseaban continuar con la sociedad.

—Puede que aparezcan algunos tipos interesándose por mí —les dijo—. Quizá se trate de policías de verdad o puede que utilicen identificaciones falsas. En cualquier caso, les decís que he decidido regresar a Brasil y al circuito de lucha.

—¿Necesitas dinero? —le preguntó Marco—. Si quieres, tengo trescientos dólares en mi apartamento.

—No. No hace falta. Estoy esperando un pago que debe llegar de una gente de Europa.

Tommy y Marco intercambiaron una mirada. Probablemente habían supuesto que traficaba con drogas.

Camino de su casa, Hollis se detuvo en un supermercado y se paseó por los pasillos recogiendo comida en su carrito de la compra. Empezaba a comprender que todas las decisiones de su vida que había considerado importantes —dejar la congregación, viajar a Brasil— no habían hecho más que prepararlo para el momento en que Victory Fraser y Maya entraron en su escuela. Podría haberlas rechazado, pero no le habría parecido correcto. Había estado preparándose durante toda la vida para ese combate.

Mientras conducía por la calle de su casa, rastreó con la mirada a cualquier desconocido cuya presencia no encajara en el vecindario. Al abrir la verja del camino de acceso y aparcar el coche en el garaje se sintió extrañamente vulnerable. Algo se movió entre las sombras mientras abría la puerta de atrás y entraba en la cocina. Dio un salto hacia atrás, pero después se echó a reír al comprobar que se trataba de Garvey, su gato.

En esos momentos, la Tabula ya sabía que un negro había acabado con tres de sus mercenarios en un ascensor. Hollis daba por hecho que sus ordenadores no tardarían en localizar su nombre. Shepherd había mandado a Vicki para que se encontrara con Maya en el aeropuerto. Seguramente, la Gran Máquina tenía los datos de todos los miembros de la congregación. Hollis había roto los lazos con ellos años atrás, pero todos sabían que enseñaba artes marciales.

A pesar de que la Tabula pretendía liquidarlo, no tenía intención de huir. Existían razones prácticas: necesitaba recibir el pago de cinco mil dólares de los Arlequines; pero, además, permanecer en Los Ángeles encajaba con su estilo de lucha. Hollis era especialista en el contraataque. Siempre que luchaba en un torneo, dejaba que su oponente atacara al principio de cada ronda. Recibir un puñetazo hacía que se sintiera fuerte y lo motivaba. Quería que el malo hiciera el primer movimiento para poder acabar con él.

Cargó su rifle de asalto y se sentó en las sombras del salón. Mantuvo la radio y el televisor apagados. Luego, a modo de cena, se tomó unos cereales de desayuno. De vez en cuando Garvey se paseaba ante él con la cola en alto, mirándolo con escepticismo. Cuando se hizo la oscuridad, trepó al tejado de su casa con una colchoneta y un saco de dormir. Oculto por el aparato de aire acondicionado, se tumbó boca arriba y contempló el cielo. Maya había dicho que la Tabula usaba detectores térmicos para ver a través de las paredes. Hollis podía defenderse a la luz del día, pero no quería que los asesinos de la Tabula supieran dónde dormía. Dejó encendido el compresor del aire acondicionado y confió en que el calor del motor disimulara el de su propio cuerpo.

Al día siguiente, el cartero llegó con un paquete procedente de Alemania: dos libros sobre alfombras orientales. Entre las páginas no había nada, pero cuando cortó las tapas con una hoja de afeitar, encontró cinco mil dólares en billetes de cien. La persona que había efectuado el pago incluía la tarjeta de un estudio de grabación alemán. Al dorso, estaba escrita una dirección de internet y un breve mensaje: «¿Se siente solo? Hay nuevos amigos que lo esperan». Hollis sonrió para sí mientras contaba el dinero. «Nuevos amigos que lo esperan». Arlequines. Los de verdad. Bien, si volvía a toparse con la gente de la Tabula, iba a necesitar apoyo.

Hollis saltó el muro que lo separaba de la casa de al lado y habló con su vecino, un antiguo jefe pandillero llamado Deshawn Fox que se dedicaba a vender llantas de coche. Le dio mil ochocientos dólares y le pidió que le comprara una camioneta con una cubierta de acampada para la plataforma de carga.

Tres días más tarde, el vehículo estaba aparcado ante la casa de Deshawn cargado con ropa, provisiones y munición. Mientras Hollis buscaba material de acampada, Garvey se escondió en el espacio que había entre las vigas y el techo. Hollis intentó hacerlo bajar tentándolo con un ratón de goma y un plato de atún en conserva. Sin embargo, el felino siguió en su refugio.

Un camión de la compañía eléctrica aparcó entonces, y tres tipos con casco fingieron reparar una línea eléctrica de la esquina. También apareció un nuevo cartero, un hombre de mediana edad con el cabello cortado al estilo militar que llamó al timbre durante varios minutos antes de marcharse. Tras la puesta de sol, Hollis volvió a subir al tejado con su rifle y unas botellas de agua. Las luces de la calle y la contaminación hacían imposible que se vieran las estrellas; a pesar de todo, se tumbó boca arriba y contempló los aviones que daban vueltas en su aproximación al aeropuerto de Los Ángeles. Intentó no pensar en Vicki Fraser, pero su rostro no se le borró de la mente. La mayoría de las chicas de la congregación se mantenían vírgenes hasta que se casaban. Hollis se preguntó si ella lo era o si tendría algún amiguito secreto.

Se despertó a las dos de la madrugada, cuando la verja de la calle hizo un poco de ruido. Unos cuantos hombres saltaron por encima y entraron en el jardín. Pasaron unos segundos antes de que los mercenarios de la Tabula forzaran la puerta trasera y penetraran en la casa.

—¡No está aquí! —gritó alguien.

—¡Aquí tampoco! —dijo otro.

Platos y cacerolas se estrellaron en el suelo.

Transcurrieron diez o quince minutos. Hollis oyó que cerraban la puerta trasera. Luego, dos coches pusieron en marcha sus motores y se alejaron. Hollis se colgó el rifle del hombro y bajó del tejado. Cuando sus pies tocaron el suelo quitó el seguro del arma.

Agachado en el parterre escuchó la rítmica música de un coche que pasaba. Se disponía a saltar el muro hacia casa de Deshawn cuando se acordó del gato. Era probable que los de la Tabula hubieran asustado a Garvey mientras registraban la vivienda.

Abrió la puerta de atrás y se deslizó hasta la cocina. Por las ventanas apenas entraba luz, pero le bastó para comprobar que los mercenarios la habían dejado patas arriba. Las puertas de los armarios estaban abiertas y su contenido desparramado por el suelo. Pisó sin querer los restos de loza y el ruido le hizo dar un respingo. «Tranquilo», se dijo. Los malos se habían ido.

La cocina se encontraba en la parte de atrás de la casa. Un corto pasillo conducía al cuarto de baño, al dormitorio y a la estancia que había convertido en gimnasio. Al final del corredor, otra puerta daba al salón en forma de «L». La parte larga de la «L» era donde escuchaba música y veía la televisión, la más pequeña la había convertido en lo que llamaba su «sala de recuerdos», donde tenía colgadas las fotos de su familia, viejos trofeos de kárate y un libro de recortes sobre su trayectoria como luchador profesional en Brasil.

Hollis abrió la puerta que daba al pasillo y percibió un desagradable olor que le recordó la sucia jaula de algún animal.

¿Garvey? —llamó acordándose del gato—. ¿Dónde demonios estás?

Con cuidado se movió a lo largo del pasillo y descubrió una mancha en el suelo. Sangre y pedazos de pellejo. Aquellos hijos de puta de la Tabula habían encontrado a Garvey y lo habían destripado.

El olor se hizo más intenso cuando llegó a la puerta que daba a la sala. Permaneció allí un minuto, pensando en el gato. Entonces, oyó un sonido parecido a una estridente risotada que provenía del otro lado. Se preguntó si sería algún tipo de animal y si los de la Tabula habían dejado un perro de guardia.

Levantó el rifle, abrió la puerta de golpe y entró en el salón. La luz de la calle se filtraba a través de las sábanas que utilizaba a modo de cortinas, pero pudo ver que un animal de considerable tamaño descansaba sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado, cerca del sofá. Hollis dio un paso adelante y se sorprendió al comprobar que no se trataba de un perro, sino de una hiena. Era corpulenta, con orejas puntiagudas y una poderosa mandíbula. Cuando la bestia vio a Hollis, descubrió los colmillos y sonrió.

Una segunda hiena, con el pelaje a manchas, salió de entre las sombras del rincón de las fotos. Los dos animales intercambiaron una mirada, y el líder, el del sofá, dejó escapar un grave gruñido. Intentando mantener la distancia, Hollis se desplazó hacia la puerta principal, cerrada con llave. Entonces, oyó un agudo ladrido y vio que una tercera hiena se acercaba por el pasillo. Aquella tercera bestia había permanecido oculta esperando a que él entrara en la sala de estar.

Las tres hienas empezaron a moverse formando un triángulo con él en el centro. Hollis percibió su apestoso olor y oyó el roce de sus garras en el suelo de madera. Se le hacía difícil respirar. Un intenso miedo se apoderó de él. El líder de la manada rió y mostró los colmillos.

—¡Vete al infierno! —gritó Hollis abriendo fuego con el rifle.

Primero disparó contra el líder. Luego se volvió ligeramente y soltó una ráfaga contra la hiena manchada del rincón de las fotos. La tercera fiera se abalanzó sobre él justo cuando Hollis se tiraba de lado. Notó un dolor lacerante en el brazo izquierdo al dar contra el suelo. Rodó a un lado y vio que la tercera hiena se daba la vuelta, lista para atacar. Apretó el gatillo y acertó al animal desde abajo. Las balas perforaron el pecho de la hiena y la arrojaron contra la pared.

Cuando se levantó, Hollis se tocó el brazo y notó sangre. La hiena debía de haberlo herido con sus garras al saltar. En ese momento, el animal yacía de costado emitiendo un ruido sibilante mientras la sangre le manaba de una herida del pecho. Hollis contempló a su atacante pero no se acercó. El animal le devolvió la mirada con ojos llenos de odio.

La mesa de centro había sido derribada. La rodeó y examinó al líder de la manada. El animal mostraba agujeros de bala en el pecho y las patas. Tenía los labios contraídos y parecía sonreír.

Hollis se apartó y pisó un charco de sangre que se extendía por el suelo. Las balas habían traspasado el cuello de la hiena moteada, arrancándole casi la cabeza. Hollis se agachó y vio que el pellejo cubierto de pelo negro y amarillo parecía como de cuero. Zarpas afiladas. Mandíbula y colmillos fuertes. Era una perfecta máquina de matar, muy distinta de los temerosos y más pequeños ejemplares que había visto en el zoológico. Aquella criatura era una aberración de la naturaleza, algo creado para que cazara sin miedo, obligado a atacar y matar. Maya le había advertido que los científicos de la Tabula habían conseguido manipular las leyes de la genética. ¿Qué palabra había usado? Segmentados.

Algo cambió en la sala. Se alejó del segmentado muerto y se dio cuenta de que ya no se escuchaba el ruido sibilante de la tercera hiena. Levantó el rifle de asalto y entonces vio que una sombra se movía a su izquierda. Giró rápidamente en el instante en que el líder se incorporaba sobre sus patas y se lanzaba contra él.

Hollis disparó frenéticamente. Una bala traspasó al animal lanzándolo de espaldas. Siguió disparando hasta que vació el cargador de treinta proyectiles. Luego, dando la vuelta al rifle, Hollis corrió hacia la fiera y la golpeó con furia histérica, aplastándole la cabeza y las mandíbulas hasta que la culata de madera se partió. Luego, se quedó entre las sombras aferrando la inutilizada arma.

Un roce. Zarpas en el suelo. A dos metros de distancia, la tercera hiena se estaba levantando. A pesar de que tenía el pecho empapado de sangre, se disponía a atacar. Hollis le arrojó el rifle y echó a correr por el pasillo al tiempo que intentaba cerrar la puerta; pero la hiena se lanzó contra ella y la abrió. Hollis se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó contra el endeble contrachapado, sujetando el picaporte. Pensó en trepar y escapar por la ventana, pero se dio cuenta de que la puerta no aguantaría ni dos segundos.

El «segmentado» golpeó la puerta con fuerza y ésta se abrió unos centímetros, pero Hollis hizo palanca con todo su cuerpo y consiguió volver a cerrarla.

«Busca un arma —pensó—. Lo que sea».

Los mercenarios de la Tabula habían tirado el contenido del armario por el suelo. Apoyando la espalda contra la puerta, se sentó y empezó a rebuscar frenéticamente entre los restos. El segmentado volvió a empujar y consiguió meter el morro por la abertura. Hollis vio los dientes de la bestia y oyó su frenética risa mientras intentaba mantener la puerta cerrada con todas sus fuerzas.

Vio un aerosol de laca tirado en el suelo y un mechero en el lavabo. Los cogió y corrió hacia atrás, en dirección a la ventana. La puerta se abrió de golpe. Durante una décima de segundo, Hollis miró a los ojos del animal y vio la intensidad de su deseo de matar. Fue como tocar un cable eléctrico y notar que una malévola descarga le recorría el cuerpo.

Presionó el botón del aerosol, rociando los ojos de la hiena, y a continuación encendió el mechero. La nube de laca se convirtió en una bola de fuego que envolvió la cabeza del segmentado. La hiena lanzó un alarido de dolor que sonó casi humano. Ardiendo, salió al pasillo y corrió hacia la cocina. Hollis entró en el cuarto de gimnasia, cogió una de las barras de las pesas y salió tras la bestia. La casa estaba llena de un penetrante hedor a carne y pellejo chamuscados.

Hollis se quedó cerca de la puerta y alzó la barra de hierro, presto a atacar, pero el «segmentado» siguió aullando y quemándose hasta que se derrumbó tras la mesa y murió.