Hollis pasó con el coche ante el bloque de apartamentos de Michael Corrigan a las nueve en punto de la mañana, a las dos de la tarde y a las siete. Buscaba mercenarios de la Tabula en coches aparcados o sentados en los bancos del parque, hombres disfrazados de empleados de la luz o de operarios del ayuntamiento. Tras cada pasada, aparcaba delante de una peluquería y anotaba lo que había visto: «Una anciana empujando un carrito de la compra», «Un tipo barbudo cargando con un asiento para niños». Cuando regresó cinco horas más tarde, comparó sus notas y no halló ninguna similitud. Lo único que quería decir eso era que los hombres de la Tabula no estaban aguardando delante del edificio. Quizá se hallaran en el vestíbulo o dentro del apartamento de Michael.
Después de impartir sus clases de capoeira de la tarde, se le ocurrió un plan. Al día siguiente se vistió con un mono azul y cogió el cubo con ruedas y la fregona que utilizaba para limpiar el gimnasio. El complejo de apartamentos de Michael ocupaba toda una manzana de Wilshire Boulevard, cerca de Barrington, y estaba formado por tres rascacielos que tenían incorporada una estructura de aparcamiento de cuatro plantas y una amplia zona ajardinada en el centro con piscinas y pistas de tenis.
«Sé sistemático —se dijo Hollis—. No quieres liarte a tiros con la Tabula, solamente engañarlos». Aparcó su coche a dos manzanas de la entrada, llenó el cubo con agua jabonosa de dos bidones y empezó a empujarlo por la acera. Al acercarse a la puerta, intentó pensar como un conserje e interpretar ese papel.
Dos señoras mayores salían del edificio cuando llegó.
—Acabo de limpiar la acera —les dijo—. Alguien la había ensuciado.
—La gente debería aprender modales —repuso una de las mujeres, y su amiga aguantó la puerta abierta para que Hollis pudiera empujar el cubo y entrar en el vestíbulo.
Asintió y sonrió mientras las mujeres se alejaban. Esperó unos segundos y fue hacia los ascensores. Cogió el primero que llegó y subió al octavo piso. El apartamento de Michael Corrigan se encontraba al final del pasillo.
Si los de la Tabula estaban escondidos en el de enfrente, observándolo por la mirilla, tendría que improvisar una mentira sin pérdida de tiempo. «El señor Corrigan me paga para que le haga la limpieza. Sí, señor. Lo hago una vez a la semana. ¿Se ha marchado el señor Corrigan? No sabía que no estuviera. Hace un mes que no me paga».
Utilizando la llave que Gabriel le había dado, Hollis abrió la cerradura y entró. Estaba alerta, presto para defenderse de cualquier ataque, pero nadie apareció. En el apartamento olía a polvo y a calor. Sobre la mesa de centro había aún un ejemplar del Wall Street Journal, de hacía dos semanas. Hollis dejó el cubo y la fregona al lado de la puerta y fue corriendo al dormitorio de Michael. Encontró el teléfono, sacó una grabadora de bolsillo y marcó el número de Maggie Resnick. No se encontraba en casa, pero Hollis tampoco deseaba hablar con ella. Estaba convencido de que la Tabula había pinchado las líneas de teléfono. Cuando se disparó el contestador automático, Hollis puso en marcha la grabadora y la sostuvo cerca del teléfono mientras se oía la voz de Gabriel.
«Hola, Maggie, soy Gabe. Voy a largarme de Los Ángeles y a buscar un lugar donde ocultarme. Gracias por todo. Adiós».
Hollis detuvo la grabadora, colgó y salió a toda prisa del apartamento. Se sentía tenso mientras empujaba el cubo por el pasillo; pero, cuando llegó el ascensor y entró, pensó: «De acuerdo, ha sido bastante fácil. No te olvides de que sigues siendo un conserje».
Al salir al vestíbulo, Hollis sacó el cubo y saludó con la cabeza a una pareja con un cocker spaniel. La puerta principal se abrió entonces con un clic, y tres mercenarios de la Tabula entraron a toda prisa. Tenían todo el aspecto de agentes de la policía que lo estaban haciendo a cambio de dinero. Uno de ellos vestía una cazadora vaquera. Sus dos compañeros iban disfrazados de pintores y llevaban toallas y lienzos de tela que les ocultaban las manos.
Hollis no les prestó atención cuando pasaron a su lado. Se hallaba a dos metros de la puerta en el momento en que un hispano de mediana edad abrió la que daba a la piscina.
—¡Eh! ¿Qué ocurre aquí? —preguntó el hombre a Hollis.
—Alguien ha derramado una botella de zumo de grosella en el quinto piso. Vengo de limpiarlo.
—En el informe de esta mañana no decía nada de eso.
—Acaba de ocurrir. —Hollis ya había alcanzado la puerta, y sus dedos acariciaban el tirador.
—Además, eso es trabajo de Freddy, ¿no? ¿Para quién trabaja usted?
—Me contrató…
Antes de que pudiera acabar la frase, Hollis notó movimiento a su espalda y el duro extremo del cañón de una pistola en los riñones.
—Trabaja para nosotros —dijo uno de los hombres.
—Es cierto —confirmó el otro—. Y todavía no ha terminado.
Los dos tipos disfrazados de pintores flanquearon a Hollis, lo obligaron a volverse y lo acompañaron de vuelta al ascensor. El hombre de la cazadora vaquera hablaba con el encargado de mantenimiento y le mostraba un documento que parecía algún tipo de permiso oficial.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Hollis intentando parecer atemorizado y sorprendido.
—No hables —dijo el más corpulento—. No digas una maldita palabra.
Hollis y los dos pintores entraron en el ascensor. Justo antes de que la puerta se cerrara, el de la cazadora se coló dentro y apretó el botón del octavo piso.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Tom Jackson. Soy conserje.
—No nos vengas con cuentos —le espetó el más bajo de los pintores, el que llevaba la pistola—. El tipo de ahí fuera no sabía quién eras.
—Es que me contrataron hace sólo un par días.
—¿Cómo se llama la empresa que te contrató?
—Fue un tal señor Regal.
—Te he preguntado el nombre de la empresa.
Hollis se desplazó ligeramente para apartarse del cañón de la pistola.
—Lo siento mucho, señor, pero lo único que sé es que me contrató el señor Regal y me dijo que…
Dio media vuelta, aferró la muñeca del pistolero y la apartó mientras con la mano derecha le asestaba un puñetazo debajo de la nuez. La pistola se disparó armando un gran estruendo en el reducido espacio del ascensor, y el proyectil alcanzó al otro pintor. El hombre gritó mientras Hollis se volvía y con el codo golpeaba en la boca al de la cazadora vaquera. Hollis retorció el brazo del pistolero hacia abajo, y el mercenario de la Tabula dejó caer el arma.
Girar. Atacar. Media vuelta y golpear de nuevo. En cuestión de segundos, los tres hombres yacían en el suelo. La puerta se abrió. Hollis presionó el interruptor rojo para bloquear el ascensor y salió. Corrió por el pasillo, encontró la salida de incendios y bajó los peldaños de la escalera de dos en dos.