Después de deambular sin rumbo durante varias horas, Gabriel se metió en un cibercafé de Goodge Street, cerca de la Universidad de Londres. Un grupo de simpáticos coreanos que apenas hablaban unas pocas palabras de inglés regentaba el establecimiento. Gabriel compró una tarjeta de pago y fue hasta la hilera de ordenadores. Había gente que miraba pornografía y otros que compraban billetes de avión de bajo coste. El adolescente rubio que estaba sentado a su lado jugaba a un juego on-line en el que debía ocultarse en un edificio y matar a cualquier extraño que apareciera solo.
Gabriel se instaló frente al ordenador y entró en diferentes chats para intentar localizar a Linden, el Arlequín francés que les había enviado dinero a Nueva York. Tras dos horas de fracasos, dejó un mensaje en una web dedicada al coleccionismo de espadas antiguas: «G. en Londres. Necesita dinero». A continuación, pagó a los coreanos por el tiempo que había pasado al ordenador y pasó el resto del día en la sala de lectura de la biblioteca de la universidad. Cuando esta cerró, a las siete de la tarde, regresó al cibercafé y comprobó que nadie había respondido a su mensaje. De nuevo en la calle, el aire era tan frío que el aliento formaba nubecillas de vapor. Un grupo de estudiantes pasó entre risas junio a él. Le quedaban menos de diez libras en el bolsillo.
Hacía demasiado frío para dormir a la intemperie, y en el metro había cámaras de vigilancia. Mientras vagaba por Tottenham Court Road, con sus tiendas de ordenadores y electrónica brillantemente iluminadas, se acordó de que Maya le había hablado de un lugar de West Smithfield donde los herejes, los rebeldes y los Arlequines habían sido ejecutados por las autoridades. En aquella ocasión, Maya utilizó la lengua de su padre para referirse a la zona, la llamó Blutacker. En su origen, la palabra en alemán hacía referencia a un cementerio cercano a Jerusalén comprado con las monedas de plata entregadas a Judas, pero posteriormente había adquirido un significado más general: designaba cualquier zona maldita, cualquier terreno manchado de sangre. Si aquel era realmente un lugar Arlequín, quizá encontrara un tablón de mensajes o alguna indicación que pudiera servirle de ayuda.
Guiándose por las indicaciones de gente que parecía borracha o extraviada, se dirigió hacia East London. Finalmente, pasado el hospital Saint Bartholomew, llegó a Giltspur Street y encontró dos monumentos conmemorativos separados por unos pocos metros. El primero recordaba al rebelde escocés William Wallace, mientras que la segunda placa estaba situada cerca de donde la Corona había quemado a los católicos en la hoguera. «Blutacker», se dijo Gabriel, pero no vio indicios de Arlequines por ninguna parte.
Dio la espalda a las placas conmemorativas y se acercó a Saint Bartholomew the Great, una pequeña iglesia normanda. Los muros de piedra estaban mellados y ennegrecidos por el paso del tiempo, y el camino de ladrillo estaba sucio de barro. Pasó bajo un arco y se encontró en un camposanto. Justo enfrente había una pesada puerta de madera con grandes bisagras de hierro que daba a la iglesia. Había algo garabateado en el borde inferior. Se acercó y vio cuatro palabras escritas con rotulador negro: esperanza PARA UN VIAJERO.
¿Era acaso la iglesia un lugar de refugio? Gabriel llamó, primero suavemente y después con los puños, pero nadie respondió. Puede que la gente aguardara esperanzada a un Viajero, pero él tenía frío, estaba cansado y necesitaba ayuda. De pie en aquel cementerio sintió la urgente tentación de liberarse de su cuerpo y abandonar ese mundo para siempre. Su hermano Michael tenía razón. La batalla había terminado, y la Tabula había vencido.
Cuando dio media vuelta, se acordó de cómo Maya utilizaba los tablones de comunicación que tenía distribuidos por Nueva York. Lo que escribía en ellos parecían simples grafitis, pero todas las letras y símbolos contenían información relevante. Se arrodilló ante la puerta y vio que esperanza estaba subrayado. Quizá fuera algo irrelevante, pero el trazo tenía una punta, casi como una flecha.
Cuando Gabriel volvió sobre sus pasos y cruzó la arcada hacia la salida, vio que la flecha —suponiendo que fuera una flecha- apuntaba hacia el mercado de Smithfield. Un hombre corpulento que llevaba un delantal de carnicero y una bolsa llena de latas de cerveza se acercaba por la calle.
—Disculpe —dijo Gabriel—, ¿dónde está esperanza? ¿Sabe si es un lugar?
El carnicero no se echó a reír ni lo tomó por loco, simplemente señaló con la cabeza en dirección al mercado.
—Un poco más arriba, amigo, por esta misma calle. No está lejos.
Gabriel cruzó Long Lañe y se acercó al mercado de carne de Smithfield. Durante siglos, ese barrio había sido uno de los peores de Londres. Mendigos, prostitutas y carteristas se mezclaban con la multitud mientras el ganado era llevado a golpe de látigo por las estrechas callejuelas hasta el matadero. La sangre caliente fluía por las alcantarillas y un leve vapor se elevaba en el aire invernal. Bandadas de cuervos volaban en círculo y se lanzaban desde lo alto para disputarse los pedazos de carne.
Esos tiempos habían quedado atrás, y en esos momentos la plaza central estaba llena de restaurantes y librerías. Sin embargo, por la noche, cuando todo el mundo se había ido a casa, el espíritu del viejo Smithfield regresaba. Era un lugar oscuro, un lugar sombrío, dedicado a la muerte.
La plaza principal, entre Long Lañe y Charterhouse Street, estaba dominada por el edificio de dos plantas utilizado para la distribución de carne en Londres. Aquel mercado ocupaba varias manzanas y estaba dividido en secciones por cuatro calles. En todo su perímetro, una moderna marquesina de metacrilato ofrecía protección a los camioneros cuando cargaban y descargaban sus mercancías bajo la lluvia, pero el mercado en sí mismo era un renovado ejemplo de la confianza victoriana. En sus paredes, de ladrillo rojo, se abrían arcos de piedra, y en ambos extremos había grandes verjas de hierro pintadas de color púrpura y verde.
Gabriel rodeó dos veces el edificio en busca de alguna inscripción. Le parecía absurdo buscar esperanza en un lugar como ese. ¿Por qué le habría dicho aquel carnicero que siguiera calle arriba? Agotado, se sentó en un banco de piedra de la plaza, frente al mercado. Ahuecó las manos e intentó calentárselas con el aliento; luego, observó la plaza. Se encontraba en la esquina de Cowcross Street con Saint John, y el único establecimiento que seguía abierto era un pub con la fachada de madera situado a unos siete metros de distancia.
Leyó entonces el nombre del establecimiento y se rió por primera vez en muchos días. Esperanza. Era el Pub Esperanza. Se levantó, se acercó a las cálidas luces que brillaban a través de los cristales biselados y observó el cartel que colgaba sobre la entrada. Era una tosca pintura que mostraba a dos marineros naufragados que se aferraban a un bote salvavidas en medio de un agitado mar. Un velero había aparecido en la distancia, y los dos hombres le hacían señas desesperadamente. Un cartel más pequeño indicaba que en el piso de arriba estaba el restaurante The Sirloin, pero hacía una hora que ya no servía comidas.
Entró en el local casi esperando un gran recibimiento: «Has resuelto el rompecabezas, Gabriel. Bienvenido a casa». Pero lo único que vio fue al dueño, que se rascaba mientras una malhumorada camarera limpiaba la barra con un trapo. Cerca de la entrada había varias mesitas negras, y bancos al fondo. Una caja de cristal mostraba unos faisanes disecados en un anaquel, junto a cuatro polvorientas botellas de champán.
Solo había tres clientes: un matrimonio de mediana edad que discutía en voz baja, y un anciano que miraba fijamente su vaso vacío. Gabriel pagó una pinta de cerveza con las últimas monedas que le quedaban y se instaló en uno de los reservados, con un banco tapizado y la pared forrada de madera. Su estómago absorbió el alcohol y mitigó la sensación de hambre. Cerró los ojos. «Solo un instante, eso es todo», se dijo. Pero no tardó en ceder a la fatiga y quedarse dormido.
Fue su cuerpo el que notó el cambio. Una hora antes, el local estaba frío y sin vida. En esos momentos rebosaba energía. Mientras Gabriel despertaba, oyó voces y risas y notó una fría corriente de aire con el vaivén de la puerta al abrirse y cerrarse.
Abrió los ojos.
El bar estaba lleno de hombres y mujeres de aproximadamente su misma edad que se saludaban como si llevaran mucho tiempo sin verse. Algunos discutían alegremente y, a continuación, entregaban cierta cantidad de dinero a un sujeto alto con grandes gafas de sol.
¿Eran fans de algún equipo de fútbol?, se preguntó. Sabía que los ingleses sentían pasión por ese deporte. Los hombres del pub vestían vaqueros y sudaderas con capucha. Algunos llevaban tatuajes, complejos dibujos que asomaban bajo las camisetas y se les enroscaban alrededor del cuello. Ninguna de las mujeres llevaba falda o vestido; todas llevaban el pelo muy corto o sujeto en la nuca como si fueran guerreras amazonas.
Estudió a varios de los reunidos cerca de la barra y se dio cuenta de que solo tenían en común una cosa: el calzado. Sus zapatillas de deporte no eran las típicas para jugar al baloncesto o correr por el parque. Eran de colores brillantes, con elaborados cordones y suelas de tacos; las que uno se pondría para una carrera a campo traviesa.
Entró una nueva corriente de aire y con ella otro cliente. Era más ruidoso, simpático y claramente más gordo que cualquiera de los allí reunidos. Llevaba el pelo, negro y grasiento, parcialmente cubierto por un gorro de lana coronado con un ridículo pompón. Su cazadora de nailon, abierta, dejaba a la vista una barriga considerable y una camiseta con un dibujo donde aparecía una cámara de vigilancia dentro de una señal de «Prohibido».
El recién llegado pidió una pinta e hizo un rápido recorrido por el bar repartiendo saludos y palmadas en la espalda como si fuera un político recabando votos. Gabriel lo observó atentamente y pudo distinguir un rastro de tensión en sus ojos. Una vez finalizada su ronda, el hombre se instaló en el mismo reservado que Gabriel y marcó un número en su móvil. Viendo que el destinatario de la llamada no contestaba, dejó un mensaje.
—Dogsboy, soy Jugger. Estamos en el Esperanza. Todas las pandas han llegado. ¿Dónde estás, tío? Llámame.
A continuación, cerró el móvil y reparó en Gabriel, sentado a su lado.
—¿Vienes de Manchester? —preguntó.
Gabriel negó con la cabeza.
—Entonces ¿con qué panda estás?
—¿Qué es una «panda»?
—¡Ah, eres estadounidense! Yo soy Jugger. ¿Cómo te llamas?
—Gabriel.
Jugger señaló a los demás con un gesto.
—Toda esta gente son free runners. Esta noche hay tres pandas de Londres y otra que ha venido de Manchester.
—¿Y qué son los free runners?
—¿Qué pregunta es esa? Sé que en Estados Unidos también hay. Empezó en Francia con un grupo de amigos que se divertían saltando por las azoteas. Es una forma de ver la ciudad como una gran pista de obstáculos. Trepas por paredes y saltas de casa en casa. Sin frenos. Se trata de eso, de avanzar sin frenos. ¿Lo entiendes?
—O sea que es un deporte.
—Para algunos, sí. Pero las pandas que han venido esta noche son iconoclastas de verdad. Eso significa que corremos por donde queremos. No hay reglas. No hay límites. —Jugger miró subrepticiamente a derecha e izquierda, como si fuera a contar un secreto—. ¿Has oído hablar de la Gran Máquina?
Gabriel resistió el impulso de asentir.
—¿Qué es eso?
—Es el sistema informático que nos controla con programas de escaneo y cámaras de vigilancia. Los free runners se niegan a formar parte de la Gran Máquina. Corremos por encima de todo eso.
Gabriel miró hacia la puerta cuando otro grupo de free runners entró en el pub.
—Entonces ¿esto es como una especie de reunión semanal?
—De reunión nada, tío. Estamos aquí para correr. Dogsboy es nuestro hombre, pero todavía no ha aparecido.
Jugger no se movió de su asiento cuando su panda empezó a reunirse en el reservado. Ice era una muchacha de unos quince o dieciséis años, menuda y de aire adusto, cuyas cejas pintadas le daban un aire de geisha. Roland era un tipo de Yorkshire que hablaba despacio, y Sebastian, un universitario a tiempo parcial que llevaba los bolsillos de su arrugado impermeable llenos de libros baratos.
Gabriel nunca había estado en Inglaterra y tuvo dificultades para entender todo lo que decían. En algún momento de su vida, Jugger había conducido un «juggernaut», que era un tipo de camión, solo que allí un «camión» era un «cargo». Las «patatas chips» eran «patatas crisp», y una «cerveza» era una «birra». Jugger era el líder no oficial de la panda, y no dejaban de gastarle bromas sobre su gorro y lo gordo que estaba.
Aparte de las palabras en inglés británico, los free runners tenían un vocabulario especial. Los miembros de la panda charlaban tranquilamente de «saltos de mono», «brincos de gato» y de «carreras de pared». No trepaban simplemente por un edificio, «lo liquidaban» o «se lo zampaban».
Todos hablaban de su mejor corredor, Dogsboy, que seguía sin aparecer. Por fin sonó el móvil de Jugger, y este hizo un gesto para que guardaran silencio.
—¿Dónde te has metido? —preguntó. A medida que avanzaba la conversación, empezó a parecer molesto y después enfadado—. Tío, lo prometiste. Esta es tu panda. Los estás dejando colgados… Joder esto por un jueguecito de soldados… No puedes… ¡Maldita sea!
Cerró el móvil y soltó una sarta de juramentos. Gabriel apenas entendió qué había dicho.
—Supongo que Dogsboy no va a venir —dijo Sebastian.
—El cabrón dice que tiene una pierna mal. Me apostaría cualquier cosa a que está en cama con cualquier tontería.
El resto de la panda empezó a quejarse del plante de su compañero, pero todos se callaron cuando el tipo de las grandes gafas de sol se les acercó.
—Ese es Mash —susurró Roland a Gabriel—. Es el que se encarga de las apuestas esta noche.
—¿Dónde está vuestro corredor? —preguntó Mash.
—Acabo de hablar con él —dijo Jugger—. Está… está intentando encontrar un taxi.
Mash soltó un bufido burlón, como si supiera la verdad.
—Si no aparece dentro de diez minutos, perderéis el dinero apostado más las cien libras de depósito.
—Es que tiene una pierna mal… Bueno, en fin…, eso me ha dicho.
—Ya conocéis las normas. Si no hay corredor, adiós al depósito.
—Cabrón hijoputa… —masculló Jugger. Cuando Mash se hubo alejado, se volvió hacia su gente—. Bueno, a ver, ¿quién va a ser el corredor? ¿Algún voluntario?
—Yo soy especialista en técnicas, no en líneas rectas —dijo Ice—. Ya lo sabes.
—Yo estoy resfriado —se excusó Roland.
—¡Sí, desde hace tres años!
—Vale, entonces, ¿por qué no corres tú, Jugger?
De pequeño, a Gabriel siempre le había gustado trepar a los árboles y correr por las vigas del granero de la granja de sus padres.
Ya de mayor, había buscado emociones fuertes montando en moto y lanzándose en paracaídas. Sin embargo, su fuerza y destreza habían alcanzado nuevas cotas en Nueva York, mientras Maya se recuperaba de sus heridas. Por las noches, los dos practicaban kendo, pero en lugar de hacerlo con las cañas de bambú habituales, Maya utilizaba su espada Arlequín, y él manejaba su espada talismán. Eran las únicas ocasiones en que los dos habían contemplado sus cuerpos abiertamente. Su intensa relación parecía hallar su mejor forma de expresión en un combate incesante. Al final de las sesiones de kendo, los dos quedaban jadeantes y bañados en sudor.
Gabriel se inclinó hacia Jugger y le hizo un gesto de asentimiento.
—Yo lo haré —le dijo—. Yo seré vuestro corredor.
—¿Y quién diablos eres tú, si se puede saber? —preguntó Ice.
—Es Gabriel —se apresuró a aclarar Jugger—. Es un free runner estadounidense. Máximo nivel.
—Si no presentáis un corredor perderéis cien libras —intervino Gabriel—. Pagadme a mí ese dinero. En cualquier caso será lo mismo, con la diferencia de que conmigo puede que ganéis las apuestas.
—¿Sabes qué tienes que hacer? —preguntó Sebastian.
Gabriel asintió.
—Correr. Trepar por algunas paredes.
—Vas a tener que trepar hasta la azotea del mercado de Smithfield, cruzar hacia el viejo matadero, bajar a la calle y llegar al patio de la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate —dijo Ice—. Si te caes, hay veinte metros de altura hasta la calle.
Aquella era la hora de la verdad. Todavía estaba a tiempo de cambiar de opinión. Pero Gabriel se sentía como si hubiera estado ahogándose en un río y de repente hubiera aparecido una barca. Solo disponía de unos pocos segundos para aferrarse al salvavidas.
—¿Cuándo empezamos?
Tan pronto como hubo tomado su decisión, Gabriel se vio rodeado de un grupo de nuevos amigos. Cuando reconoció que tenía hambre, Sebastian corrió a la barra y volvió con una tableta de chocolate y varias bolsas de patatas fritas. Gabriel se lo comió a toda prisa y notó una inyección de energía. En cuanto al alcohol, decidió dejarlo para después, aunque Jugger se ofreció a invitarlo a una pinta de cerveza.
Jugger parecía haber recobrado su confianza ahora que su panda contaba con un corredor. Dio una segunda vuelta por el bar, y Gabriel oyó su tono chulesco alzarse por encima del barullo. Unos minutos después, la mitad de los reunidos creía que Gabriel era un experimentado free runner de Estados Unidos que había decidido volar hasta Londres debido a la amistad que lo unía con la panda de Jugger.
Gabriel se comió otra tableta de chocolate y fue al baño a refrescarse. Cuando salió, Jugger lo esperaba. Abrió una puerta y acompañó a Gabriel a un jardín trasero que el pub utilizaba como terraza en verano.
—Ahora estamos tú y yo solos —dijo. Toda su fanfarronería parecía haberse evaporado; se comportaba con timidez e inseguridad—. Habla claro, Gabriel. ¿Has hecho esto antes?
—No.
—Mira, esto no lo hace cualquiera. En realidad es una forma rápida de matarse. Si quieres, podemos escabullimos por detrás y…
—No pienso largarme —repuso Gabriel—. Puedo hacerlo.
La puerta se abrió de golpe. Sebastian y otros tres free runners aparecieron en el jardín.
—¡Está aquí! —gritó alguien—. ¡Date prisa! ¡Está a punto de empezar!
Al salir del pub, Jugger fue absorbido por la multitud, pero Ice no se apartó de Gabriel y, sujetándole el brazo, le dijo en voz baja:
—Mira dónde pones los pies, pero no mires abajo.
—Vale.
—Si trepas un muro, no te pegues a él. Es mejor apartarse un poco, porque eso ayuda al centro de gravedad.
—¿Algo más?
—Si te asustas, no sigas. Párate, y nosotros te bajaremos de la azotea. Cuando la gente tiene miedo es cuando se cae.
En la calle no había nadie más aparte de los free runners, y algunos de ellos demostraban ya sus habilidades, saltando y haciendo cabriolas. Iluminado por las luces de seguridad, el mercado de Smithfield parecía un enorme templo de piedra y ladrillo erigido en el centro de Londres. Las puertas metálicas que cerraban los muelles de carga y descarga estaban cubiertas por cortinas de plástico que se agitaban con la brisa nocturna.
Mash los guió alrededor del mercado y les explicó el trayecto de la carrera en línea recta. Una vez hubieran llegado a la azotea, recorrerían el edificio en toda su longitud y utilizarían una marquesina metálica para saltar hasta el matadero abandonado. Desde allí bajarían como pudieran hasta la calle y correrían por Snow Hill hasta Saint Sepulchre-without-Newgate. El primer corredor que llegara a la iglesia sería el vencedor.
Mientras una multitud se reunía en la calle, Ice indicó a Gabriel cuáles eran los otros dos hombres que se habían presentado voluntarios para la carrera. Cutter era un conocido líder de una panda de Manchester. Llevaba zapatillas de deporte caras y un mono rojo hecho de una tela elástica que brillaba bajo las luces. Ganji era uno de los free runner de Londres, un inmigrante persa de unos veinte años, de complexión ágil y atlética. Malloy, el cuarto corredor, era bajo y recio, y tenía la nariz partida. Según Ice, trabajaba a tiempo parcial sirviendo copas en una de las discotecas de baile de las afueras de Londres.
Llegaron al extremo norte del mercado y se situaron al otro lado de la calle, cerca de una carnicería especializada en despojos. Gabriel ya no tenía hambre; se sentía plenamente en forma para el reto que lo aguardaba. Oía las risas y el parloteo de la gente y le llegó un ligero olor a ajo de un restaurante tailandés que había en el extremo de la calle. Los adoquines estaban mojados y relucían como fragmentos de obsidiana.
—No tienes miedo… No tienes miedo… —repitió Ice cual un encantamiento.
El edificio del mercado se alzaba frente a los free runners como una pared impresionante. Gabriel comprendió que tendría que trepar por la puerta de hierro forjado para llegar hasta la marquesina de metacrilato, a diez metros del suelo. Unas escuadras de hierro que sobresalían de la pared en un ángulo de cuarenta y cinco grados sostenían la marquesina. Tendría que sortear esas barras para poder llegar a la azotea.
De repente se hizo el silencio; todos observaban a los cuatro corredores. Jugger fue hacia Gabriel y le entregó un par de mitones de trepar.
—Póntelos —dijo—. Por la noche el hierro resbala y está jodidamente frío.
—Cuando termine, querré el dinero.
—No te preocupes, tío. Te lo prometo. —Le dio una palmada en la espalda—. Desde luego, ¡eres un tío con un par!
El mono rojo de Cutter brillaba bajo las luces de seguridad. Se acercó a Gabriel y lo saludó con la cabeza.
—Así que eres estadounidense…
—Pues sí.
—¿Y sabes lo que es un «plaf»?
Jugger parecía molesto.
—Déjalo en paz, tío. Estamos a punto de empezar.
—Solo quiero echarle una mano. Enseñarle a nuestro primo estadounidense —se volvió hacia Gabriel- que un «plaf» es cuando no sabes lo que estás haciendo y te caes desde lo alto de una azotea.
Gabriel lo miró fijamente a los ojos.
—Siempre existe la posibilidad de caerse. La cuestión es: ¿piensas en ello? ¿O eres capaz de apartarlo de tu mente?
Cutter torció el gesto, pero controló su miedo y escupió en el suelo.
—¡Se acabaron las apuestas! —dijo una voz—. ¡Se acabaron las apuestas!
La multitud se apartó, y Mash apareció ante los corredores.
—Esto está pasando porque Manchester lanzó un desafío a las pandas de Londres. Que gane el mejor corredor y toda esa mierda que suele decirse. Pero recordad que lo que hacemos es algo más que correr. La mayoría de vosotros sabéis que ni verjas ni muros nos detendrán. La Gran Máquina no puede detectarnos. Nosotros trazamos nuestro propio mapa de esta ciudad.
Mash alzó el brazo.
—Uno, dos…
Cutter cruzó la calle a toda velocidad, y los demás lo siguieron. Las puertas de hierro forjado tenían un diseño de flores y parras, y Gabriel trepó por ellas utilizando los huecos como asideros y escalones.
Cuando llegaron a lo alto de la puerta, el ágil Ganji se deslizó entre la marquesina y el muro. Cutter lo imitó, seguido de Gabriel y Malloy. Las zapatillas golpearon sonoramente el plástico transparente, y la marquesina tembló. Gabriel se agarró a uno de los barrotes que sobresalían de la pared. Era delgado como una cuerda y difícil de aferrar.
Mano sobre mano, con el cuerpo colgando del barrote de hierro, Gabriel trepó. Cuando llegó al final del barrote, halló un espacio de apenas un metro entre la escuadra y lo alto del pretil de piedra que coronaba la fachada.
«¿Cómo se supone que voy a subir?», se dijo. «Es imposible.»Miró a su izquierda y vio a los otros tres corredores intentando culminar el difícil paso hasta el tejado. Malloy era el que tenía los brazos más fuertes. Se balanceó para situarse en lo alto del barrote, mirando hacia abajo. Luego, sujetándose con fuerza, cambió el peso a la parte inferior del cuerpo. Cuando sus pies estuvieron en la posición adecuada, soltó el barrote e intentó agarrarse a lo alto de la fachada, pero falló. Cayó sobre la marquesina y rodó, pero logró asirse al borde y se detuvo. Vivo todavía.
Gabriel se olvidó de los demás y se concentró en sus propios movimientos. Imitando la estrategia de Malloy, se balanceó hasta que consiguió poner los pies en el inclinado barrote, con las manos un poco más arriba. A continuación, se encorvó como si estuviera encerrado en un espacio muy estrecho, apoyó todo el peso del cuerpo en los pies y se lanzó hacia arriba. Se agarró al borde de la piedra blanca de la fachada, un pequeño murete que recorría el perímetro de la azotea. Utilizando toda la fuerza de sus brazos, consiguió izarse y pasar por encima.
El tejado de pizarra del mercado de Smithfield se extendía ante él como un camino oscuro y gris. El cielo nocturno estaba despejado; las estrellas eran precisos puntos de luz azulada. La mente de Gabriel empezó a deslizarse hacia la conciencia del Viajero, y observó la realidad que lo rodeaba como si fuera una imagen en una pantalla.
Cutter y Ganji pasaron corriendo junto a él, y Gabriel volvió al instante presente. Las tejas sueltas de pizarra chasqueaban mientras seguía a sus oponentes. Unos segundos más tarde llegó al primer cruce: un vacío de diez metros abierto por la calle que dividía el edificio. Arcos de cemento cubiertos por planchas de fibra de vidrio comunicaban los dos edificios, pero la fibra de vidrio parecía demasiado delgada para soportar su peso. Avanzando como un funambulista, atravesó paso a paso el arco y llegó al otro lado. Cutter y Ganji le estaban sacando ventaja. Gabriel observó las estrellas, a lo lejos, y sintió como si estuvieran corriendo hacia el negro abismo del espacio.
En la segunda calle, las planchas de fibra habían sido arrancadas; los tejados solo estaban unidos por los arcos de cemento. Gabriel recordó lo que Ice le había dicho y se concentró en sus pies; se esforzó por no mirar más allá, hacia la calle, donde un grupo defree runners observaba cómo cruzaba.
Gabriel se sentía relajado y se movía con facilidad, pero estaba perdiendo la carrera. Tuvo que detenerse y atravesar un tercer conjunto de arcos. Más adelante, observó cómo Cutter y Ganji saltaban sobre una inclinada plataforma de metal que sobrevolaba Long Lañe a modo de marquesina hasta casi tocar la fachada de ladrillo del edificio que en su día había sido el matadero del mercado.
Cutter había cruzado todo el tejado a la carrera. De pronto se mostró cauteloso y pasó a la plataforma caminando lentamente. Ganji, que iba unos cuatro metros por detrás, decidió ganarse la delantera: saltó sobre la parte izquierda de la plataforma, corrió tres pasos y perdió pie. Rodó cuesta abajo y gritó cuando sus piernas colgaron en el vacío, pero logró aferrarse al canalón.
Ganji quedó colgando en el vacío. Abajo su panda le gritaba que aguantara, que subirían y lo salvarían. Pero Ganji no necesitaba su ayuda. Consiguió auparse lo suficiente para pasar primero una pierna por encima del canalón hasta la resbaladiza plataforma y después el resto del cuerpo. Cuando Gabriel llegó hasta allí, el f ree runner estaba tumbado boca abajo. Empujándose con la punta de los pies y reptando con las manos, Ganji logró ponerse a salvo.
—¿Estás bien? —gritó Gabriel.
—¡No te preocupes por mí! ¡Sigue adelante! ¡Orgullo londinense!
Cutter iba por delante de Gabriel, pero su ventaja se esfumó en la plana terraza del matadero. Corrió de un lado a otro buscando una salida de incendios o una escalerilla de seguridad que pudiera llevarlo hasta la calle. En la esquina sudoeste, saltó un murete, se agarró a una cañería de desagüe y se quedó colgando en el aire. Gabriel corrió hasta la esquina y se asomó. Cutter estaba deslizándose por el tubo centímetro a centímetro, controlando el descenso con el canto de la suelas de sus zapatillas. Cuando vio a Gabriel, se detuvo un segundo.
—Siento lo que te dije antes de la salida. Solo pretendía ponerte nervioso.
—Lo entiendo.
—A Ganji le ha ido de un pelo. ¿Está bien?
—Sí. Está bien.
—Londres lo ha hecho bien, colega, pero esta vez ganará Manchester.
Gabriel imitó a Cutter y empezó a bajar por la cañería. Cutter ya estaba apartando con los brazos las ramas de unos arbustos, hasta que por fin consiguió llegar a tierra.
En cuanto su adversario puso un pie en la calle, Gabriel decidió correr un riesgo: se empujó lejos de la pared, soltó la tubería y se lanzó a una caída de seis metros sobre los arbustos. Las ramas crujieron y se partieron, pero lo frenaron y él aprovechó la inercia para rodar de lado y ponerse en pie de un salto.
Unos cuantos corredores habían aparecido por la zona como grupos de curiosos que observaran un maratón urbano. Cutter estaba haciendo alarde de sus habilidades corriendo a lo largo de una hilera de coches aparcados. Subía de un salto al capó de un coche, dos pasos más y saltaba al techo del otro, caía en el maletero de otro y brincaba hasta el siguiente. Las alarmas de los vehículos empezaron a saltar y sus aullidos resonaron en la calle. Cutter gritó: «¡Viva Manchester!» y alzó los brazos en señal de triunfo.
Entretanto, Gabriel corría en silencio por los adoquines. Cutter no vio que su adversario estaba acortando la distancia entre ellos. Se encontraban al principio de Snow Hill, la estrecha calle que conducía a la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate, tras la que se alzaba la ominosa silueta del Old Bayley, el viejo tribunal penal. Cutter dio una voltereta por encima de un coche y vio a Gabriel. Sorprendido, echó a correr calle arriba. Cuando ambos se hallaban a unos ciento ochenta metros de la iglesia, Cutter fue incapaz de controlar su miedo. Empezó a mirar por encima del hombro y se olvidó de todo menos de su adversario.
Un taxi de Londres negro salió de las sombras y dobló la esquina. El conductor vio el mono rojo y clavó los frenos. Cutter dio una voltereta en el aire para esquivarlo, pero sus piernas chocaron contra el parabrisas del coche, y el impacto lo arrojó al suelo y rodó como un monigote.
El taxi se detuvo entre chirridos, y la panda de Manchester llegó corriendo, pero Gabriel siguió calle arriba y saltó la valla que daba al desierto jardín de la iglesia. Se detuvo y apoyó las manos en las rodillas e intentó recobrar el aliento. Un free runner en la ciudad.