Capítulo 39

Hollis se adentró a gatas por la tubería hacia una luz distante. El conducto era estrecho, y sus manos tocaron un líquido viscoso que parecía una mezcla de aceite lubricante y agua. No tardó en llegar a una rejilla de desagüe encajada en la parte superior de la tubería; la luz que entraba de la habitación de arriba se dividía en pequeños cuadrados por efecto de la rejilla. Hollis se situó justo debajo.

Inclinó la cabeza hasta tocarse el pecho con el mentón y, apoyando la espalda en la rejilla, se incorporó lentamente. La pieza de hierro tenía cinco centímetros de grosor y parecía muy pesada, pero él era fuerte y la pieza no estaba atornillada. Siguió empujando hasta que la rejilla se salió de su encaje. La desplazó lateralmente unos pocos centímetros. Cuando hubo conseguido una abertura suficiente para meter las manos, la apartó del todo deslizándola por el suelo. Sin perder un segundo, desenfundó su pistola y salió a un corredor de mantenimiento lleno de cañerías y cables eléctricos. Cuando estuvo seguro de que no se oía ninguna señal de peligro, volvió a meterse en la tubería y regresó junto a Madre Bendita y los dos free runners.

—Esta tubería conduce a un túnel de mantenimiento que parece un punto de entrada seguro. No se ve a nadie.

Tristán parecía aliviado.

—¿Lo ven? —dijo mirando a Madre Bendita—. Todo ha salido a la perfección.

—Lo dudo. —Madre Bendita entregó a Hollis la bolsa con el equipo.

—¿Podemos marcharnos? —preguntó el free runner.

—Sí, gracias —repuso Hollis—. Tened cuidado.

Tristán, que había recobrado algo de su confianza, hizo una pomposa reverencia mientras Króte sonreía a Hollis.

—¡Los freerunners de Spandau les desean buena suerte!

Hollis arrastró la bolsa con el equipo por la tubería. Madre Bendita lo seguía. Cuando ambos llegaron al túnel de mantenimiento, la Arlequín le susurró al oído:

—Hable bajo. Puede que haya detectores de voz.

Avanzaron con sigilo hasta una pesada puerta de hierro con una cerradura magnética para tarjetas de seguridad. Madre Bendita dejó la bolsa en el suelo y abrió la cremallera. Sacó el subfusil y algo que parecía una tarjeta de crédito unida a un fino cable eléctrico. La Arlequín conectó el cable al ordenador portátil, tecleó una serie de parámetros e introdujo la tarjeta en el lector de la cerradura.

En la pantalla del ordenador se dibujaron seis casillas. Un minuto después un número de tres dígitos apareció en la primera casilla, luego el proceso fue rápido. Casi cuatro minutos más tarde las seis casillas estaban completas y la puerta se abrió con un chasquido.

—¿Entramos? —susurró Hollis.

—Todavía no. —Madre Bendita cogió de la bolsa un aparato que parecía una pequeña cámara de vídeo y se la entregó—. No podemos evitar las cámaras de vigilancia, de modo que tendremos que usar escudos. Póngase esto en el hombro. Cuando yo abra la puerta, apriete el botón cromado.

Mientras Madre Bendita devolvía el equipo a la bolsa, Hollis se colocó el artefacto en el hombro y lo apuntó hacia delante.

—¿Preparado?

Empuñando el subfusil, Madre Bendita abrió lentamente la puerta. Hollis entró en el siguiente corredor, vio una cámara de vigilancia y puso en marcha el dispositivo de escudo. El aparato lanzó un rayo infrarrojo que dio en la superficie reflectante de la lente de la cámara de vigilancia y rebotó a su fuente. Una vez determinada con exactitud la posición de la cámara, un rayo láser de color verde apuntó automáticamente al objetivo.

—No se quede ahí —dijo Madre Bendita—. Muévase.

—¿Y qué pasa con la cámara de vigilancia?

—El láser se encarga de eso. El guardia de seguridad que esté mirando el monitor solo verá un destello de luz en la pantalla.

Avanzaron por el corredor y doblaron una esquina. Una vez más, el escudo detectó otra cámara de vigilancia y el rayó láser cegó la lente. Al fondo, una segunda puerta conducía a una escalera de emergencia. Subieron hasta llegar a un rellano y se detuvieron.

—¿Qué tal? —preguntó la Arlequín.

—Sigamos —contestó Hollis asintiendo con la cabeza.

—Me he pasado demasiados meses cruzada de brazos en aquella maldita isla —dijo Madre Bendita—. Esto es mucho más emocionante.

Abrió la puerta, y entraron en un sótano lleno de maquinaria y equipo de comunicaciones. Una línea blanca pintada en el suelo conducía hasta un mostrador de recepción donde un vigilante comía un sándwich envuelto en papel de aluminio.

—Quédese aquí —dijo Madre Bendita a Hollis al tiempo que le entregaba el subfusil. A continuación salió de las sombras y caminó con paso decidido hacia el mostrador—. ¡No se preocupe! ¡No hay ningún problema! ¿No ha recibido la llamada?

El vigilante, con el sándwich aún en la mano, parecía perplejo.

—¿Qué llamada?

La Arlequín sacó la automática y disparó a quemarropa. El proyectil lo alcanzó en el pecho y lo arrojó de espaldas. Sin detenerse, Madre Bendita enfundó la pistola, rodeó el mostrador y se acercó a la puerta de acero que había detrás.

Hollis corrió hasta ella.

—No hay cerradura ni tirador —dijo.

—Se activa electrónicamente. —Madre Bendita examinó una caja metálica adosada a la pared—. Esto es un escáner de las venas de la palma de la mano; funciona con infrarrojos. Aunque hubiéramos sabido que nos encontraríamos con esto, habría sido muy difícil crear una huella falsa. La mayoría de las venas no son visibles bajo la piel.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Cuando uno tiene que superar barreras de seguridad, puede optar entre recurrir a la alta tecnología o a la más primitiva. —Madre Bendita cogió el subfusil de manos de Hollis, sacó un cargador de repuesto de la bolsa, se lo metió en el cinturón, indicó a Hollis que se apartara y apuntó a la puerta—. Prepárese. Vamos a lo primitivo.

Fragmentos de metal y madera salían disparados mientras los proyectiles abrían un agujero en el borde izquierdo de la puerta. La Arlequín recargó el arma y Hollis metió la mano por el hueco y tiró con todas sus fuerzas. Se oyó el chirrido del metal contra el cemento, y la puerta se abrió.

Hollis entró y se encontró ante una estructura de cristal con forma de torre de unos tres pisos de altura. En su interior se apilaban incontables ordenadores cuyas parpadeantes luces se reflejaban en las paredes de vidrio como diminutos fuegos artificiales. El conjunto, además de bonito, tenía un aire misterioso; parecía una nave espacial que se hubiera materializado de repente dentro del edificio.

Colgada de una pared, a unos cinco metros de la torre, una gran pantalla plana mostraba una imagen de algún lugar de Berlín: un mundo duplicado informáticamente donde pequeñas figuras creadas por ordenador caminaban por una plaza. Dos técnicos con el miedo pintado en el rostro se hallaban ante un panel de control justo debajo de la pantalla. Durante unos segundos permanecieron inmóviles, luego el más joven apretó un botón del panel y salió corriendo.

Madre Bendita sacó la pistola, se detuvo apenas un segundo y disparó una bala a la pierna del fugitivo. El joven cayó de bruces en el suelo mientras una voz salía de un altavoz de la pared.

«Verlassen Sie das Gebäuder. Verlassen Sie…». Con cara de fastidio, la Arlequín silenció el altavoz de un disparo.

—No queremos abandonar el edificio —dijo—. Nos lo estamos pasando estupendamente.

El herido yacía de costado, se sujetaba la pierna y gemía. Madre Bendita se le acercó.

—Cállese y alégrese de seguir con vida. No me gustan los tipos que hacen saltar las alarmas.

El técnico gritó pidiendo auxilio mientras no dejaba de moverse.

—Le he pedido que se estuviera callado —dijo Madre Bendita—. Es una petición muy simple.

Esperó unos segundos a que el herido obedeciera. El tipo siguió gritando, y la Arlequín le disparó un tiro en la cabeza. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el panel de control. El otro técnico tenía unos treinta años, rostro huesudo y pelo negro y corto. Jadeaba tanto que Hollis creyó que se desmayaría en cualquier momento.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Madre Bendita.

—Gunther Lindemann.

—Buenas noches, señor Lindemann. Queremos acceder a un puerto USB.

—Aquí no… no hay ninguno —respondió Lindemann—. Pero hay tres dentro de la torre.

—Muy bien. Echemos un vistazo.

Lindemann los condujo hasta una puerta deslizante situada en un lado de la torre. Hollis vio que las paredes de vidrio tenían veinte centímetros de grosor y que un armazón exterior de acero sostenía los paneles. Junto a la puerta había otro escáner de la palma de la mano. Lindemann introdujo una mano, y la puerta se abrió.

Una fría brisa los envolvió cuando entraron en aquel entorno esterilizado. Rápidamente, Hollis se encaminó hacia una terminal con un monitor y un teclado. Se quitó del cuello la unidad de disco y lo conectó al puerto de entrada.

En la pantalla apareció un mensaje de aviso en cuatro idiomas: detectado virus desconocido, riesgo alto. La pantalla quejó a oscuras un momento, se llenó con un gran cuadrado rojo que contenía noventa cuadrados más pequeños, de los cuales solo uno estaba lleno de color y destellaba como si una solitaria célula cancerígena se hubiera introducido en un cuerpo sano.

Madre Bendita se volvió hacia Lindemann.

—¿Cuántos guardias hay en el edificio? —preguntó.

—Por favor… no me…

—Limítese a responder —lo atajó.

—Hay un vigilante en el mostrador de fuera y dos más arriba. Los vigilantes que no están de turno viven en unos apartamentos al otro lado de la calle. Se presentarán en cualquier momento.

—Entonces, lo mejor es que me prepare para darles la bienvenida. —Se volvió hacia Hollis—. Avíseme cuando haya terminado.

Madre Bendita salió por la puerta detrás de Lindemann mientras Hollis permanecía ante la terminal. Un segundo cuadrado empezó a destellar, y Hollis se preguntó qué clase de batalla estaría teniendo lugar en el interior de la máquina. Mientras esperaba, pensó en Vicki. ¿Qué le diría ella si estuviera a su lado en esos momentos? Sin duda, la muerte del vigilante y del técnico la habrían afectado profundamente. «La semilla se convierte en retoño». Siempre decía esa frase: todo lo que se hacía con odio podía crecer y obstruir la Luz.

Echó un vistazo a la pantalla. Los dos cuadrados brillaban con un rojo intenso. De repente, el virus comenzó a multiplicarse por dos cada diez segundos. Las luces de las otras terminales parpadearon y una sirena se disparó en alguna parte de la torre. En menos de un minuto, el virus había derrotado a la máquina. Elmonitor de la terminal no era más que una única mancha roja. Al cabo de un instante, la pantalla quedó a oscuras.

Hollis salió corriendo de la torre y halló a Lindemann tumbado boca abajo en el suelo. Madre Bendita, a tres metros del técnico, apuntaba hacia la entrada con el subfusil.

—Ya está, vámonos.

Ella se volvió hacia Lindemann y lo miró con ojos fríos e inexpresivos.

—No pierda el tiempo matándolo —dijo Hollis—. Salgamos de aquí.

—Como quiera —contestó Madre Bendita como si hubiera salvado la vida de un insecto—. Así podrá contarles a los de la Tabula que ya no me escondo en una isla.

Regresaron al sótano y, cuando volvían sobre sus pasos, la estancia se llenó con una repentina explosión de fuego cruzado. Hollis y Madre Bendita se arrojaron al suelo, tras un generador de emergencia, mientras las balas impactaban en los conductos y los cables que había por encima de su cabeza.

Los disparos cesaron. Hollis oyó el ruido metálico de los cargadores al ser introducidos en los rifles de asalto. Alguien gritó algo en alemán, y las luces del sótano se apagaron.

Hollis y Madre Bendita se hallaban en el suelo, el uno junto al otro. La claridad de los interruptores del generador los iluminaba débilmente. Hollis vio la silueta de la Arlequín cuando esta se sentó y cogió la bolsa con el equipo.

—La escalera se encuentra a unos treinta metros de distancia —susurró Hollis—. Corramos hacia ella.

—Han apagado las luces —dijo Madre Bendita—. Eso significa que seguramente tienen gafas de visión nocturna. Ellos nos ven y nosotros estamos ciegos.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Hollis—. ¿Quedarnos aquí y luchar?

—Enfríeme —dijo la Arlequín al tiempo que le daba un recipiente metálico que contenía nitrógeno líquido para anular los detectores de movimiento.

—¿Quiere que la rocíe con esto?

—La piel no. Solo la ropa y el pelo. Así estaré demasiado fría para que puedan verme.

Hollis encendió la linterna y la sujetó con la mano de manera que la luz surgiera de las aberturas entre los dedos. Madre Bendita se tumbó boca abajo, y él le roció la cazadora, los pantalones y las botas con nitrógeno líquido. Luego se puso boca arriba y Hollis tuvo cuidado en no derramárselo en la cara y las manos. Cuando el recipiente se vació, se oyó un borboteo.

La Arlequín se sentó. Le temblaban los labios. Hollis le tocó el antebrazo y lo notó frío como el hielo.

—¿Quiere el subfusil? —preguntó.

—No, el destello de los disparos me delataría. Me llevaré la espada.

—Pero ¿cómo los va a localizar?

—Utilizando los sentidos, señor Wilson. Estarán asustados, de modo que respirarán agitadamente y dispararán a las sombras. La mayor parte de las veces, el enemigo se derrota a sí mismo.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Deme cinco segundos. Luego, dispare hacia la derecha.

Madre Bendita se escabulló por la izquierda y desapareció entre las sombras. Hollis contó hasta cinco, se levantó y abrió fuego con el subfusil hasta vaciar el cargador. Los mercenarios respondieron desde tres puntos del lado izquierdo de la sala. Un instante después, oyó gritar a uno de ellos y más disparos.

Hollis desenfundó la automática y metió una bala en la recámara. Oyó que alguien recargaba un arma y corrió hacia el sonido. Una débil claridad surgía del montacargas del fondo, y eso le permitió disparar hacia la oscura silueta que se acurrucaba tras la maquinaria.

Otra ráfaga de disparos. Luego, silencio. Hollis encendió la linterna e iluminó el cadáver del mercenario que yacía frente a él, a menos de tres metros de distancia. Siguió avanzando con sigilo y estuvo a punto de tropezar con otro cadáver que yacía junto al aparato del aire acondicionado; tenía el brazo derecho arrancado.

Hollis barrió el sótano con la linterna; vio un tercer cuerpo cerca de la pared del fondo y el cuarto y último junto al montacargas. No lejos de allí, una figura yacía medio apoyada contra unas cajas. Era Madre Bendita. La Arlequín había recibido un balazo en el pecho y tenía el suéter empapado en sangre. Aun así, seguía aferrando la espada como si su vida dependiera de ella.

—Ese tuvo suerte —dijo con voz apagada al ver a Hollis—. Un tiro al azar. Que la muerte llegue por azar me parece bien.

—Usted no va a morir —afirmó Hollis—. Voy a sacarla de aquí.

Madre Bendita lo miró con ojos vidriosos.

—No sea estúpido. Coja esto. —Le tendió la espada y lo obligó a aceptarla—. Procure escoger un buen nombre Arlequín, señor Wilson. Mi madre eligió el mío. Siempre lo he odiado.

Hollis dejó la espada en el suelo y se dispuso a coger en brazos a la Arlequín, pero ella lo apartó.

—Yo era una niña preciosa. Todo el mundo lo decía. —Sus palabras se hicieron ininteligibles cuando un chorro de sangre le goteó de los labios—. Una niña preciosa…