Capítulo 15

Sentado en la parte de atrás del Mercedes, Michael contemplaba la campiña alemana por la ventanilla. Aquella mañana había desayunado en Hamburgo, y en esos momentos viajaba por la autopista en compañía de la señorita Brewster para visitar el nuevo centro de informática de Berlín. Un guardaespaldas vestido con un traje negro iba en el asiento del pasajero, junto al chófer turco. Se suponía que debía vigilar al Viajero y evitar que se escapara, pero eso no iba a ocurrir. Michael no tenía el más mínimo deseo de volver al mundo normal.

Al entrar en el coche, vio que entre los asientos había una caja de madera con pequeños cajones, y supuso que contenía documentación ultrasecreta acerca de la Hermandad; sin embargo, lo que había dentro era un dedal de plata, un par de tijeras e hilo de seda de distintos colores para una labor de punto de cruz.

La señorita Brewster conectó su teléfono a un micrófono con auriculares, sacó un malla con el dibujo impreso de una rosa y, a continuación, empezó a hacer llamadas mientras sus fuertes dedos seguían el dibujo con la aguja y el hilo. La palabra que más repetía era «brillante», pero Michael no tardó en descubrir los distintos usos que le daba. Algunos miembros de la Hermandad eran dignos de elogio, pero si pronunciaba la palabra lentamente o en un tono más monótono, estaba claro que alguien iba a ser castigado por su ineptitud.

Michael había aprendido muchas cosas sobre la Hermandad durante la conferencia en Dark Island. Todos sus miembros estaban impacientes por poner en marcha el Panopticón Virtual, pero dentro de la Hermandad había distintos grupos creados a partir de las nacionalidades y las relaciones personales. Aunque Kennard Nash era el presidente del comité ejecutivo y estaba al frente de la Fundación Evergreen, algunos miembros lo consideraban «demasiado estadounidense». La señorita Brewster se había convertido en la representante de la facción europea.

En Dark Island, Michael le había hecho saber su evaluación sobre cada miembro del comité ejecutivo. Cuando la conferencia terminó, la señorita Brewster anunció que deseaba que Michael la acompañara en su tarea de evaluar los progresos del Programa Sombra. Al general Nash pareció molestarle semejante petición, así como el hecho de que Michael hubiera mencionado a su padre durante la reunión.

—Adelante, lléveselo —dijo a la señorita Brewster—. Pero no lo pierda de vista.

Al día siguiente embarcaron en Toronto en un jet privado con destino a Alemania. Viajar con la señorita Brewster resultó una lección condensada de lo que significa el poder. Michael empezó a darse cuenta de que los políticos que pronunciaban discursos y proponían nuevas leyes no eran más que simples actores en una compleja representación. Aunque eran líderes que parecían hallarse en la cúspide del poder, estaban obligados a ceñirse a un guión escrito por otros. Mientras los medios de comunicación se entretenían con las celebridades, la Hermandad evitaba toda publicidad, pero era la propietaria del teatro, la que vendía las entradas y la que decidía qué escenas convenía representar ante el público.

—Por favor, pasen a la segunda etapa y ténganme informada de cualquier cambio —dijo la señorita Brewster a alguien en Singapur. A continuación se quitó el intercomunicador, dejó la labor y apretó un botón del reposabrazos. Una mampara de vidrio blindado se alzó detrás de los asientos delanteros. A partir de ese momento, ni el chófer ni el guardaespaldas podrían escuchar su conversación—. ¿Le apetece un poco de té, Michael?

—Sí, gracias.

Ante ellos había un pequeño armario, de donde la señorita Brewster sacó un par de tazas, platos, cucharas, azúcar, leche y un termo con té caliente.

—¿Un terrón o dos?

—Sin azúcar, por favor. Solo leche.

—Vaya, qué curioso. Habría jurado que era goloso.

La señorita Brewster le sirvió una taza de té y se echó dos terrones en la suya.

La porcelana tintineaba cada vez que pasaban por un bache, pero estar ahí bebiendo té creaba un raro ambiente hogareño. Aunque la señorita Brewster no tenía hijos, disfrutaba comportándose como la típica tía rica que disfruta malcriando a su sobrino favorito. Durante los últimos días, Michael la había visto adular y encandilar a hombres de una docena de países distintos. Los hombres hablaban demasiado en presencia de la señorita Brewster, y esa era una de sus fuentes de poder. Michael estaba decidido a no cometer el mismo error.

—Bueno, Michael, ¿lo está pasando bien?

—Yo diría que sí. Nunca había estado en Europa.

—¿Cuál es su evaluación de nuestros tres amigos de Hamburgo?

—Albrecht y Stoltz están de su lado. Gunther Hoffman se muestra escéptico.

—No sé cómo puede haber llegado a esa conclusión. El doctor Hoffman no dijo más de cuatro palabras durante toda la reunión.

—Las pupilas de sus ojos se contraían ligeramente cada vez que usted se refería al Programa Sombra. Hoffman es científico, ¿verdad? Tal vez no comprenda las implicaciones sociales y políticas del proyecto.

—Vamos, Michael, tiene que ser más benévolo con los científicos. —La señorita Brewster reanudó su punto de cruz—. Yo me licencié en física en Cambridge; la ciencia es una carrera.

—¿Qué le pasó?

—Durante mi último año de universidad empecé a leer sobre algo llamado la Teoría del Caos, el estudio del comportamiento errático en sistemas dinámicos no lineales. Los charlatanes se han apropiado del término y lo utilizan con total ignorancia para justificar su romántico anarquismo. Sin embargo, los científicos saben que incluso el caos matemático es determinista. En otras palabras, que lo que sucede en el futuro tiene su causa en una secuencia de acontecimientos anteriores.

—Y usted quería influir en dichos acontecimientos…

La señorita Brewster levantó la vista de la labor.

—Es usted un joven muy listo, Michael. Digamos simplemente que me di cuenta de que la naturaleza prefiere la estructura. El mundo seguirá teniendo que enfrentarse a huracanes, accidentes de avión y otros desastres imprevisibles, pero si ponemos en marcha el Panopticón Virtual, la sociedad humana evolucionará en la dirección correcta.

Pasaron ante un cartel en el que se leía berlín, y el coche aceleró ligeramente. No había límite de velocidad en la autopista.

—Quizá podría usted llamar a Nathan Boone después de la reunión en el centro de informática —propuso Michael—. Me gustaría saber si ha averiguado algo de mi padre.

—Desde luego. —La señorita Brewster lo anotó en su ordenador—. Supongamos que el señor Boone ha tenido éxito en sus pesquisas y descubrimos dónde está su padre. ¿Qué le diría?

—Que el mundo se halla en una era de importantes cambios tecnológicos. El Panopticón es inevitable. Tiene que aceptar esa realidad y colaborar con la Hermandad en la consecución de sus objetivos.

—Brillante, eso es brillante. —Levantó la vista del ordenador—. No necesitamos ideas nuevas de los Viajeros. Solo seguir las normas.

Cuando Michael acabó su segunda taza de té, ya habían llegado a Berlín y circulaban por la arbolada avenida Unter den Linden. Los escasos grupos de turistas parecían impresionados por los edificios barrocos y neoclásicos. La señorita Brewster señaló una pila de libros gigantescos con el nombre de distintos autores alemanes grabados en el lomo. El monumento se alzaba en Bebelplatz, donde los nazis habían llevado los libros de las librerías que habían asaltado y los habían quemado en 1933.

—En Tokio o Nueva York vive mucha más gente —comentó—. Berlín siempre me da la impresión de ser una ciudad demasiado grande para el número de habitantes que tiene.

—Supongo que durante la Segunda Guerra Mundial muchos edificios fueron demolidos.

—Es cierto, y los rusos volaron buena parte de lo que quedó en pie. Pero ese triste capítulo ha quedado atrás.

El Mercedes giró a la izquierda en la Puerta de Brandemburgo y siguió bordeando un parque hasta Potsdamer Platz. El muro que en su día había dividido la ciudad ya no estaba, pero su presencia todavía se sentía en la zona. Cuando se derribó el muro, el espacio que dejó libre abrió nuevas posibilidades urbanísticas. La que había sido una zona letal era en esos momentos una franja ocupada por anodinos rascacielos.

Una larga avenida llamada Voss Strasse, sede de la Cancillería del Reich durante la Segunda Guerra Mundial, estaba vallada en casi todo su recorrido y en fase de construcción. El chófer se detuvo delante de un enorme edificio de cinco plantas que parecía de una época anterior.

—Estas eran las oficinas de los ferrocarriles del Reich —explicó la señorita Brewster—. Cuando derribaron el muro, la Hermandad se hizo con el control de la propiedad.

Se apearon del vehículo y se acercaron al centro de informática. Los muros estaban sucios de grafitis, y en la mayoría de las ventanas había rejillas de seguridad, pero Michael pudo apreciarlos vestigios de una gran fachada del siglo XIX: volutas en las cornisas y rostros de deidades griegas esculpidos sobre las ventanas que daban a la calle. Visto desde fuera, el edificio era como una lujosa limusina que hubiera sido saqueada y arrojada a un barranco.

—Hay dos secciones —explicó la señorita Brewster—. Primero pasaremos por la zona pública, de modo que debemos ser discretos.

Fue hasta una puerta de hierro vigilada por una cámara de seguridad. A un lado había un pequeño cartel de plástico que indicaba que el edificio era la sede de una empresa llamada Personal Customer.

—¿Esta es una compañía inglesa? —preguntó Michael.

—No. Es totalmente alemana. —La señorita Brewster apretó un timbre—. Lars aconsejó que le pusiéramos un nombre inglés. Así el personal cree que está implicado en un proyecto moderno e internacional.

La puerta se abrió con un chasquido, y entraron en un vestíbulo de recepción brillantemente iluminado. Una joven de unos veinte años, con aros en las orejas, los labios y la nariz, levantó la vista y les sonrió.

—Bienvenidos a Personal Customer. ¿En qué puedo ayudarlos?

—Soy la señorita Brewster, y él es el señor Corrigan. Somos asesores técnicos y hemos venido a ver el ordenador. El señor Reichhardt está al corriente de nuestra visita.

—Sí. Por supuesto. —La joven entregó un sobre sellado a la señorita Brewster—. Vaya hacia la…

—Lo sé, querida. He estado aquí otras veces.

Se dirigieron hasta un ascensor, cerca de una sala de reuniones con paredes de cristal. Varios empleados —la mayoría de ellos de unos treinta años- almorzaban y charlaban alrededor de una gran mesa.

La señorita Brewster rasgó el sobre, extrajo una tarjeta de plástico y la agitó frente al sensor del ascensor. Las puertas se abrieron, ambos entraron y la señorita Brewster volvió a agitar la tarjeta.

—Nos dirigimos al sótano. Es la única entrada a la torre.

—¿Puedo preguntar algo?

—Sí. Estamos fuera de la zona pública.

—Los empleados ¿qué creen que están haciendo?

—Oh, todo está perfectamente dentro de la legalidad. Les han dicho que Personal Customer es una empresa de vanguardia en el campo de la mercadotecnia que se dedica a reunir datos demográficos. Está claro que la publicidad dirigida a los grupos de población ha quedado completamente obsoleta. En el futuro, toda la publicidad se dirigirá a cada consumidor en particular. Cuando vea un anuncio publicitario en la calle, este leerá el chip RFID que usted llevará encima y visualizará su nombre. Los jóvenes entusiastas que acaba de ver están muy ocupados buscando cualquier posible fuente de información sobre los berlineses e introduciéndola en el ordenador.

Las puertas del ascensor se abrieron, y entraron en un gran sótano lleno de maquinaria y equipos de comunicaciones. A Michael aquella enorme sala le hizo pensar en una fábrica sin trabajadores.

—Ese es el generador de apoyo —dijo la señorita Brewster señalando a la izquierda—, y eso de ahí es el sistema para filtrar y depurar el aire; según parece, a nuestro ordenador no le gusta el aire contaminado.

En el suelo había pintada una línea blanca, y la siguieron hasta el otro extremo del sótano. Aunque la maquinaria era impresionante, Michael seguía sintiendo curiosidad por la gente que había visto en la sala de arriba.

—Entonces, los empleados de la empresa no saben que están colaborando en la puesta en marcha del Programa Sombra…

—Por supuesto que no. Cuando llegue el momento, Lars les explicará que la información reunida está destinada a derrotar al terrorismo. Luego vendrán los ascensos y las subidas de sueldo. Estoy segura de que estarán encantados.

La línea blanca terminaba ante un segundo mostrador de recepción, este atendido por un corpulento agente de seguridad, vestido con chaqueta y corbata, que los había seguido a través de un monitor de televisión. Al ver que se acercaban, el hombre levantó la vista.

—Buenas tardes, señorita Brewster. La están esperando.

Tras el mostrador había unas puertas sin tiradores ni cerraduras, y el guardia no hizo ademán de buscar un interruptor en el mostrador. La señorita Brewster se acercó a una pequeña caja de hierro con una abertura, fija sobre un soporte junto a la puerta.

—¿Qué es eso? —preguntó Michael.

—Un escáner de las venas de la palma de la mano. Hay que meter la mano, y una cámara toma una foto en infrarrojos. La hemoglobina de la sangre absorbe la luz, de manera que las venas aparecerán en negro en una fotografía digital. Esa foto se comparará con la que se halla en la base de datos del ordenador.

Introdujo la mano en la abertura, una luz destelló, y se oyó el clic de la cerradura. Acto seguido, la señorita Brewster empujó la puerta, y Michael la siguió a la segunda ala del edificio. Le sorprendió ver que las vigas y los ladrillos de las paredes estaban a la vista. Dentro de aquella concha sin ventanas, había una gran torre de cristal sostenida por un armazón de acero. La torre albergaba tres niveles de dispositivos de almacenamiento, ordenadores y servidores apilados en armarios. Se accedía al sistema a través de una escalera metálica y por galerías elevadas.

Había dos hombres sentados en un rincón de la sala, ante un panel de control. Parecían separados del estanco entorno de la torre, como dos acólitos a los que no se les permitía entrar en la capilla. Un gran monitor de pantalla plana colgaba frente a ellos y mostraba cuatro figuras creadas por ordenador; estaban sentadas dentro de un coche que circulaba por un arbolado bulevar.

Lars Reichhardt se levantó.

—¡Bienvenidos a Berlín! —exclamó—. Como pueden ver, el Programa Sombra los ha estado siguiendo desde que llegaron a Alemania.

Michael contempló la pantalla y vio que, en efecto, el coche de la pantalla era un Mercedes y que, en su interior, había cuatro figuras creadas por ordenador que se parecían mucho a la señorita Brewster, a él mismo, al guardaespaldas y al chófer.

—Sigan mirando —dijo Reichhardt—, y se verán hace unos diez minutos, cuando recorrían Unter den Linden.

—Todo esto es realmente impresionante —dijo la señorita Brewster—, pero al comité ejecutivo le gustaría saber cuándo el sistema estará definitivamente operativo.

Reichhardt miró brevemente al técnico sentado ante el panel de control. El hombre tecleó una secuencia y las imágenes desaparecieron de la pantalla.

—Dentro de diez días.

—¿Es eso una promesa, herr Reichhardt?

—Ya conoce mi dedicación al trabajo —repuso el alemán en tono conciliador—. Haré todo lo que esté en mi mano para lograrlo.

—El Programa Sombra tiene que funcionar perfectamente antes de que nos pongamos en contacto con nuestros amigos del gobierno alemán —dijo la señorita Brewster—. Tal como hablamos en Dark Island, necesitamos algunos consejos para lanzar una campaña parecida a la que hemos desarrollado en Gran Bretaña. El pueblo alemán debe estar plenamente convencido de que el Programa Sombra es necesario para su protección.

—Desde luego. Ya hemos adelantado algo de trabajo en ese sentido. —Reichhardt se volvió hacia su ayudante—. Eric, muéstreles el prototipo.

Eric tecleó algunas instrucciones y en la pantalla apareció un televisor. Un caballero medieval vistiendo una blanca túnica adornada con una cruz negra montaba guardia mientras jóvenes y alegres alemanes viajaban en autobús, trabajaban en sus oficinas o jugaban al fútbol en el parque.

—Nos pareció buena idea revivir la leyenda de los caballeros teutónicos. «Allí donde vaya, el Programa Sombra le protegerá decualquier peligro.»La señorita Brewster no pareció impresionada.

—Entiendo lo que pretende, Lars, pero…

—No funcionará —declaró Michael—. Tiene que presentar una imagen más emotiva.

—Aquí no se trata de emociones —replicó Lars—, sino de seguridad.

—¿Puede crear imágenes con el ordenador? —preguntó Michael al técnico—. Bien, pues muéstreme a un padre y a una madre contemplando a sus dos hijos mientras duermen.

Ligeramente confundido por el brusco cambio de jerarquía, Eric miró a su jefe. Reichhardt asintió, y el joven empezó a teclear. Al principio solo aparecieron figuras sin rostro, pero no tardaron en metamorfosearse en un padre con un periódico en una mano y su esposa cogiéndole de la otra. Ambos estaban de pie en un dormitorio lleno de juguetes mientras dos niñas dormían en camas gemelas.

—Bien —dijo Michael—. Empiezan con esta imagen, una imagen emotiva, y dicen algo como: «Proteged a los niños».

Erik siguió tecleando y las palabras Beschuetzen Sie die Kinder aparecieron en la pantalla.

—Ellos protegen a sus hijos y…

—Y nosotros los protegemos a ellos —lo interrumpió la señorita Brewster—. Sí, es emotivo y reconfortante. ¿Qué opina usted herr Reichhardt?

El jefe del centro de informática contempló la pantalla mientras la imagen se completaba con pequeños detalles: la expresión amorosa de la madre, la lámpara de la mesilla de noche, un libro de cuentos… Una de las niñas abrazaba un cordero de peluche.

Los delgados labios de Reichhardt sonrieron.

—El señor Corrigan entiende perfectamente nuestro proyecto.