Sentado junto a una ventana del segundo piso de Vine House, Gabriel contempló el pequeño parque público que había en el centro de Bonnington Square. Eran casi las nueve de la noche. Con la oscuridad, una fría niebla había subido desde el río e invadido las calles de South London. Las farolas de la plaza brillaban con una luz apagada, como las ascuas de un fuego vencidas por un frío penetrante. No había nadie en el parque, pero cada pocos minutos un nuevo grupo de jóvenes se acercaba a la casa y llamaba a la puerta.
Gabriel llevaba tres días en la ciudad; se había instalado en la tienda de instrumentos de percusión que Winston Abosa tenía en el mercado de Camden. Había pedido ayuda a Jugger y sus amigos, y todos habían respondido de inmediato. Había corrido la voz, y free runners de todos los rincones del país estaban llegando a Vine House.
Jugger llamó dos veces a la puerta antes de asomarse. E lfree runner parecía animado y un poco nervioso. Gabriel oyó la multitud reunida en la planta de abajo.
—Ha llegado un montón de gente —anunció Jugger—. Tenemos pandas de Liverpool y Glasgow. Incluso tu viejo amigo Cutter ha venido de Manchester con su gente. No sé cómo se han enterado.
—¿Habrá espacio suficiente?
—Ice está haciendo de monitora en un campamento de verano y repartiendo a la gente en los asientos. Roland y Sebastian han tirado cable por los pasillos y hay altavoces en toda la casa.
—Gracias, Jugger.
El free runner se ajustó el gorro de lana y lanzó una sonrisa de apuro a Gabriel.
—Escucha, colega. Somos amigos, ¿no? Podemos hablar de cualquier cosa, ¿verdad?
—¿Cuál es el problema?
—Tu guardaespaldas irlandesa. La puerta principal estaba abarrotada de gente, de manera que Roland fue por la parte de atrás y saltó la tapia del jardín. Lo hacemos constantemente para poder entrar por la cocina. Bueno, pues de repente esa tía lo tenía encañonado con una pistola automática.
—¿Le ha hecho daño?
—No. Pero Roland se meó en los pantalones. Te lo juro, Gabriel. Quizá podría quedarse fuera mientras tú hablas. No me gustaría que se cargara a nadie esta noche.
—No te preocupes, nos largaremos en cuanto termine de hablar.
—Y entonces ¿qué?
—Voy a pedir un poco de ayuda y veremos qué pasa. Quiero que hagas de intermediario entre la gente de abajo y yo.
—No hay problema. Puedo ocuparme de eso.
—Me alojo en el mercado de Camden, en una zona medio clandestina que llaman «las catacumbas». Allí hay una tienda de instrumentos de percusión. Su propietario es un tal Winston. Él sabrá cómo encontrarme.
—Suena como si tuvieras un plan, tío. —Jugger asintió con solemnidad—. Todo el mundo está esperando para oírte. De todas maneras, dame unos minutos para distribuir un poco a la gente.
Elfree runner salió de la buhardilla y bajó por la estrecha escalera. Gabriel se quedó sentado, contemplando el jardincillo en el centro de la plaza. Según Sebastian, antes allí había un edificio que fue bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial y después un erial de desguace de coches viejos. Poco a poco el barrio empezó a limpiar el terreno y a plantar especies autóctonas y algunos árboles exóticos. En esos momentos palmeras y bananos crecían junto a los típicos rosales ingleses. Sebastian estaba convencido de que Bonnington Square era una zona ecológica con un microclima propio.
Los free runners tenían un huerto en la parte de atrás de Vine House, y en las azoteas de los edificios circundantes crecían árboles y arbustos. Aunque había miles de cámaras de vigilancia repartidas por todo Londres, el deseo de tener un jardín demostraba que el ciudadano medio quería un refugio ajeno a la Gran Máquina. Con amigos, comida y una botella de vino, incluso un modesto patio trasero parecía versallesco.
Unos minutos más tarde, Jugger volvió a llamar dos veces y abrió la puerta.
—¿Estás listo? —preguntó.
Había varios free runners sentados en la escalera, y otros apretujados en el vestíbulo. Madre Bendita se encontraba en el salón, cerca de una mesa en la que había un micrófono en el centro. Uno de sus mercenarios irlandeses, un tipo con una cicatriz en la nuca y de aspecto temible, permanecía en el exterior de la casa.
Gabriel cogió el micrófono y lo encendió. Un cable lo conectaba a un amplificador que repartía la señal por los diferentes altavoces. Respiró hondo y oyó el sonido que llegaba del vestíbulo. Empezó.
—Cuando iba al colegio, el primer día de clase nos dieron un grueso libro de texto de historia. Recuerdo lo que me costaba meterlo en la mochila antes de volver a casa por las tardes. Las distintas eras históricas estaban identificadas por un código de color, y el profesor nos hacía creer que, llegada cierta fecha, la gente había dejado la Edad Media y había decidido que se hallaban en el Renacimiento.
«Naturalmente, la historia real no es esa. Diferentes cosmovisiones y tecnologías pueden coexistir. Cuando surge una verdadera innovación, la mayor parte de la gente ignora su poder o lo que supone para su vida.
»Una manera de entender la historia es verla como una lucha continua, un conflicto permanente entre individuos con nuevas ideas y aquellos que desean controlar la sociedad. Algunos de vosotros habéis oído hablar de un grupo llamado la Tabula. Desde tiempo inmemorial, la Tabula ha guiado a reyes y gobiernos hacia la filosofía del control. Quiere convertir el mundo en una gran prisión donde el prisionero acepte el hecho de que está siendo observado permanentemente. Al final todos los prisioneros acabarán aceptando su condición como una realidad.
»Hay gente que no se da cuenta de lo que está pasando. Otros prefieren no darse por enterados. Pero aquí todos somos free runners. Los edificios que nos rodean no nos asustan. Trepamos por los muros y saltamos al vacío.
Gabriel vio que Cutter, el líder de los free runners de Manchester, estaba sentado, apoyado contra la pared, y tenía un brazo enyesado.
—Os respeto a todos —prosiguió—, y especialmente a ese hombre, a Cutter. Un taxi londinense lo arrolló hace unas semanas mientras competíamos. Ahora está aquí, con sus amigos. Un verdadero free runner no acepta las limitaciones convencionales. No se trata de un deporte ni de una manera de salir en la televisión. Es una forma de vivir que hemos elegido, una manera de expresar lo que llevamos en nuestro corazón.
»Aunque algunos de nosotros hemos rechazado ciertos aspectos de la tecnología moderna, todos somos conscientes de hasta qué punto los ordenadores han cambiado el mundo. Estamos en una nueva era: la Edad de la Gran Máquina. Hay cámaras de vigilancia y escáneres por todas partes. La posibilidad de tener una vida privada no tardará en desaparecer. Todos estos cambios se justifican en nombre de una cultura del miedo generalizada. Los medios de comunicación no dejan de vociferar las nuevas amenazas que nos acechan, y los líderes políticos alimentan este miedo y restringen nuestras libertades.
»Pero los free runners no tenemos miedo. Algunos intentamos vivir fuera de la Red. Otros realizan pequeños gestos. Esta noche he venido a hablaros de un compromiso más serio. Tengo razones para creer que la Tabula está dando pasos decisivos encaminados a poner en marcha su cárcel electrónica. No estoy hablando de más cámaras de vigilancia o de la modificación de los programas de escaneo. Se trata de la culminación definitiva de su proyecto.
»¿Y cuál es ese proyecto? Esa es la cuestión. He venido a pediros que prestéis oído a los rumores y separéis el grano de la paja. Necesito gente que pueda hablar con sus amigos, buscar en internet y escuchar las voces que arrastra el viento. —Gabriel señaló a Sebastian—. El ha diseñado la primera de varias webs clandestinas. Enviad allí vuestra información, y empezaremos a organizar la resistencia.
»Recordad que todos podéis elegir. No tenéis por qué aceptar que os impongan un sistema basado en el control y el miedo. Tenemos el poder de decir "no". Tenemos derecho a ser libres. Gracias.
No hubo aplausos ni ovaciones, pero todos parecían apoyar al Viajero cuando salió, y algunos tocaron su mano al pasar.
En la calle hacía frío. Madre Bendita hizo un gesto a Brian, el mercenario irlandés, que esperaba en la acera.
—Ha acabado. Vámonos.
Gabriel y la Arlequín subieron a la parte de atrás de una furgoneta, mientras Brian se sentaba al volante. Unos segundos más tarde, el vehículo atravesaba lentamente la niebla que cubría Langley Lañe.
Madre Bendita se volvió y miró fijamente a Gabriel. Por primera vez desde que había conocido al Viajero no lo trató con manifiesto desprecio.
—¿Vas a hacer más discursos?
«Lo que voy a hacer es buscar a mi padre», se dijo Gabriel, pero se guardó para sí sus pensamientos.
—Puede. No lo sé.
—Me recuerdas a tu padre. Antes de que fuéramos a Irlanda, lo escuché hablar ante algunos grupos en España y Portugal.
—¿Mencionó alguna vez a su familia?
—Me contó que tú y tu hermano conocisteis a Thorn cuando erais pequeños.
—¿Nada más? Protegiste a mi padre durante todos esos meses ¿y eso fue lo único que te contó?
Madre Bendita miró por la ventana cuando pasaron por un puente y cruzaron el río.
—Me dijo que tanto los Arlequines como los Viajeros tenían por delante un largo camino, y que a veces no era fácil ver la luz al final del túnel.
El mercado de Camden era el lugar donde Maya, Vicki y Alice desembarcaron cuando entraron en Londres tras remontar el canal. En la época victoriana se había utilizado como punto de descarga para el carbón y la madera que se transportaban en barcazas. Los viejos almacenes y los astilleros habían sido reconvertidos en un amplio mercado lleno de pequeñas tiendas de ropa y puestos de comida. Era el lugar ideal para comprar cerámica y pasteles, joyas antiguas y uniformes sobrantes del ejército.
Brian los dejó en Chalk Farm Road, y Madre Bendita guió a Gabriel por el mercado. Los emigrantes que regentaban los puestos de comida estaban recogiendo las sillas y tirando las sobras de pollo al curry a los cubos de basura. Unas cuantas luces de colores, un recuerdo de las Navidades, oscilaban adelante y atrás en lo alto. Aparte de eso, reinaba la oscuridad y las ratas correteaban entre las sombras.
Madre Bendita conocía la situación de todas las cámaras de vigilancia de la zona, pero de vez en cuando se detenía y utilizaba un detector de cámaras, un dispositivo del tamaño de un teléfono móvil. Los potentes diodos del aparato emitían luz infrarroja invisible para el ojo humano, pero la lente de las cámaras de vigilancia la captaba y la reflejaba, y en el visor del aparato aparecían pequeñas lunas llenas en miniatura. A Gabriel le impresionó con qué rapidez Madre Bendita era capaz de detectar una cámara oculta y situarse fuera de su alcance.
En el extremo este del mercado había muchos edificios de ladrillo que antiguamente habían servido de caballerizas para los animales que tiraban de los tranvías de Londres. Había más cuadras en unos túneles que la gente llamaba «las catacumbas». Madre Bendita hizo pasar a Gabriel bajo un arco de ladrillo y se internaron en las catacumbas, apresurándose por dejar atrás los cerrados comercios y los estudios de los artistas. A lo largo de nueve metros, el túnel estaba pintado de color rosa. En otra zona, las paredes estaban cubiertas de papel de aluminio. Por fin llegaron a la tienda de Winston Abosa. Sentado en el suelo, el africano cosía una piel de animal a la caja de un tambor de madera.
Winston se puso en pie y saludó a sus huéspedes con un gesto de la cabeza.
—Bienvenidos. Espero que el discurso haya sido un éxito.
—¿Algún cliente? —preguntó Madre Bendita.
—No, señora. Ha sido una tarde muy tranquila.
Avanzaron entre tambores africanos y tallas de ébano de dioses tribales y mujeres encinta. Winston apartó una bandera, que hacía las veces de cortina y en la que se anunciaba un festival de percusión en Stonehenge, y dejó al descubierto una puerta empotrada de acero reforzado. La abrió y los tres entraron en un apartamento de cuatro habitaciones que daban al vestíbulo. En la primera había un camastro plegable y dos televisores que mostraban imágenes de la tienda y de la entrada a las catacumbas. Gabriel atravesó el vestíbulo, pasó ante una pequeña cocina y un cuarto de baño y llegó a un dormitorio sin ventanas donde había una cama de hierro, una silla y un escritorio. Ese había sido su hogar durante los últimos tres días.
Madre Bendita abrió la alacena de la cocina y sacó una botella de whisky irlandés mientras Winston seguía a Gabriel hasta el dormitorio.
—¿Tiene hambre, Gabriel? —le preguntó.
—Ahora no, Winston. Más tarde me prepararé un té y una tostada.
—Los restaurantes todavía están abiertos. Podría traer algo para la cena.
—Gracias. Tráete lo que te apetezca. Yo voy a descansar un rato.
Winston salió y cerró la puerta. Gabriel lo oyó conversar con Madre Bendita. Se tumbó en la cama y se quedó mirando la solitaria bombilla que colgaba de un cable en medio del techo. Hacía frío y la humedad se filtraba por una grieta de la pared.
La energía que lo había invadido durante el discurso parecía haberse desvanecido. Se dio cuenta de que en esos momentos era igual que su padre: un cuerpo encerrado en una habitación y vigilado por una Arlequín. Sin embargo, un Viajero no tenía por qué aceptar esas limitaciones. La Luz podía buscar la Luz en un mundo paralelo. Si cruzaba, intentaría encontrar a su padre en el Primer Dominio.
Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, con las manos en el regazo y los pies en el suelo de cemento. «Relájate», se dijo. En la primera fase, cruzar era como entregarse a la oración o a la meditación. Cerró los ojos y visualizó un cuerpo de Luz dentro de su propio cuerpo. Notó su energía y recorrió la silueta que se desplegaba dentro de sus hombros, brazos y muñecas.
«Inspira. Espira». De repente, la mano izquierda se le cayó del regazo y quedó inerte en el colchón. Cuando abrió los ojos vio que un brazo y una mano fantasmas habían salido de su cuerpo. El brazo no era más que un vacío negro con pequeños puntos de luz, como una constelación en el cielo nocturno. Concentrándose en esa otra realidad, alzó la mano fantasma un poco más, y más, hasta que al fin toda la luz salió de su cuerpo como una crisálida de su capullo.