Desde el porche de su casa de madera, Rosaleen Magan observó cómo el capitán Foley avanzaba tambaleándose por una estrecha calle de Portmagee. Su padre se había bebido cinco botellas de Guinness durante la cena, pero Rosaleen no se había quejado de su afición. El capitán había ayudado a criar a seis hijos, había salido a pescar hiciera el tiempo que hiciese y nunca había iniciado una pelea en el pub del pueblo. «Si quiere beberse otra cerveza, que se la beba», pensó ella. «Eso le ayudará a olvidar su artritis.»Entró en la cocina y conectó el ordenador que tenía en un cuartito, junto a la despensa. Su marido estaba en Limerick, en unas clases de formación, y su hijo en Estados Unidos, trabajando de ebanista. En verano, la casa se llenaba de turistas, pero en los fríos meses del invierno hasta los ornitólogos dejaban de ir por allí. Rosaleen prefería aquella estación, más tranquila, a pesar de que nunca ocurría nada. Su hermana mayor trabajaba en una oficina de correos, en Dublín, y siempre estaba presumiendo de la última película que había visto o del estreno de la obra de teatro al que había asistido en el Abbey Theatre. En una ocasión fue lo bastante desconsiderada para decirle que Portmagee era una «aldea moribunda».
Pero aquella noche Rosaleen tenía novedades suficientes para escribir un correo electrónico de lo más jugoso. En Skellig Columba se habían producido misteriosos acontecimientos, y su padre era la única fuente de información fiable de lo que ocurría en la isla.
Rosaleen intentó refrescar la memoria de su hermana recordándole que el año anterior un hombre de cierta edad, llamado Matthew, había viajado a la isla acompañado de una irlandesa pelirroja, y que esta se convirtió de repente en la jefa espiritual de las clarisas descalzas. Lo curioso era que, hacía pocos días, un grupo aún más pintoresco llegó a Portmagee: una niña china, una mujer negra, una joven con acento inglés y un estadounidense. Al día siguiente de haberlos llevado a la isla, llamaron a su padre para que fuera a recoger a la supuesta abadesa y al joven estadounidense. «Sea lo que sea lo que está ocurriendo», tecleó Rosaleen, «es muy extraño. Puede que esto no sea Dublín, pero en Portmagee también tenemos nuestros misterios».
Oculto en el interior del ordenador, el gusano espía que había infectado a millones de ordenadores de todo el mundo aguardaba como una serpiente tropical en el fondo de un oscuro lago. Cuando el programa detectó ciertas palabras clave, copió la información y se introdujo sigilosamente en internet para llevársela a su amo.
A Vicki Fraser le gustaba despertarse en el dormitorio que había en la cabaña de piedra destinada a la cocina. Su cara siempre estaba fría, pero un edredón de pluma abrigaba el resto de su cuerpo. Alice dormía en un rincón, y Maya, muy cerca de ella, con la espada Arlequín al alcance de la mano.
Por la mañana reinaba el silencio en la cabaña. Cuando el sol caía en determinado ángulo, un blanco chorro de luz penetraba por el ventanuco y avanzaba lentamente por el suelo. Vicki pensó en Hollis y se lo imaginó tumbado junto a ella. Él tenía el cuerpo lleno de las cicatrices que le habían dejado cientos de peleas y enfrentamientos, pero cuando ella lo miraba fijamente a los ojos, veía en ellos bondad. Desde que se encontraban a salvo en la isla, Vicki había tenido tiempo de pensar en él. Hollis era un luchador muy bueno, pero a Vicki le preocupaba que la confianza que tenía en sí mismo pudiera meterle en problemas.
Alrededor de las seis de la mañana, la hermana Joan entró en la cocina y empezó a trastear con cazos y ollas para preparar el té. Las otras tres religiosas llegaron media hora más tarde. Desayunaron todas juntas. Encima de la mesa había una gran jarra de miel, y Alice disfrutaba cogiéndola con ambas manos y dibujando formas encima de su plato de gachas.
La niña seguía sin hablar, pero parecía disfrutar de su estancia en la isla. Ayudaba a las monjas en las tareas cotidianas, recogía flores y las guardaba en botes de mermelada vacíos, y exploraba la isla armada con un palo, su espada Arlequín. Un día llevó a Vicki por un estrecho sendero excavado en la ladera de un acantilado que descendía cien metros en línea recta, casi hasta donde las olas batían contra las rocas. Al final del sendero se abría una pequeña cueva en la que había un pequeño altar con una cruz celta, ambos de piedra. «Esto parece la cueva de un ermitaño», había dicho Vicki, y a Alice pareció gustarle la idea. Luego las dos se sentaron en la estrecha entrada mientras la niña arrojaba piedras hacia el horizonte.
Alice trataba a Vicki como si ella fuera su hermana mayor. Adoraba a las monjas, que le leían libros de aventuras y le preparaban bollos para la hora del té. Una noche incluso se tumbó en un banco de la capilla y descansó la cabeza en el regazo de la hermana Joan. Para la muchacha, Maya se hallaba en otra categoría. No era ni su madre ni su hermana ni su amiga. A veces, Vicki las había sorprendido intercambiando una mirada de extraña complicidad. Las dos parecían compartir el mismo sentimiento de soledad; no importaba cuánta gente estuviera con ellas en la misma habitación.
Maya bajaba dos veces al día al refugio del sótano para ver el cuerpo de Matthew Corrigan. El resto del tiempo lo dedicaba a sí misma: bajaba por la escalera de roca hasta el embarcadero y una vez allí contemplaba las olas. Vicki no se atrevía a preguntarle qué había ocurrido, pero resultaba obvio que Maya había hecho algo que había dado una excusa a Madre Bendita para llevarse a Gabriel de Skellig Columba.
En su octavo día en la isla, Vicki se despertó de madrugada y vio a la Arlequín arrodillada junto a ella.
—Ven abajo —le susurró Maya—. Tengo que hablar contigo.
Tras abrigarse con un chal negro, Vicki bajó a la zona en la que comían, donde había una mesa y dos bancos. Maya había encendido un fuego de turba en la estufa y se notaba un poco de calor. Vicki tomó asiento en uno de los bancos y apoyó la espalda contra la pared. Una gran vela ardía en el centro de la mesa; las sombras danzaban en el rostro de la Arlequín mientras caminaba por la estancia.
—¿Te acuerdas de cuando llegamos a Portmagee y Gabriel y yo fuimos en busca del capitán Foley? Cuando salimos de su casa, nos sentamos en un banco frente al mar y yo le juré que nunca lo abandonaría, que siempre estaría a su lado, pasara lo que pasase.
Vicki asintió.
—Eso tuvo que resultarte difícil —dijo en voz baja—. En una ocasión me dijiste que a los Arlequines no les gustaba hacer promesas.
—No fue nada difícil. Deseaba pronunciar aquellas palabras, lo deseaba más que cualquier otra cosa. —Maya se acercó a la vela y miró la llama fijamente—. Hice una promesa a Gabriel y tengo intención de cumplirla.
—¿Qué quieres decir?
—Me voy a Londres, a encontrar a Gabriel. Nadie puede protegerlo mejor que yo.
—¿Y qué pasa con Madre Bendita?
—Me atacó en la capilla, pero lo hizo solo para llamar mi atención. No pienso tolerar que vuelva a intimidarme. —Maya reanudó su deambular con un destello de cólera en los ojos—. Lucharé contra ella, contra Linden y contra cualquiera que intente apartarme de Gabriel. Llevo recibiendo órdenes de los Arlequines desde que era niña. Pero eso se ha terminado.
«Madre Bendita te matará», pensó Vicki, pero no lo dijo. El rostro de Maya parecía irradiar una fiera energía.
—Si esa promesa es tan importante para ti, vuelve a Londres. No te preocupes por Matthew Corrigan. Yo estaré aquí si cruza y regresa a este mundo.
—La verdad es que me preocupa abandonar mis obligaciones, Vicki. Dije que me quedaría y lo protegería.
—En esta isla está a salvo —repuso Vicki—. Hasta Madre Bendita lo reconoció. Ella estuvo aquí casi seis meses y ni siquiera vio a un ornitólogo.
—Pero ¿y si pasa algo?
—Entonces yo me ocuparé de resolver el problema. Empiezo a parecerme a ti, Maya. Ya no soy una niña.
La Arlequín se detuvo y sonrió levemente.
—Sí. Tú también has cambiado.
—Foley llegará mañana con las provisiones y podrás irte con él, pero ¿cómo encontrarás a Gabriel en Londres?
—Seguramente se ha puesto en contacto con los free runners. Estuve en la casa que tienen en South Banks. Iré allí para hablar con ellos.
—Coge todo el dinero que hay en mi mochila. En esta isla no nos sirve para nada.
—Maya… —dijo una vocecita.
Vicki se sorprendió al ver a Alice en la escalera. Era la primera vez que la niña hablaba desde que se había cruzado en sus vidas. Su boca se movía en silencio, como si no pudiera creer que esos sonidos hubieran surgido de su garganta. Luego, volvió a hablar.
—Por favor, Maya, no te vayas. Me gusta que estés aquí.
El rostro de Maya se convirtió en la habitual máscara Arlequín, pero enseguida se permitió experimentar una emoción distinta a la ira. Vicki había visto a Maya hacer gala de coraje en muchas ocasiones a lo largo de los últimos meses; pero ese fue el momento en que desplegó mayor valentía: cuando cruzó la habitación y abrazó a la niña.
Uno de los mercenarios que había llegado a Irlanda en avión acompañando a Boone descorrió la puerta de carga del helicóptero. Boone, sentado en un banco metálico, trabajaba con su ordenador portátil.
—Disculpe, señor, me ordenó que lo avisara cuando llegara el señor Harkness.
—Así es. Gracias.
Boone se puso la chaqueta y salió del helicóptero. Los dos mercenarios y el piloto estaban de pie en la pista de despegue, fumando un cigarrillo y charlando sobre una oferta que habían recibido de Moscú. Habían pasado las últimas tres horas esperando en un aeródromo en las afueras de Killarney. Atardecía; los pilotos aficionados que habían estado practicando maniobras de aterrizaje con viento cruzado ya habían aparcado sus aparatos y se habían marchado a casa. El aeródromo se hallaba en medio de la campiña irlandesa, rodeado de campos de labranza. Un rebaño de ovejas pastaba en el lado norte; las vacas ocupaban el lado sur. En el aire flotaba el agradable olor de la hierba recién cortada.
Una pequeña ranchera, con una capota metálica encima de la plataforma de carga, se hallaba aparcada a unos doscientos metros, al otro lado de la verja de entrada. De ella se apeó el señor Harkness mientras Boone caminaba en su dirección. Boone había conocido al zoólogo retirado en Praga, cuando capturaron, interrogaron y asesinaron al padre de Maya. El anciano tenía los dientes podridos y la piel muy pálida y vestía una americana de tweed y una corbata llena de manchas.
Boone había entrevistado y contratado a gran cantidad de mercenarios, pero algo en Harkness hacía que se sintiera incómodo. Aquel individuo parecía disfrutar ocupándose de los segmentados; pero, claro, era su trabajo. Harkness se emocionaba cuando hablaba de aquellas aberraciones genéticas creadas por los científicos de la Hermandad. Era un hombre sin poder que en esos momentos controlaba algo sumamente peligroso. Boone tenía la sensación de hallarse ante una especie de mendigo que se dedicaba a jugar con una granada de mano.
—Buenas noches, señor Boone. Es un placer volver a verlo —saludó Harkness respetuosamente con una inclinación de cabeza.
—¿Algún problema en el aeropuerto de Dublín?
—No, señor. Todos los papeles fueron debidamente sellados por nuestros amigos del zoo de Dublín. Los de aduanas ni siquiera se molestaron en echar un vistazo a las jaulas.
—¿Alguna herida durante el transporte?
—Todos los especímenes parecen gozar de buena salud. ¿Quiere comprobarlo usted mismo?
Boone permaneció en silencio mientras Harkness abría la plataforma de carga. En el interior había cuatro jaulas como las que se usan para el transporte en avión de perros y animales domésticos. Todos los orificios de los contenedores estaban protegidos por una gruesa tela metálica. Apestaba a orines y descomposición.
—Les di de comer cuando llegamos al aeropuerto, pero eso ha sido todo. Es mejor que estén hambrientos para la tarea que les espera.
Harkness dio una palmada en la tapa de un contenedor. Una especie de ronco ladrido salió del interior. Los otros tres segmentados respondieron. A lo lejos, las ovejas balaron y echaron a correr en la dirección opuesta.
—Son malos bichos. —La sonrisa de Harkness dejó a la vista sus dientes podridos.
—¿Nunca se pelean?
—Pocas veces. Estos animales han sido manipulados genéticamente para atacar, pero aparte de eso tienen los instintos propios de su especie. El del contenedor verde es el jefe del grupo, y los otros tres son sus inferiores. A ninguno se le ocurrirá atacar al líder a menos que esté seguro de que puede matarlo.
Boone miró a Harkness a los ojos.
—¿Podrá controlarlos?
—Sí, señor. En la furgoneta tengo un pincho eléctrico para ganado. No serán un problema.
—¿Y qué ocurrirá cuando los hayamos soltado?
—Bueno, señor Boone… —Harkness miró hacia otro lado—. Una escopeta recortada será lo más eficaz una vez hayan hecho su trabajo.
Los dos hombres callaron cuando un segundo helicóptero se acercó por el este. El aparato describió un círculo sobre el aeródromo y se posó en la hierba. Boone dejó al zoólogo y fue a recibir al recién llegado. La puerta lateral se abrió, un mercenario desplegó una escalerilla y Michael Corrigan apareció en la puerta.
—¡Buenas tardes! —saludó.
Boone no había decidido todavía si debía llamar al Viajero señor Corrigan o Michael. Inclinó la cabeza educadamente.
—¿Qué tal ha ido el vuelo?
—Ningún problema. ¿Están ustedes listos para ponerse en marcha, señor Boone?
Sí, lo estaban, pero a Boone le molestaba que alguien que no fuera el general Nash le hiciera semejante pregunta.
—Creo que será mejor que esperemos a que oscurezca —dijo—. Resulta más fácil localizar al objetivo cuando está dentro de un edificio.
Tras una cena ligera de sopa de lentejas y galletas saladas, las clarisas descalzas abandonaron el calor de la cocina y fueron a la capilla. Alice las siguió. Desde que Maya se había marchado de la isla, la niña había regresado a su autoimpuesto mutismo. Aun así, parecía disfrutar escuchando las oraciones en latín. A veces sus labios se movían como si cantara mentalmente con las religiosas. «Kyrie eleison. Kyrie eleison. Que el señor se apiade de nosotros.»Vicki se quedó en la cocina fregando los platos. Al cabo de un rato de que se hubieran marchado, vio que Alice se había dejado la chaqueta bajo el banco, cerca de la puerta. El viento soplaba con fuerza del este, y en la capilla haría frío. Dejó los platos en la pila de piedra, cogió la chaqueta de la niña y salió.
La isla era un universo cerrado. Cuando uno la había recorrido unas cuantas veces, comprendía que la única manera de liberarse de esa particular realidad era alzar los ojos al cielo. En Los Ángeles, una capa de contaminación ocultaba las estrellas, pero en la isla el aire era limpio y cristalino. De pie junto al refugio de piedra, contempló brevemente la luna nueva y la mancha luminosa de la Vía Láctea. Podía oír los graznidos de las aves marinas en la distancia.
Cuatro luces rojas aparecieron por el este. Eran como faros gemelos flotando en la negrura. «Aviones», pensó. «No. Son dos helicópteros». Y en cuestión de segundos comprendió lo que iba a ocurrir. Ella estaba en el recinto de la iglesia, al noroeste de Los Ángeles, cuando la Tabula atacó de la misma manera.
Intentando no tropezar con las piedras del sendero, bajó corriendo hasta la última terraza y entró en la capilla con forma de barca invertida. Los cánticos se interrumpieron de golpe cuando abrió violentamente la recia puerta de roble. Alice se levantó y, nerviosa, recorrió con la vista la estrecha estancia.
—¡La Tabula se acerca en dos helicópteros! —anunció Vicki—. ¡Tienen que salir de aquí y esconderse!
La hermana Maura parecía aterrorizada.
—¿Dónde? ¿En el almacén, con Matthew?
—Llévalas a la cueva del ermitaño, Alice. ¿Crees que podrás encontrar el camino en la oscuridad?
La niña asintió, cogió a la hermana Joan de la mano y empujó a la cocinera hacia la puerta.
—¿Y usted, Vicki?
—Me reuniré con ustedes en la cueva, pero antes debo asegurarme de que el Viajero está a salvo.
Alice la miró unos segundos y luego se marchó, se adentró con las religiosas en la oscuridad. Vicki regresó a la terraza intermedia y vio que los helicópteros estaban mucho más cerca. Sus luces de navegación sobrevolaban la isla como espíritus malignos, y oyó el rítmico latido de sus rotores azotando el aire.
Entró en el almacén, encendió una vela y abrió la trampilla. Estaba casi convencida de que Matthew Corrigan era capaz de percibir el peligro que se acercaba; quizá la Luz había regresado a su cuerpo y ella lo encontraría consciente y sentado en su refugio. Solo tardó unos segundos en bajar y comprobar que el Viajero seguía inmóvil bajo su sábana de algodón.
Volvió a subir rápidamente, cerró la trampilla, la cubrió con un viejo plástico, puso encima un viejo motor fuera borda y dejó tiradas por el suelo unas cuantas herramientas, como si alguien hubiera estado reparándolo.
«Protege a tu siervo Matthew», rezó. «Sálvalo de la destrucción.»No podía hacer más. Había llegado el momento de reunirse con las demás en la cueva. Pero cuando salió al exterior vio los haces de las linternas barrer la cumbre de la isla y las negras siluetas de los mercenarios de la Tabula perfiladas contra las estrellas. Volvió a entrar en el almacén, cerró la puerta y la bloqueó con la barra de hierro. Había dicho a Maya que protegería al Viajero. Era una promesa. Una obligación. El significado que esa palabra tenía para los Arlequines la abrumó con una fuerza poderosa mientras empujaba un pesado contenedor contra la puerta.
Más de cien años antes, un Arlequín llamado León del Templo había sido capturado, torturado y asesinado junto con el profeta Isaac T. Jones. Vicki y algunos miembros de su congregación creían que ese sacrificio nunca había sido recompensado. ¿Por qué Dios había hecho que Maya y Gabriel se cruzaran en su vida? ¿Por qué había acabado en aquella isla, protegiendo a un Viajero? «La deuda no pagada», pensó. «La deuda no pagada.»Tres de las cabañas estaban vacías, pero la cuarta estaba atrancada y los mercenarios no fueron capaces de forzar la entrada. Antes de llegar a Skellig Columba, Boone había leído toda la información que había podido recopilar acerca de la isla, y sabía que aquellas construcciones milenarias tenían paredes de gruesa piedra que dificultaba el uso de los escáneres infrarrojos, por eso su equipo había llevado un backscatter portátil.
Cuando los dos helicópteros aterrizaron en la isla, los hombres saltaron empujados por el deseo de capturar o destruir, pero ese agresivo impulso había menguado. Los mercenarios hablaban en susurros mientras los haces de sus linternas rasgaban la oscuridad del rocoso paisaje. Dos hombres bajaron por la pendiente con el equipo que acababan de descargar del helicóptero. Una parte del backscatter parecía un telescopio de refracción montado sobre un trípode. El aparato disparaba rayos X hacia su objetivo, y una pequeña antena parabólica capturaba los fotones resultantes.
Las máquinas de rayos X de los hospitales se basaban en el principio de que los cuerpos de mayor densidad absorbían más cantidad de rayos X que los de menor densidad. El backscatter funcionaba porque los fotones de los rayos X se desplazaban de manera distinta a través de los distintos tipos de materiales. Sustancias con números atómicos bajos, como la carne humana, proporcionaban imágenes diferentes que las que daban el plástico o el acero. Los ciudadanos que vivían dentro de la Gran Máquina ignoraban que había backscatters escondidos en la mayoría de los aeropuertos importantes de todo el mundo y que el personal de seguridad se entretenía mirando bajo la ropa de los pasajeros.
Michael Corrigan volvió de la capilla acompañado por dos mercenarios. Llevaba una cazadora con gorro y zapatillas para correr, como si fuera a hacer jogging por la isla.
—En la capilla no hay nadie, Boone. ¿Qué pasa con esa cabaña?
—Estamos a punto de averiguarlo.
Boone conectó el receptor del backscatter a su portátil, encendió el aparato y se sentó en una piedra. Michael y otros hombres se situaron tras él. La grisácea imagen creada por el artefacto tardó unos minutos en formarse del todo: dentro del refugio de piedra, una mujer apilaba cajas contra la puerta. «Esa no es una de las clarisas descalzas», pensó Boone, «de lo contrario, este trasto mostraría la sombra del hábito».
—Eche un vistazo —le dijo a Michael—. Solo hay una persona ahí dentro. Una mujer. Está bloqueando la puerta.
Michael parecía disgustado.
—¿Y mi padre? Usted me dijo que mi padre o Gabriel estarían en esta isla.
—Esa fue la información que recibí —repuso Boone mientras hacía girar la imagen para tener una visión desde distintos ángulos—. Podría tratarse de Maya, la Arlequín que protegía a su hermano en Nueva York y…
—Sé quién es Maya —espetó Michael—. La vi la noche en que atacó el centro de investigación.
—Quizá podríamos interrogarla.
—Matará a sus hombres y se matará ella a menos que podamos obligarla a salir. Diga a Harkness que venga con sus segmentados.
Boone intentó disimular su disgusto.
—Todavía no es necesario.
—Yo decidiré lo que es necesario y lo que no, Boone. Antes de que la señorita Brewster y yo decidiéramos lanzar esta operación, investigué un poco por mi cuenta. Estos viejos edificios tienen unos muros sumamente gruesos. Esa es la razón por la que quería que Harkness formara parte del equipo.
Cuando los monjes de la antigüedad apilaron las piedras con las que levantaron las cabañas, dejaron unas aberturas en la parte alta de los muros para dejar salir el humo. Años más tarde, los agujeros de ventilación de la cabaña que se utilizaba como almacén se convirtieron en las ventanas del piso superior. Solo tenían entre veinte y treinta centímetros de diámetro. Aunque los mercenarios rompieran los cristales, no podrían entrar.
De pie en la penumbra, Vicki oyó que movían el picaporte y golpeaban la puerta con los puños. Luego, se hizo el silencio, y a continuación se oyó el poderoso impacto de una herramienta. La pesada puerta de roble se estremeció y golpeó la barra de hierro que la mantenía atrancada, pero aguantó. Vicki recordó haber oído hablar a las monjas de las incursiones vikingas en los monasterios irlandeses durante el siglo xn. Cuando los monjes no podían huir a campo traviesa, se encerraban en una torre de piedra, con sus cruces de oro y sus lujosos relicarios, y rezaban y confiaban en que los hombres del norte no pudieran entrar.
Vicki apiló más contenedores contra la puerta. Los golpes se interrumpieron. Fue hasta el pie de la escalera y vio el haz de una linterna atravesar una de las ventanas del piso de arriba.
En una de sus cartas desde Meridian, en Mississippi, Isaac T. Jones decía a sus fieles: «Mirad en vuestro interior y encontraréis un pozo que no se ha de secar. Nuestros corazones rebosan valentía y amor…».
Solo habían pasado unos meses desde que Vicki fue al aeropuerto de Los Ángeles, siendo una joven piadosa, tímida y asustada, para recibir a una Arlequín. Desde entonces, la habían puesto a prueba en numerosas ocasiones y nunca había desfallecido. Isaac T. Jones estaba en lo cierto: el coraje había estado siempre en su interior.
En el piso de arriba sonó un ruido seco. Alguien había roto el cristal de una de las ventanas. Una lluvia de pedazos de vidrio cayó al suelo. «¿Podrán entrar?», se preguntó Vicki. No. Solo un niño podría pasar por un agujero tan pequeño. Esperó a oír disparos o una explosión, pero lo único que escuchó fue un ronco graznido, como el que haría un pájaro al ser estrangulado.
—Dios mío, sálvame. Por favor sálvame —rezó entre susurros.
Miró por la estancia en busca de un arma y vio dos cañas de pescar, un saco de cemento y una lata de gasolina vacía. Apartó todo aquello frenéticamente y descubrió unos cuantos útiles de jardín apoyados contra la pared. Entre ellos, una pala manchada de barro.
Oyó una especie de gruñido y se refugió en un rincón. En la escalera apareció una extraña figura: un enano en cuclillas, de prominente barriga y anchos hombros. El enano bajó hasta la mitad de la escalera y se volvió hacia Vicki. Fue entonces cuando ella comprendió que no era un hombre, sino un animal con el negro hocico de un perro.
La bestia soltó un chillido espeluznante, brincó por encima del pasamanos y corrió hacia ella. Vicki levantó la pala a la altura de los hombros y, cuando el animal se le echó encima, saltando desde lo alto de una caja, lo golpeó con todas sus fuerzas en pleno abdomen. El animal cayó hacia atrás, pero se levantó inmediatamente y le agarró una pierna con una de sus extremidades de cinco dedos.
Vicki le aporreó frenéticamente el cuello con la pala. Los gritos de la criatura resonaron en el refugio cuando empezó a utilizar la pala como si fuera un hacha, golpeándolo una y otra vez. El animal rodó sobre sí mismo y le mostró los dientes. Le manaba sangre de la boca y agitaba las patas espasmódicamente. Intentó incorporarse, pero Vicki volvió a golpearlo hasta que quedó inmóvil. Muerto.
Dos de las velas se habían apagado. Vicki cogió la única que quedaba encendida y examinó a su atacante. Le sorprendió ver que era un pequeño babuino con el pelaje amarillento. El simio tenía bolsas en las mejillas, un largo hocico sin pelo y fuertes brazos y piernas. Sus ojos seguían abiertos; parecía como si aquella criatura muerta todavía la mirara con furia.
Vicki recordó que Hollis le había hablado de los animales que lo atacaron en su casa de Los Ángeles. Aquel parecía de la misma especie. Hollis los había llamado «segmentados». Los cromosomas de aquel babuino habían sido manipulados, cortados en segmentos por los científicos de la Tabula, que habían creado una aberración genética que solo deseaba atacar y matar.
Los hombres de fuera rompieron una segunda ventana. Vicki sujetó la pala con ambas manos y se desplazó sigilosamente por el cuarto. La pierna izquierda le sangraba. La sangre goteaba sobre el zapato, y este iba dejando rojas huellas en el suelo. Durante unos instantes no ocurrió nada; luego la llama de la vela titiló: tres segmentados bajaban por la escalera. Se detuvieron, olfatearon el aire, y su líder lanzó un ronco ladrido.
Eran demasiados y demasiado fuertes. Vicki comprendió que iba a morir. Por su mente pasaron imágenes como fotografías de un viejo álbum: su madre, el colegio, los amigos. Las cosas que en un tiempo parecían tan importantes se desvanecieron. Sus recuerdos más vivos fueron de Hollis, y sintió que la embargaba una profunda tristeza al saber que nunca más volvería a verlo. «Te quiero. No lo olvides nunca. Nunca destruirán mi amor», le dijo mentalmente.
Los segmentados olieron la sangre. Saltaron de la escalera y corrieron hacia Vicki con furiosa velocidad. Sus aullidos llenaron la habitación. Sus afilados colmillos le recordaron a los de los lobos. «Se acabó», pensó. «No tengo la más mínima oportunidad». No obstante, aferró la pala y se preparó para hacer frente al ataque.